República Democrática del Congo: el conflicto interminable

República Democrática del Congo: el conflicto interminable

 A pesar de los miles de millones de dólares y euros provenientes de ayudas internacionales y a la mayor misión de construcción de la paz de Naciones Unidas (MONUSCO), el conflicto ha persistido durante décadas hasta hoy en día
© PMA/Michael Castofas Madres desplazadas y mujeres embarazadas buscan ayuda del PMA en un campo de refugiados de Kivu Norte, en el este de la R.D. Congo
Madres desplazadas y mujeres embarazadas buscan ayuda del PMA en un campo de refugiados de Kivu Norte, en el este de la R.D. Congo - © PMA/Michael Castofas
  1. Introducción y antecedentes del conflicto
  2. Razones de la persistencia del conflicto
  3. La naturaleza compleja de la rebelión y el papel de Ruanda
  4. El nuevo acuerdo de paz de 2002 y la primera metamorfosis del conflicto
  5. Del CNDP al M23 y la segunda metamorfosis del conflicto
  6. Conclusiones y perspectiva

Este documento es copia del original que ha sido publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos en el siguiente enlace.

La República Democrática del Congo (RDC), ha venido sufriendo la plaga de los conflictos armados al menos desde 1996. El acuerdo de paz de 2002 no consiguió finalizar el conflicto, que acabó convirtiéndose en una violencia fragmentada y deslavazada, confinada en su mayor parte en la región de los Kivu, en el este, con una gran proliferación de grupos armados. A pesar de los miles de millones de dólares y euros provenientes de ayudas internacionales y a la mayor misión de construcción de la paz de Naciones Unidas (MONUSCO), el conflicto ha persistido durante décadas hasta hoy en día. Mientras muchos seres humanos sufren las consecuencias, el conflicto ha favorecido la aparición de una clase social y una casta militar, privilegiadas y minoritarias, para las que el conflicto se ha convertido en una fuente de beneficio y forma de vida. En el presente estudio se pretende profundizar en las causas de todo ello.

Introducción y antecedentes del conflicto

La República Democrática del Congo (RDC), un país de las dimensiones equivalentes a las de Europa Occidental (ver mapa 1), ha venido sufriendo la plaga de los conflictos armados al menos desde 1996. Mientras que la movilización (a veces pacífica, a veces violenta) fue un vehículo de emancipación, la joven democracia finalizó bruscamente tras el asesinato de Patrice Lumumba en enero de 1961, tras el golpe de Estado y posterior dictadura de Mobutu. Las dinámicas socioeconómicas y étnicas que tuvieron lugar durante la llamada pax mobutensis y su posterior declive sentaron las bases para la rebelión armada, que emergió en el este del Congo en 1993.

La primera guerra del Congo (1996-1997) hizo que una coalición de Estados vecinos se aliaran para derrocar a Mobuto Sese Seko tras treinta y dos años de dictadura. La llegada de su sucesor, Laurent-Désiré Kabila, apoyado por sus aliados extranjeros, provocó la denominada segunda guerra del Congo, que duró desde 1998 hasta junio de 2003.

Bajo el liderazgo de Sudáfrica y con la contribución de Naciones Unidas y la Unión Africana, en 2002 se acordó una paz (Acuerdo Global e Inclusivo1) que quiso integrar a todos los beligerantes en un Ejército nacional y aunar a sus líderes en un Gobierno transitorio. Se aprobó una nueva constitución y en 2006 se llevaron a cabo las primeras elecciones democráticas en cuarenta años. Estas elecciones estuvieron apoyadas por una misión de la Unión Europea (EUFOR RD CONGO)2 en la que las tropas españolas jugaron un papel destacado para asegurar la paz en Kinsasa, la capital (Europa Press, 2006). Sin embargo, el acuerdo de paz no finalizó el conflicto (por razones que veremos más adelante) y este se convirtió en una violencia fragmentada y deslavazada, confinada en su mayor parte en la región de los Kivu, en el este (ver mapa 2).

Aunque el conflicto se ha interpretado muchas veces en términos étnicos, gran parte del ímpetu que recibió provino (y sigue proviniendo) de las masas de campesinos y jóvenes desposeídos de medios de subsistencia y esperanza de futuro, que buscan una salida a través de la violencia armada.

Resulta curioso que la primera y la segunda guerras recibieran amplia cobertura y atención internacional, mientras que la situación actual apenas suscita interés. Las razones de ello residen en que el conflicto no parece amenazar centros urbanos de importancia y se caracteriza por la participación de un complejo, variable y desconocido número de grupos que luchan por una gran variedad de motivos, lo que resulta difícil de comprender para la mayoría de las organizaciones, periodistas, activistas y analistas, quienes a menudo se refieren a la RDC como un Estado inviable. Parece que la comunidad internacional está más preocupada por la conservación de los gorilas afectados por el conflicto que por los seres humanos que lo sufren.

