Día de la Madre: Criar a distancia | EL PAÍS América
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Día de la Madre: Criar a distancia

Miles de mujeres de la región han migrado a Estados Unidos en los últimos años sin sus hijos. Forzadas por contextos hostiles, los dejan al cuidado de otros para proveerles lo necesario a costo de criarlos vía telefónica. A propósito del Día de la Madre, EL PAÍS conversa con cuatro de ellas

Griselda Orozco (Guatemala), Ana Vergara (Venezuela) y Welsy Cruz (Cuba), madres migrantes.
Griselda Orozco (Guatemala), Ana Vergara (Venezuela) y Welsy Cruz (Cuba), madres migrantes.CORTESÍA

El vínculo entre una madre y su hijo es indivisible. En la temprana infancia, e incluso en la adolescencia, es imposible pensar en un bebé sin su madre o en una madre sin su bebé. No en vano la expresión latina de “mamá gallina”, que precisamente se refiere a la conexión afectiva que lleva a una mujer a estar con su descendencia pase lo que pase. Lo cierto es que la realidad latinoamericana lo supera todo.

Según datos de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), del total de 73.5 millones de migrantes internacionales que se registraron en las Américas el año pasado, 22.1 millones se han desplazado de forma forzosa y tienen necesidades de protección internacional o de asistencia humanitaria. De este último grupo, se estima que casi 10 millones (46 %) son mujeres, adolescentes y niñas.

¿Por qué emigran las mujeres? El grueso de las razones no distan del resto. Huyen de la pobreza, buscando mejores condiciones de vida, mayor seguridad ciudadana y sanitaria, y mejores empleos. Las madres solteras además tienen el agravante de ser las únicas proveedoras de sus hogares, y cuando la alimentación o estudio de sus hijos está en riesgo, deciden partir. También escapan de la creciente violencia política y de grupos irregulares que han puesto sus vidas en peligro. Emprenden un viaje de miles de kilómetros hacia Estados Unidos, en los que pesa tanto la experiencia como la culpa de dejar a sus hijos detrás. “Las mujeres emigran y no reciben la debida información en sus países de origen. ‘A mí me dijeron...’ es lo que escucho a diario en la oficina. Casi ninguna toma decisiones informadas. Un proceso de reunificación familiar en México toma de ocho meses a un año, y en Estados Unidos, incluso teniendo familiares con nacionalidad americana, es muy difícil lograrlo”, explica Lizbeth Guerrero, abogada y co-directora de la organización mexicana Apoyo al migrante venezolano, que solo en 2023 atendió a más de 2.500 personas, incluyendo casos de Centro y Sudamérica. “Las mujeres a su paso en México sufren extorsiones, detenciones arbitrarias, desapariciones, secuestro, violaciones. Lo que pasa en territorio mexicano es bárbaro (...) En los distintos peajes que hay en el recorrido, a las haitianas les cobran mucho más que al resto. Muchas venezolanas me han dicho que han perdido hasta 3.000 dólares en la travesía”, agrega.

Ana Vergara de Venezuela: “Estar sin mi hijo es un sufrimiento con el que cargo todos los días”

