Cuidado con las apariencias, por Fernando R. Lafuente
THE OBJECTIVE
Fernando R. Lafuente

Cuidado con las apariencias

«Stephen King parece un escritor que por el hecho de haber vendido 400 millones de libros tiene cercado su acceso a los premios para exquisitos literatos»

Lo bueno de la vida
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Cuidado con las apariencias

El escritor Stephen King, en una imagen de archivo. | EFE

Un libro

Holly. Stephen King. Plaza y Janés, Barcelona, 2023. Traducción. Carlos Milla Soler. 624 páginas. 22,70 euros

Sí, cuidado con las apariencias, porque, por ejemplo, Stephen King (Maine, Estados Unidos, 1947) parece un escritor que por el hecho de haber vendido, y se supone que le hayan leído, 400 millones de libros, tiene cercado su acceso a los digamos premios para exquisitos literatos. Sin ir más lejos, Suecia, el Nobel. Y, sin embargo, es un enorme escritor de la estirpe sagrada de los que corrieron la misma suerte que él: Daphne Du Maurier, Somerset Maughan, George Simenon, Stefan Zweig, por no seguir. A los que se les perdona la vida (la obra) porque hayan logrado una audiencia tan leal como apasionada y numerosa. Y no se trata de santificar el nuevo tabú de las audiencias. Los casos citados, y el propio King, van por otro lado. Se podría decir que son best-seller a su pesar, pero lo son, y eso los crucificó a los citados y le crucifica al propio King.

De acuerdo a esto de cuidado con las apariencias conviene recordar el Cuadro de verificación del semiólogo A.J.Greimas. Como aquí no es oportuno reproducir el cuadro, hágase la verificación de la siguiente manera: Verdad= es y parece. Falsedad= no parece, no es. Secreto= es, no parece y Mentira= parece y no es. Por ello, cuidado con las apariencias, porque alguien que ha escrito, por no aludir a una bibliografía descomunal, 23/11/63 es alguien que merece todos los honores académicos que, muchos otros, patéticos e irregulares, reciben. King es y parece.

«Aquí el terror es cotidiano, cercano, lo que hay es lo que se esconde tras las apariencias»

Pero vayamos al libro de esta semana: Holly (Plaza y Janés). Qué novelón, qué historia, qué vértigo en la narración, qué dibujo preciso, conciso, inquietante, complejo de los personajes. Desde la protagonista que da título a la novela, Holly Gibney a la supuesta poeta Olivia Kingsbury; de la madre de Holly, Charlotte Gibney, muerta pero como muchos muertos presente, y bien presente en la novela, a ese matrimonio de distinguidos profesores universitarios, Rodney y Emily Harris (Universidad de Bell, Medio Oeste), dos enloquecidos que parecen ser lo que no son, con su psicopatía desquiciada y desbordante; de Barbara Robinson, la muy joven amiga de Holly a Penny Dhal, la madre desesperada por la desaparición de su hija que pide los servicios de la detective privada Holly Gibney, y tantos, y el dibujo de los desaparecidos, un profesor de literatura, una joven estudiante, y más, un catálogo de víctimas, cada una con unos rasgos tan determinantes, tan minuciosamente trazados que convierten a la trama en un museo contemporáneo de vidas cruzadas y al azar en un daimón maldito y a la lectura delirante de determinadas vías científicas como la puerta al infierno.

Aquí el terror es cotidiano, cercano, nada de parapsicología, ni fenómenos extraordinarios, ni alucinaciones, ni leyendas malditas, nada, aquí lo que hay es lo que se esconde tras las apariencias, lo que se oculta tras cerrar las puertas de una muy distinguida mansión norteamericana en medio de la pandemia, las vacunas, la América desquiciada de Trump, los problemas latentes contra la comunidad afroamericana, el miedo, el terror, este sí, a la vejez. Es una novela soberbia porque su autor fija, con extraordinario acierto, la fotografía de un instante en la jungla de asfalto de una población que contemplada desde lejos parecería, otra vez las apariencias, el paraíso, pequeño, en la tierra de promisión, que alguna vez fueron los Estados Unidos, como si ahí todo lo extraordinario que pudiera pasar fuera el Día de Acción de Gracias y las fiestas navideñas.