El conflicto ha favorecido la emergencia de una clase social y una casta militar privilegiadas y minoritarias. Para ellas, este conflicto se ha convertido en una fuente de beneficio y forma de vida y, por lo tanto, incentivan que la violencia se perpetúe. Un conflicto periférico para el Gobierno central, pero que para muchos combatientes es su forma de vida. Así, se podría afirmar que el conflicto se ha convertido en un fin por sí mismo.

Mientras la ayuda exterior (los donantes, diplomáticos, políticos y militares) se afanan por proporcionar ayuda a los millones de personas que la precisan, impidiendo así que el Estado congoleño colapse, sus esfuerzos resultan incapaces de forjar un cambio transformador en este. De hecho, un análisis de la violencia revela que tiene sus picos y sus valles (ver figura 1), lo que sugiere que el conflicto está sujeto a factores que producen cambios. Además, existe una gran variación geográfica en la violencia, ya que mientras en la región de Kivu esta ha escalado desde 2007, en la provincia de Ituri, donde previamente se habían presenciado algunas de las escenas más sangrientas de todo el país, descendió y, con ello, también disminuyó el número de desplazados, de quinientos mil en 2003 a ciento cuarenta y seis mil en 2015 (Stearns, 2021).

La mayoría de las variables que invocan los académicos para explicar por qué los conflictos perduran (pobreza, debilidad estatal, conflicto étnico, ausencia de fuerzas de paz, abundancia de recursos naturales, exclusión socioeconómica y/o política, injerencia de Estados y actores externos …) afligen a la región este del Congo y, desgraciadamente, no han cambiado durante los últimos veinticinco años (Cederman et al., 2010).

Razones de la persistencia del conflicto

Así pues, es lógico que nos preguntemos: ¿qué es lo que hace que el conflicto persista en el este de la RDC? Una primera aproximación es que las relaciones entre los grupos humanos, cada uno con su propia interpretación de su contexto social y político, se ven afectados por acuerdos de paz fallidos que impulsan a antiguos beligerantes otra vez a la guerra. Esto se debe asimismo a procesos defectuosos e incompletos de desmovilización, desarme e integración de combatientes que, a su vez, crean nuevos grupos armados liderados por desertores. También contribuyen a esto los procesos electorales, que crean incentivos para que los políticos se alíen con grupos armados (Stearns, 2021). Todo ello es propiciado por un Estado débil y una cultura política que lleva considerando durante décadas la violencia como un medio aceptable de obtener el poder y los recursos que este garantiza, aunque sea a un nivel geográfico relativamente limitado.

Todas las dinámicas citadas anteriormente ya estaban en marcha en cierta forma antes de la denominada (no sin cierta hipocresía) transición democrática que llevó al poder a Joseph Kabila (hijo de Laurent) en 2009 con el beneplácito de la comunidad internacional, incluida la Unión Europea. Sin embargo, estas dinámicas se acentuaron con el nuevo dirigente, que permitió que la misma élite se atrincherara en la pirámide socioeconómica, resistiendo cualquier intento de transparencia y rendición de cuentas democrático. El problema fue que dicha transición desfavoreció a uno de los beligerantes más fuertes, el «Rassamblement Congolais pour la Démocratie» (RCD), apoyado por Ruanda. Estos dos hechos coadyuvaron para provocar una nueva insurgencia, la del «Congrés National pour la Défense du Peuple» (CNDP) que, heredero del anterior, provocó a su vez movilizaciones armadas en contra y a favor con el consiguiente surgimiento de docenas de otros grupos armados.

Por su parte, donantes y actores foráneos fueron incapaces de transformar dichas dinámicas. Desde 1999, momento en el que el proceso de paz comenzó oficialmente, la ONU ha puesto en funcionamiento dos misiones (MONUC y su sucesora MONUSCO) que, de hecho, son de las más numerosas y caras de las llevadas a cabo por la misma, ya que han requerido, solo de los donantes, alrededor de 48 000 M $ hasta 2021 (DI, 2021). Aun así, los resultados no han sido satisfactorios. A pesar de que los esfuerzos internacionales consiguieron forjar el acuerdo de paz de 2002, que reunificó el país y estableció nuevas instituciones democráticas, no pudieron impedir que, desde 2006, el conflicto se transformara en uno más amorfo y fracturado.

Una de las razones es sin duda el énfasis que los actores externos (diplomáticos, donantes y organizaciones internacionales) pusieron en el modelo occidental liberal de mantenimiento de la paz, especialmente en la creación de instituciones democráticas y la liberación de la economía. Esto permitió que el poder real siguiera residiendo en redes paralelas e informales de clientelismo y cooptación, prácticamente inmunes al control de dichas instituciones. El Gobierno, por su parte, demostró poco interés en crear instituciones fuertes e imparciales, ya que estaba más interesado en la venta y la depredación de los activos del Estado que en el proceso democrático y liberal, y puso en marcha fundamentalmente concesiones mineras. Esto provocó un flujo masivo de dinero proveniente de corporaciones multinacionales hacia las élites gobernantes , proceso que fue impulsado y regido en parte por el Banco Mundial, con escasa crítica por parte de los donantes. El efecto final fue que las élites congoleñas se atrincheraron y se blindaron en Kinsasa y en las capitales de las provincias, totalmente opacas a cualquier rendición de cuentas e indiferentes a la violencia en el este que no amenazaba su posición.

