La historia nunca antes contada de cómo se resolvió el caso de Lola Chomnalez - EL PAÍS Uruguay

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La historia nunca antes contada de cómo se resolvió el caso de Lola Chomnalez

A casi 10 años del asesinato de Lola, una investigación “descabellada” que por dos años unió el esfuerzo de una científica, un comisario y un juez, en absoluto silencio, encontró al asesino más buscado.

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Caso Lola Chomnalez.
Caso Lola Chomnalez.
Foto: Archivo El País.

Después de haber esperado dos larguísimos años a que llegara este momento, la genetista forense Natalia Sandberg no soportó la presión y se tomó una pastilla para dormir. Se fue a la cama mascullando, “no va a ser él, no va a ser él, no va a ser él”. En realidad Sandberg deseaba con toda su fuerza que pasara lo contrario. Que sonara el teléfono y su superior le dijera que lo habían conseguido, que habían encontrado finalmente al dueño del ADN, que había valido la pena jugarse la carrera ideando una osada metodología científica para encontrar al asesino de Lola Chomnalez.

—Pero yo estaba histérica, tenía una adrenalina que no podía más y me fui a acostar mentalizada en que no iba a ser él, por esa estrategia de mi personalidad de pensar siempre lo peor para que me sorprenda la vida —cuenta la genetista.

Y la vida, a veces, sorprende.

Cuando por fin la llamaron, Sandberg escuchó “lo encontramos” y se puso a gritar y a saltar en la cama. Ya era de madrugada. Después del éxtasis, el somnífero la volvió a tumbar y al otro día cuando se despertó pensó que todo aquello había sido un sueño.

—Digo: “esto no pasó”. ¡Te lo juro! ¡La negación total! “Me lo debo haber imaginado todo”. Y vine a trabajar con miedo, como diciendo: “¿esto pasó o no pasó?”.

Llegó a la Dirección Nacional de Policía Científica y la encontró desierta. Los funcionarios del laboratorio biológico no estaban (porque habían trabajado toda la noche analizando la muestra); los despachos de los jerarcas estaban vacíos (porque estaban en el Ministerio del Interior discutiendo cómo comunicar la noticia). Pero Sandberg no lo sabía y ante tanto silencio se despojó de toda esperanza.

—Bueno, no pasó —se dijo.

Le escribió un mensaje de WhatsApp al comisario Miguel Ríos, en Rocha, su principal aliado en esta “locura”. “¿Sabés qué está pasando?”, le preguntó. Ríos le respondió desde el juzgado, donde acababa de conducir al principal sospecho de matar a Lola, Leonardo David Sena, el hombre que más trabajo le había dado encontrar en 20 años de trayectoria.

Natalia Sandberg.
Natalia Sandberg.
Foto: Leo Mainé.

La noche anterior, Ríos tampoco había dormido bien. A las dos de la madrugada le avisaron que el ADN hallado en las pertenencias ensangrentadas de Lola pertenecía efectivamente a Sena, que ahora tenía nombre y tenía rostro pero apenas una semana atrás era una incógnita, un macabro acertijo que un minúsculo equipo de investigación liderado por él había intentado descifrar rastreando huellas genéticas por medio país, con la tenacidad de un sabueso.

Enterados, Ríos y su equipo no dudaron. En medio de la noche enfilaron hacia la comisaría, fueron al calabozo donde estaba detenido Sena e hicieron guardia del otro lado de la puerta, “cuidándolo” para evitar que en la desesperación de saberse acorralado se quitara la vida.

Aquella noche también fue inolvidable para el juez Juan Giménez. El caso Lola lo desvelaba desde 2017, cuando lo designaron juez letrado del 2° turno de Rocha. En su despacho tenía 1.300 expedientes entre el que estaba el de la adolescente argentina asesinada en la playa de Valizas el 28 de diciembre de 2014 .

