Opinión
Mercè Marrero Fuster
Begoña, eres de las mías
Me pirran las películas de amor, aunque no soy muy exigente. Tanto me da ver Memorias de África, como Grease, La sirenita o la maravillosa Vidas pasadas. A pesar de los años y los desamores, sigo creyendo, y mucho, que el enamoramiento es uno de los estados más enfermizamente gratificantes que existen. Son maravillosas las ganas de fundirte en el cuerpo del otro, el ímpetu por oler cada poro de su piel o que te dé igual que se te ponga cara de cordero degollado cuando clavas tu pupila (marrón) en la suya. No hay corazón que, físicamente, aguante tanto frenesí. Así que, menos mal que la emoción febril tiene fecha de caducidad.
En temas amorosos, la balanza siempre se ha decantado más hacia mi lado. Lo que en buen cristiano significa que he sido más intensa yo que mi partenaire. Habría preferido no ser tan evidente y sí ser misteriosa y arrebatadora. Guardarme algún secreto de mí misma, saber bajar los párpados cuando toca y susurrar algo en el oído en el instante adecuado. Gestionar una de cal y otra de arena como una buena estratega. «La estratega del amor», qué bien suena. La realidad es que siempre he sido la primera en enviar un mensaje, en proponer una quedada y en besar. Me he declarado decenas de veces, en lugares inadecuados y sin esperar nada a cambio. «¿Me pasas el pan? Por cierto, me gustas, pero no te preocupes porque sé que yo a ti no y no pasa nada. Sólo quería informarte».
Recuerdo llorar amargamente cuando mi primer novio adolescente decidió irse de acampada con sus amigotes un fin de semana que yo estaba triste por no sé qué razón. Visto con perspectiva, hizo lo correcto porque yo era de crisis existencial fácil. En ese momento, sentí que habría sido bonito que él hubiera renunciado a una velada de guitarra alrededor de una hoguera por estar a mi lado. Y fue en esa época cuando aprendí una de las lecciones más importantes de mi vida (que suenen los tambores): que los afectos y querencias nunca se imponen. Son o no son. Si no son, más vale aceptarlo cuanto antes y, si son, pues enhorabuena.
La semana pasada envidié a Begoña Gómez. Que un presidente de un gobierno escriba una carta a la ciudadanía y, por ende, al mundo entero afirmando que es un hombre profundamente enamorado y que no hay honor que justifique el sufrimiento de quienes más quiere, en alusión a ella, no deja indiferente. Qué bella historia de amor. Como la de Mako Komuro, sobrina del emperador japonés Nahurito, que renunció a sus derechos y a su dote para casarse con un plebeyo, con el que vive en un apartamento en Nueva York. O la del rey Eduardo VIII del Reino Unido, que abdicó para vivir libremente su amor con la doblemente divorciada Wallis Simpson. Pese a la crisis institucional, a las elecciones anticipadas o a tener que soportar los comentarios de la chusma política de todos los colores, imaginé un mapa interactivo de España rebosando corazoncitos y besitos. El país del amor. Pero no. Sánchez, como mi primer novio, tampoco quiso renunciar a su acampada. Recuerda, Begoña, los afectos jamás pueden imponerse. De mujer a mujer, te entiendo. Tampoco nadie renunció a nada por mí.
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