Es por ello por lo que, tras las elecciones de 2006, los donantes priorizaron el fortalecimiento de las instituciones gubernamentales con el objetivo de extender y aumentar la autoridad del Estado, tal y como contemplaba el mandato de la misión de paz de la ONU3. Militares belgas, estadounidenses, franceses y sudafricanos empezaron a entrenar el ejército congoleño, el Banco Mundial lanzó una reforma de la administración y varios donantes pusieron en marcha un plan de estabilización en el este que contemplaba la construcción de carreteras, oficinas administrativas, cortes penales y prisiones. Sin embargo, este enfoque occidental infravaloró el grado de debilidad del Estado y el nivel de corrupción de políticos y militares. El Gobierno congoleño no mostró interés por fortalecer sus instituciones ni por acabar con la guerra periférica que, a miles de kilómetros de distancia, en ningún caso amenazaba la capital. Por ello, siguió favoreciendo el mantenimiento de redes clientelares y de poder, tanto civiles como militares, algunas de las cuales estaban ligadas a oponentes armados. Todo ello a costa de la seguridad de sus ciudadanos en dichas regiones. Los donantes no entendieron que el desafío no consistía tanto en incrementar la eficiencia administrativa o promover el libre mercado como en hacer al poder responsable, de modo que rindiera cuentas de su actuación, y desmantelar las redes clientelares extraoficiales. Por lo tanto, el problema es más la centralidad de una cultura política corrupta de depredación y de impunidad en la no rendición de cuentas que el desarrollo liberal socioeconómico.

Por otro lado, los donantes y las organizaciones internacionales han ignorado el papel jugado por Ruanda en el este de la RDC, algo de la máxima importancia a la hora de entender la inestabilidad y la violencia en dicha región. De hecho, no han faltado voces que no solo negaban la implicación del Frente Patriótico Ruandés (RPF, por sus siglas en inglés), partido político hegemónico en Kigali, sino que incluso afirmaban que su interés era mantener el este del Congo estable y pacífico o que, directamente, justificaban su intervención por razones de seguridad (Garrison, 2020). No obstante, Ruanda jugó un papel fundamental en la creación del RCD, el CNDP y el M23 (Mouvement du 23 Mars) y sus rebeliones en 2006 y 2012, lo que minó de manera decisiva la estabilidad y la paz de su vecino congoleño.

La naturaleza compleja de la rebelión y el papel de Ruanda

Conviene insistir en que la mayor parte del poder en la RDC y de los beneficios económicos del mismo reside y se reparte a través de redes extraoficiales clientelares, fuera de las instituciones formales y a menudo en flagrante violación de la legalidad. Esto es así desde su independencia (Reno, 1990).

Los intereses y las motivaciones de las élites con respecto al conflicto parecen marcadas por la involución, es decir, reproducen e intensifican modelos preexistentes de violencia, a pesar del coste de esta para la población local e incluso cuando una situación diferente sería más beneficiosa para dichas oligarquías. Una mayor seguridad permitiría un crecimiento económico, lo que favorecería obtener más beneficios económicos de la situación. Sin embargo, la asimilación de que la violencia es el estado normal preconfigura la mentalidad de estas. Ello explica la apatía de militares y políticos en Kinsasa hacia la sangría que afecta a millones en el este, ya que algunos de ellos obtienen beneficios directos de la misma. Este desinterés ha favorecido la fragmentación del conflicto, en el que, de una docena de grupos insurgentes en 2008 se ha pasado a más de ciento treinta en la actualidad4. Esta fragmentación, si bien ha convertido la rebelión en algo apenas amenazante para el Gobierno central, lo ha hecho mucho más devastador para la población local y mucho más difícil de tratar al multiplicarse de manera exponencial los líderes y los intereses.

Al mismo tiempo, mientras cientos de miles de combatientes se han sumergido en un ciclo constante de transición de grupos armados a fuerzas de seguridad y viceversa (motivado por las desmovilizaciones fallidas), ha emergido entre ellos una nueva élite de empresarios de la violencia, a la que podríamos denominar burguesía militar. Estos, gracias a sus fuerzas militares, controlan amplios sectores de la economía en el este de la RDC y mantienen fuertes lazos con determinadas élites políticas, lo que les permite beneficiarse mutuamente de la situación de inestabilidad y violencia. Una perversa simbiosis de beligerantes y políticos gubernamentales y opositores.

Así, para entender por qué el conflicto congoleño es tan persistente, necesitamos ser conscientes de los lazos entre beligerantes y otros grupos sociales así como de los intereses e identidades de los actores principales en el mismo, incluido el Estado. Baste decir que, durante los pasados sesenta años, aunque la RDC ha visto un cambio constante de los protagonistas, se ha dado una persistencia en las reacciones violentas y en las rebeliones armadas que han tenido lugar (ver tablas de indicadores y cronología del conflicto al final).

