2. Sigmund Freud - El malestar en la cultura - Tomo XXI Amorrortu - El malestar en la cultura (1930 - Studocu
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2. Sigmund Freud - El malestar en la cultura - Tomo XXI Amorrortu

Malestar en la cultural de Sigmund freud tomó xxi
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Filosofía Contemporanea

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Universidad Católica de Santiago del Estero

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El malestar en la cultura

(1930 [19291)

fue enviado a los impresores a comienzos de noviembre y publicado en realidad antes de fin de año, aunque en su portada figuraba como fecha «1930» (Jones, 1957, págs. 157-8). El título que inicialmentc eligió Freud fue «Das Unglück in der Kulttir» {La infelicidad en la cultura}, pero más tarde remplazó «Unglück» por «Unbehagen» {malestar). Como no era fácil encontrar en inglés un buen equivalente para esta palabra, en una carta a la señora Joan Riviere, traductora de la obra a esa lengua, Freud le sugirió como título «Man's Discomfort in Civilization»; pero fue la pro- pia señora Riviere la que propuso para la versión inglesa el título finalmente adoptado.*

El tema principal del libro —el irremediable antagonis- mo entre las exigencias pulsionales y las restricciones im- puestas por la cultura— puede rastrearse en los primeros escritos psicológicos de Freud. Así, por ejemplo, él 31 de mayo de 1897 le escribía a Fliess que «el incesto es antiso- cial; la cultura consiste en la progresiva renuncia a él» (Freud, 1950a, Manuscrito N), AE, 1 , pág. 299; y un año más tarde, en su trabajo «La sexualidad en la etiología de las neurosis» (1898a), sostendría que se torna lícito «res- ponsabilizar a nuestra civilización por la propagación de la neurastenia» {AE, 3 , pág. 270). Sin embargo, en esos pri- meros escritos Freud no parece haber considerado que la represión era enteramente causada por influencias sociales externas. Aunque en los Tres ensayos de teoría sexual (1905í/) se refirió al «vínculo de oposición existente entre la cultura y el libre desarrollo de la sexualidad» (AE, 7 , pág. 221), en otro lugar de la misma obra hacía el siguiente comentario acerca de los diques que se levantan contra la pulsión sexual durante el período de latencia: «En el niño civilizado se tiene la impresión de que el establecimiento de esos diques es obra de la educación, y sin duda alguna ella contribuye en mucho. Pero en realidad este desarrollo es de condicionamiento orgánico, fijado hereditariamente, y llegado el caso puede producirse sin ninguna ayuda de la educación» {ibid., pág. 161). La idea de que pudiera existir una «represión orgánica» que allanara el camino a la cultura (idea desarrollada en

  • {El título definitivo de la obra en inglés fue Civilization and its Discontents. Sobre la equiparación de los términos «civilización» y «cultura» por parte de Freud, véase El porvenir de una ilusión (1927c), supra, pág. 6.}

dos largas notas al pie al comienzo y al final del capítulo IV, infra, págs. 97-8 y 103-4, respectivamente) se remonta tam- bién a ese período inicial. En una carta a Fliess del 14 de noviembre de 1897, Freud escribía que a menudo había vislumbrado «que en la represión coopera algo orgánico» (Freud, 1950ü, Carta 75), AE, 1 , pág. 310; y a conti- nuación sugería, tal como lo haría luego en dichas notas al pie, que la adopción de la postura erecta y el rem- plazo del olfato por la vista como sentido predominante fueron factores de importancia en la represión. Una alusión aún más temprana a lo mismo aparece en una carta del 1 1 de enero de 189 7 (ibid.. Carta 55), AE, 1 , pág. 282. Entre las obras publicadas, las únicas menciones a estos temas anteriores a la actual parecen ser un breve pasaje del aná- lisis del «Hombre de las Ratas» (1909¿), AE, 10 , pág. 193 , y otro más breve todavía en «Sobre la más genera- lizada degradación de la vida amorosa» (1912¿), AE, 11 , pág. 182. En particular, no se halla ningún análisis de las fuentes interiores más profundas de la cultura en «La mo- ral sexual "cultural" y la nerviosidad moderna» (1908J) —con mucho, el examen más extenso de este tema que pue- de encontrarse en los escritos de Freud—, donde se recoge la impresión de que las restricciones propias de la cultura son impuestas desde afuera.^ Pero, en verdad, no le fue posible a Freud evaluar cla- ramente el papel cumplido en estas restricciones por las influencias interiores y exteriores, así como sus efectos re- cíprocos, hasta que sus investigaciones sobre la psicología del yo lo llevaron a establecer la hipótesis del superyó y su origen en las primeras relaciones objétales del individuo. Es por ello que un tramo tan extenso de la presente obra (en especial, en los capítulos VII y VIII) está dedicado a indagar y elucidar la naturaleza del sentimiento de culpa; y por ello también Freud declara su «propósito de situar al sentimiento de culpa como el problema más importante del desarrollo cultural» (pág. 130). A su vez, sobre esto se edifica la segunda de las principales cuestiones colaterales tratadas en este trabajo (si bien ninguna de ellas es, en rigor de verdad, una cuestión colateral): la de la pulsión de destrucción.

