De incursores a reyes

Canuto el Grande, el emperador vikingo del norte

Desde tiempos de Harald Diente Azul, los pueblos del norte de Escandinavia unificaron sus naciones y se abrieron paso hacia nuevas tierras, dando forma a un gran imperio que Canuto el Grande heredaría.

Canuto I Rey Inglaterra Vikingo

Canuto I Rey Inglaterra Vikingo

Grabado inglés del siglo XVIII de Canuto el grande o Canuto I, rey de Inglaterra (1016-1035), de Dinamarca (1019-1035) y de Noruega (1028-1035).

Cordon Press / The Granger Collection, New York

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Canuto el Grande, rey danés de Inglaterra, Dinamarca y Noruega asiste en 1027 a la coronación de Conrado II como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

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Durante más de 200 años hemos tenido que soportar que nos llamasen bárbaros, asesinos. Las crónicas anglosajonas se referían a nosotros como wicingas o vikingos. Los “ladrones del mar”, que asaltaban las costas y sembraban el terror entre campesinos, artesanos y monjes, entregados al pillaje y a la violación de sus mujeres. 

Pero hoy, uno de los descendientes de esta estirpe de “saqueadores del norte” se sienta junto a las principales autoridades civiles y de la iglesia, invitado por el emperador a su coronación en Roma. El propio emperador, el papa y los príncipes de Europa me aceptan como un soberano más, que ganó para sí toda Dinamarca y Noruega, cuyos territorios ahora se extienden por occidente hasta la isla de Gran Bretaña.  

Nada mal para los rudos campesinos y marinos de una tierra fría y hostil que ha vivido durante siglos subordinada en los márgenes al norte del Imperio Romano. 

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Desde que en el origen de los tiempos Odín y sus hermanos crearon el Midgard –el hogar del hombre– e insuflaron la vida a Ask y Embla, padres de la humanidad, los antepasados escandinavos llevaron una vida comunal en sus granjas entre escarpados fiordos y espesos bosques.  

Estos pastores y agricultores adaptados a un clima adverso se curtieron como guerreros resistentes y excelentes navegantes que convirtieron sus territorios en pequeños reinos gobernados por caudillos que mandaban temibles expediciones marítimas en busca de riquezas y esclavos que vender o emplear en sus granjas nórdicas. 

Nuestra presencia es constante en Gran Bretaña desde que en 793 tres naves atracaron en la isla de Lindisfarne y de ellas salió un grupo de aguerridos “hombres del norte” que saquearon la abadía, asesinando a los monjes que allí se encontraban o bien llevándolos como esclavos de regreso con ellos.  

A lo largo de las décadas siguientes, las tierras habitadas por los anglosajones fueron el principal objetivo de las incursiones nórdicas, pero ni mucho menos el único. También se sucedieron los ataques en los territorios de los reinos herederos del imperio de Carlomagno y muchas de sus ciudades, como la propia París, atacada y devastada en varias ocasiones. En una muestra de debilidad, Carlos el Simple tuvo que conceder a los normandos el territorio originario del ducado de Normandía. Pocos años antes, una poderosa flota danesa atacó ciudades de Al-Ándalus como Sevilla o Córdoba y cruzó el estrecho de Gibraltar penetrando en el Mediterráneo hasta las costas de Italia. 

No es de extrañar el terror que infundían estos guerreros paganos en las crónicas cristianas. De ahí nacería el término vikingo como sinónimo de pirata, violador y esclavista que durante generaciones hemos debido soportar.  

Gracias a las riquezas obtenidas de todos estos botines y el comercio de esclavos, tanto en Dinamarca como en otros territorios nórdicos se consolidaron los pequeños reinos que poco a poco aglutinaron todo el poder en torno a una sola persona. 

Así se formaron nuestras naciones, como Dinamarca, unificada por mi abuelo Harald Diente Azul, un gobernante poderoso, belicoso y buen líder en la batalla, que había acumulado gran prestigio debido precisamente a la actividad guerrera consustancial en los pueblos nórdicos. Harald tomó una decisión clave, más allá de las conquistas territoriales, para unificar su reino: decidió convertirse al cristianismo y con él a toda su nación. 

Cuenta la leyenda que al comprobar como el monje germano Poppo cogía con las manos un hierro al rojo vivo sin hacer un solo signo de dolor y mantenía sus manos ilesas tras soltarlo Diente Azul reconoció la supremacía de la religión cristiana. No es mi cometido poner en duda la veracidad de las historias de una fe que yo mismo profeso con devoción, pero he de reconocer que la conversión fue algo muy conveniente para el control de un país recién unificado, ya que sus parroquias y obispados actuaron como funcionarios y correa de transmisión de la voluntad regia. 

Las historias cuentan que Harald no era el más devoto cristiano, como la ocasión que decidió no invadir Islandia pues un hechicero pagano le había advertido de que estaba poblada por todo tipo de criaturas monstruosas. Aun así, no dudó en imponer el nuevo credo a sangre y fuego, arrasando las costas de Noruega después de comprobar que su rey su nobleza se habían negado a bautizarse tal y como mi abuelo les había exigido. 

Tras la muerte de mi abuelo en una fratricida guerra civil contra su propio hijo, Svend, mi padre. El reino de Dinamarca fijó su mirada en Gran Bretaña. 

Dividida en reinos que luchaban entre sí o se aliaban unos contra otros, la isla poblada por anglos y sajones siglos antes era un objetivo fácil. Sus fértiles tierras costeras estaban desprotegidas y eran blanco de expediciones noruegas, danesas y suecas desde hacía más de cien años. Muchos caudillos escandinavos tenían bases permanentes que se dedicaban a comerciar, a saquear y a ponerse al servicio de uno y otro bando según la conveniencia (y la retribución económica) en cada caso. 

A las órdenes de mi padre, llamado Barba Ahorquillada por su gran mostacho, que parecía una barba partida, dirigí varias de las expediciones de conquista contra los debilitados reinos ingleses a partir del año mil hasta la caída de Londres. Mi padre y a su muerte yo mismo, nos convertimos en reyes de Inglaterra, completando la labor iniciada por mi abuelo, que puso las bases del gran imperio sin corona del que ahora soy titular. 

Ahora me toca administrar estos extensos territorios como un monarca cristiano más, cuya legitimidad está bendecida por Dios, igual que la de los soberanos europeos con los que ahora me relaciono, y que hace apenas cuatro generaciones tenían a mi pueblo por un atajo de bárbaros piratas. En una mano la cruz adoptada por mi abuelo, pero en la otra la espada que empuñaron antes que yo mis ancestros para someter con mano de hierro los territorios conquistados y asegurar que la legitimidad ganada por las armas sea aceptada en todas estas naciones. 

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