La regionalización de la guerra desde 1996, momento de la creación del AFDL (la Alliance des Forces Démocratiques pour la Libération du Congo-Zaïre, una coalición creada por Uganda y Ruanda y liderada por Laurent-Désiré Kabila), contribuyó a crear una clase militar que, acostumbrada desde la infancia a la violencia y separados de las referencias de autoridad, familia, tradición y aldea, se fueron consolidando como «empresarios de la guerra». Por su parte, el poder central en Kinsasa desarrolló progresivamente un interés por cultivar la violencia y el desorden en la periferia este del Estado como forma de dividir a la oposición y cooptar las fuerzas de seguridad (primera metamorfosis del conflicto). Esta situación evolucionó y ahora son los beligerantes los que están interesados en perpetuar este sistema de violencia como forma de vida (segunda metamorfosis).

De esta manera, la evolución hasta 2002 sentó las bases para implantar unas dinámicas en el conflicto cuya raíz se encuentra en la naturaleza misma del Estado, en el que la violencia no es un medio, sino un fin en sí misma. De ahí que los intentos por buscar una solución basada únicamente en un acuerdo pacífico entre las partes (el Gobierno y los grupos armados rebeldes) no consiguiera acabar con la lucha. Un acuerdo así logrado tan solo transformó el conflicto, pero no lo consiguió erradicar.

El nuevo acuerdo de paz de 2002 y la primera metamorfosis del conflicto

El Acuerdo de Paz Global e Inclusivo de 2002, lejos de iniciar un periodo de paz, democracia y estabilidad, fue el comienzo de una nueva escalada, si bien metamorfoseada en una nueva forma: una forma híbrida de no-paz y no-guerra con un nivel de violencia similar al de la sangrienta guerra anterior (la segunda guerra del Congo).

Al principio, la paz de 2002 fue un periodo de optimismo en el que la intervención exterior para solucionar la guerra endémica alcanzó su máximo nivel. Se aprobó una nueva Constitución, se crearon instituciones democráticas (una comisión electoral, un auditor general del Estado, un organismo de regulación de la prensa, un observatorio de derechos humanos y una comisión anticorrupción), se descentralizó el poder hacia las provincias y se inauguró la Tercera República con una asamblea nacional y otras provinciales. El proceso de paz fomentó que los donantes e inversores, así como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, proporcionaran nueva financiación5. Todo parecía evidenciar que el modelo de construcción de paz liberal, que animaba a todos los beligerantes a unirse al Gobierno transitorio y a integrarse en el nuevo Ejército nacional (situación en la que todos ganarían poder y tendrían garantizados medios económicos atractivos) se estaba imponiendo y convencería a los reticentes a no volver a las incomodidades y sinsabores de la jungla (en un país donde el 94 % de la población ganaba menos de dos dólares al día, donde el salario mensual de un ministro era de cuatro mil al mes y algunos directores de compañías estatales podían ganar hasta veinticinco mil al año, donde las oportunidades para enriquecimiento ilícito eran enormes) (Stearns, 2021). Esta situación contribuyó a disminuir drásticamente en número de desplazados internos y de muertes por violencia (Coghian, 2006), y redujo a una docena los grupos armados que permanecieron activos en el este.

Sin embargo, en 2006, algunos de esos políticos perdieron las elecciones y se quedaron sin sus suculentos beneficios, por lo que decidieron volver a la violencia. En 2008 ya se notaban los efectos al doblarse el número de desplazados, que en 2018 alcanzó niveles incluso más altos que durante la guerra anterior. Además, el proceso de paz, exitoso en muchos aspectos formales, falló estrepitosamente en la integración en el Ejército, lo que, a su vez, contribuyó a crear muchos grupos armados de nuevo cuño (a pesar de que ciento treinta mil soldados, de los cuales treinta mil eran niños, fueron desmovilizados en cuatro años) (Conoir, 2012).

El mayor desafío vino del RCD, apoyado por el Gobierno de Ruanda, ya que Kigali no se sentía cómoda con el nuevo orden. En los años siguientes al acuerdo de paz, los rebeldes del RCD y, por reacción, los grupos mai-mai, fueron desencadenando de manera progresiva una serie de insurgencias y contrainsurgencias en el este, comenzando de nuevo un círculo de violencia. El Gobierno congoleño luchaba por mantener un precario equilibrio entre dos imperativos opuestos: mantener unida la coalición transitoria formada por facciones contrarias y crear instituciones fuertes que pudieran defender el orden y la paz. Al final, optó por lo primero y comenzó una política de patronazgo de algunas facciones militares, lo que dio pie al surgimiento de la simbiosis entre facciones de militares que vivían del conflicto y políticos que se beneficiaban de sus lazos con dichas facciones o directamente del mismo conflicto6.

