Sordos y ciegos
HEMEROTECA       EDICIÓN:   ESP   |   AME   |   CAT

Sordos y ciegos


(Tiempo de lectura: 3 - 5 minutos)

Cuando Adolf Hitler expuso en Alemania su programa de gobierno basado en la presunta supremacía de la raza aria, a mucha gente le pareció bien. Cuando empezó a aplicarlo sobre la población de religión judía, sobre sus adversarios políticos, razas consideradas inferiores y personas enfermas o discapacitadas, a mucha gente le pareció bien mejorar la raza, como si gobernar personas fuera algo semejante a criar ganado para aumentar su rendimiento.

Cuando acabó con el sistema democrático, suprimió los derechos civiles, impuso las leyes de segregación racial, prohibió los partidos políticos, los sindicatos, las asociaciones independientes y estableció un régimen de partido único, vigilado por la policía política y la milicia del partido nazi, a mucha gente le pareció bien.

Cuando estableció la censura, la opinión correcta y el pensamiento único, dictó las normas del verdadero arte alemán y la cultura nacional y patriótica y condenó al fuego la cultura “degenerada”, a mucha gente le pareció bien.

Cuando el país, embriagado por un nacionalismo fanático y una innegable intención totalitaria, se preparaba para la guerra y perpetraba con actos de fuerza la ampliación de sus fronteras a expensas de los países vecinos, a mucha gente le pareció bien.

Cuando empezó la guerra, con la rápida expansión de su poderoso ejército hacia el sur y el este, para conquistar el espacio vital que Alemania precisaba para fundar un nuevo imperio, muchos alemanes pensaron que era lo correcto. A mucha gente, el nuevo orden del III Reich, que debía durar mil años bajo el mandato del partido nazi, le pareció bien; que era justo y necesario que Alemania ocupara en el mundo el lugar destacado que le correspondía por ser una nación de raza superior, nacida para mandar sobre pueblos inferiores nacidos para obedecer.

Aquella fanática ensoñación totalitaria, urdida sobre el “natural mandato” de la raza, acabó en 1945, como una pesadilla que sumió a gran parte del mundo en un horror desconocido, provocado por causas humanas, teorizadas, divulgadas, exaltadas y llevadas a cabo con firmeza e infinita crueldad.

Sin entrar en más estimaciones, el precio en sufrimiento humano fue incalculable y el número en vidas perdidas aún no se sabe con certeza, pero está entre los 60 y los 90 millones de muertos y unos 30 millones de personas desplazadas.

Miles de personas y soldados prisioneros fueron empleados como esclavos en empresas alemanas, 6 millones de judíos y cinco de otras razas y personas desafectas al régimen nazi fueron asesinadas con eficacia industrial en campos de exterminio ubicados en la retaguardia, como si el componente principal del programa nazi fuera conseguir la máxima destrucción de vidas no sólo en el campo de batalla.

La peor parte corrió por cuenta de los rusos, un pueblo servil, según Hitler, con 8 millones de soldados muertos y 17 millones de víctimas civiles; los chinos, sumidos en una guerra civil, tuvieron unos 20 millones de bajas, Alemania 7 millones, Polonia 6 (muchas de ellas judías), Japón casi cuatro millones, otros países implicados en la guerra tuvieron menos, cientos de miles o sólo miles, que siempre son demasiados.

Hubo quienes levantaron la voz contra el proyecto nazi y contra otros similares que se extendieron por Europa, pero no fueron escuchados, y hubo, también, quienes, con anticipación, se opusieron a un fascismo incipiente con las armas en la mano, pero fueron abandonados a su (mala) suerte, que en definitiva fue la que le tocó padecer al continente, cuyos dirigentes, por incompetencia, por comodidad o por cobardía no supieron enfrentarse a la amenaza, cuando todavía estaban a tiempo de impedir la matanza que se anunciaba.

Las causas de la guerra fueron complejas, pero la expansión del fascismo y del nazismo fue un factor fundamental, y Hitler, uno de los actores más importantes, quizá el principal, del estado de cosas que llevó a la contienda.

A buena parte de las generaciones nacidas después les costó entender que algo así hubiera ocurrido en el siglo XX. ¿Por qué? ¿Por qué?, preguntaban atónitas. ¿Por qué no se paró? ¿Por qué los no implicados no actuaron antes? ¿Por qué razones, gobiernos que eran opuestos a Hitler transigieron con sus primeras y abusivas exigencias?

Parecía imposible que mentes preparadas, en teoría, para mirar hacia el futuro de las naciones -no otra cosa es gobernar- no supieran advertir lo que se estaba gestando, pues había indicios previos que lo anunciaban: declaraciones y, desde luego, actos, propaganda, exaltación del proyecto y de sus autores, adorados como dioses por multitudes no sólo de su país. Y había la construcción de una sobrecogedora y cuidada escenografía de masas enfervorizadas que anticipaba el aquelarre. Pero los gobiernos democráticos actuaron como si estuvieran sordos y ciegos ante lo que sucedía ruidosa, estruendosamente, a su alrededor.

Eso ocurrió en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, hace ahora 79 años, el lapso de una vida, como para que lo olvidemos.

Salvando la magnitud de los casos, la dispar escala de lo ocurrido, pero no la intención homicida de los gobiernos al utilizar el ejército contra población civil desarmada, ¿no estaremos, en la matanza de Gaza, cuyos habitantes nada tuvieron que ver con lo citado, ante otro caso de sordera y ceguera colectiva y, sobre todo, de indiferencia o de comodidad de muchos gobiernos, que podrían poner más empeño en detener a Netanyahu, presunto representante de las víctimas hebreas de Hitler? ¿O es que hay que esperar a que haya muerto o abandonado su tierra el último habitante de Palestina, para llevarnos las manos a la cabeza, lamentar la tragedia y asegurar que en el futuro -entonces, sí- seremos más diligentes ante un caso similar? Un despropósito que merece el nombre de genocidio.

 

Profesor jubilado de la Universidad Complutense.

Último libro publicado: 1968 Spain is different (Madrid, La linterna sorda, 2021).

Más en esta categoría: « La cámara La foto de la vergüenza »