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«Afuera» es un adverbio que significa «fuera del sitio en el que se está», según el diccionario. Sin embargo, ¿ustedes saben qué hay aquí afuera, más allá del sitio en el que estamos? Todas las religiones creen saberlo, y en ese caso basta con tener fe. Fe en lo que no vemos, en lo que no podemos probar, ni siquiera explicar. Los curas llamaban a eso «la fe del carbonero», ahora ya no sé si quedan carboneros. Platón, el filósofo griego que vivió en Atenas mucho antes del nacimiento de Jesucristo, formuló una alegoría según la cual los seres humanos estaban encadenados en una caverna y confundían la realidad con sombras proyectadas en una pared. «Confundir» la realidad con algo que no es entra dentro de teorías más modernas, ahora que ya no necesitamos sombras ni paredes para proyectar imágenes virtuales. Una de las hipótesis actuales propugna que vivimos en una simulación digital tipo Matrix, pero de momento sólo es una hipótesis, algo que no se puede probar. En definitiva, hay que creer en algo. Si no creemos en la religión, creamos en la ciencia, y si no, en la imaginación.

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Creo que Stephen Hawking, el científico británico que padecía esclerosis lateral amiotrófica, predijo que para finales del presente siglo los humanos conoceremos todo acerca del origen científico del universo, y por tanto de nuestro mundo. Si su teoría resulta verídica, nuestros hijos, o nuestros nietos a lo mejor podrán probar, sin recurrir a la fe del carbonero, en qué tipo de simulación vivimos. Entonces sabrán quiénes somos en realidad, quién nos controla, más allá de los gobiernos, los sacerdotes, los ricos, las emociones, las debilidades y la inteligencia. Sabrán cómo es Dios y dónde reside, en el caso de que exista, sabrán si hay vida después de la muerte, y si la hay, dónde estábamos antes de nacer. Lo sabrán con objetividad, sin tener que recurrir a historias contadas o sin contar.

Mientras tanto podemos seguir fantaseando. En una novela que yo escribí cierta vez un pobre hombre sube a la montaña más alta del Valle de Arán y abre un resquicio en la piel del cielo, que por lo visto es lo bastante blanda para poder ser rasgada y saltar adentro. Entonces resulta que el paraíso está a oscuras y Dios tiene cara de chino, seguramente porque los hombres siempre adoraron el oro. Su cabeza siempre da vueltas y emite destellos purísimos, como una bola de discoteca, pero hecha con piedras preciosas. Y resulta que duerme, Dios siempre está dormido en La Vall d’Adam.