Eran 3.000 páginas que Giménez escudriñó en busca de algún indicio, algún cabo suelto, cualquier detalle que hubieran pasado por alto las juezas anteriores de la causa, pero hasta que apareció la arriesgada propuesta de Sandberg —descartando el capítulo de Ángel “El Cachila” Moreira— no había ninguna piola de la que tirar.

Tal vez por eso, cuando le dieron la buena noticia, Giménez reaccionó así:

—La verdad, no sé qué hacer.

No sé qué hacer, dijo.

Pero sabía.

Esa noche de vigilia, una genetista, un comisario y un juez estaban a punto de resolver el homicidio más resonado de la última década. Dos años atrás habían emprendido una búsqueda imposible en el más absoluto hermetismo. Fue una misión secreta en la que estuvieron a punto de darse por vencidos. Y en el último momento probaron una estrategia “descabellada” de la que no esperaban nada y terminó convertida en una proeza.

Unas energías raras.

El Registro Nacional de Huellas Genéticas era un rincón modesto y mal iluminado de un edificio antiguo y mal iluminado donde la Policía desarrollaba sus análisis científicos. Ya no. Ahora el reino de Sandberg —del que no quiere irse “jamás”, a pesar de las ofertas laborales que recibe por su creatividad para resolver el caso Lola—se erige en un edificio ultramoderno, recién estrenado.

Con la noticia de que Sena fue condenado a 27 años y medio de prisión por homicidio muy especialmente agravado, estos pasillos volvieron a convertirse en un desfile de periodistas. Una vez más, el mundo mira a esta científica que creció obsesionada con la serie CSI y se armó una carrera en la genética forense en un país en el que no existía la especialización. Sandberg, sin embargo, sufre con tanta atención.

—Tuve días de dolor de cabeza. Me estalló Instagram, me estalló Facebook y mi celular lo tiene todo el planeta, porque literalmente me están llamando periodistas desde Estados Unidos —dice.

Odia las fotos. Detesta las cámaras. Y prefería dar menos entrevistas. Pero Sandberg es antes que nada una entusiasta y todos sabemos que a los entusiastas les cuesta decir que no.

—Cuando se hizo público que lo habíamos encontrado a Sena, yo no caía. Y bueno, después me llama la madre de Lola. Yo ese día estaba almorzando en la plaza de comidas de un shopping y era tal el quilombo que había de ruidos que no pude hablar porque yo le hablaba y no me escuchaba, y cuando le pude entender se me caían las lágrimas arriba de la comida, casi me viene un ataque.

Padres de Lola Chomnalez.
Padres de Lola Chomnalez.
Foto: Archivo El País.

Adriana Belmonte, la mamá de Lola, dijo que la tenía en la mesita de luz. Sandberg no sabe qué significa esto, pero desde ese momento entabló una relación íntima con la familia. Se reúnen. Se hablan todos los meses. Y fue ella la que terminó avisándoles a los Chomnalez que Sena había sido finalmente condenado, noticia de la que —a pesar de haber sido clave en el desenlace del caso— se enteró viendo el informativo.

Piensa a menudo en cuál es su lugar en esta historia. Sabe que una parte de este asunto empezó con su obsesión por estar creando nuevas metodologías de búsqueda para resolver crímenes impunes, pero también “elige creer” que hubo algo más, “unas energías” que la colocaron a ella y no a alguien más en este camino, y que no le permitieron rendirse.

Fue en marzo de 2020. Se activó un video en YouTube que reproducía una entrevista a los padres de Lola y Sandberg, que tiene un hijo, escuchando a Belmonte pensó en cómo debía ser cargar con semejante dolor y decidió que ella, que dirige la base genética criminal que trabaja todo el tiempo los casos sin resolver, tenía el deber de intentar algo distinto.

