Por una memoria que no sea una engañifa
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Por una memoria que no sea una engañifa

Ya casi no me acuerdo

Clara Morales

Editorial Tránsito (2024. 197 páginas)

…ver cómo crecen los recuerdos que inventamos

Sònia Hernández

El pan de masa madre

Compartía con Clara Morales las páginas de Cultura en infoLibre y la pasión por las novelas del Oeste. Hasta colaboramos en la edición de una antología de textos relacionados con ese género literario que los dueños del mercado llaman, tan impune como soberanamente tontolabas, subliteratura. La subliteratura, en todo caso, son algunos de esos prepotentes y lo que escriben como si una simple reseña fuera el Tractatus logico-philosophicus o Luz de agosto. Esto que hago ahora mismo, como casi todo lo que escribo sobre libros, es una reseña. Sólo eso. Sin más aspiraciones que contar unas cuantas cosas de libros que me gustan. Nunca escribo de libros que me han hecho perder el tiempo. Y mira que hay de esos, seguro que se lo imaginan. Seguro que alguien también aprovechará la ocasión para soltar lo que me espero: pues mira los tuyos, por ejemplo. Pues sí, los míos, por ejemplo.

Tampoco entiendo por qué alguien escribe sobre libros que no les han gustado. De verdad que no lo entiendo. ¿Han hecho algún voto de sufrimiento y leen con el látigo restañando en la espalda como los crucificados? En fin, que como escribo de libros que me gustan saco aquí uno que me ha gustado muchísimo. Aunque lo escriba en letras minúsculas es como si lo estuviera gritando: ¡muchísimo! Anoten el título: Ya casi no me acuerdo. Y el nombre de su autora que ya salía en la primera línea: Clara Morales. Trece relatos. Trece. Un número para echarse a temblar. Eso dicen los fans de Iker Jiménez, el as de las trolas fachas en la tele. La primera vez que escuché su nombre pensé que se trataba de un futbolista. ¿Se creerán ustedes que no he visto ni un solo programa de ese señor? Pues créanselo, de verdad. Lo que pasa es que hoy no hace falta que te lo tragues todo porque siempre hay maneras, y muy eficaces, de enterarte de lo que pasa.

Bueno, que un asunto me lleva a otro asunto y al final he venido aquí no para hablar de mis neuras —que también— sino de un excelente libro de relatos y de cómo la escritura decente es la única que me interesa. El otro día leí que un tal Javier Castillo decía en una entrevista: "Escribir bien es sólo una de las 25 cosas que tiene la literatura". El tal Castillo dicen que vende millones de ejemplares y se adaptan sus novelas para las series de televisión. Y lo peor: era ese el consejo que les da a quienes se le acercan a solicitar consejo para cumplir con su afición a la escritura. Pobres gentes, como diría el joven Dostoievski antes de liarse a hachazos con una pobre anciana y llenarnos luego la cabeza de una culpa que no nos merecemos ni como lectores ni como humanos. Por cierto: los trece relatos de Ya casi no me acuerdo son una maravilla. Fascinantes. "Di fascinante cuando algo te gusta", me dijo un día mi amiga Marta Sanz. En todo caso, añadió: valen todos los adjetivos para definir lo que te ha hecho feliz, menos "precioso". Y le hago caso. Cómo no le voy a hacer caso si es Marta más lista que el hambre. Pues después de exactamente quinientas setenta y dos palabras voy a meterme en la harina que ha dado lugar al pan con masa madre que es este libro de relatos. Pan de masa madre: menuda metáfora me ha salido. Lo siento en el alma. Será porque trabajé en un horno todas las noches de mi vida desde los nueve a los treinta años. "El único escritor obrero que conozco", escribió un día un crítico al que admiro y es el mejor piropo que he escuchado en mi ya larga vida de incómodo y modesto juntaletras. Será por eso por lo que me ha salido la metáfora del pan de masa madre. Será por eso.

Si la memoria no es política…

Lo dije antes: trece relatos. Con el fondo de lo que podemos llamar memoria democrática y bajo la forma de una escritura que no reniega de la excelencia porque escribir mal es la mejor manera de arruinar una buena historia. Estamos hechos de tiempo y el tiempo es el armatoste sobre el que nos vamos construyendo como memoria. Como memoria propia, personal, casi intransferible y como memoria de una colectividad que no nos es ajena. O que no debería serlo si no queremos crecer siempre a medias, con una mirada bizca que mira a un lado y al otro sin que al final quede otra cosa distinta a la confusión, a lo que nos pasó pero es como si en realidad les hubiera pasado a otros y en sitios extremadamente distintos a los nuestros. Una manera de construirnos que tiene que ver más con el cinismo que con la ignorancia, porque ya está bien de poner excusas para acabar en la mierda de la equidistancia, en esa cantinela, tan cruel como ahistórica, de que un lado y otro del trauma fueron lo mismo, un único lado en el relato de la infamia. "Recordar es un deber", escribió Primo Levi antes de que regresar del horror (ya lo había advertido Joseph Conrad unos años atrás) se hubiera convertido en imposible. Y ahí se aplica la protagonista de uno de los relatos más terribles del libro: "No sabía qué hacer con esos recuerdos. Nadie sabe qué hacer con esos recuerdos". El tiempo de la agresión sexual a una niña en el entorno familiar. Tan difícil de soportar como de establecer un pacto de escritura para que la conclusión sea o no sea sólo la del odio. Convivir con el odio. A veces el rencor es necesario, saber que todo no vale, que el monstruo no puede salirse de rositas en medio de una complicidad social y familiar que condena a la humillación y a la vergüenza a quienes sufren las embestidas de la bestia.

