Culto al líder, culto al Zar Putin
Enlaces accesibilidad
Análisis | Rusia

Culto al líder, culto al Zar Putin

  • El Kremlin hace de la toma de posesión de Putin un alarde de técnica audiovisual y de nostalgia imperial
  • El culto a la persona de Vladímir Putin crece a medida que lo hace su poder en Rusia

Por
El presidente de Rusia, Vladímir Putin, en una imagen de archivo
El presidente de Rusia, Vladímir Putin, en una imagen de archivo

Me río yo de Pete Souza, el fotógrafo de la Casa Blanca con Barack Obama, y me río yo de Soazing de la Moissonière, la fotógrafa del Elíseo con Emmanuel Macron, entregados ambos a construir con sus imágenes la figura de un líder joven, vitalista y atractivo, cool. Me río también de esos paseos en solitario del presidente Macron junto a la pirámide del Louvre o a los pies de la torre Eiffel tras una victoria electoral. Tanto los Estados Unidos como Francia son repúblicas democráticas y tienen límites implícitos al ensalzamiento de la figura del líder. No pueden llegar a dimensiones casi sobrehumanas, de super héroe, para eso hay que girar la mirada hacia regímenes autoritarios.

Corea del Norte: ensalzamiento hasta el delirio

Esta semana ha sido noticia la muerte de Kim Ki-nam. No les suena su nombre, lógico, pero cuando repasemos sus logros entenderán por qué ha sido noticia. Ha sido el director de la propaganda del régimen más cerrado y la dictadura más férrea del mundo, Corea del Norte. Si han visto en alguna ocasión un desfile o cualquier celebración oficial en ese país, no la han olvidado porque la perfección geométrica y sincronizada de las masas movilizadas hacen dudar de que esas personas sean verdaderamente humanas. Aparecen a la vista como miles y miles de autómatas dirigidos por algún mecanismo interno. Eso en cuanto a las coreografías de masas.

En cuanto a la figura del líder supremo, Kim Ki-nam dirigió la imagen de tres generaciones de la dinastía Kim y se ganó por ello el apodo de ser el Goebbels norcoreano, en alusión al jefe de propaganda del Tercer Reich. Kim Ki-nam heredó una tarea que es inseparable de ese régimen que es una mezcla de imperio feudal y dictadura comunista. Al creador del Estado y la dinastía, Kim Jong-Il se le atribuía ser el mayor consejero del país, lo mismo tenía ideas para un agricultor que para un operario; había sido un guerrero que había derrotado él sólo a Japón; y era el mejor novelista, filósofo, historiador, maestro, dibujante, arquitecto, entrenador...del país.

El culto al presidente ruso, Vladímir Putin no llega a tanto, por lo menos de momento, pero deja estupefacto a cualquier observador de una democracia liberal, occidental. Para muestra la toma de posesión de esta semana, una ceremonia y, sobre todo, una transmisión televisiva, que mandaba un mensaje claro: Rusia es un imperio, y Putin, su emperador.

A mayor gloria de Rusia y el zar Putin

Si al norcoreano Kim Ki-nam lo comparaban con Goebbels, al equipo de realización que está detrás de las ceremonias protagonizadas por Putin lo podríamos comparar con otra figura del nazismo, la célebre cineasta Leni Riefenstahl. La estética ha cambiado desde aquel abuso del contrapicado de los años treinta, ha pasado casi un siglo, pero el efecto de las imágenes y la realización es el mismo: una oda al poder, a la fuerza del país y al líder.

Les invito a ver la transmisión de la quinta toma de posesión de Vladímir Putin, tuvo lugar esta semana y la pueden recuperar aquí, en RTVE. Vale la pena, se trata de la transmisión oficial rusa con el discurso del presidente traducido al castellano.

Como aperitivo les describiré algunos detalles. La transmisión arranca con una especie de precalentamiento ofreciendo imágenes de las distintas salas del Gran Palacio del Kremlin. Profusión de dorados: en las cúpulas de la iglesias, y de las puertas, paredes y techos de las salas donde tendrá lugar la toma de posesión. El alarde de dorados y de realización llega al punto de que el nombre de las salas no aparece como un rótulo en la base de la pantalla, sino que es un cartel virtual, dorado, que cuelga como una lámpara barroca más de esos techos impresionantes.

La ceremonia en sí empieza cuando por la megafonía se oye la voz de bajo -¡esas voces graves de los rusos!- anunciando a los militares que entrarán portando la bandera de Rusia y el escudo del presidente. Se abren unas puertas deslumbrantes, de unos cinco metros de altura, y totalmente doradas. La orquesta militar, que está en una de las salas por las que transitarán los militares y Putin, toca una marcha y con toda la pompa entran en escena seis militares en fila marcando el paso de la oca. Atraviesan todas las salas, llenas de invitados de pie en los laterales, hasta llegar al estrado donde tendrá lugar la jura del cargo les lleva tres minutos. Tres largos minutos desfilando al paso de la oca.

