Cine y TV

Fargo T1: Nietzsche, tonos de verde y el escudo de Aquiles (1)

Fargo, temporada 1. Imagen MGM.
Fargo, temporada 1. Imagen MGM.

Introducción: La verdad pasó de moda

«Esta es una historia real», nos miente la primera temporada de Fargo nada más empezar. Emula a su predecesora fílmica, pero no es excusa. Ya en aquella los Coen no se molestaron en aclarar que, pese al encabezamiento, todo lo que estábamos a punto de ver no era más que el producto de una imaginación truculenta y desbordada. Por no molestarse, ni siquiera se molestaron en explicar por qué nos habían dicho esa mentira. Espetado, incluso. Porque ese es el privilegio del comienzo de cualquier historia: marca el tono, esboza el camino, insinúa sus curvas. Los Coen utilizaron esto para contarnos una mentira magistral que resulta hoy, quizá, más efectiva que nunca. Noah Hawley (Nueva York, 1957) lo utilizó veinticuatro años después con análoga función, pero quizá con distinto propósito. Me explico.

Fargo, la película, se estrenó en 1990. Ganó un Óscar por su guion, catapultó a la fama a Frances McDormand (también con su primer Óscar) y popularizó el contraste cromático de la sangre sobre la nieve para tantas películas que estaban por venir. Además, nos mintió de la forma descarada que acabo de referir. En aquel entonces, muchos se devanaron los sesos y devoraron los archivos de bibliotecas intentando encontrar el caso real que, según nos decían los créditos iniciales de la película, esta narraba. Hasta ahí, bien. Pero cuando en 2014 Hawley se erige como showrunner de lo que estaba por ser una serie antológica (en todos los sentidos) y repite la misma mentira palabra por palabra, ¿puede considerarse una mentira? Nadie le reprochó a Pedro que mintiera sobre el lobo a la tercera vez. Simplemente, no le creyeron. Esto sugiere que Hawley, con toda probabilidad, no buscaba engañarnos (aunque lo consiguiera con más de uno). Más bien, remite, al menos al que aquí escribe, a una idea: hay pocas cosas más prosaicas que la verdad. Y de paso, que alguien explique qué es eso.

La verdad, sobre todo en narrativa, puede ser un lastre, y cortar por los dos filos. Una alegoría mixta, pero usted me entiende. Hoy en día, y desde hace tiempo, el cartel «Basado en hechos reales» imprime una suerte de crédito extra a cualquier obra. Abarrota los cines. Llama la atención de los premios. Provoca la escritura de artículos. Pero, como es fácil detectar con una somera navegación por internet y por lo que alguien dio en llamar la historia, ese «basado» es, siendo generosos, excesivo. Las historias reales no existen. Y puede uno aseverarlo tan tranquilo. A Hawley, desde luego, no parece importarle. Más bien, le ve una utilidad contraria: nos advierte de que lo que vamos a ver es una recreación remotamente relacionada con una mentira de hace casi un cuarto de siglo. Es decir, una historia. De esas que se cuentan junto al fuego. O en un iglú, para el caso. Las historias no son responsables de sí mismas (o sí; luego lo hablamos).

Así pues, y entrando en materia, ¿de qué trata Fargo I? En resumidas cuentas, de un pobre vendedor de seguros que usa una parka naranja. Ya puede el lector imaginarse los derroteros por los que transcurre su vida. A esa vida de abusos llega un desconocido salvaje, y uso «salvaje» con mayor literalidad de la que pueda parecer. De ese encuentro se derivan varias consecuencias que tocarán y juntarán a Molly Solverson, una ayudante de policía más inteligente de lo que le conviene, y a Gus Grimly, que no es tan inteligente, pero sí el tipo más honesto que nos hemos cruzado en bastante tiempo. Y ¿qué tiene esto que ver con Nietzsche? Sígame, por favor.