Ana Vergara y su hijo.
Ana Vergara y su hijo.CORTESÍA

Ana es merideña y tiene 30 años. Se convirtió en madre en el 2014 cuando todo comenzó a dificultarse en Venezuela. Trabajó en el campo, en puestos de comida ambulante, en un mercado. “Desde que me convertí en madre, todas mis decisiones las hago pensando en él”. Ana pertenece a ese grupo de venezolanos que dejaron el país por razones políticas. “Mi hermano menor y yo estuvimos involucrados con Óscar Pérez (militar disidente que formó una célula guerrillera, se alzó en armas contra Nicolás Maduro, pero fue abatido por el gobierno). Como consecuencia, su casa fue allanada mientras buscaban a su hermano. “Conmigo no se metieron tanto porque el padre de mi hijo trabaja para el gobierno”, pero todo fue cuestión de tiempo. Decidió emigrar a Colombia para salvaguardar su integridad e intentó llevarse a su hijo, pero el padre ausente —Ana se define como madre soltera— le puso todas las trabas posibles. Finalmente, este accedió y pudo llevárselo con el debido permiso firmado. Ya instalada en el barrio Suba Rincón de Bogotá, no se le pasaba por la mente volver a migrar, pero el drama del que huyó del otro lado de la frontera, la alcanzó nuevamente. “Con la victoria de Petro, Colombia se convirtió en otra Venezuela más para mí... Me empezaron a perseguir”. Fue así como tomó la decisión de emprender rumbo hacia Estados Unidos cruzando la temida selva del Darién, entre Colombia y Panamá. “No quería dejarlo, pero tenía muy pocos recursos. Menos mal que lo dejé con mi mamá porque vi a muchos muertos en el camino. Familias enteras, niños pequeños. Fueron 3 días caminando en la selva”. Pero allí no para todo. En su tránsito hacia Estados Unidos, dos países hicieron de la experiencia una pesadilla. “Cruzar Guatemala y México es peor que pasar el Darién. Las autoridades de migración te maltratan, te quitan plata, te requisan de forma abusiva... Te permiten seguir para luego devolverte 3 pueblos más atrás, y vuelvas a comenzar la travesía y les vuelvas a pagar. Llegando a México, me secuestraron. Me pedían 100 dólares, y solo tenía 40... Logré que me liberaran, pero quedé traumatizada. No confías en nadie”. Cuando finalmente llegó a la Ciudad de México, consiguió trabajo y pudo estabilizarse un poco. Allí fue donde solicitó refugio en Estados Unidos a través del CBP One, y tras asistir su cita en Nuevo Laredo, desde abril de este año se encuentra en Orlando, Florida. “Estar sin mi hijo es un sufrimiento con el que cargo todos los días. La relación sigue siendo bonita, pero a través de videollamadas. Siempre me pregunta cuándo voy a ir por él y no sé qué decirle. Trato de no pensar en el tiempo que vamos a estar separados”, concluye.

Griselda Orozco de Guatemala: “Llevo 16 años sin ver a mis hijos y no conozco a mis nietos”

A la izquierda, el hijo de Griselda Orozco, acompañado de su esposa e hijos.
A la izquierda, el hijo de Griselda Orozco, acompañado de su esposa e hijos.CORTESÍA

Griselda interrumpe su jornada laboral en la casa de familia en la que trabaja para atender la entrevista. Se sienta al borde de una silla bajo el calor de Miami para contar su historia. “Soy de Guatemala, del departamento de San Marcos. Siempre he sido madre soltera, tengo dos hijos. Al mayor lo dejé cuando tenía 16 años y al pequeño cuando tenía solo seis”, comenta. Fue madre primeriza a los 18 años cuando las secuelas del conflicto armado de su país aún azotaba a la población. “La separación fue tan difícil que no quiero ni recordarlo... Las mujeres cuando vivimos en áreas rurales no tenemos la posibilidad de trabajar. Comes lo que consigues en el monte, en los terrenos”, añade. Hoy tiene 53 años, pero partió cuando tenía 37. Se fue una madrugada y despertó a su hijo mayor para despedirse, pero al menor solo le dio un beso. Su tía se quedó al cuidado de ambos. “Aún recuerdo el maltrato del coyote que me cruzó. Llegué con los pies desechos. Entré por Arizona y caminé por el desierto cinco días y cinco noches”. Unos familiares le abrieron las puertas al llegar y todos estos años se ha ganado la vida limpiando casas. “Mis hijos ya están grandes, pero sigo enviándoles dinero para sus gastos”. Luego de cumplir más de tres lustros separada de sus hijos, aún no ha podido legalizarse en el país. “Los guatemaltecos no tenemos la opción de un TPS (Tratado de Protección Especial)”, precisa. Sin embargo, ha intentado traer a sus hijos a Estados Unidos, pero los altos costos hacen el plan inviable. “Han crecido solos porque el papá tampoco estuvo con ellos”, lamenta. Su hijo mayor ya se casó y tiene dos niños y su hijo menor vive en la casa que pudo adquirir con las remesas que ha enviado a su familia. “El más grande de mis nietos tiene cuatro años y ya toma el teléfono para saludarme. ‘Te quiero, mamita Gris’, me dice y me hace sentir bien, aunque la nostalgia no se va”. Para Griselda este sacrificio ha valido la pena a pesar de todo. “Mi hijo menor a veces me rechaza... Hay cosas que no se pueden explicar. Me siento culpable porque no les di el amor que se merecían. Cuando emigras se gana por un lado y se pierde por otro”. Este pasado 10 de mayo se celebró el Día de la Madre en Guatemala (al igual que en México) y para Griselda no hubo celebración alguna.

