Sobre la relación de Feijóo con el mundo, un artículo de Manuel Alcaraz Ramos

Opinión

Sobre la relación de Feijóo con el mundo

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, durante un acto de campaña electoral del PP, en el Museo Dalí, a 3 de mayo de 2024, en Figueres, Girona, Catalunya (España).

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, durante un acto de campaña electoral del PP, en el Museo Dalí, a 3 de mayo de 2024, en Figueres, Girona, Catalunya (España). / Glòria Sánchez - Europa Press

Siempre he creído que todo comenzó en Palomares: malditas bombas atómicas que cayeron a la mar salada. Allá que tuvieron que ir a bañarse, para los retratos, el embajador de EE UU, mr. Duke y D. Manuel Fraga Iribarne, Ministro de Información y Turismo, conceptos ambos que siguen encadenados en el alma del pueblo español. Era el 8 de marzo. No se celebraba el Día de la Mujer, que no estaba el régimen para zalamerías. Así que se encomendarían a los santos del día, a San Juan de Dios, bueno para asuntos asistenciales, o San Poncio, afín a políticos ambiciosos de manos limpias. Se bañaron e incluso parece que hubo que repetirlo porque un general llegó tarde. No sé qué paso, repito. Pocos lo saben, que no era cosa de airear secretos de plutonio o de lo que fuera. Pero cada día me convenzo más de que allí se plantó la semilla de la alteración nerviosa que acaba por asistir a todos los mandamases del PP y que se manifiesta en disponer de dos realidades: la común, vulgar, desdeñada por los restos de aristocratismo de la derecha hispana, y la propia, la otra, la amante amada, tan bien cantada.

Ya sé que el influjo nuclear no se hereda, según la teoría de la evolución y la genética. Pero es que los jefes del PP nunca han estado dispuestos a considerar que Darwin y Mendel, esos extranjeros, se interfirieran en sus verdades. Una cosa es el patriotismo y otra el cultivo de las ciencias. Nunca vio la plaza de Colon una manifestación en defensa de la biología. El macizo de la raza no precisa de añagazas semejantes para saber de su superioridad.

Así que ignoramos qué aconteció a D. Manuel. Siempre he cavilado que el bañador era un poco demasiado grande. Pero lo mismo era la moda, mire usted la foto y valore. El caso es que si él ya era de natural oceánico, la toma de aguas, nuevo bautizo, le armó de energía desbordada. Ese mismo año, por diciembre, organizó el referéndum para ver si el libérrimo pueblo español votaba la «Ley Orgánica del Estado». Sutilmente –información y turismo- el lema era «¡Franco sí!». Así que 18.130.612 de españoles muy españoles votaron que sí y sólo 342.338 traidores que no. Se habló de manipulación. Cuesta creerlo de Fraga. Se dijo que en algunos lugares votaron los muertos. Pero no debe de ser cierto; si acaso algunos, pero pocos. Ya puestos, Fraga leyó bien sus superpoderes, así que, llegado el hecho biológico u óbito del dictador, clamó «¡La calle es mía!». Teniendo en cuenta que en la calle había golpes y muertos, vamos viendo los efectos diferidos del baño. No se enteró de nada de lo que pasaba. Y entre muecas y muescas en su virtual pistola de alférez de las milicias universitarias, acabó dedicado al cultivo de gaiteros en el noroeste –no digo Galicia por ser nacionalidad histórica y no desear que se me confunda con la hidra separatista-.

Luego vino Hernández Mancha. ¿Se acuerda usted de Hernández Mancha? Se decía que Fraga tenía el estado en su cabeza. Pues Mancha talmente. Mire su foto: igual frente despejada. Pero menos información y turismo. Presentó una moción de censura al Felipe de su mejor época. Pobre Hernández Mancha, que ya dio síntomas, en el poco tiempo que le dejaron, de vivir en realidad paralela: se vio Presidente. Tres años duró su travesía. Sólo se le recuerda por esa derrota que reforzó al PSOE. Y no aprenden.

Así que ya pusieron a Aznar. Sólido, rocoso, que para eso había defendido, pluma en ristre, la oposición a la Constitución. Ahí sigue el PP: alma aconstitucional y voces que reclaman que la Constitución es de ellos, como antaño la calle. Su constitucionalismo débil es el trasunto de su realismo muy débil. Con todo, Aznar parecía un político de verdad: traficaba por igual, y en idioma bilingüe, entre el aprecio a Azaña y a Pujol. Más tarde dio con las clases de inglés, que parece que, en renacida adolescencia, con dieta de anabolizantes, le mandaron a ampliar estudios a Florida o Alabama, por ahí, por donde hacen las bombas atómicas. Y estaba a favor del vino. Así que, poco a poco, lo que pareció conservadurismo canallita que usaba de todo para triturar en los medios afines a su adversario, fue conservadurismo áspero pero moderado en su primera legislatura. Luego llegaron los síntomas. Su mundo fue dejando de ser el mundo común. Las Azores, ay, Las Azores. Un selfie con los grandes, con los que tienen bombas atómicas, era, fue, su mayor ganancia. Desconfiemos de los políticos que se hacen selfies o posan sin desmayo y con el mayor descaro. En eso Fraga fue más comedido, que salió del agua arrastrándose, como si un leviatán le hubiera atrapado los tobillos.