El superhombre en un póster de pececitos

El filósofo con el bigote más célebre de la historia escribió en La genealogía de la moral (1887) que «nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, —¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?» (Nietzsche, 2011b, p. 25). Pues así empieza la historia de Lester Nygaard, vendedor de seguros y no muy orgulloso propietario de una parka naranja. Lester está casado con una mujer a la que no ama, y que, desde luego, tampoco le ama a él. Su vida al completo es un recordatorio del fracaso en el que ha resultado. Claro que él no es capaz de hacer nada al respecto (o eso piensa cuando le conocemos). Ni siquiera consigue arreglar la lavadora que tiene en el sótano emitiendo un traqueteo infernal. Todo empeora porque Pearl, su esposa, le dice, poniendo de ejemplo a su exitoso hermano, que uno crea sus propias victorias. Si es así, Lester no sabe cómo. Sin importar que en su dormitorio haya carteles que rezan: «Todo pasa por una razón» o «Vive la vida que has imaginado».

Y sin importar el póster de pececitos.

Ese póster está en el sótano, junto a la maldita y escandalosa lavadora. Muestra a muchos peces amarillos nadando hacia la izquierda, y a uno rojo, en el centro, nadando en dirección contraria. Enmarcándolos está la pregunta nietzscheana por excelencia: «¿Y si tú tienes razón y ellos se equivocan?». Lester observa esa pregunta a diario, pero no la responde. Tal vez ni siquiera la tome en serio. Pearl, por el contrario, no teme subrayar la decepción que siente para con él, e incluso manifestar arrepentimiento por habérsele unido de porvida. «Me casé con el Nygaard equivocado», le dice al comienzo de la serie, en referencia, una vez más, al hermano exitoso. Y ríe. Solo es una broma, debe pensar Lester, que ríe con ella.

No hace falta mucho más para darse cuenta de que este tipo al que describo, el tal Lester, tendrá que estallar en algún momento. Pues bien, ocurre. Pero no siempre es así. No siempre vive uno a condición de sí mismo, ni mira desde sus propios hombros. Rara vez se libera uno. Ese estado de opresión, de dependencia, de anulación, de falta de criterio, de empobrecimiento existencial, es el principio de la metamorfosis que, según Nietzsche, para los mejores de nosotros culmina en el superhombre. En la que probablemente sea su obra más conocida, Así habló Zaratustra (1883), el filosofo alemán nos describe tres estadios que constituyen el camino hacia la grandeza. El primero, en el que encontramos a Lester, es el del camello:

¿Qué es pesado?, así pregunta el espíritu de carga, y se arrodilla, igual que el camello, y quiere que lo carguen bien.

¿Qué es lo más pesado, héroes?, así pregunta el espíritu de carga, para que yo cargue con ello y mi fortaleza se regocije.

¿Acaso no es: humillarse para hacer daño a la propia soberbia? ¿Hacer brillar la propia tontería para burlarse de la propia sabiduría? […] 

¿O acaso es: amar a quienes nos desprecian y tender la mano al fantasma cuando quiere causarnos miedo?

Con todas estas cosas, las más pesadas de todas, carga el espíritu de carga: semejante al camello que corre al desierto con su carga, así corre él a su desierto (Nietzsche, 1997, p. 53).

«Desierto» es un término adecuado para describir la vida de Lester. Monótono y caluroso, por helado que esté. Y él es un camello que solo carga y carga. No pone una mala cara ni se revuelve. Es dócil incluso cuando se encuentra con un hombre que abusaba de él en el instituto. Hess, se llama el matón, y va con sus dos hijos, que compiten entre sí por ver cuál maximiza el equilibrio entre estupidez y violencia. Hess es zafio e intrínsecamente violento, uno de esos tipos que disfrutan aplastando de adulto a quien hacían bullying de niño. Al ver a Lester, le recuerda que tuvo relaciones sexuales con Pearl años atrás, le humilla y le amenaza. Todo lo soporta Lester, resignado y empequeñecido por la vida, hasta que Hess amaga con golpearlo y él trata de escapar contra un escaparate, partiéndose la nariz. A corte, está en el hospital, y tal es su dolor que ni siquiera puede beber una lata de refresco.