Depositados bandera y estandarte en el estrado, es el momento de que traigan un ejemplar único de la Constitución, exclusivo para la ocasión, y el texto del juramento presidencial. Es un desfile idéntico al anterior que dura también tres minutos, con toda la parsimonia, al paso de la oca. Dispuesto ya el escenario de la jura entran los figurantes. La misma voz solemne e imponente de bajo anuncia la entrada de una veterana del poder, Valentina Natviyenko, presidenta del Consejo de la Federación, la Cámara Alta del parlamento ruso. Una vez se coloca en su sitio, la voz de bajo anuncia la entrada del presidente de la Duma, la Cámara Baja del parlamento y, después, la del presidente del Tribunal Constitucional, quien presidirá la jura. Ya están todos, sólo falta el protagonista, el reelegido -sin rival habilitado para competir con él- presidente Putin.

Entonces la conexión se va de esas salas, de ese palacio y nos introduce en el despacho del presidente donde lo vemos a él aparentemente trabajando. Firmando decretos, despachando, leyendo atentamente unos documentos. El líder no descansa, no se ha tomado siquiera una horas libres, ahí está, entregado a su responsabilidad de velar por el país. Esta idea recuerda la imagen que se transmitió de un dirigente soviético totalitario y sanguinario, Iósif Stalin, una figura paternal y permanente preocupado por la vida del pueblo.

Quienes llevan la transmisión televisiva comentan que ya han avisado al presidente de que todo está listo para que jure el cargo, y ahí viene el alarde de técnica de rodaje y realización. A las 11:52 hora de Moscú arranca un travelling hacia atrás, un plano secuencia de dos minutos. Cualquier aficionado a la televisión o el cine sabe el mérito que tiene eso, quien lleva la cámara precediendo al protagonista y andando dos minutos hacia atrás, doblando esquinas -he contado cuatro pasillos distintos- y parando cuando el protagonista decide detenerse unos segundos. Ese plano secuencia se va encadenado con otros que siguen al presidente bajando una escalinata y saliendo de ese palacio hacia la limusina que lo está esperando en la puerta. El Kremlin no es un edificio, es literalmente una fortaleza, una ciudadela, donde se encierra el poder en Rusia, una pequeña ciudad con varios palacios y cuatro iglesias.

La transmisión televisiva sigue el recorrido de la limusina y su comitiva por las calles de la fortaleza hasta el Gran Palacio. Profusión de banderas rusas, blanco, azul y rojo, frente al palacio. El presidente entra y ahora le toca subir una escalinata igualmente tapizada en rojo. La realización nos saca al exterior por unos segundos, de nuevo las cúpulas doradas y enseguida un primer plano del reloj de la emblemática torre Spaskaya: dan las doce del mediodía. La hora H. Volvemos al interior, a esa ya familiar sala con las enormes puertas doradas, las campanadas se funden con la voz de bajo: "Vladímir (pausa) Valdímirovich (pausa) Putin".

Dos militares abren la doble puerta y hace su entrada triunfal el presidente. Avanza solo con paso decidido, se para a saludar a alguno de los invitados, y la realización salpica el travelling con planos zenitales (desde el techo) que dan aún mayor sensación de grandiosidad a esas salas de por sí imponentes. Putin recorre varias salas, una tras otra en línea, en dos minutos. Llega al estrado, lee el juramento y cuando termina la orquesta arranca con el himno nacional, esa melodía que fue himno de la Unión Soviética, que desapareció al tiempo que la propia URSS y que Putin rescató hábilmente cuando se convirtió en presidente. Aunque se pueda despreciar la URSS y Rusia, hay que reconocer que esa partitura se presta más a un imperio que el himno que adoptó en los 90 la Federación Rusa.

Nos enseñan primeros planos de los invitados cantando el himno, y convenientemente la transmisión vuelve al exterior para ofrecernos varios planos del estandarte, la bandera con el escudo presidencial ondeando en una de las cumbres del palacio. Tras el himno, una batería de cañones disparan una veintena de salvas.

¿Ha terminado ya la ceremonia? No.

Hasta ahí sólo, por así decirlo la parte civil de la toma de posesión. El presidente sale al exterior y ante él desfilan distintos regimientos militares. El imperio es una potencia militar. Y está en guerra defendiendo -oficialmente- el territorio de esa potencia. El último acto de la ceremonia se desarrolla en la catedral y oficia el Patriarca de Moscú de la Iglesia Ortodoxa Rusa, Kiril (Cirilo). Más alarde de dorados: en los ropajes de los sacerdotes, en la mitra del patriarca y, cómo no, en las paredes repletas de iconos. El zar obtiene la bendición de la Iglesia, lo que lo acerca al concepto pre-revolucionario de que el zar, el rey, lo es por gracia divina. Más otro mensaje que aquí es implícito, pero que Putin en sus casi veinticinco años de poder ha ido haciendo cada vez más explícito: Rusia, su Rusia, es hoy el gran defensor de la cristiandad.

La semiótica de esa hora de transmisión resulta clara: Rusia es un imperio y Vladímir Putin es su emperador, Rusia es una potencia civil, militar y moral.