De este modo, fue precisamente el proceso electoral el que contribuyó a crear incentivos entre los políticos para aliarse con grupos armados. El mayor perjudicado fue el RCD que, a pesar de ser uno de los mayores beligerantes, era muy impopular debido a sus abusos y al apoyo de Ruanda, por lo que recibió muy poco respaldo electoral y pasó de controlar un tercio del país a recibir solo el 4 % de la representación política en las nuevas instituciones (ver figura 2). Ello redujo drásticamente sus beneficios económicos. La desproporción entre su superior capacidad militar y su escasa representación política provocó su rebelión. También surgieron otros grupos ya que, a pesar de que sobre el papel la Constitución garantizaba un reparto equitativo entre los seis principales beligerantes, en la práctica Kabila bloqueó la integración de segmentos importantes de grupos opuestos, creando resentimiento entre las élites excluidas.

Por su parte, Ruanda jugó un papel fundamental fomentando la crisis, ya que el RPF siempre ha considerado el este del Congo como un área crítica para su seguridad nacional y muchos de sus líderes mantienen lazos personales e intereses económicos en la región. Además, numerosos oficiales del RCD (en su mayoría tutsis) se formaron y ascendieron en el ejército ruandés, lo que hizo que mantuvieran vínculos muy fuertes con él. Surgió entonces el CNDP (financiado y armado por Ruanda) bajo la dirección del general Laurent Nkunda, un comandante del RCD que temía ser arrestado por una masacre de civiles en Kisangani ocurrida en mayo de 2002. Otros oficiales del RCD sentían el mismo peligro, incluyendo el gobernador de Kivu Sur, a quien se le acusaba de haber participado en el asesinato de Kabila padre. Así, las fuerzas bajo su mando rehusaron unirse al Ejército nacional y recibieron, a su vez, apoyo clandestino del Gobierno de Kigali. Entre 2004 y 2009, el CNDP creció hasta convertirse en uno de los grupos armados más poderosos y controlar la mayoría del sur de la provincia Kivu Norte (Stearns, 2012).

La rebelión de Nkunda provocó el surgimiento en su contra de al menos otra docena de grupos armados, algunos con apoyo de Kinsasa, lo que la convirtió en el ejemplo de la nueva forma de conflicto en la región de los Kivus. Los grupos mai-mai más importantes se habían ido integrando en el Ejército nacional durante el periodo transitorio de 2003 a 2006 y algunos de sus líderes más importantes habían obtenido posiciones en la nueva administración y en el Ejército. No obstante, el alzamiento de Nkunda provocó una contramovilización masiva de los mai-mai7 y otros grupos menores para proteger sus comunidades locales a la vez que ofrecían nuevas oportunidades a los comandantes militares de volver a recuperar su lucrativo medio de vida anterior8.

La naturaleza clientelar del Gobierno congoleño fue un factor fundamental para hacer descarrilar el proceso. El Gobierno transitorio se basó fundamentalmente en el reparto del botín que proporcionaban instituciones y empresas estatales, lo que impidió, entre otras cosas, crear una cadena de mando unificada y disciplinada, ya que esta estaba compuesta por todo tipo de excombatientes de muy variada procedencia. Así, los comandantes locales tuvieron libertad para organizar las operaciones en función de sus lazos y conexiones personales, lo que incluía los grupos armados y mafias locales, a la vez que creaban impuestos ilegales sobre minería y otras actividades económicas. Una actividad típica era la de absorber los salarios de las tropas subordinadas, que pocas veces lo recibían. Esto provocaba a su vez que dichas tropas depredaran en la población civil local. Por otro lado, la mayoría de los oficiales de los diferentes grupos armados carecían de educación y/o patronazgo, lo que reducía sus posibilidades de integración en las nuevas fuerzas de seguridad o de promoción dentro de ellas (Baaz y Verweijen, 2013). Además, había un elevado porcentaje de mandos: aproximadamente el 25 % eran oficiales y el 37 % suboficiales (Berghezan, 2014), por lo que muchos de ellos no encontraron sitio ni remuneración en el nuevo Ejército nacional.

En la parte política, otros perdedores de las elecciones decidieron volver a utilizar la violencia para «convencer» a una parte importante del electorado de que resultaba más provechoso votarles. Así, comenzaron a surgir hombres fuertes en Kivu Norte y Sur especializados en combinar fuerza armada y la acción política. Estos, apoyándose en grupos armados locales, lograron influencia a nivel provincial e incluso nacional9 mediante el procedimiento de iniciar una crisis que obligasen al Gobierno a negociar con ellos para sofocarla. Es decir, oficiales del Ejército que apoyan grupos armados locales que desafían al propio Gobierno y que deben ser neutralizados por el Ejército.

De esta manera, la violencia, que siempre se había usado como táctica de negociación entre el Gobierno y sus enemigos, comenzó a ser utilizada como moneda de cambio político entre miembros del mismo Gobierno transitorio, que incluso miraba (y sigue mirando) hacia otro lado cuando se cometían abusos por parte de las fuerzas armadas, tal y como constata Human Rights Watch y el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Stearns, 2021). Todos estos factores contribuyeron a que la violencia se volviera endémica al convertirse en una forma de vida para los militares y en una forma de presión política para los políticos.