Pero a su lado se sienta el principio del fin. Lester no le conoce, pero los espectadores hemos visto ya un par de rasgos suyos. Aún no sabemos que el desconocido se llama Malvo, pero establezcamos ya su nombre para entendernos. Malvo es diametralmente opuesto a Lester, y más adelante lo corroboraremos. Por ahora, baste con decir que Lester, el camello, incapaz de beber el refresco, se lo cede a Malvo, que lo ingiere de un trago. Imagínese usted el percal. Malvo parece interesado por Lester, y consigue que este confiese el abuso que acaba de sufrir. Otro más de una inmensa lista, y eso contando solo los que le ha infligido Hess. Malvo se sorprende, aunque no demasiado. Sus ojos están vacíos, quizá por haberlo visto todo, quizá por no sentir nada. En cualquier caso, su visión es clara: «En mi experiencia —le dice a Lester—, si deja que un hombre le parta la nariz, la próxima vez le partirá la crisma». Lester, claro está, se horroriza. Que Hess no haría eso, sostiene, aunque débilmente. Su mirada rehúsa la posibilidad. Y a lo largo de la conversación en esa sala de espera de urgencias, el aura de poder de Malvo no hace sino evidenciar aún más la pequeñez de Lester. Tanto que le vemos justificar el comportamiento de Hess. Él es un camello, y como camello seguirá cargando.

Pero entonces Malvo le ofrece algo fuera de todo sistema conocido para este malogrado vendedor de seguros: «Francamente, en su lugar, yo habría matado a ese hombre». Poco le falta a Lester para azorarse, no ante la violencia en sí, sino ante la posibilidad de tomar cartas en cualquier asunto. Termina por contestar que, si tan claro lo ve Malvo, quizá debería él matar a Hess. Entonces llaman a Lester. El médico está listo para verle. Es el momento de irse. Pero antes de que pueda levantarse, Malvo le increpa. Solo una palabra, le pide a modo de confirmación. ¿Le ha pedido matar a Hess? Lester se escandaliza ante la simple idea, pero Malvo no es hombre de escándalo, y le pide una respuesta. O más bien, le pide responsabilidad: «Solo una palabra: sí o no».

Claro que una palabra no es solo una palabra. Las palabras son el tejido mismo de la identidad y estructuran la realidad. A Lester no se le pide un vocablo ni un sonido. Se le pide el primer paso de su transformación. Nos dice Nietzsche: «Fórmula de mi felicidad: un sí, un no, una línea recta, una meta…» (2002, p. 46). Y Lester exclama que sí. Por desesperación, porque la enfermera le mete prisa, porque ese «sí» a la vida le ruge en el pecho y era cuestión de tiempo que lo exclamara. Así se marcha a su consulta, y por lo que le consta, nunca volverá a ver a Malvo. Nada es tan simple, desde luego, y Lester lo descubre al día siguiente en la oficina. Hess ha sido asesinado. Ni idea de quién. Ni idea de por qué. Solo teorías. Elucubraciones que no llevan al desconocido con el que Lester tuvo la conversación más importante de su vida, y desde luego, tampoco al propio Lester.

Podría haber quedado ahí. Pero Lester está abrumado por la responsabilidad, o puede que por la grandeza, por ese poder casi erótico de haber matado a alguien con un . Por supuesto, él aún no está listo para verlo de este modo, así que corre a confrontar a Malvo. Este, tranquilo y confiado, le replica a Lester que, en realidad, es él quien ha matado a Hess. Puede que no lo haya desnucado con un destornillador, pero lo ha enviado al otro barrio con un arma de mayor enjundia: lo que Nietzsche llamaba «voluntad de poder». Malvo le dice a Lester que su problema radica en que ha pasado toda la vida creyendo que había reglas. Pero no las hay, afirma. Quizá el desierto no sea un desierto, parece pensar Lester tras la conversación. Quizá los fracasos no sean eternos. Y quizá, solo quizá, no esté escrito en ningún sitio que tenga que ser un camello toda su vida.

En lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se conquista una presa y ser señor en su propio desierto […] 

Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la victoria. 

¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor ni dios? «Tú debes» se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice «yo quiero» (Nietzsche, 1997, p. 54).

