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Cuando entramos en el primer episodio de los tres que componen la nueva película del director de Pobres criaturas nos asalta un espejismo: creemos estar inmersos en las coordenadas de un noir intenso con ciertas resonancias clásicas y filmado con un notable aplomo visual (casi siempre en planos fijos bastante amplios, sin rastro alguno de distorsiones visuales), cuyo desarrollo nos sumerge, poco a poco, en un territorio tan misterioso como inquietante, casi en los límites del fantástico. Por esas zonas intermedias y por esas grietas entre la realidad y la fantasía se despliega una meditación nada reconfortante sobre la identidad cambiante de los individuos y de los espacios (quizás en el diseño intencionadamente intercambiable de muchos de ellos, reside lo más sugerente del film) que nos conduce hacia el territorio preferido de Lanthimos: el cine de la crueldad. Un ámbito que después se hace explícito, ya sin embozo alguno, en los dos episodios siguientes, donde los mismos actores del primero interpretan personajes diferentes: Emma Stone y un miscasting clamoroso: Jesse Plemons, escaso de recursos y sin capacidad para incorporar la trastienda subterránea que necesitan los papeles que aquí le encomiendan.

Poco a poco la función cambia de registros y toma la forma de una deconstrucción narrativa y, si acaso, de una reflexión sobre la función demiúrgica del contador de historias, pero lo cierto es que Lanthimos avanza en su programa dibujado de antemano (esta es plenamente una película de guion, con muy poco más en la imagen) sin piedad y sin conmiseración: a Emma Stone le hace cortarse un dedo (ella misma, con un cuchillo de cocina), y después Plemons se come su hígado. Más tarde es drogada y violada, y en el tercer episodio coge un candoroso perrito y le corta la pata para poder llevarlo a una veterinaria a la que después droga y casi mata. Por momentos creemos ver a Lanthimos disfrazado de Cronenberg. El cineasta filma todo ello desde una distancia clínica y con una frialdad gélida. En lugar de seres humanos, los personajes parecen marionetas que declaman, con impostada dicción antinaturalista, unos diálogos que se pretenden portadores de un extrañamiento buscado, pero que terminan por desvelar a los actores como simples correas de transmisión del guion, meros autómatas sin alma. Lanthimos no retrata seres humanos, sino piezas de dominó que él mueve o vuelca a su antojo. Y si lo que pretende es retratar personas, entones es peor, porque lo que en realidad muestra Kinds of Kindness (una película que espantaría a Jean Renoir) es un desprecio altanero del creador por sus criaturas. Not for Me.

Carlos F. Heredero

Hace un poco más de veinticinco años empezaron a surgir películas que funcionaban como un tríptico, en el que se entrelazaban relatos de tal manera que una cierta premisa conceptual atraía al espectador a la búsqueda de pequeños cruces entre personajes que permitieran el traspaso de una historia a otra. Kinds of Kindness es como una vieja película de hace unos años, con la peculiaridad de que su pretendida base conceptual conduce hacia la nada. Yorgos Lanthimos quiere abandonar ese lado efectista y goloso de Pobres criaturas para dedicarse a rodar una película más sobria, sin efectos de ojo de pez y otras barbaridades. Todo parece más plano en las tres historias que cuenta y que, como aquellas películas de antaño, solo tiene algunos enlaces. Lanthimos utiliza el modelo conceptual para construir una película a la medida de su propio mundo, como si toda ella no fuera más que una serie de juegos que pretenden provocar sin llegar a triunfar en el intento. Kinds of Kindness nos cuenta la historia de un hombre corriente atrapado por la mente de un ser perverso que mata a alguien en un accidente. La segunda historia tiene como protagonista a una mujer que desaparece y que es remplazada por otra igual que ella pero que puede ser otra. La historia final tiene como protagonista a los componentes de una secta que deben encontrar el secreto que permita resucitar a los muertos. Lanthimos introduce en estas historias un poco de morbosidad, hay una serie de mutilaciones, un poco de sexo y bastante delirio. El resultado es una película hueca que funciona como recital interpretativo de Emma Stone y fracasa como ejercicio pretensioso hacia la nada.

Àngel Quintana