Welsy Cruz de Cuba: “No hay un día que no llore por la añoranza y el deseo de abrazar a mis hijos”

Welsy Cruz y su hijo.
Welsy Cruz y su hijo.CORTESÍA

“Llegué a Estados Unidos hace siete meses, pero hace año y medio que estoy fuera de Cuba. Fui a Guyana para llevar a mi hijo David de 15 años a la entrevista de reunificación familiar con su padre, que vive en Orlando. Me dedico al activismo por los derechos humanos, pero soy enfermera (Holguín, 47 años), y por denunciar que Cuba no es potencia médica, perdí mi trabajo. Fui reprimida, acosada, sitiada... Mi niño tiene una enfermedad llamada paraparesia espástica y como madre accedí que pudiera irse a un país en el que pudiera recibir el debido tratamiento, luego de que lo expulsaran de la escuela como represalia a mi activismo”, expresa mientras enseña el tatuaje que lleva en su brazo con la fecha del 11 de julio de 2021, día en el que la chispa del descontento se regó por toda Cuba en una ola de protestas que no se habían vivido desde los años noventa. En septiembre de 2022, luego de pasar los controles de seguridad del aeropuerto José Martí de La Habana, fue detenida. “Me llevaron a una oficina y me sometieron a un interrogatorio. Me advirtieron que si regresaba iría a prisión por los delitos de alteración al orden público, incitación a delinquir y amenaza”. Fueron los últimos en subir al avión. Aterrizaron en Georgetown y días después su hijo recibió el visado para viajar a Estados Unidos e inmediatamente tomó un vuelo para el encuentro con su padre. Welsy se quedó a la deriva sabiendo que no podía regresar a Cuba. Sus otros tres hijos permanecen en la isla. La mayor está al cuidado del menor que solo tiene ocho años. “Me pasé tres meses en Guyana y trabajé para pagar mi viaje a Perú. Crucé el Amazonas en ferry y al llegar a Iñapari estuve seis meses de reposo porque se me abrió una úlcera varicosa. Amigos en el exilio y seguidores solidarios de mis redes sociales me prestaron la ayuda necesaria”, comenta. Recuperada de este impasse, buscó trabajo para avanzar en su plan de llegar a Estados Unidos y reunirse con su hijo. Voló a Nicaragua nueve meses después —país de libre visado para los cubanos—, y apenas pisó Managua tomó un autobús rumbo a la frontera con Honduras para continuar su travesía a México. “En Arriaga (Chiapas), dormí seis días en las calles. Luego caminé kilómetros y kilómetros para evitar los retenes de la migración mexicana, con el susto de los carteles y de la policía que es bastante corrupta. En Tapachula nos asaltaron... Vi de todo. Fue muy duro”. En Ciudad de México, el periodista Mario Pentón le brindó cobijo y recibió la buena nueva de la cita del CBP One para ingresar a territorio estadounidense por parole humanitario, pero no fue hasta después de un mes que logró ver a su hijo. “Desde que estoy aquí solo lo he visto una semana. Él estudia en Orlando y yo vivo en Miami. Aquí encontré trabajo como dishwasher en un restaurante de Key Biscayne, estoy estudiando inglés y terminé un curso con el cual puedo optar a una licencia para el cuidado de adultos mayores. El padre de mi hijo me dijo que cuando logre estabilizarme me lo entregará para que viva conmigo”. Con el resto de sus hijos, le toca ser madre a distancia. “Por el acoso de la seguridad del Estado, mis hijos se fueron a vivir al campo, y por los apagones y la mala conexión a internet, no puedo hablar con ellos como me gustaría. No hay un día que no llore por la añoranza y el deseo de abrazarlos”. Welsy está esperando que se cumpla el tiempo requerido para aplicar a la ley de ajuste cubano (un año y un día), pero con el estatus de refugiada política ya puede solicitar la reunificación familiar. El tema es que su hijo menor no tiene pasaporte y el envío de un poder notariado a la embajada cubana para la realización del trámite la pondrá nuevamente frente al enemigo. “No sé qué va a pasar”, finaliza.