1 Se toca el tema en muchas otras obras, entre las cuales cabe men- cionar «Las resistencias contra el psicoanálisis» (1925^), AE, 19 , págs. 23 2 y sigs., El porvenir de una ilusión (1927c), supra, págs. 7 y sigs., y ¿Por qué la guerra? •(IS'i'ih), AE, 22 , págs. 197-8. Véase, asimis- mo, la idea conexa de un «progreso en la espiritualidad» en Moisés y la nligií'm monotcísla (1939Í;), AE, 23 , págs, 108 y sigs,

bleció la hipótesis de una «pulsión de muerte» no salió a luz una pulsión agresiva realmente independiente; esto ocurrió en Más allá del principio de placer (1920g), en par- ticular en el capítulo VI {AE, 18 , págs. 51-3), si bien cabe destacar que incluso en ese escrito y en otros posteriores —p. ej., en el capítulo IV de El yo y el ello (\923b) — la pulsión agresiva era aún algo secundario, que derivaba de la primaria pulsión de muerte, autodestructiva. Y lo mismo es válido para el presente trabajo —aunque aquí el énfasis recae mucho más en las manifestaciones exteriores de la pulsión de muerte— y para los subsiguientes exáme- nes del problema en la 32? de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a) y en diversos lugares de su Esquema del psicoanálisis (1940á). Resulta tentador, empero, citar un fragmento de una carta que dirigió Freud el 27 de mayo de 1937 a la princesa Marie Bonaparte,' en el que parece sugerir que, en sus orígenes, la agresivi- dad volcada hacia el mundo exterior poseía mayor indepen- dencia: «El vuelco de la pulsión agresiva hacia adentro es, desde luego, la contrapartida del vuelco de la libido hacia afuera, cuando esta pasa del yo a los objetos. Se podría imaginar un esquema según el cual originalmente, en los co- mienzos de la vida, toda la libido estaba dirigida hacia adentro y toda la agresividad hacia afuera, y que esto fue cambiando gradualmente en el curso de la vida. Pero quizás esto no sea cierto». Para ser justos debemos agregar que, en su siguiente carta a Marie Bonaparte, Freud le escribió: «Le ruego no adjudique demasiado valor a mis observacio- nes sobre la pulsión de destrucción. Fueron hechas en forma espontánea y tendrían que ser cuidadosamente sopesadas si se pensara en publicarlas. Además, contienen muy poco de nuevo».

Por todo lo dicho, se apreciará enseguida que El malestar en la cultura es una obra cuyo interés rebasa considerable- mente a la sociología.

James Strachey

3 Quien muy gentilmente nos ha permitido reproducirlo aquí. El fragmento aparece también en el «Apéndice A» de la biografía de Ernest Jones (1957, pág. 494, cita n° 33). Freud había considerado el tema en la sección VI de un trabajo escrito poco antes que esta carta, «Análisis terminable e interminable» (1937c), AE, 23 , págs. 246-8.

Uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos raseros; poder, éxito y rique- za es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida. Mas en un juicio universal de esa índole, uno corre el peligro de olvidar la variedad del mundo humano y de su vida aní- mica. En efecto, hay hombres a quienes no les es dene- gada la veneración de sus contemporáneos, a pesar de que su grandeza descansa en cualidades y logros totalmente aje- nos a las metas e ideales de la multitud. Se tendería en- seguida a suponer que sólo una minoría reconoce a esos grandes hombres, en tanto la gran mayoría no quiere saber nada de ellos. Pero no se puede salir del paso tan fácil- mente; es que están de por medio los desacuerdos entre el pensar y el obrar de los seres humanos, así como el acuerdo múltiple de sus mociones de deseo. Uno de estos hombres eminentes me otorga el título de amigo en sus cartas. Yo le envié mi opúsculo que trata a la religión como una ilusión,^ y él respondió que compartía en un todo mi juicio acerca de la religión, pero lamentaba que yo no hubiera apreciado la fuente genuina de la reli- giosidad. Es —me decía— un sentimiento particular, que a él mismo no suele abandonarlo nunca, que le ha sido confirmado por muchos otros y se cree autorizado a supo- nerlo en millones de seres humanos. Un sentimiento que preferiría llamar sensación de «eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites, sin barreras, por así decir «oceá- nico». Este sentimiento —proseguía— es un hecho pura- mente subjetivo, no un artículo de fe; de él no emana ninguna promesa de pervivencia personal, pero es la fuente de la energía religiosa que las diversas iglesias y sistemas de religión captan, orientan por determinados canales y, sin duda, también agotan. Sólo sobre la base de ese senti- miento oceánico es lícito llamarse religioso, aun cuando uno desautorice toda fe y toda ilusión.

1 ¡El porvenir de una ilusión (1927c), supra, págs. 1 y sigs.]

rio, bien deslindado de todo lo otro. Que esta apariencia es un engaño, que el yo más bien se continúa hacia adentro, sin frontera tajante, en un ser anímico inconciente que de- signamos «ello» y al que sirve, por así decir, como fachada: he ahí lo que nos ha enseñado —fue la primera en esto— la investigación psicoanalítica, que todavía nos debe mu- chos esclarecimientos sobre el nexo del yo con el ello. Pero hacia afuera, al menos, parece el yo afirmar unas fronteras claras y netas. Sólo no es así en un estado, extraordinario por cierto, pero al que no puede tildarse de enfermizo. En la cima del enamoramiento amenazan desvanecerse los lí- mites entre el yo y el objeto. Contrariando todos los tes- timonios de los sentidos, el enamorado asevera que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si así fuera.'* Lo que puede ser cancelado de modo pasajero por una fun- ción fisiológica, naturalmente tiene que poder ser pertur- bado también por procesos patológicos. La patología nos da a conocer gran número de estados en que el deslinde del yo respecto del mundo exterior se vuelve incierto, o en que los límites se trazan de manera efectivamente incorrec- ta; casos en que partes de nuestro cuerpo propio, y aun fragmentos de nuestra propia vida anímica —percepciones, pensamientos, sentimientos—, nos aparecen como ajenos y no pertenecientes al yo, y otros casos aún, en que se atribu- ye al mundo exterior lo que manifiestamente se ha gene- rado dentro del yo y debiera ser reconocido por él. Por tanto, también el sentimiento yoico está expuesto a pertur- baciones, y los límites del yo no son fijos.. Una reflexión ulterior nos dice; Este sentimiento yoico del adulto no puede haber sido así desde el comienzo. Por fuerza habrá recorrido un desarrollo que, desde luego, no puede demostrarse, pero sí construirse con bastante pro- babilidad.** El lactante no separa todavía su yo de un mun- do exterior como fuente de las sensaciones que le afluyen. Aprende a hacerlo poco a poco, sobre la base de incitaciones diversas." Tiene que causarle la más intensa impresión el