Del CNDP al M23 y la segunda metamorfosis del conflicto

Las operaciones contra el CNDP siguieron una suerte variada hasta que en 2008 el presidente Kabila decidió negociar directamente con el Gobierno de Ruanda que, a su vez, buscaba una salida al conflicto presionado por sus donantes occidentales. En enero de 2009, Nkunda, el líder del CNPD, era arrestado por fuerzas ruandesas, lo que propició que se firmara un acuerdo por el que el CNPD se transformaría en un partido político y sus tropas se integrarían en el Ejército congoleño (que, al permanecer en su mayoría en la región de los Kivus, creó dentro del mismo una red de gran influencia). A continuación, dichas fuerzas se unieron a las FARDC (Fuerzas Armadas de la República del Congo) para combatir conjuntamente a las FDLR (Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda): hutus que, culpables del genocidio en Ruanda en 1994, se habían refugiado y enquistado en el este de la RCD, desde donde operaban.

Sin embargo, el acuerdo de 2009 con el CNPD provocó a su vez resentimiento entre otros grupos armados que habían combatido contra dicho grupo, resentimiento que aumentó cuando la fuerza conjunta congo-ruandesa (que ahora incluía muchos antiguos miembros del CNDP) provocó decenas de miles de desplazados en la región de los Kivus. Así, al solventar un problema se creó otro. La reacción del Gobierno, como en otras ocasiones, fue utilizar los canales indirectos y el subterfugio, comprando líderes de grupos armados y/o enfrentando dichos grupos entre sí. Esto, a su vez, provocó nuevas movilizaciones de grupos armados locales con el objetivo de protegerse que rápidamente se transformaron en formas de vida para sus líderes y contingentes. Esto provocó una enorme caída en la percepción popular de Joseph Kabila que, de ser visto como el líder contra la agresión ruandesa, pasó a ser considerado como el responsable de la balcanización del Congo.

Las elecciones generales de 2011 intensificaron la movilización armada por acción y reacción, ya que muchos políticos se apoyaron en grupos armados para obtener apoyo electoral y, tras las elecciones, continuaron haciéndolo para mantener influencia. La situación se fue deteriorando y, a finales de 2012, el Gobierno congoleño decidió desmantelar las redes de los antiguos miembros del CNDP que controlaban amplios sectores de las FARDC en el este, lo que provocó que un grupo de oficiales que habían pertenecido al CNDP, apoyados por Ruanda, lanzaran una nueva rebelión, el M23.

La movilización del M23 provocó una cascada de nuevas movilizaciones de grupos armados locales, algunos aliados y otros opuestos que, a su vez, recibieron el apoyo de políticos que habían sido desplazados y querían recuperar relevancia (entre ellos Antipas Mbusa, que fue ministro de Asuntos Exteriores y que decidió apoyar un grupo armado aliado del M23) (ONU, 2012). En Kivu Sur, un candidato fallido al parlamento, Gustave Bagayamukwe, creó otro grupo armado aliado del M23, la Unión de Fuerzas Revolucionarias del Congo (UFRC) (ONU, 2013). A su vez, grupos mai-mai y rebeldes ruandeses del FDLR se movilizaron contra el M23, recibiendo a menudo apoyo de las propias FARDC. Los enfrentamientos a múltiples bandas se generalizaron, lo que trajo un gran sufrimiento a la población civil hasta que, en noviembre de 2013, una coalición de las FARDC y contingentes de Sudáfrica, Malawi y Tanzania, junto a fuerzas de la ONU, derrotaron al M23. Esta victoria permitió al Gobierno de Kinsasa llevar a cabo nuevas operaciones militares (Sukola I y II) contra grupos armados foráneos que operaban desde territorio congoleño, lo que permitió reducir la capacidad de acción de estos. Por primera vez en diecisiete años, ni Ruanda ni Uganda poseían aliados de entidad en suelo congoleño. Persistían algunos grupos armados (la Alianza de Fuerzas Democráticas por parte de Uganda y los restos del FDLR por Ruanda), pero, aunque amenazaran a la población civil del reducido territorio que controlan, no ponían en riesgo la estabilidad regional.

Por si esto fuera poco, Kabila retrasó las elecciones a 2016 (ya que la Constitución le prohibía un tercer mandato), lo que provocó nuevas movilizaciones de grupos armados que, con la excusa de la crisis constitucional, buscaban nuevas oportunidades. La violencia ganó intensidad y se atacaron acuartelamientos, prisiones, fuerzas de la ONU, estaciones de policía, etc. Grupos mai-mai se unieron a la insurgencia en el este y esta ganó intensidad. Su virulencia y la cantidad de grupos que se sumaron a ella, con intereses en muchos casos contrapuestos, hicieron que dichos grupos comenzaran a enfrentarse unos contra otros impulsados por dilemas de seguridad locales en los que el aumento de poder de unos es visto como una amenaza por los otros y viceversa. Esto llevó a una mayor fragmentación de los grupos y sus intereses, lo que multiplicó su número. Así, se pasó de entre veinte o treinta grupos armados en los Kivus en 2008 a más de ciento treinta en 2018 (Stearns y Vogel, 2015) (ver mapa 2).