—Mi sueño era mirar a los padres y decirles que lo dejamos todo. Cuando llegaban las frustraciones trataba de focalizarme en la mirada de la madre con esos ojos llorosos y como hambrientos de justicia, entonces decía “tengo que seguir a como dé lugar”. Ese fue mi motor, porque quise bajar los brazos 800 veces.

Necesito un cacique.

En 2017, cuando se avecinaba el cambio de Código del Proceso Penal que sacudió a los operadores judiciales, el juez Giménez supo que él seguiría por un buen tiempo atado al viejo sistema inquisitivo, en el que el juez tiene un rol primordial dirigiendo la investigación. Supuso —en ese entonces— que el caso Lola iba a quedar en sus manos. Luego comprobó que tres años después del crimen, no había ninguna pista que lo guiara al culpable.

—Lamentablemente no había nada en el expediente que me dijera “bueno, el siguiente paso es este” —recuerda.

Juez Juan Giménez.
Juez Juan Giménez.
Foto: Francisco Flores.

La investigación había entrado a un estado de meseta. Estaba en manos de un grupo de policías en Montevideo, con cargos más bien jerárquicos y de distintas divisiones: uno era de inteligencia, uno era de hechos complejos, uno era de científica. “Eso generaba problemas porque estaban a 200 kilómetros de Rocha y yo no podía decirles ‘vamos a reunirnos unos minutos’. Y cuando uno está trabajando con temas delicados, el trato por teléfono es una cosa y el trato en directo es otra”, dice el juez.

Giménez necesitaba un cambio radical. Llamó a Claudio Pereyra, jefe de Policía de Rocha en aquel momento, y le planteó su intención de retomar la investigación en el departamento. Le pidió “un cacique”. Pereyra le dijo que su cacique se llamaba Miguel Ríos y que era el mejor jugador que tenía.

El rol de “El Cachila”

Al juez Juan Giménez nunca lo convenció la teoría de que había dos personas involucradas en el asesinato de Lola. Distintos médicos forenses aportaron sus informes, y uno mencionó que de las seis heridas de arma blanca en el cuello una mostraba bordes irregulares, lo que podría indicar más de un arma y más de un atacante. Esta hipótesis fue contrarrestada por otro perito, que opinó que esto demostraba una “escena dinámica”, en la que la víctima se había defendido de una sola arma que podía no estar “perfectamente afilada”. Otra pericia mencionaba que Lola habría caído de rodillas, pero no se constataron lesiones en esta parte del cuerpo. En medio de estos informes, en 2015 una llamada anónima vinculó a Ángel “El Cachila” Moreira con el asesinato: un cuidacoches que vivía en Rivera. Para Giménez, expresó una “declaración oscilante”, que no presentaba “elementos” para condenarlo. Pero por el caso Lola pasaron distintos jueces —incluso Giménez tuvo suplentes, debido a una extensa licencia médica— y fiscales, que tuvieron otras interpretaciones sobre el rol de “El Cachila”. Finalmente, luego de haber sido absuelto por Giménez, la Suprema Corte de Justicia falló en su contra, condenándolo a 8 años de prisión por el delito de encubrimiento de un asesinato.

Ríos tiene hoy 39 años y tres hijos. En diciembre de 2014, cuando mataron a Lola, era uno de los oficiales que buscaba pistas entre las dunas, abrumado por el descomunal despliegue mediático —uruguayo y argentino— que trajo el caso, dolido por las burlas que caían sobre sus colegas rochenses que habían colocado las evidencias —debidamente empaquetadas y sin contaminar— en cajas de banana, ante la mirada altanera de los colegas de Montevideo que eran quienes llevaban adelante la pesquisa. Además, aquel 31 de diciembre, le habían encomendado custodiar a Hernán Tuzinkevich, la pareja de la madrina de Lola.

Pero eso ya había pasado.

Designado por Giménez para reabrir la investigación en Rocha, Ríos formó un equipo para el que seleccionó a tres policías de su confianza, con experiencia, “ganas de trabajar” y capaces de mantener la tarea en secreto. Después se reunió con Sandberg en Montevideo, que le dio una clase exprés de genética y le enseñó a tomar muestras de la mucosa yugal.