La guerra. Así era Aznar. Debió creer que los españoles iban a seguirle en sus ímpetus. En España ha habido, históricamente y hasta la democratización de los ejércitos, tres clases de guerreros vencedores: los que gozaban matando infieles, los que hacían las Américas a ver si ganaban unos oritos y los que salvaban la patria matando a otros españoles y cantando por los paisajes desérticos. Aznar pensó que ahí en Irak había moros y desiertos y la posibilidad de grandeza áurea. Y se encontró con un pueblo desagradecido, ausente de la pulsión de gloria, que sin gritar «la calle es mía», las tomó con energía antibelicista. Para Aznar su mundo ya no era un mundo común. Y llegaron los atentados, los trenes terribles. Sabía que no fue ETA. Pero no quiso quitarle mérito a su querido movimiento de liberación vasco, que había dejado a gentes de desiertos lejanos la infame tarea de golpear cuando más dolía. El mundo no le merecía.

Llegó Rajoy. Pasará a la historia por tener un primo científico que le introdujo en los arcanos de la duda. En realidad su fluorescencia verbal provocaba cambios climáticos cada vez que daba un discurso. Pero él, Rajoy, no solía estar atento a tales matices. Iba a lo suyo. Pedía a su cuadrilla que fuera valiente en la desdicha. Sobre todo si la desdicha consistía en que la policía no-patriótica y algún juez no educado en los valores de la judicatura patriótica te pillaba con las manos en la masa. A mí Rajoy me cae bien. Creo que en su estudiadísimo despiste, aprendido, sin duda, en la Presidencia de la Diputación de Pontevedra –las Diputaciones, en sí, pertenecen al realismo mágico-, había algo de bálsamo frente a los impulsos más fachas de su partido. Lo que la derecha española aún no ha conseguido, a la vez, es dejar de añorar a las glorias armadas y genuflexas del pasado y renunciar de una corrupción rampante cuando el tiempo es oportuno. A Rajoy le vienen mal una sociedad y un partido sobreestimulado. No quería tanto que la calle fuera suya como un tipo de política que le permitiera leer el Marca cada día. Pero el corazón está junto al bolsillo. Y por ahí sangró la herida. La realidad se fue haciendo esporádica y astillada. Había ya demasiado que esconder. Así que lo censuraron. El único Presidente que ha conseguido que lo tiren con una votación en el Congreso; lo que no es moco de pavo, que hubiera dicho Rajoy. Estuvo una tarde perdido el día de su cese. Descontaminándose, quizá.

Y vino Casado. De Casado no quiero hablar mucho, que a poco que digas ya es ensañamiento. Aquí la dispersión nuclear alcanzó el punto de fusión, o lo que alcance el núcleo de plutonio. Era atómico, con el tamaño de coherencia política de un átomo, de uno sólo. El mundo se dividía en él y el resto. El resto, que iba desde Abascal a Ayuso, de Sánchez a Aznar, era amplio. A veces se regocijaba acercándose a algunas de esas gentes, siempre que llevaran banderas adecuadas y silbaran el himno de la selección española de fútbol. Casado tiene aspecto de llevar siempre una bandera. Pero no como un furriel que asalta una colina en el Barranco del Lobo, sino con desgana, con la elegancia debida a las masas a las que uno debe guiar. Se lo dijo Feijóo en su despedida: «Gracias por aguantar la bandera del PP». Maldad exquisita de cuando Feijóo aún parecía Feijóo fuera de Galicia. A Casado no le gustaría la corrupción de su partido. Y menos que se la recordaran. A sí que hablaba de cosas diversas. Una vez mi hijo, que tendría 10 años, tras escucharle en la radio, me preguntó si era un político de verdad o un cómico imitador. No tuve ánimo para contarle la verdad: era las dos cosas a la vez. Parodia de sí mismo, capitán de pijos, desalmado en un partido muy corporal y frutal, el primer intento que hizo de ponerse en su sitio se le volvió en contra. Sólo entendió la realidad el día en que le encaminaron a ella las huestes dicharacheras de Ayuso y sus navajeros de cámara.

Y llegó Feijóo. Sangre fresca gallega para alimentar a los leviatanes de la meseta. Con él, el mito del gallego que oculta celosamente lo que hace en las escaleras, ha trascendido: sube o baja a la vez, o él cree que está en la escalera pero habita el sótano. A día de hoy su desarreglo con la realidad sensible es tal que no pretendo meter cuñas en sus uñas, que tampoco es para tanto. No hay mayor irrealidad que un hombre con el único propósito de aniquilar a otro hombre, derogarlo. En eso está Feijóo. Pero derogando, derogando, parece que cada día le añade medio metro a la estatura de Sánchez. Porque Sánchez es puro realismo. Feijóo es hiperrealismo, un leviatán radioactivo.

Fíjese usted, si no, en ese empeño por decir que cada cosa que hace Sánchez es fruto de un maquiavélico plan para asegurarse en el poder. Como sigue afianzado, habrá que reconocer que lo hace bien, según la propia regla de comparación de Feijóo. Ahora mismo todo el país-patriaunaeindivisible-Estadodelasautonomías coincide en que eso del procés, insensatamente lanzado por guevaristas de barretina y alimentado por madrileños de ruido y furia que quieren que la calle sea suya, o si no echamos bombas nucleares, el procés digo, se está derogando, después de algunas decisiones políticas que eran para que Sánchez siguiera en el poder. Pero no, Feijóo y sus ofendiditos piensan que el procés está más vivo que nunca y que Sánchez es más débil que nunca. Da igual que los de su partido en Catalunya indiquen otra cosa, que a ver si es que van a ser de Bildu. El único acceso a la realidad que tiene Feijóo es ahondar en su propia contradicción. Es lo único que le blinda frente a los voxeros y sus propios arrebatados militantes que sólo de sangre saben. Y así está, dispuesto a pagar con el ridículo todo intento de establecer que la verdad, como la calle antaño, es suya. Mañana será una cosa, pasado otra, tan distintas como iguales.

Y todo por un baño. Malditos imperialistas yanquis.