El león al que Nietzsche describe se caracteriza por ser, ante todo, rupturista. Rompe con las tradiciones. Rompe con su trayectoria anterior. Rompe con las reglas. Rompe con cualquier límite. Y también es un ser que aborrece cuanto le rodea, por considerarlo débil e indigno. Y lo primero que Lester aborrece, no lo pierda usted de vista, es a sí mismo. ¿Cuánto lleva ya desperdiciado? ¿Media vida? ¿Más? ¿Cuánto tiempo se le ha escapado entre los dedos por seguir designios ajenos? Pero más importante aún: ¿adónde le ha llevado su buen comportamiento? Hizo lo que se suponía que debía hacer, y solo ha logrado tener el infierno por patio trasero. Ha sido un camello, pero nunca más. Su antiguo abusador ha muerto por su voluntad. Ha muerto porque supo decir . No será nunca más un negador. Nunca será pequeño. Aunque cuidado, nos advierte Nietzsche, porque «es cosa de muy pocos ser independiente: —es un privilegio de los fuertes. Y quien intenta serlo sin tener necesidad, aunque tenga todo el derecho a ello, demuestra que, probablemente, es no sólo fuerte, sino temerario hasta el exceso» (2012, p. 69). La temeridad espera a Lester en casa, en forma de lavadora ruidosa.

No ha logrado arreglarla, y Pearl se ríe de su fracaso. Ahonda en la herida. Una mueca de desprecio por su inutilidad corona una duna de humillaciones en el desierto de Lester. Ojalá hubiera sabido Pearl que Lester ya no reconoce al camello del que ella habla. Y ojalá Lester no se hubiese convertido en león con un martillo en la mano.

Seré breve, porque ya sabe usted adónde va esto: la mata. Lester Nygaard, el perdedor de la parka naranja, asesina a su mujer a martillazos. ¿Es esto de lo que Nietzsche hablaba? Rara vez puede saberse con seguridad de qué hablaba Nietzsche, pero cabe afirmar con bastante seguridad no de matar a gente. No saquemos la filosofía de contexto, que bastante tiene con lo que tiene. Además, de eso se encarga Lester. Dudo que hubiese leído a Nietzsche en el momento de convertirse en un asesino de facto, pero de haberlo hecho, se lo habría tomado al pie de la letra, como los conversos que siguen los textos sagrados hasta las últimas consecuencias. Lester es un león converso. Las reglas ya no se le aplican, y si bien la atrocidad que ha cometido le llena de pánico por un momento, no tarda en recomponerse. ¿Adivina el lector por qué? Bingo: por el póster de pececitos. «¿Y si tú tienes razón y ellos se equivocan»?, pregunta la imagen en la que solo uno se atreve a nadar a contracorriente.

La variación, bien como desviación de la especie (hacia algo superior, más fino, más raro), bien como degeneración y monstruosidad, sale inmediatamente a escena con su plenitud y su magnificencia máximas, el individuo se atreve a ser único y a separarse del resto (Nietzsche, 2012, pp. 281-282).

Lester se ha separado del resto, y ya no volverá. Por más que a continuación, tras una serie de catastróficas desdichas, el jefe de policía le pille con las manos en la masa y proceda a su detención. Por más que Malvo, a quien Lester había llamado tras matar a su mujer para confesar su crimen y pedirle ayuda, se presente en su casa y acabe con la vida del susodicho jefe sin pensarlo dos veces. Por más que, después de esto, se cierna sobre Lester una investigación colosal. Por más que inculpe a su propio hermano, el exitoso, el que al comienzo del episodio le dijo que se avergonzaba de él hasta el punto de decir por ahí que estaba muerto. Por más que, por lo que parece ser una concatenación de milagros, termine quedando libre de todo. Lester ya no volverá a ser un camello.

Como león, ya más hecho a su nueva condición, le encontramos un año después. Se ha peinado el flequillo con gomina de la marca Triunfador (me imagino) y le están dando un premio al vendedor del año. En el discurso de aceptación, usa su «tragedia» para crear un perfil en el que parece encajar a la perfección. Domina cualquier habitación, ha cambiado su postura, ríe a carcajadas y no entre dientes. Se ha vuelto a casar, y esta vez, se ha asegurado de que su nueva esposa le admire y no tenga cabeza para ver mucho más allá de la fachada. La leche, incluso le sientan en un trono literalmente para presidir la cena posterior a la entrega del premio. «Todo el mundo interior, originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando inhibido» (Nietzsche, 2011b, p. 122), porque Lester carece ya de inhibiciones.