Fue un flechazo.

El entusiasmo eléctrico de la genetista y la serenidad pujante de Ríos se complementaban. Luego Ríos le comunicó al juez la estrategia propuesta y Giménez, que buscaba “un encare novedoso”, dio el aval para que usaran la muestra guardada —“cuyo riesgo era que se consumiera, porque la evidencia es finita”, explica el juez— y así probar este “manotazo de ahogado” que, al final, resolvió el caso.

La aguja en el pajar.

En el pequeño escuadrón de Ríos se asentó un sentimiento parecido a la rebeldía. Sospechaban que, si la hipótesis de la genetista realmente le hubiera importado a la cúpula policial, le hubieran asignado la misión a los de Montevideo. “Esperaban pocos avances y por eso nos la dieron a los loquitos de Rocha”, dice una fuente.

Pero Ríos es un optimista y todos sabemos que a los optimistas les gusta ver las oportunidades, tal vez por eso parte del incentivo fue limpiar la imagen de sus colegas. Resolver ellos mismos el caso tenía sabor a revancha.

En Montevideo, la genetista le mostró su trabajo. Lo llevó a la habitación donde guardan la base genética criminal que crece cada día —hoy lo componen unas 98.000 muestras—, que no tiene nombres sino códigos alfanuméricos marcados en las espátulas que contienen las muestras.

De cada muestra se obtiene un perfil genético que, desde 2014, se comparan a diario con los rastros de ADN obtenidos en los casos sin resolver. Cuando el software detecta una coincidencia, se reporta el match. El ADN no miente. Con este método, Uruguay logró resolver casi la mitad de los casos abiertos (2.400).

Durante muchos años, y a pedido de la familia de Lola, mediante la intervención de los abogados Jorge Barrera y Juan Williman, la constancia de este chequeo mantenía viva la ilusión de hallar al asesino, confiando en un principio que dice que quien delinquió una vez lo hará de nuevo. Pero lo cierto es que el dueño del ADN en el crimen de Lola no aparecía.

Sandberg planteó entonces “darle otra funcionalidad al software”, saliendo de la búsqueda tradicional y buscando en la base genética criminal si surgía alguien con un vínculo de parentesco cercano con el del perfil que hallaron en la evidencia.

Nadie antes lo había intentado, le dijeron sus colegas extranjeros. Pero, ante una investigación sin rumbo, ¿qué había para perder? Y la alentaron. Sandberg pasó días revisando las posibilidades del software y haciendo cálculos estadísticos hasta que le propuso a su superior arriesgarse con “la hipótesis de una loca”.

Lola Chomnalez.
Lola Chomnalez.

Le explicó: en el caso de los hombres, el patrón genético del cromosoma “Y” se hereda por la patrilinea.

—Buscábamos algún hermano que compartiera padre con el que dejó la evidencia; algún tío hermano del padre del que dejó la evidencia; algún padre del que dejó la evidencia; algún abuelo del que dejó la evidencia o algún hijo, o sea: todos los que compartían la patrilinea.

El software arrojó dos coincidencias. Sandberg le pasó a Ríos los dos códigos. Su tarea era hallar a esas personas, tomarles una muestra de mucosa yugal y contactar al resto de los hombres de su familia, a los que también debía tomarles una muestra de forma voluntaria, porque —explica el juez Giménez— “nadie está obligado a producir prueba en su contra”.

Uno era oriundo de Treinta y Tres y el otro de Durazno. “Son dos personas que no tenían trato entre sí, que genéticamente tienen un parentesco y ni lo saben”, cuenta un investigador.

