Quien ganó la elección presidencial de 2018 en México se propuso desarmar sin violencia a un viejo régimen político autoritario. Ese viejo régimen fue plantado por el carrancismo (1917-1920) pero a partir de los 1980 cambió su proyecto de nación y se convirtió al neoliberalismo -globalización, control del gasto público, tipo de cambio competitivo, tasas de interés positivas, eliminar las trabas a la inversión externa, privatizar las empresas estatales y más- pero hace seis años una especie de rebelión en las urnas puso en la presidencia a un proyecto distinto, antineoliberal.

Las próximas elecciones significarán no sólo el final del gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) sino también la posibilidad de un lopezobradorismo sin el líder original pero que puede consolidar el cambio que se inició hace seis años.

Para entender mejor el escenario de una consolidación de la transformación encabezada por AMLO es útil contrastar la actual coyuntura con la que tuvo lugar en aquella única ocasión antes del 2018 en que la izquierda mexicana llegó al poder: el cardenismo.

En buena medida el cardenismo (1934-1940) fue una toma por sorpresa del poder desde el poder mismo. Antes de ser presidente, el joven general Lázaro Cárdenas no era abanderado de ninguna oposición abierta al estatus quo ni era visto por la élite postrevolucionaria encabezada por Plutarco Elías Calles como una amenaza. Desde la presidencia y apoyándose en una estructura corporativa formada por el ejército, obreros sindicalizados y los campesinos de la CNC, Cárdenas generó el poder necesario para llevar a cabo la parte sustantiva de la reforma agraria, hacer avanzar al sindicalismo y expropiar la industria petrolera. Sin embargo, al llegar a la cita electoral de 1940 el anticardenismo dentro del propio régimen hizo inviable la candidatura de un hombre de izquierda —el general Francisco J. Mújica— y el ala progresista del partido oficial ya no volvió a encabezar el proceso político, en tanto la represión y la cooptación neutralizaron a la izquierda independiente.

Ya presidente, AMLO asumió el principio de la Revolución Mexicana de “no reelección” y al final llevó a cabo una maniobra inusual en los casos de los liderazgos carismáticos: anunció el éxito de su misión, entregó públicamente el bastón de mando a una sucesora sin causar rupturas graves a su movimiento y declaró públicamente su retiro de la arena política.

De conseguir Claudia Sheinbaum la victoria en la elección en puerta la llamada 4ª Transformación (4T), estará en posibilidad de lograr lo que en 1940 le fue imposible al cardenismo: renovar su liderazgo, retener la presidencia y avanzar en el empeño por dar forma al nuevo régimen. Para ello tendrá aún que superar muchos obstáculos entre los que destacan dos: resistir el embate de una derecha profundamente agraviada por haber sido desplazada de zonas de poder y prestigio que considera de su exclusividad, que dispone de recursos económicos sustantivos, que tiene una sólida implantación tanto entre las clases medias y altas como en el entramado institucional, que domina los medios de comunicación y que cuenta con apoyo internacional. Por otro lado, la 4T deberá mantener su unidad de propósito y de dirección y sostener la confianza y la cercanía con las capas populares.

AMLO logró ser percibido por una mayoría como el portador de una utopía -el “humanismo mexicano”-; sus herederos deberán reafirmar esa percepción y emplearla para resistir los embates de sus enemigos inevitables y avanzar en la búsqueda de la utopía.

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