«yo» y «sí-mismo» por parte de Freud en mi «Introducción» a El yo y d ello {1923Í'), AE, 19 , pág. 8.] 5 [Véase la nota al pie del historial clínico de Schreber (1911c), AE, 12 , págs. 64-5. 1 " Sobre el desarrollo del yo y el sentimiento yoico, véanse los numerosos trabajos que van desde Ferenczi, «Entwicklungsstufen des Wirklichkeitssinnes» {Etapas de desarrollo del sentido de realidad} (1913c), hasta las contribuciones de P. Federn de 1926, 1927 y años siguientes. •f [Aquí Freud pisaba terreno conocido. Había considerado la cuestión poco tiempo atrás, en su trabajo «La negación» (1925A),

hecho de que muchas de las fuentes de excitación en que más tarde discernirá a sus órganos corporales pueden en- viarle sensaciones en todo momento, mientras que otras —y entre ellas la más anhelada: el pecho materno— se le sustraen temporariamente y sólo consigue recuperarlas be- rreando en reclamo de asistencia. De este modo se contra- pone por primera vez al yo un «objeto» como algo que se encuentra «afuera» y sólo mediante una acción particular es esforzado a aparecer. Una posterior impulsión a desasir el yo de la masa de sensaciones, vale decir, a reconocer un «afuera», un mundo exterior, es la que proporcionan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer, que el principio de placer, amo irrestricto, ordena cancelar y evitar. Nace la tendencia a segregar del yo todo lo que pueda devenir fuente de un tal displacer, a arrojarlo hacia afuera, a formar un puio yo-placer, al que se contra- pone un ahí-afuera ajeno, amenazador. Es imposible que la experiencia deje de rectificar los límites de este primitivo yo-placer. Mucho de lo que no se querría resignar, porque dispensa placer, no es, empero, yo, sino objeto; y mucho de lo martirizador que se pretendería arrojar de sí demues- tra ser no obstante inseparable del yo, en tanto es de origen interno. Así se aprende un procedimiento que, mediante una guía intencional de la actividad de los sentidos y una apropiada acción muscular, permite distinguir lo interno —lo perteneciente al yo— y lo externo —lo que proviene de un mundo exterior—. Con ello se da el primer paso para instaurar el principio de realidad, destinado a gobernar el desarrollo posterior.* Este distingo sirve, naturalmente, al propósito práctico de defenderse de las sensaciones displa- centeras registradas, y de las que amenazan. El hecho de que el yo, para defenderse de ciertas excitaciones displacen- teras provenientes de su interior, no aplique otros métodos que aquellos de que se vale contra un displacer de origen externo, será luego el punto de partida de sustanciales per- turbaciones patológicas.

De tal modo, pues, el yo se desase del mundo exterior. Mejor dicho: originariamente el yo lo contiene todo; más tarde segrega de sí un mundo exterior. Por tanto, nuestro

AE, 19 , págs. 254-6, pero en varias oportunidades anteriores se había ocupado de ella; cf., por ejemplo, «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c), AE, 14 , págs. 114 y 128-31, y La interpretación de los sue- ños (1900¿?), AE, 5 , págs. 557-8. De hecho, lo esencial de ella se encuentra ya en el «Proyecto de psicología» de 189 5 (1950ÍZ), seí- ciones 1, 2, 11 y 16 de la parte I.] 8 [Cf. «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psí- quico» (1911í>), AE, 12 , págs. 226-8.]

opuesto, a saber, que en la vida anímica no puede sepul- tarse nada de lo que una vez se formó, que todo se conser- va de algún modo y puede ser traído a la luz de nuevo en circunstancias apropiadas, por ejemplo en virtud de una regresión de suficiente alcance. Intentemos aclararnos el contenido de este supuesto mediante una comparación to- mada de otro ámbito. Escojamos, a modo de ejemplo, el desarrollo de la Ciudad Eterna.^" Los historiadores nos en- señan que la Roma más antigua fue la Roma Quadrata, un recinto cercado sobre el Palatino. A ello siguió la fase del Septimontium, reunión de los poblados sobre las coli- nas; después, la ciudad circunscrita por la muralla de Ser- vio Tulio, y más tarde, luego de todas las trasformaciones del período republicano y de los primeros tiempos del Im- perio, la ciudad que el emperador Aureliano rodeó con sus murallas. No prosigamos con esas mudanzas, y preguntémo- nos qué hallaría aún de esos primeros estadios, en la Roma actual, un visitante a quien imaginamos provisto de los conocimientos históricos y topográficos más completos. Ve- rá la muralla aureliana casi intacta, salvo en algunos tre- chos. En ciertos lugares encontrará, exhumados, tramos de la muralla de Servio. Si supiera lo bastante —más que la arqueología de hoy—, acaso podría delinearla en el plano de la ciudad, e indicar la traza de la Roma Cuadrada. De los edificios que otrora poblaron esos antiguos recintos no hallará nada, o restos apenas, pues ya no existen. Lo má- ximo que podría procurarle el conocimiento óptimo de la Roma republicana sería que supiera señalar los lugares don- de se levantaban los templos y edificios públicos de en- tonces. Lo que ahora ocupa esos sitios son ruinas, pero no de ellos mismos, sino de sus renovaciones, más recien- tes, erigidas tras su incendio o destrucción. Ni hace falta decir que todos esos relictos de la antigua Roma aparecen como unas afloraciones dispersas en la maraña de la gran ciudad de los últimos siglos a contar desde el Renacimiento, si bien es cierto que mucho de lo antiguo está enterrado todavía en su suelo o bajo sus modernos edificios. Este es el tipo de conservación del pasado que hallamos en lugares históricos como Roma.