Si bien en una primera fase (2003-2013) el conflicto fue dominado por una dimensión regional, que enfrentó a los intereses de Kigali con los de Kinsasa, en esta segunda se produjo una nueva metamorfosis en la que la violencia armada pasó a estar íntimamente ligada a las luchas políticas a nivel local.

La conjunción entre un Estado débil y el establecimiento de una cultura política en la que la violencia armada resulta un medio aceptable de obtener poder y recursos fue el caldo de cultivo perfecto para fraguar unas causas estructurales de difícil solución y que permanecen hoy en día. El objetivo de la insurrección se ha metamorfoseado y ha pasado de una rivalidad antagónica a una interacción simbiótica de intereses políticos y gran diversidad de grupos armados que tienen sus propios intereses pero coinciden en uno: la continuación del conflicto.

La llegada de Félix Tshisekedi a la presidencia, en enero de 2019, lejos de aliviar el problema lo reforzó. El proceso de transición política iniciado con la elección del nuevo presidente generó esperanzas de cambio y reforma, pero también tensiones y conflictos con la coalición liderada por su predecesor, Joseph Kabila. En dieciocho meses, Tshisekedi consiguió marginalizar a Kabila y a muchos de sus asociados cercanos, sustituyendo las anteriores redes de patronaje y cooptación (creando de nuevo políticos interesados en recuperar la influencia perdida mediante el recurso a la violencia), pero sin elevar el inexistente nivel de eficiencia, transparencia y rendición de cuentas. De hecho, entre 2019 y 2022 no ha habido nuevos programas de desmovilización.

Conclusiones y perspectiva

Las dinámicas que favorecieron la persistencia del conflicto en el este del Congo tras el acuerdo de paz de 2002 se pueden simplificar diciendo que el proceso de paz creó perdedores que lanzaron nuevas rebeliones.

El conflicto en el Congo persiste porque el acuerdo de paz de 2002 no fue capaz de producir un arreglo estable entre los beligerantes y produjo su escalada y transformación. El cáncer de la violencia se convirtió en una metástasis cuando los principales actores, los Gobiernos congoleño y ruandés así como los grupos armados locales y un número sustancial de políticos nacionales y locales, encontraron intereses comunes en continuar el conflicto, ya que las dimensiones del país, su difícil topografía y la abundancia de recursos naturales hacen fácil sostener una rebelión. Asimismo, la división étnica es un factor que juega a favor de la persistencia de la violencia, aunque no es determinante (Ederman et al., 2010). De hecho, estos factores también están presentes en la región de Ituri, donde, sin embargo, la violencia decreció drásticamente.

Para Kinsasa, los grupos armados, muchos de los cuales compartían lazos e intereses con oficiales de alta graduación y políticos de alto nivel, sirvieron como medio para luchar contra grupos armados opositores y para la negociación política. Además, la limitada capacidad de absorción de las FARDC dejó a amplios sectores de excombatientes sin otra opción que la rebelión armada como medio de vida.

La reducción de los grupos armados tras las campañas militares conjuntas llevadas a cabo entre 2013 y 2016 redujo sustancialmente la violencia. Sin embargo, la crisis provocada por el retraso de las elecciones fue la excusa utilizada para un nuevo levantamiento cuya dinámica interna llevó al incremento de la fragmentación de los grupos armados, lo que transformó el conflicto en los Kivus en un todos contra todos que se mantiene en la actualidad.

De este modo, la conjunción de un Estado débil, una cultura política que utiliza la violencia como moneda de cambio y un enjambre de grupos armados locales que han hecho de la misma su medio de vida es la causa estructural de difícil solución que coadyuva a continuar el conflicto.

Será muy difícil encontrar una solución sin transformar previamente la sociedad y sus políticos. Derrotar a los grupos armados requiere un Ejército efectivo, para lo que es necesario un cambio en los incentivos de las élites y en la cultura política. Esto es difícil de conseguir porque el propio conflicto ha engendrado una generación de políticos y militares congoleños que lo asumen como parte del paisaje.

Por otra parte, se deben considerar tanto los motivos del Gobierno de Kinsasa como los de Gobierno de Kigali. Los del primero debido a la combinación de apatía entre las élites políticas y la complicidad directa en la cúpula política y militar mientras que los de Kigali por su hipersensible preocupación por la seguridad y por un partido político que utiliza esta excusa para justificar su represión interna, lo que hizo que hasta 2016 la injerencia de Ruanda contribuyera a la persistencia de la inestabilidad y la violencia en el este de la RDC. Aunque esta injerencia ha disminuido drásticamente, continúa teniendo intereses económicos y étnicos en la región fruto de su anterior control temporal en ella.

La situación actual de la República Democrática del Congo (RDC) es compleja y desafiante. El país africano se enfrenta a múltiples crisis humanitarias, políticas, económicas y de seguridad que afectan a millones de personas.