Y así en otros relatos lo mismo de poderosamente bien escritos, lo mismo de necesarios para que la memoria no sea una engañifa, para que los torturadores que ejercían su oficio con una fanática vocación de exterminio en los sótanos oscuros de las comisarías vean sus nombres inscritos en los tratados de la indignidad cuando los tiempos sean otros y la democracia se llene de franquistas reciclados, para que los años en que el amor era una sombra escondida en las leyes de la represión generalizada no sean años borrados impunemente por esos extraños consensos en que casi siempre aparece al final la firma del olvido. Es posiblemente La vida es una tómbola, ese relato sobre las torturas y el papel de la víctima, que son todas las víctimas y sus verdugos, y protagoniza una mujer llamada María de la Soledad Orballo Martínez, o simplemente Marisol, como la niña prodigio de la canción en aquellos tiempos, es posiblemente ese relato, digo, el que más me ha dejado el regusto amargo de algo que se parece al resentimiento. Ni una mala placa en los lugares que fueron el cubil de los torturadores. Toca lapidar esos lugares y así lo que no tiene nombre siempre será como si no hubiera existido. Hay demasiadas complicidades en este país entre el pasado franquista y algunas instituciones del Estado. Lo sabemos. Y tanto que lo sabemos. La Justicia, por ejemplo. Por eso son necesarios libros como Ya casi no me acuerdo porque una memoria sin justicia siempre será una memoria demediada. Porque en ese casi del título reside el peligro al que nos aboca el borrón y cuenta vieja con el pasado. Porque -y también esto aparece en las páginas de un libro que se merece los mejores calificativos elogiosos menos el de "precioso" (gracias, querida Marta)- la memoria o es política o no será memoria de verdad sino un cuento chino.

Pastitas a media tarde

Clara Morales y la construcción de la memoria colectiva desde la individual: "Somos lo que recordamos"

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Las voces que cuentan. Esos personajes que surgen -ya lo dije hace un rato- de la memoria familiar y de la colectiva. Siempre el yo por delante. El arriesgado yo de los relatos indispensables. Ese yo que como decía Vivian Gornick tiene en la ficción la condición de "suplente" del protagonista autobiográfico, pero que en el libro de Clara Morales se erige en un auténtico valor de ley contra la impostura. Y todo -también lo dije- sobre la base de una escritura deslumbrante. Los versos de Carlos Catena Cózar: "en esta habitación sin puerta / hemos de hallar la salida". Ahí la escritura decente. La que se inventa puertas cegadas al exterior para que la narración no se asfixie en idioteces, en palabrería hueca, en metáforas que como se dice en el libro que reseño pueden ser sólo "una estrategia de evitación" de los conflictos en la escritura. Para nada evita Clara Morales esos conflictos en las páginas de sus trece relatos. Para nada los evita. Y te conmueve rabiosamente en muchas ocasiones. Pienso en otro de mis relatos preferidos: Y supondréis que no sabemos responder. La memoria del Holocausto. El tiempo que anda ahora en silla de ruedas pero que se niega a desaparecer. La mirada de entonces y las que ahora se cruzan en la cotidiana mezcla del pasado y el presente en una casa como la mía y la de ustedes si no son ustedes de tomar café y pastitas a media tarde con Juan Roig o Amancio Ortega y Ana Patricia Botín-Sanz de Sautuola O’Shea ejerciendo de anfitriona en alguna de sus mansiones a las orillas del Cantábrico.

Hablaba antes de las voces que cuentan, que se cruzan en una estructura eficazmente fragmentaria, que a ratos, como dice la escritora en una magnífica entrevista que le hacía David Gallardo aquí mismo, hablan de una memoria que "se contradice entre sí, que disiente de sí misma". Porque la memoria son muchas memorias y a veces hay lagunas oceánicas entre unas y otras y hay que evitar que el tránsito de unas aguas a otras fracase por la falta de exigencia moral o de una escritura llena de agujeros que la llevarían al naufragio. En La bajamar, un excelente libro de Aroa Moreno Durán (del que escribí hace tiempo en estas mismas páginas) sale esto que más o menos explica lo que quiero decir: "¿Pueden dos momentos cruciales superponerse el uno al otro?". Pue sí que pueden. Y tanto que pueden. Y no dos momentos cruciales en una historia, sino trece momentos imprescindibles para que no nos sintamos como seres a medio hacer, con un ojo mirando hacia la memoria y el otro haciendo lo mismo hacia el olvido. Regresar a la escritura de Clara Morales después de aquellos días juntos en infoLibre y en las viejas novelitas del Oeste ha sido un gusto de los que hacen época en mi biografía lectora. Ya sé que esto que les acabo de contar no es el Tractatus logico-philosophicus ni Luz de agosto. Pero si pueden, lean Ya casi no me acuerdo y si es posible mantengan el casi en sus vidas. Si lo borran, lo que vendrá será el abismo del olvido. Y eso nunca, ¿vale? Eso nunca.

* Alfons Cervera es escritor. Su último libro es 'El boxeador', editado por Piel de Zapa.

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