Si uno escribiera que esta novela es a la de Truman Capote, A sangre fría (1967), el complemento, más de dos dudarían. Que duden. Pero, lo es. Si A sangre fría es una fotografía de cierta olvidada y desconocida juventud de la América de mitad del siglo pasado, lo que ésta de King es a la vejez (entendida de manera paranoica) a la América de hoy. Nada menos. Porque ese miedo a la vejez provoca los acontecimientos terribles, brutales, criminales que el lector descubrirá a cada paso de la meticulosa, e inteligente, investigación que Holly Gibney desgranará con una atención y astucia implacable.

«Obra singular de un escritor que merece el reconocimiento de los hacedores académicos del Canon»

Oscura, inquietante, melancólica, crítica, el misterio aparece en las primeras páginas, sabemos quienes, lo que no sabemos es por qué, cómo, cuándo y cómo será el desenlace. Thriller, más que terror, horror (el de Marlowe) de contemplar hasta que profundidades puede llegar el mal, o puede enajenarse la sensibilidad (y aquí la grandeza literaria de King) en gentes respetadas, ordenadas, buenos ciudadanos, contribuyentes ejemplares, excelentes profesores. Unos ambientes, unas atmósferas en apariencia (otra vez la apariencia) sumamente confortables que resultan viciadas tras las ventanas. Obra singular, única, de un escritor que merece el pleno reconocimiento de los hacedores académicos del Canon. No tarden.

Una película

Monstruo. Dirección. Hirozaku Koreeda. Interpretación. Soya Kurokawa, Hiragi Hinata, Sakura Ando. Japón. 126 minutos. 2023

Y se presenta como una película de terror y no lo es. Vaya día con las apariencias. Es una obra maestra de un cine que se antoja deslumbrante y que todas las audiencias millonarias que le lleguen no serán porque las pretenda. Pero tampoco es un cine del que se necesite una guía no ya para comprenderlo, sino soportarlo. No, esto es cine en estado puro, quien lo vio, lo sabe. Monstruo de Hirokazu Koreeda (Tokyo, Japón, 1962) es una película desconcertantemente maravillosa, que, además, se marca el lujo de contar con la última banda sonora compuesta por Ryüichi Sakamoto, a quien, in memorian está dedicada la película.

Como es habitual en alguna de sus más logradas filmaciones, por ejemplo, El tercer asesinato, Koreeda muy al estilo del gran Kurosawa, al espectador le presenta la historia desde diversas perspectivas, no se trata de completar el cuadro, se trata de asistir a lo más enrevesado de la complejidad en la que sucede la historia, reaccionan gentes, se contempla la realidad, en suma, desde diversas, distintas y distantes perspectivas de un solo hecho. Monstruos pueden ser los dos niños protagonistas, tildados siempre por los otros; monstruos pueden ser las instituciones, en este caso, educativas, que antes de perder su reputación están dispuestas a soluciones injustas hacia alguien; monstruo puede ser un padre cuyo hijo manifieste una especial sensibilidad. En el cine de Koreeda siempre las víctimas son personajes en el margen.

«Cada uno puede elegir entre el final glorioso o, para los más pesimistas, un final terrible, tristísimo»

Con un final del que, como advirtiera Umberto Eco en su ya clásico ensayo Obra abierta, cada uno puede elegir entre el final feliz o el final glorioso o, para los más pesimistas, un final terrible, tristísimo. Pero nada de destripar una película que contiene una serie de valores éticos y estéticos (no puede ir el uno sin el otro en su cine) descomunales para los parámetros erráticos de una sociedad contemporánea que navega sin rumbo hacia el más desasosegador vacío.

Una taberna

Casa Lucas. Cava Baja, 30. 28005 Madrid. 20-25 euros

Cambiemos ese rumbo, naveguemos hacia los placeres discretos, hacia ese instante en el que uno se marca un homenaje por que sí, porque hoy toca, porque hay que saborear los momentos. Casa Lucas, en plena Cava Baja madrileña, estos días de San Isidro, es uno de esos lugares que uno descubre y allí se instala a ver pasar la vida, las gentes y los disparates (que son legión). Con un pincho de sardinas ahumadas con tomates, o un Mancha (Pisto tibio con huevo frito de codorniz y jamón), o un Madrid (Morcilla de cebolla, piñones y uvas pasas en revuelto con tomate dulce), o sus memorables croquetas de jamón, o los Fardos de calamar y la querida bodega. Y así, y así, pasan las horas, alejados del tumulto ambiente, en buena conversación, cuando, aquí sí, las apariencias responden a lo que son, ni más ni menos. Ojalá que el tiempo se detuviera y le pillara a uno en la barra de Casa Lucas.

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