Y ojalá las hubiera tenido, porque Nietzsche nos asegura que el estadio del león, por gratificante que resulte, es, sin embargo, incompleto. No debe uno quedarse ahí, porque el león no es el superhombre. El león destruye, ruge, violenta, acapara, pero no construye, ni crea, ni libera ni se independiza. El león solo es tal en la medida en que así se le reconozca. Por eso, cuando Lester, nadando en éxito, ve a Malvo en el bar del hotel donde se aloja, no puede evitar acercarse a él. Nunca sabremos qué le habría dicho si las cosas hubiesen ido de otra manera, pero cabe imaginar que le habría dado la razón: no había reglas. Él ha hecho lo que le ha dado la gana, y ha salido victorioso. Como Malvo, o eso cree él. Porque Malvo no da señal alguna de reconocerle, pese a que Lester insista y le siga hasta el ascensor, a él y a sus cuatro acompañantes a los que Malvo tiene engañados (ya volveremos a eso). Allí, Lester reclama respeto. Le dice que quizá el viejo Lester habría dejado correr esa falta de reverencia al león, pero el nuevo Lester no. Ahí es donde salta la chispa asesina de Malvo, y le hace a nuestro protagonista la misma pregunta que un año antes, en la sala de urgencias: «¿Es esto lo que quiere? Sí o no, Lester».

Lester duda, pero el león siempre cree ser mejor. Sí, dice. Y a continuación, Malvo mata a tiros a sus tres acompañantes. Suelta un chascarrillo y se ríe. Pero Lester no ríe. Lester está lleno de pánico. Tanto es así que golpea a Malvo y huye. El asesino no hace ningún esfuerzo por perseguirle. «Nos vemos, Lester», le grita su silueta desde el ascensor. Y no es una expresión. Irá a por él. Lester vuelve a su habitación, miente a su esposa y juntos vuelven a casa. Debe escapar lo antes posible, y en cualquier caso, antes de que llegue Malvo, que le pisa los talones. Con un falso pretexto, convence a su mujer para irse juntos a Cancún. Originalidad que no falte.

Lester se comporta de forma frenética, y no parece quedar rastro alguno del león que horas antes se sentaba en un trono. Vuelven a ir tras él, vuelve a ser la presa, pero no vuelve a ser un camello. Esto lo vemos en que, cuando va con su esposa a la agencia que ha montado por su cuenta, la manda a ella a buscar los billetes. ¿Por qué? Porque teme que Malvo esté esperándole dentro, agazapado en la oscuridad, para acabar con él. Su vida es la más importante. Así que le tiende a su mujer la trágica parka naranja y la cosa llega al paroxismo cuando le pone la capucha. Si está Malvo, que no la reconozca y que se revele. Y así sucede: a los pocos segundos de entrar su esposa en la tienda, Lester ve desde fuera, escondido en el coche, cómo Malvo sale de entre las sombras y la mata, confundiéndola con él. Ahí va otra, debe pensar, porque no tarda mucho en ponerse en marcha. Si en ese momento le hubiéramos preguntado si no le da nada haber enviado a morir a su pareja, quizá el converso nietzscheano, desde el extremismo falto de entendimiento y sutileza, nos habría contesta que es mejor «no quedar adheridos a ninguna persona: aunque sea la más amada, —toda persona es una cárcel, y también un rincón» (Nietzsche, 2012, p. 84). Para evitar la cárcel y morir en un rincón, Lester prepara su último encuentro con Malvo.

Tras asesinar a la protección policial asignada, Malvo accede a la casa de Lester. Le busca pistola en mano. Registra los rincones con sus ojos huecos con un escáner por pupilas. El asesino oye a Lester en el piso de arriba. Se detiene en el umbral del dormitorio. Al otro lado de la cama, tras la puerta cerrada del baño, Lester habla por teléfono con emergencias, la policía o con quien quiera que hablen en Minnesota en esos casos. Suplica ayuda. Vengan rápido, dice. La puerta no tiene pestillo, asegura. Presa fácil para Malvo.