Adoptemos ahora el supuesto fantástico de que Roma po sea morada de seres humanos, sino un ser psíquico cuyo pasado fuera igualmente extenso y rico, un ser en que no se hubiera sepultado nada de lo que una vez se produjo,

1** Lo que sigue se basa en Hugh Last, «The Founding of Rome», Cambridge Ancient History, 7 (1928).

en que junto a la última fase evolutiva pervivieran todas las anteriores. Para Roma, esto implicaría que sobre el Palatino se levantarían todavía los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo seguiría coronando las vie- jas alturas; que el castillo de Sant'Angelo aún mostraría en sus almenas las bellas estatuas que lo adornaron hasta la invasión de los godos, etc. Pero todavía más: en el sitio donde se halla el Palazzo Caffarelli seguiría encontrándose, sin que hiciera falta remover ese edificio, el templo de Jú- piter capitolino; y aun este, no sólo en su última forma, como lo vieron los romanos del Imperio, sino al mismo tiempo en sus diseños más antiguos, cuando presentaba aspecto etrusco y lo adornaban antefijas de arcilla. Donde ahora está el Coliseo podríamos admirar también la des- aparecida domus áurea, de Nerón; en la plaza del Panteón no sólo hallaríamos el Panteón actual, como nos lo ha legado Adriano, sino, en el mismísimo sitio, el edificio ori- ginario de M. Agripa; y un mismo suelo soportaría a la iglesia Maria sopra Minerva y a los antiguos templos sobre los cuales está edificada. Y para producir una u otra de esas visiones, acaso bastaría con que el observador variara la dirección de su mirada o su perspectiva. Es evidente que no tiene sentido seguir urdiendo esta fantasía; nos lleva a lo irrepresentable, y aun a lo absurdo. Si queremos figurarnos espacialmente la sucesión histórica, sólo lo conseguiremos por medio de una contigüidad en el espacio; un mismo espacio no puede llenarse doblemente. Nuestro intento parece ser un juego ocioso; su única justi- ficación es que nos muestra cuan lejos estamos de dominar las peculiaridades de la vida anímica mediante una figura- ción intuible. Además, nos resta pronunciarnos sobre una objeción. Hela aquí: ¿Por qué hemos escogido justamente el pasado de una ciudad para compararlo con el pasado del alma? También en el caso de la vida anímica —se nos dirá— el supuesto de la conservación de todo lo pasado vale única- mente a condición de que el órgano de la psique haya per- manecido intacto, que su tejido no se haya deteriorado por obra de traumas o inflainaciones. Ahora bien, en la historia de ninguna ciudad echamos de menos influjos destructores equiparables a esas causas de enfermedad, y ello aunque hayan tenido un pasado menos turbulento que el de Roma; aunque, como a Londres, apenas las visitara nunca el ene- migo. El desarrollo de una ciudad, incluso el más pacífico, incluye demoliciones y sustituciones de edificios; en fin, la