Esteli de El Salvador: “Soy madre, pero también me hace falta mi mamá”

Esteli camina junto a su hija.
Esteli camina junto a su hija.CORTESÍA

Esteli tiene 27 años y por razones de seguridad no puede revelar su nombre real ni el nombre exacto de los lugares en los que transcurre su historia, aunque vive en México desde 2016. Emigró huyendo de la violencia de las pandillas de El Salvador, las que casi le quitan la vida. Su tío fue su figura paterna y dueño de una tienda que vendía y rellenaba bombonas de gas propano. Con este emprendimiento, la familia consiguió una modesta prosperidad y fama entre la comunidad. Ello fue suficiente para que comenzaran a recibir cartas de extorsión que le eran entregadas a Esteli de tan solo 11 años. “Me enviaron a vivir a otro departamento con otro tío, pero yo quería estudiar Enfermería, y en ese pueblo no podía hacer el bachillerato técnico que te permite matricularte luego en la carrera, así que regresé a la ciudad y comencé a estudiar en un colegio que estaba al frente de un penal. Lo que no sabía era que el líder de una pandilla enemiga que controla la zona de la que provengo estudiaba allí”, afirma. No pasó mucho tiempo hasta que “la nueva de la escuela” fuera descubierta. Comenzó una intimidación constante y luego un intento de secuestro. “Se lo conté a mi tío y decidimos hacer una denuncia. Fue así como descubrimos que la policía estaba infiltrada por las pandillas porque todo empeoró para nosotros”. Al punto que Esteli fue víctima de una violación. “Fue muy fuerte porque quedé embarazada y no sabía si mi hija era de mi novio o fruto del abuso del que fui víctima”. La violencia subió de nivel cuando las pandillas generaron una ola de asesinatos acusando al gobierno de no cumplir con los acuerdos alcanzados a la fecha. El plan más sensato era huir. “Tenía 100 dólares ahorrados. Mi hija tenía tres meses de nacida y se quedó con mi mamá”. Caminó tres día y 82 kilómetros para llegar a Tabasco (México), donde ella y su esposo lograron trabajar y quedarse seis meses, pero Esteli no podía esperar más para regresar por su hija. “Estábamos en pleno proceso de legalización, cuando le dije a mi esposo que nos entregáramos a migración para que nos deportaran, y con los 4.000 pesos mexicanos que logramos reunir, volviéramos a México con la niña”. Y así lo hicieron. A penas llegaron a El Salvador, tomaron a la bebé y emprendieron el camino de regreso. “Solo traíamos su acta de nacimiento y nos tocó pasar por el río para saltarnos los controles de migración”. Esteli se refiere al río La Paz, punto limítrofe entre El Salvador y Guatemala. Tras negociar con coyotes de la zona, los llevaron hasta el punto de cruce, donde los esperaban otras dos personas. “Eran dos pandilleros. Nunca había sentido tanto miedo”. Nada malo pasó y lograron cruzar el río. Al llegar a México tuvieron que repetir el trámite migratorio que habían abandonado. “Este país era mi destino porque en solo tres meses salió la resolución con la que nos otorgaban la residencia temporal”. Ocho años después y un hijo más, el drama de Esteli ahora se traslada a su condición de hija migrante. “Soy mamá, pero me hace falta mi mamá. Hace cinco años traté de pedirla, pero migración rechazó mi solicitud porque no cuento con la solvencia económica para traerla. Siempre me pregunta cuándo voy a volver”, lamentó. Sus voces son las de un drama que en Latinoamérica se cuenta por millones.

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Sobre la firma

José Luis Ávila
Es periodista y redactor en EL PAÍS América. Su trabajo se publicó antes en medios como Telemundo, Vogue, Gatopardo, El Nacional y Exceso. Se tituló en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas, es especialista en SEO y tiene un Máster en Branded Content de la Madrid Content School. Vive en Ciudad de México.
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