En 2021, el M23 resurgió y se mantiene activo en el este, lo que provoca que la violencia se incremente en esta área y la intrusión de Ruanda. Según la ONU, más de veintisiete millones de personas necesitan asistencia humanitaria, lo que representa la mayor emergencia alimentaria del mundo. Además, la RDC sufre brotes recurrentes de enfermedades como el ébola, el sarampión y el COVID-19 que ponen en riesgo la salud pública y la estabilidad social. Tanto la MONUSCO como la Fuerza de la Comunidad Este Africana (EACF por sus siglas en inglés) están resultando incapaces de reducir la violencia política y de las bandas armadas.

La RDC necesita el apoyo de la comunidad internacional para hacer frente a estos desafíos y avanzar hacia un desarrollo sostenible e inclusivo, respetuoso con los derechos humanos y con el imperio de la ley. Cualquier solución debería contemplar el establecimiento de un control efectivo de la actuación de los actores internos y externos, así como el desmantelamiento de las redes clientelares.

De este modo, actores, estructuras sociales, económicas y políticas, y redes clientelares y étnicas interactúan y deben ser muy tenidos en cuenta, ya que el conflicto ha transformado las redes de comercio, las jerarquías sociales, las mentalidades y las estructuras políticas. Los desafíos son generacionales. En el ámbito local, hay que desmovilizar cientos de grupos armados y cicatrizar las heridas sociales y psicológicas de décadas de guerra. En el nacional, se debe combatir una élite política que se ha vuelto más corrupta y menos responsable y, en el internacional, habría que transformar a una apática comunidad de Estados africanos y de donantes no africanos.

La exigencia de la retirada de la misión de la ONU de los territorios en el este, exigida para finales de 2023 (Moncrieff y Sematumba, 2023) para aumentar la aceptación popular de Tshisekedi debido al descontento popular por la falta de resultados de MONUSCO frente a la violencia de los grupos armados, acrecentará el sufrimiento de la población, ya que los cascos azules son la única defensa frente a los abusos de los grupos armados. De hecho, su retirada obedece también a oscuras intenciones que permitirían al Ejército congoleño seguir depredando sobre la población civil y a algunos dirigentes continuar utilizando la violencia como arma política.

Por el momento, las expectativas no son muy optimistas (Sandner, 2022). El 30 agosto se produjo una nueva masacre en Goma precedida por la disolución violenta en mayo de las manifestaciones pacíficas de la oposición en Kinsasa. Las próximas elecciones generales y presidenciales, previstas para diciembre de 2023 (este estudio se confeccionó en agosto), permitirán comprobar si los problemas estructurales que perpetúan la violencia que flagela a la RDC están en el camino de la solución o continuarán enquistados en su entramado político y social.

José Luis Pontijas Calderón*
Coronel del Ejército de Tierra Doctor en Economía Aplicada (UAH)
Analista Asociado al Instituto Español de Estudios Estratégicos

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Referencias:

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2 Creado por decisión del Consejo de la Unión Europea y disponible en: https://www.consilium.europa.eu/ueDocs/cms_Data/docs/pressData/en/misc/89983.pdf, (consultado el 10 de septiembre de 2023).
3 Resolución 1711 adoptada por el Consejo de Seguridad de la ONU (29 sept 2006).

4 Para una lista de los grupos activos en Kivu consultar la página web https://kivusecurity.org/about/armedGroups, consultada el 21 de junio de 2023.
5 Congo Country Brief. Banco Mundial, 13 de junio de 2002. Disponible en http://web.worldbank.org/archive/website00286B/WEB/CD_CTRY_.HTM, consultado el 26 de junio de 2023.
6 Durante los primeros años de la transición se calcula que hasta dos tercios de los salarios eran pagados a soldados ficticios y, por lo tanto, desviados a bolsillos de políticos y militares, obligando a las comunidades locales a pagar el salario de las fuerzas armadas. Fuente: https://reliefweb.int/report/democratic-republic-congo/local- communities-forced-pay-salaries-drc-army-and-rebels
7 El nombre mai-mai agrupa a una gran variedad de grupos armados que, si bien en un principio surgieron para defenderse de la invasión ruandesa, muchos derivaron a acciones predatorias de pillaje, asesinatos, violaciones y saqueos. Según un informe de la ONU, en 2001 se estimaba su número entre 20 000 y 30 000 en la región de los Kivus.
8 a pesar de haber recibido trece escaños en el parlamento transitorio, cuatro carteras ministeriales y un puesto de gobernador provincial en Katanga, los delegados mai-mai enviados a Kinsasa vendieron dichos puestos al mejor postor.
9 Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Final Report S/2008/773, 12 de diciembre de 2008, Final Report S/2010/596, de 29 de noviembre de 2010, Final Report S/2011/738, de 2 de diciembre de 2011, Interim Report S/2012/348, de 21 de junio de 2012. Disponibles en las correspondientes páginas web, consultadas el 25 de junio de 2023.