frente al hiperpoder del destino. No se podría indicar en la infancia una necesidad de fuerza equivalente a la de recibir protección del padre. De este modo, el papel del sentimien- to oceánico, que —-cabe conjeturar— aspiraría a restablecer el narcisismo irrestricto, es esforzado a salirse del primer plano. Con claros perfiles, sólo hasta el sentimiento del desvalimiento infantil uno puede rastrear el origen de la actitud religiosa. Acaso detrás se esconda todavía algo, mas por ahora lo envuelve la niebla. Me quiere parecer que el sentimiento oceánico ha en- trado con posterioridad en relaciones con la religión. Este ser-Uno con el Todo, que es el contenido de pensamiento que le corresponde, se nos presenta como un primer intento de consuelo religioso, como otro camino para desconocer el peligro que el yo discierne amenazándole desde el mundo exterior. Vuelvo a confesar que me resulta muy fatigoso trabajar con estas magnitudes apenas abarcables. Otro de mis amigos, a quien un insaciable afán de saber ha esfor- zado a realizar los experimentos más insólitos, terminando por convertirlo en un sabelotodo, me asegura que en las prácticas yogas, por medio de un extrañamiento respecto del mundo exterior, de una atadura de la atención a fun- ciones corporales, de modos particulares de respiración, uno puede despertar en sí nuevas sensaciones y sentimientos de universalidad que él pretende concebir como unas regre- siones a estados arcaicos, ha mucho tiempo recubiertos por otros, de la vida anímica. Ve en ellas un fundamento por así decir fisiológico de muchas sabidurías de la mística. Aquí se ofrecerían sugerentes nexos con muchas modifica- ciones oscuras de la vida anímica, como el trance y el éxta- sis. Sólo que a mí algo me esfuerza a exclamar, con las palabras del buzo de Schiller:

«Que se llene de gozo quien respire aquí, en la sonrosada luz».^^

11 [Schiller, «Der Taucher».]

II

En El porvenir de una ilusión (1927c) no traté tanto de las fuentes más profundas del sentimiento religioso como de lo que el hombre común entiende por su religión: el sistema de doctrinas y promesas que por un lado le escla- rece con envidiable exhaustividad los enigmas de este mun- do, y por otro le asegura que una cuidadosa Providencia vela por su vida y resarcirá todas las frustraciones padecidas en el más acá. El hombre común no puede representarse esta Providencia sino en la persona de un Padre de grandiosa en- vergadura. Sólo un Padre así puede conocer las necesidades de la criatura, enternecerse con sus súplicas, aplacarse ante los signos de su arrepentimiento. Todo esto es tan evidentemente infantil, tan ajeno a toda realidad efectiva, que quien pro- fese un credo humanista se dolerá pensando en que la gran mayoría de los mortales nunca podrán elevarse por encima de esa concepción de la vida. Y abochorna aún más compro- bar cuantos de nuestros contemporáneos, aunque ya han inte- ligido jlo insostenible de esa religión, se empeñan en defen- derla palmo a palmo en una lamentable retirada. Uno que- rría mezclarse entre los creyentes para arrojar a la cara de los filósofos que creen salvar al Dios de la religión susti- tuyéndolo por un principio impersonal, vagarosamente abs- tracto, esta admonición: «¡No mencionarás el Santo Nombre de Dios en vano!». Pues si algunos de los más excelsos espí- ritus del pasado hicieron lo mismo, no es lícito invocar su ejemplo: sabemos por qué se vieron obligados a ello. Volvamos entonces al hombre común y a su religión, la única que debe llevar ese nombre. Lo primero que nos sale al paso es la famosa afirmación de uno de nuestros más grandes literatos y sabios, que se pronuncia sobre el vínculo de la religión con el arte y la ciencia. Dice:

«Quien posee ciencia y arte, tiene también religión; y quien no posee aquellos dos, ¡pues que tenga religión!».^