Y entonces, ¡crac! (sin recursos gráficos, no puedo hacer mejor onomatopeya de una tibia partiéndose por un cepo). Porque sí: era una trampa. El león Lester ha rehusado volver a ser un camello. Si ha sacrificado a dos esposas en el camino, que valga para algo. Fuera de la vista del espectador, había cogido un cepo de caza, de esos que pueden arrancarle de la pata de cuajo al oso que atacó a DiCaprio en aquella película. Malvo suelta un alarido de dolor, y baja la guardia. Entonces se abre la puerta del baño, y quien emerge no es el Lester asustadizo que fingía hablar por teléfono, sino el Lester con gomina marca Triunfador armado, el Lester del trono. Claro que la cabra tira al monte, y aunque le dispara a un Malvo inmovilizado, falla. Va a seguir disparando, pero la pistola no responde, y queda de nuevo a merced del monstruo, que le rompe la nariz (otra vez) lanzándole a la cara el premio que ha ganado y que yacía por el suelo. Al menos, ahora nuestro vendedor de seguros reacciona rápido. Se encierra de nuevo en el baño a tiempo para evitar los disparos. Allí pone a punto su pistola, y espera apuntando a que la puerta se abra.

Pero no se abre. Tras un rato, Lester sale en guardia, listo para confrontar al hombre que le ha convertido en lo que es. No obstante, un reguero de sangre demuestra que se ha ido. Mejor: que ha huido. De él. De Lester. Lester le ha expulsado. Lester le ha vencido. Vemos cómo, henchido de orgullo, paladea su victoria en la puerta de su hogar antes de cerrarla con desparpajo. No han podido con el león.

Ojalá Nietzsche no hubiera seguido escribiendo. Ni Hawley, ya puestos. Porque la obra de ambos continúa. Nietzsche, como mencionaba antes, no considera que el león sea el final del camino, aunque a Lester se lo parezca. Para el filósofo alemán, el superhombre no es el camello, y tampoco el león, sino el niño. El niño es la última transformación. El niño es el que se debe a sí mismo de una manera creativa, y no destructiva. El niño no tiene interés alguno en derrocar los estándares sociales y erigirse por encima de ellos; al niño, simplemente, no le importan. Para el niño, la vida es un juego en el que se ha liberado de las cargas del camello y de las batallas del león. Para el niño no existe tormento. En palabras mejores:

Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño?

Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí (Nietzsche, 1997, p. 55).

Lester dijo sí, y puede que demasiado. Lester fue irresponsable como un león, pero no inteligente como un niño. Lester no pensó que Malvo guardaría un registro de todas sus conversaciones telefónicas, ni que dicho registro se remontaría a quién sabe cuándo. Y desde luego no pensó que la policía encontraría esas cintas (luego veremos cómo), entre las cuales figura, ya se lo imaginará usted, la grabación de cómo él le pedía ayuda tras asesinar a su mujer.

Un fundido a negro nos muestra a Lester dos semanas después, huyendo de las autoridades en una motonieve. Asustado, perseguido y descubierto, nos recuerda a ese vendedor de seguros perdedor, ese camello que fue león, pero que nunca logró convertirse en niño. Hasta aparece envuelto en una parka naranja. Cuando su moto vuelca sobre un lago congelado, Lester huye a pie. No le importa que las autoridades le griten que no es seguro correr por ahí. Y bien sabemos que no le importa el cartel rojo que avisa: «Peligro. Hielo fino».

El antiguo Lester habría tenido miedo y habría obedecido la prohibición. Pero el nuevo ha roto las normas lo bastante como para creer que se pliegan ante él. Que es mayor que la naturaleza misma. Que no le pasará nada. Pongo en boca de Nietzsche que, si Lester hubiese completado su transformación, si hubiera llegado a ser el superhombre, se lo habría pensado mejor. Su tragedia es que llegó al león, pero no al niño. Así que el hielo se quiebra bajo sus pies, y Lester Nygaard se hunde en la muerte.

