Alegato contra la desgana - La Opinión de Málaga

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Alegato contra la desgana

Esa aparente desgana de una ciudadanía viajera y hedonista, que «pasa de la política» porque cree que lo que ocurre no le afecta, no es nueva. Lo que Eric Fromm llamaba: «conformismo compulsivo automático que prevalece en nuestras democracias» mientras se desmantelan desde dentro, se ha dado en otros momentos cruciales.

Debilitar al Estado tampoco es algo nuevo. En el pasado, ya lo intentaron el secesionismo etarra, los golpistas del 23-F y los separatistas catalanes, en 2017, con la declaración unilateral de independencia.

La indiferencia con la que se asiste a la degradación de nuestro sistema democrático –la Transición y la Constitución del 78– sin que los ciudadanos lo perciban en toda su gravedad, coadyuva a socavar las instituciones, de forma lenta y silenciosa, hasta modificar de facto la Carta Magna.

En el cuadrilátero nacional, con el «muro» vivo y coleando, confrontan dos bloques que suscitan un dilema: mantener o destruir el Estado de Derecho, base de la legitimidad legal y moral de las partes en discordia. En definitiva, vaciar de contenido la actual Constitución y transformar la realidad española, vía hechos consumados.

Por un lado, exponentes del irredentismo separatista, el populismo antisistema y un sanchismo ocasional apuestan por consolidar una alianza estratégica para transformar –sin sigilo– el orden constitucional, lo que supone una seria amenaza para nuestra democracia liberal.

Por otro, un constitucionalismo resistente –con 11 millones de votantes– cuya supervivencia implica contención institucional y tolerancia mutua.

En un país poco esmerado con la división de poderes, el control del Poder Judicial –último bastión de la democracia plena– se ve comprometido por decisiones adoptadas por el Ejecutivo y su mayoría parlamentaria en el Congreso.

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En su libro «España, terra incógnita. El asedio a la democracia», (Almuzara, 2024), García-Margallo y Eguidazu se refieren –con sorna e ingenio– al constitucionalismo como «uno de esos restaurantes de postín que reservan el derecho de admisión a los que se comporten de forma decorosa».

Ese recato se da de bruces con el afán colonizador de las instituciones, que tiene como secuelas la pérdida de credibilidad, el desinterés por aparentar imparcialidad en los nombramientos y una ocupación de las plataformas de poder por los más próximos. El proverbial clientelismo, tan nuestro.

El objeto del libro –de imprescindible lectura– es una detallada endoscopia de lo que sucede, de la tenue respuesta al asedio inferido al imperio de la ley y de los remedios paliativos.

La desmovilización de la gente moderada visualiza el desapego que escolta la desafección en torno a lo que considera «cosas de políticos». Nada menos que la neutralidad del Ministerio Fiscal, el CIS, la RTVE o el Tribunal de Cuentas, convertidos en órganos al servicio del Gobierno; la llave de paso del 7/4 en el Tribunal Constitucional, la colonización más grave, por su apuesta «constructivista»; el uso abusivo del cómodo decreto ley; la elusión de dictámenes de los órganos encargados de la pureza del procedimiento o el abuso de la urgencia.

A los más aprensivos, alertar sobre los peligros para el Estado de Derecho les puede parecer un ejercicio de tremendismo, pero puede servir como refugio para el relativismo moral, otro de los achaques de nuestro tiempo.

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Para tratar de descifrar esa desgana que se convierte en aversión, hay que tomar en consideración los argumentos de quienes ansían un horizonte más despejado y se declaran, cada día con mayor énfasis, autónomos del circo político.

La insatisfacción –derivada de la incapacidad de la dirigencia– tiene que ver con el incumplimiento reiterado de promesas electorales, lo que priva de respuestas a demandas sociales y, por ende, a una mejora en las condiciones de vida.

En su comparecencia de despedida, el gobernador del Banco de España, institución cuya independencia ha resultado molesta al mando, transmitió un axioma certero: la desconfianza de los ciudadanos en el Gobierno y en los partidos políticos está en máximos.

Y esto es así porque, entreverado con la crispación de la vida política, se imponen modelos de democracias marcadas por apariencias, como el populismo, que ofrece soluciones simples a problemas complejos.

Se exacerba así, en la práctica, una forma de liderazgo, con grandes dosis de autoritarismo, basado más en el temor que en la confianza; se transmite una sensación de pánico ante un eventual vacío de liderazgo y se señala a jueces y fiscales «a los que no ha elegido nadie», sin que a renglón seguido se añada «a los ciudadanos, tampoco».

En su «j’accuse…!», García–Margallo y Eguidazu sostienen que un autócrata gana sin necesidad de emplear armas, sirviéndose, sin más, de los mecanismos que la democracia le ha brindado. Este método, más sutil, puede llegar a ser más duradero.

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Con la meritocracia y el esfuerzo en crisis, los populistas escarban en un resentimiento cultural que –propiciado por los errores del liberalismo– sitúa a la democracia plena en retroceso, con el decaimiento de la función parlamentaria, el control gubernamental de la justicia y la independencia de jueces y tribunales expuesta al asalto de autócratas desaprensivos.

Entre los factores que han debilitado al liberalismo, favoreciendo los populismos, está la desconfianza hacia la concentración de poder, elemento esencial del liberalismo.

El progreso económico no ha servido como la escalera al cielo que se prometió, tampoco ha acabado con la pobreza ni ha solventado los problemas sanitarios, de empleo ni de falta de vivienda. Entretanto, el principio de eficiencia económica ha cobrado un fuerte protagonismo sobre la igualdad y solidaridad.

No se puede premiar la estrategia de intimidación de los extremistas y, con ello, defraudar a buena parte de la sociedad que no comulga con estas imposiciones.

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La estrategia de colonizar hasta el último recodo del Estado responde a la lógica de afianzamiento del poder. El arrojo desafiante con el que se despacha lo inaceptable tiene un efecto intimidatorio en los adversarios. A lo que añadir, la defensa populista de la prevalencia de la voluntad de los políticos –como representantes del pueblo– sobre los tribunales y las leyes.

Las cautelas de neutralidad y transparencia buscan ser un contrapeso a la ocupación partidista, para contrarrestar el desinterés del Ejecutivo por la debida apariencia del imparcialidad.

Pero el sueño de algunos es cómo hacer una revolución dentro de una democracia. Ortega y Gasset escribió sobre el carácter de «mito» que adquiere en España la revolución, «paralelo al de la lotería, que son los dos Santos Advenimientos en cuya esperanza viven la mayoría de los españoles».

Los peligros que corre nuestra democracia ponen en riesgo su propia supervivencia. La indiferencia pusilánime no debería protagonizar el final de la escapada.

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