1 Qomht, Zahmen Xenien IX (obra postuma).

sabe responder a la pregunta por el fin de la vida. Difícil- mente se errará si se juzga que la idea misma de un fin de la vida depende por completo del sistema de la religión. Por eso pasaremos a una pregunta menos pretenciosa: ¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir, por su conducta, como fin y propósito de su vida? ¿Qué es lo que exigen de ella, lo que en ella quieren alcanzar? No es difícil acertar con la respuesta: quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. Esta aspiración tiene dos costados, una meta positiva y una negativa: por una parte, quieren la ausencia de dolor y de displacer; por la otra, vivenciar intensos sentimientos de placer. En su es- tricto sentido literal, «dicha» se refiere sólo a lo segundo. En armonía con esta bipartición de las metas, la actividad de los seres humanos se despliega siguiendo dos direcciones, según que busque realizar, de manera predominante o aun exclusiva, una u otra de aquellas. Es simplemente, como bien se nota, el programa del prin- cipio de placer el que fija su fin a la vida. Este principio gobierna la operación del aparato anímico desde el comien- zo mismo; sobre su carácter acorde a fines no caben du- das, no obstante lo cual su programa entra en querella con el mundo entero, con el macrocosmos tanto como con el microcosmos. Es absolutamente irrealizable, las disposicio- nes del Todo —sin excepción— lo contrarían; se diría que el propósito de que el hombre sea «dichoso» no está con- tenido en el plan de la «Creación». Lo que en sentido es- tricto se llama «felicidad» corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades retenidas, con alto gra- do de estasis, y por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio de placer perdura, en ningún caso se ob- tiene más que un sentimiento de ligero bienestar; esta- mos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado.* Ya nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha. Mucho menos difícil es que lleguemos a experimentar des- dicha. Desde tres lados amenaza el sufrimiento; desde el cuerpo propio, que, destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir sus fu- rias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras; por fin, desde los vínculos con otros seres

* Goethe hasta llega a advertirnos que «nada es más difícil de so- portar que una sucesión de días hermosos» [Weimar, 1810-12]. Tal vez sea una exageración.

humanos. Al padecer que viene de esta fuente lo sentimos tal vez más doloroso que a cualquier otro; nos inclinamos a verlo como un suplemento en cierto modo superfino, aun- que acaso no sea menos inevitable ni obra de un destino menos fatal que el padecer de otro origen. No es asombroso, entonces, que bajo la presión de estas posibilidades de sufrimiento los seres humanos suelan atem- perar sus exigencias de dicha, tal como el propio principio de placer se trasformó, bajo el influjo del mundo exterior, en el principio de realidad, más modesto; no es asombroso que se consideren dichosos si escaparon a la desdicha, si salieron indemnes del sufrimiento, ni tampoco que donde- quiera, universalmente, la tarea de, evitar este relegue a un segundo plano la de la ganancia de placer. La reflexión enseña que uno puede ensayar resolver esta tarea por muy diversos caminos; todos han sido recomendados por las di- versas escuelas de sabiduría de la vida, y fueron también emprendidos por los seres humanos. Una satisfacción irres- tricta de todas las necesidades quiere ser admitida como la regla de vida más tentadora, pero ello significa anteponer el goce a la precaución, lo cual tras breve ejercicio recibe su castigo. Los otros métodos, aquellos cuyo principal pro- pósito es la evitación de displacer, se diferencian según la fuente de este último a que dediquen mayor atención. Hay ahí procedimientos extremos y procedimientos atempera- dos; los hay unilaterales, y otros que atacan de manera simultánea en varios frentes. Una soledad buscada, mante- nerse alejado de los otros, es la protección más inmediata que uno puede procurarse contra las penas que depare la sociedad de los hombres. Bien se comprende: la dicha que puede alcanzarse por este camino es la del sosiego. Del te- mido mundo exterior no es posible protegerse excepto ex- trañándose de él de algún modo, si es que uno quiere solucionar por sí solo esta tarea. Hay por cierto otro cami- no, un camino mejor: como miembro de la comunidad, y con ayuda de la técnica guiada por la ciencia, pasar a la ofensiva contra la naturaleza y someterla a la voluntad del hombre. Entonces se trabaja con todos para la dicha de todos. Empero, los métodos más interesantes de precaver el sufrimiento son los que procuran influir sobre el propio organismo. Es que al fin todo sufrimiento es sólo sensa- ción, no subsiste sino mientras lo sentimos, y sólo lo sen- timos a consecuencia de ciertos dispositivos de nuestro organismo.

El método más tosco, pero también el más eficaz, para obtener ese influjo es el químico: la intoxicación. No creo

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