El comisario fragmentó al equipo entre Treinta y Tres y Durazno. Debían ser “astutos” para moverse sin llamar la atención de la prensa ni referirse al caso Lola. El truco era empatizar. Decirles que investigaban “un caso importante” y que a nivel genético tenían algún tipo de relación no cercana con el posible culpable. El problema fue que las dos personas tenían familias, digámosles, “heterogéneas”.

Algunos hijos desconocían quiénes eran sus padres y algunos padres creían que determinadas personas eran sus hijos, pero luego el ADN descartaba ese vínculo. Ubicarlos a todos les llevó dos años y miles de kilómetros recorridos.

—Fue muy complejo. Vivimos de todo. Uno de estos hombres pensó que queríamos la muestra por un tema de paternidad, cuando llegamos la mujer estaba afuera en el auto y era el día de su cumpleaños, y nos decía, “¡me mata, me mata mi mujer!” — dice una fuente.

Ríos, invencible, se aferró a la tarea y reunió por lo menos 10 muestras. Pero no había coincidencias. Finalmente, temió lo peor. La llamó a Sandberg:

—Mirá Natalia, ya no nos está quedando piedra por levantar —le dijo.

Yo a vos te conozco.

En el despacho de Sandberg hay una placa que dice algo así como “quien ama lo que hace está condenado al éxito”. Se la obsequió el equipo de Ríos, junto a un perfume, cuando celebraron su hazaña.

Pero para eso falta.

Tras la advertencia de Ríos vino el derrumbe. La primera línea de investigación había fracasado. Ese fue un día gris.

—Me senté y dije “no puedo morir en la orilla”. Si bien los padres no sabían nada de la investigación, yo decía “no puedo haber dedicado dos años y no darles nada, algo tengo que hacer”.

En realidad los Chomnalez habían leído sobre el crimen de la adolescente italiana Yara Gambirasio, que se había resuelto aplicando un método similar al que desarrolló Sandberg. Y le habían planteado al exfiscal de Corte interino Juan Gómez replicarlo, sin imaginar que de forma confidencial ya se estaba recorriendo el mismo camino.

Sandberg no aceptó la derrota y estudió pestaña por pestaña del software. Revisó el manual de atrás para adelante. Y se le ocurrió otra hipótesis, “completamente más descabellada”. Ir al perfil genético que se llama autosómico, que es como el código de barras de cada persona, “la información que heredamos mitad de madre y mitad de padre”, y en base a ese perfil genético de autosómicos hipotetizar sobre relaciones familiares más distantes. Con este método, el software arrojó que podía haber un medio hermano materno.

Los padres de Lola Chomnalez junto al abogado Juan Williman.
Los padres de Lola Chomnalez junto al abogado Juan Williman.
Foto: Francisco Flores.

Así empezó la segunda línea de investigación. Ríos recibió el código. El hombre estaba preso. Estudió las visitas y halló un nombre que podía ser el de la madre que buscaban. En el Sistema de Gestión de Seguridad dieron con su dirección, en Maldonado, y hasta allá fueron.

—La mujer contó que era madre de 11 hijos, y que de los hombres había como dos o tres que estaban presos, uno que había desaparecido y que había uno que lo había dado cuando tenía pocos meses de nacido a una familia de Rocha.

Lo llamó Leonardo.

Con el nombre, el apellido de la familia adoptiva y la fecha de nacimiento los investigadores, filtrando información, dieron con un tal Leonado David Sena que tenía antecedentes por violación (2009) y por lesiones (2006).

Un rato después, descubrieron que Sena acababa de denunciar un hurto en el Chuy: tenían su domicilio. El juez recibió la llamada de Ríos, que le dijo:

—Tengo una corazonada.

Y entonces, lo que sigue, sucedió en apenas una semana.

La muestra de la mujer confirmó que era la madre del dueño del famoso ADN. Giménez pidió el allanamiento de la casa de Sena. Se hizo el 18 de mayo de 2022, el día del cumpleaños de Ríos, que le había jurado al juez “por lo más sagrado” que iba a ser cauteloso para evitar que Sena se enterara de que estaba en la mira y se fugara.

