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La zona de interés

La vaca que no ríe:  efectos del cineasta y límites de la crítica

por Serge Bozon

La mayoría de los textos sobre La zona de interés se centran en su montaje: en la imagen de la vida familiar cotidiana y en el sonido del exterminio en un campo de concentración. A algunos este dispositivo les parece brillante y aterrador; a otros, flojo y despreciable. Yo me adentré en el filme arrastrando los pies, escaldado por la mera idea de un dispositivo. Lo que me sorprendió fue la forma en que la película fue encontrando su propio misterio alejándose del dispositivo inicial a través del cuento y lo documental, entre otras cosas.

Empecemos por el cuento. Ya irritado por la larga imagen en negro que abre la cinta (y el sonido que la acompaña), cuando llegan las tomas de la cámara térmica, pensé: otro efecto opaco y pretencioso. Es más, Glazer ya había empleado el truco de la cámara térmica en Under the Skin. Y no entendía muy bien lo que pasaba. ¿Quién es la joven filmada? ¿Es una de las hijas de la pareja (a la que el padre lee la historia)? ¿Qué hace con el azúcar, luego con las manzanas, luego con la caja de hojalata…? Ni siquiera he conseguido averiguar si es una de las criadas de los Höss, ni si lo es su madre, ni en qué casa vive. Realmente no comprendí nada.  

Al final de la segunda parte del cuento, cuando la imagen vuelve a la normalidad y en los subtítulos leemos el poema de un deportado, ya no entendía lo que pasaba, pero un algo misterioso me inquietó de repente. ¿Qué misterio? Se podría decir que la historia rompe el montaje inicial: a través de la joven, entramos en el campo; a través del poema, oímos las palabras de las víctimas, y no solo sus gritos a lo lejos; a través del cuento, nos alejamos de la oposición entre verdugos (en el campo) y víctimas (fuera de campo), ya que ella no es ni verdugo ni víctima. Pero tampoco sentí eso. No vi ninguna dialéctica. Solo sentí que nacía una nueva abstracción en tiempo real, algo que no esperaba. No me lo esperaba porque es sorprendente que una película tan abstracta tenga otro régimen de abstracción en reserva, uno que no luche contra el primero. ¿Qué sentido tiene crear una segunda abstracción en tiempo real? Cuesta explicarlo. Eso es lo que persigue el filme, creo, y no tiene nada que ver con la banalidad del mal ni con el pésimo libro de Martin Amis, que Glazer adapta a la inversa: en lugar de una gran farsa llena de personajes monstruosos y peripecias espectaculares, se centra en una familia aparentemente corriente a la que no parece ocurrirle gran cosa.

¿Qué busca el cineasta? Para responder, hay que ponerse en su lugar. No quiere contratar a extras famélicos para ponerles un pijama y pedir a otros extras menos famélicos que simulen azotarlos, torturarlos, dispararles y gasearlos. No necesita a Adorno ni a Lanzmann para eso; es un asco artesanal inmediato. Así pues, tiene que encontrar diferentes regímenes de abstracción. El primero es no reconstruir la Shoah; los otros son para hacer que esta no reconstrucción alumbre otra cosa, tan poco figurativa como el rechazo inicial pero menos contenida. De ahí los efectos puramente pictóricos, como el cambio al rojo tras el primer plano de las flores o la invasión de humo blanco en el contrapicado del héroe (el único plano en el que lo vemos en el campo), que sorprendentemente me gustaron. Encontrar unos efectos no figurativos que hagan que la premisa inicial (no mostrar nada, no mostrar nada, no mostrar nada) resuene de otra manera (sin descartarla) ¡no es lo más corriente para un cineasta!

Otro ejemplo, ahora de documental. El protagonista asiste a una recepción nazi. Sale, desciende él solo una gran escalinata y vomita por primera vez. La segunda vez, vislumbramos fulgor blanco en la lejanía que le llama la atención, y ¡un corte! Nos encontramos en el museo de Auschwitz, con tomas documentales de señoras de la limpieza, crematorios y montones de zapatos, y luego de vuelta al héroe. Un amigo cineasta me dice que el ruido (archielaborado) de la aspiradora al moverse es abyecto, pues inevitablemente evoca los trenes de la muerte; que es dudoso comparar la indiferencia pasada de los nazis con la indiferencia actual de los espectadores no nazis que van a Auschwitz como van al Louvre; que es fácil hacer que el héroe esté asqueado al final, pues su vómito no hace sino confirmar el trastorno que ya se estaba produciendo bajo la indiferencia familiar: la abuela que se marcha, la niñera que se emborracha, el bebé que grita, el hijo pequeño que se convierte en un idiota… También me dice que creerse tanto Kubrick como Akerman es el colmo de la pretenciosidad: Kubrick por la combinación de «derroche técnico y crueldad del punto de vista» (una veintena de cámaras ocultas en la casa filmando más o menos continuamente a los actores, atrapados, y miles de horas de diseño de sonido tras un año de investigaciones sonoras del pasado), Akerman por la combinación de «dispositivo doméstico y mirada desnuda» (empezamos fregando los platos y acabamos en el museo). Puede que mi amigo tenga razón, pero yo no vi nada de eso, ni abyección, ni desenvoltura, ni Kubrick, ni Akerman. Estoy seguro de que él pensó más que yo, porque vi el final sin ninguna hacer interpretación, como una vaca: ¿es este el límite del papel del crítico o es abandonarse ante la película? Todo depende de cómo nos sintamos cuando no interpretamos, cuando no tenemos ni idea, cuando no reflexionamos.

Lo que yo tuve fue una sensación de misterio, tan abstracta como dura, que me cogió por sorpresa. Igual que el cuento. Y eso me bastó, igual que me ocurrió con el cuento. No creo que el héroe vomite porque esté asqueado de ser quien es, de lo que hace o de lo que será. No hay nada que entender en ese orden (narrativo) porque el efecto es abstracto. Del mismo modo, no creo que las señoras de la limpieza cuestionen nuestra indiferencia como espectadores de museo o de cine. No hay nada que entender de ese orden (moral) porque el efecto es abstracto. Y así sucesivamente. No hay por qué intentar interpretar. Basta con lo que se siente: una sensación abstracta que, sin poder interpretarla, es aún más escalofriante que el dispositivo inicial. Entonces, ¿qué se le puede responder a quienes no han experimentado un efecto abstracto, duro y misterioso, sino uno artificioso, arbitrario, pretencioso e incluso abyecto?

Los críticos dan testimonio de lo que sienten antes de intentar interpretar o convencer, sobre todo cuando se enfrentan a una película en la que tienen que encontrar la forma idónea para enfrentarse a lo que no se quiere filmar. Aquí no intento responder, convencer ni interpretar, solo trato de proteger una sensación de misterio que me parecía apropiada, ya que poco a poco creí que era así, misteriosamente, como había que estar muerto de miedo, pues el cuento y el documental me permiten no perder pie con la realidad de la historia. No es mucho, pero también podría admitir las limitaciones del crítico ante la abstracción de los efectos del cineasta. «Al fin y al cabo, uno solo puede dar testimonio no tanto para convencer a quien se niega a creer, sino para proteger a quien cree.» (William Blake)

— Artículo publicado en Sofilm 93