La escala por la que él se eleva y desciende es inmensa; ha visto, querido y podido más que ningún hombre. Este hombre, el más afirmativo que ha existido, contradice con cada una de sus palabras; en él se han juntado todos los contrarios y han constituido una unidad nueva. Las fuerzas más elevadas y más bajas de la naturaleza humana, lo más dulce, lo más ligero y lo más terrible brota de un solo manantial con una certidumbre inmortal (Nietzsche, 2011a, p. 126).

En efecto, Lester subió y cayó. Las proporciones de ambas cosas fueron inmensas. Pudo más que ninguna persona a la que conociera, al menos, en los términos egoístas del león. Fue afirmativo. Dijo , y salió victorioso. Al menos, durante un tiempo. Pero la voluntad de poder es capaz de cegar a cualquiera, y un pez no puede nadar contracorriente si está metido en un bloque de hielo.

(Continúa aquí)


Bibliografía

Homero (2014), Ilíada. Gredos.

Nietzsche, F. (1997). Así habló Zaratustra. Alianza.

Nietzsche, F. (2002). El crepúsculo de los ídolos. Edaf.

Nietzsche, F. (2011a). Ecce homo. Edimat.

Nietzsche, F. (2011b). La genealogía de la moral. Alianza.

Nietzsche, F. (2012). Más allá del bien y del mal. Alianza.

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18 Comentarios

  1. Wow, me ha encantado la primera parte, así que me quedo esperando la segunda. ¿Habrá más artículos sobre otras temporadas? Creo que hay mucha “tela filosófica” que cortar en Fargo.

    • Pedro Narcob

      ¡Muchas gracias! Sí, el de la segunda temporada está en el horno, y llegará si todo va bien 😊.

  2. ¡Me encantó! Dan ganas de ver la serie otra vez para repasar la transformación de camello a león

  3. Ricardo Esteban

    Muy bueno, espero la segunda parte
    Pero aunque está primera es muy buena, me quedo con la tercera que es una obra mayor

    • Pedro Narcob

      ¡Gracias! De momento estamos trabajando en el de la segunda temporada, pero si la cosa funciona, la tercera es un caramelito.

  4. Por estos artículos leo Jot Down.
    Espléndida unión de series y literatura.
    Deseoso de la continuación.

  5. Diego Lorente Morales

    Frances McDormand,antes de Fargo,ya ganó un Óscar por Arde Mississippi.

    • Pedro Narcob

      Por ‘Arde Mississipi’ estuvo nominada a mejor actriz de reparto, pero no llegó a ganar. El de ‘Fargo’ (1996) fue su primera victoria.
      https://m.imdb.com/name/nm0000531/awards/
      Muchas gracias por la lectura y el comentario 😁.

    • Caveat emptor

      No, no lo ganó. Fue nominada al óscar a la mejor actriz de reparto, pero ese año lo ganó Geena Davis por su papel en «El turista accidental».

  6. Caveat emptor

    No, no lo ganó. Fue nominada al óscar a la mejor actriz de reparto, pero ese año lo ganó Geena Davis por su papel en «El turista accidental».

  7. María M.

    Este artículo me ha parecido una auténtica joya. Dan ganas de volver a ver la temporada para apreciarla de una manera distinta.
    Espero la segunda parte con muchas ganas.

  8. A mí la serie me parece una auténtica gozada. Y el artículo está a su altura.

  9. Pingback: Fargo: Nietzsche, tonos de verde y el escudo de Aquiles (y 2) - Jot Down Cultural Magazine

  10. Qué bien escribes, Pedro!

  11. CacoCharlie

    Muy buen artículo. Voy a tener que ver de nuevo la serie ya que el enfoque será diferente. Genial la forma de redactarlo. Voy a por la 2° parte.

  12. Mari Lola

    Un artículo genial
    Verlo desde otra perspectiva , lo hace más ameno y emocionante
    Gracias Pedro Narcob

  13. Antonio Jesús

    Excelente análisis, Pedro. Me pondré a ver de nuevo Fargo tras la lectura de tu excelso comentario
    Es necesario una pluma ágil y fresca como la tuya.

  14. Tipo de Incognito

    Excelente artículo, dan ganas de volver a ver la primera temporada.

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