Lo sorprendieron al amanecer, en una casa humilde de un barrio humilde del Chuy. Todavía dormía. Acababa de mudarse con una mujer a la que había conocido por Facebook y se había venido desde otro departamento junto a sus tres hijos pequeños.

Sena se negó a darles la muestra. Ríos, entonces, se las ingenió. Buscó a un niño y le preguntó cómo se cepillaba los dientes. “Este cepillo es de mamá, este lo usamos con mis hermanos y este no lo toca nadie porque es de mi padrastro”, le dijo.

Además del cepillo, la Policía se llevó un calzoncillo, un inhalador y el mate. El juez pidió su detención y Sena marchó con Ríos rumbo a Rocha.

—Yo te conozco —le dijo Sena al comisario—, te vi en mi trabajo anterior.

Desde el calabozo les pedía consejos. Tenía vergüenza, les dijo. “¿Qué hago? ¿Qué digo?”, les preguntaba. Esa noche analizaron su muestra y en la madrugada llegó el resultado. Una genetista, un comisario y un juez se despertaron en medio de la noche con la misma noticia: habían encontrado al asesino.

Ahora el juez Giménez debía “armar el rompecabezas con todas las pruebas” y hacer las preguntas clave para que respondiera cómo llegó su sangre ahí.

Giménez tomó la hora del almuerzo indicada por la madrina y su esposo —que habían recibido a Lola en Valizas—, luego el momento en que la adolescente salió a caminar por la playa hacia Aguas Dulces, y el lapso en que Sena reconoció que había bajado a la playa durante un corte de su jornada laboral. “La forense analizó el contenido del estómago y por el proceso digestivo determinó un margen horario en que murió”, dice el juez.

Luego está el asunto de la mochila, “que permaneció con Lola hasta su muerte” y que Sena dice haber encontrado en otro lugar y revisado sin haber visto a la joven. Declaró haber tomado el dinero del monedero, dejando su sangre fruto de una herida que se habría hecho antes en el trabajo. “Esa sangre es de Sena, no puede haber otra conclusión que no sea que Sena atacó a Lola, porque si no, ¿cómo está lastimado?, ¿cómo su sangre mezclada con la de Lola llegó al DNI de ella?”, rebate el juez.

Sena no confesó. “Yo no maté a esa chiquilina, yo no mato ni una mosca”, se defendió. No dijo qué fue lo que pasó. Ni cómo fueron los últimos momentos de Lola. Ni qué arma uso para herirla.

Dice el juez:

—Muchas veces los reclusos terminan confesando lo que hicieron tiempo después, a otros presos o a otro juez, pero hay casos en los que siguen diciendo toda su vida que no fueron ellos. Se convencen de su inocencia, porque es la forma que tienen para lidiar con su familia.

—¿Por qué cree que no confesó?

—Está en el ser humano el no reconocer. Hemos crecido diciendo “yo no fui” desde que somos niños.

—Pero después crecemos y llega el remordimiento.

—A veces llega. Y otras veces no.

La ley que cambió todo

En 2011 se aprobó la ley 18.849, que creó el Registro Nacional de Huellas Genéticas. La genetista forense Natalia Sandberg formó parte del equipo que diseñó esta norma y en los años 2012 y 2013 se dedicó a recorrer las cárceles tomando las muestras de mucosa yugal de todas las personas presas. La medida se amplió también a quienes cometen faltas y a los menores que delinquen, nutriendo así una gran base de datos de genética criminal, que comenzó a funcionar en 2014, cuando el FBI donó el software CoDIS para comparar los perfiles genéticos extraídos de esas muestras con la evidencia genética recogida en una escena del crimen. Hoy el registro contiene 98.000 muestras. La confrontación se hace a diario y resolvió más del 50% de 2.400 casos impunes.

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