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Breve historia de la Guerra Fria - Eladio Romero

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Breve historia de la Guerra Fría se adentra en la situación anclada en el
mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Una guerra distinta, sin armas ni
soldados, pero que contó con su ejército especial.
Tal enfrentamiento derivó en grandes avances en la tecnología bélica y
científica, se creó y desarrollaron tanto la carrera espacial como la
armamentística. El espionaje vivió una edad de oro, recayendo casi todo el
peso de este conflicto sobre sus hombros ya que ellos fueron los encargados
de ayudar a países en conflicto, apoyar el proceso de descolonización e,
incluso, participaron en guerras locales… En definitiva, en todo aquello que
pudiera hacer más fuerte a un bando y perjudicar al otro.
Durante la Guerra Fría los silencios estuvieron cargados de propaganda,
propiciando un momento en el que se crearon multitud de héroes de ficción y
villanos que ejemplificaban la lucha entre el comunismo y el capitalismo
llevado por los grandes cargos, mientras los ciudadanos se reponían de la
última guerra lenta y tensamente.
Tiene entre sus manos un texto en el que no falta ninguno de los países que la
sufrieron más allá de los harto reconocidos Estados Unidos y Unión
Soviética. Podrá leer la caída del Telón de Acero, el principio del fin de esta
guerra de panfletos y venganzas y secretos.
Eladio Romero
Breve historia de la Guerra Fria
Breve historia: Conflictos 29
ePub r1.1
FLeCos 16.03.2019
Título original: Breve historia de la Guerra Fria
Eladio Romero, 2018
 
Editor digital: FLeCos
ePub base r2.0
Dedicado a Paloma,
por su paciencia.
Prefacio
Me jubilé el 1 de enero de 2017. Sin embargo, en los últimos años de mi vida
como profesor de secundaria dediqué cursos completos a explicar a mis
alumnos de primero de bachillerato lo que fue la Guerra Fría. Al principio,
esos muchachos nacidos entre los años 1991 y 2000 no sabían de lo que les
estaba hablando. Para ellos, Stalin, Kruschev, Kennedy, Nixon, Reagan o
Gorbachov podían ser perfectamente contemporáneos de Nerón, Felipe II,
Voltaire, Robespierre o Charles Darwin. Si tomamos como ejemplo el curso
2008-2009, los alumnos correspondientes, nacidos hacia 1992, nada sabían
de lo que era el comunismo y no habían vivido la caída del muro de Berlín,
por lo que no entendían lo que este hecho podía haber significado en la
evolución de la historia contemporánea. He debido tener en cuenta todo ello a
la hora de redactar este libro, porque la Guerra Fría es, hoy en día, un hecho
remoto, a pesar de que a menudo se utilice como forma de definir las actuales
relaciones entre Estados Unidos y Rusia, la heredera de la Unión Soviética: la
nueva Guerra Fría, en la que dos líderes, Donald Trump y Vladimir Putin,
pugnan por mantener su influencia en el mundo.
En definitiva, casi nadie recuerda hoy los acontecimientos que voy a
describir. Algunos españoles de mayor edad quizá relacionen el tema con la
película Bienvenido, Míster Marshall (1953), de Luis García Berlanga.
Incluso puede que alguno conserve en su memoria una canción de la movida
madrileña, interpretada en los comienzos de los años ochenta del siglo pasado
por el grupo punk Polansky y el Ardor. Su título: Ataque preventivo de la
URSS. En el estribillo de su surrealista letra se nos preguntaba
reiteradamente: «¿Qué harías tú en un ataque preventivo de la URSS?».
Lógicamente, hoy no sabríamos qué responder a esa pregunta, porque la
URSS, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, no existe, y no se
temen ataques preventivos de nadie, al menos en la Europa occidental. Pero
hace cincuenta años las cosas eran bien diferentes.
Al final de cada curso, y después de visualizar diversos documentales
sobre el tema, entre ellos el magnífico trabajo producido por la cadena
estadounidense CNN en 1998, compuesto de veinticuatro episodios, los
alumnos, en general, acababan sabiendo que hace escasamente sesenta años
el mundo a punto estuvo de ser destruido por una guerra nuclear. Una guerra
impulsada por Estados Unidos y la desaparecida Unión Soviética, las dos
potencias dominantes del momento. Por suerte, no sucedió así, y ahora
muchos vivimos para contarlo, bien en una clase de enseñanza secundaria,
bien en un libro como este.
Un libro destinado sobre todo a la nueva generación de lectores para
quienes la Guerra Fría no constituye lo que denominamos un acontecimiento
reciente, que aporta como ingredientes la amenidad, el rigor y la claridad a la
hora de narrar los complejos momentos de tensión, muchos de ellos
incomprensibles para dicha generación. Pocos, hoy día, podrían llegar a
imaginar que en octubre de 1962, durante la crisis de los misiles, el mundo
estuvo al borde del colapso. En la actualidad preocupan más las cuestiones
económicas, los bajos salarios, la precariedad en el empleo, la ecología, que
no la simple destrucción masiva derivada de una acelerada carrera de
armamentos.
Introducción: un repaso histórico a los sistemas de
equilibrio internacionales
Durante el período transcurrido entre 1815 (derrota napoleónica) y 1991
(desintegración de la Unión Soviética) se han producido primero en Europa,
y posteriormente en todo el mundo, tres sistemas de equilibrio de poder más
o menos sólidos, en realidad más bien precarios, que por regla general han
derivado en cruentísimos conflictos denominados guerras mundiales. El
tercero de estos períodos, el que se caracterizó por un mundo bipolarizado
entre los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (en
adelante, URSS), con sus respectivos aliados, va a ser el objeto principal de
este libro.
El primer sistema, que podemos definir como vienés (por el Congreso de
Viena de 1815), tuvo una larga duración. De hecho, constituye la parte más
conspicua del considerado «larguísimo siglo XIX», iniciado para algunos en
1776 (comienzo de la guerra de independencia de los Estados Unidos) y para
otros en 1789 (Revolución francesa), y concluido en 1914 (con el estallido de
la Primera Guerra Mundial). Se trata de un sistema derivado de las
negociaciones políticas entre las potencias conservadoras y legitimistas de la
Europa continental centro-oriental (Austria, Rusia, Prusia) por un lado, y del
espacio insular más occidental (Reino Unido) por otro. Fue elaborado con
gran pragmatismo en el ámbito del Congreso de Viena, configurándose y
confirmándose como una respuesta reaccionaria (en el sentido etimológico de
la palabra), políticamente rígida e ideológicamente autoritaria del Antiguo
Régimen. No obstante, se demostró con el paso del tiempo como un sistema
extremadamente flexible e inopinadamente resistente. Pudo además soportar,
aunque no sin ciertas dificultades, notables giros y transformaciones
potencialmente destructivas. Comenzó siguiendo el contrarrevolucionario
espíritu vienés, con una restauración de lo anterior a la Revolución francesa
más bien imperfecta, y un Reino Unido en nada asimilable a las potencias
reaccionarias de la Santa Alianza (1815-1830). Se pasó sucesivamente, a
través de una restauración legitimista en un estado de cada vez mayor
descomposición (1830-1848), a una nueva etapa revolucionaria que incluyó
una restauración provisional y una rápida transición hacia el completo e
inevitable cambio. En este proceso se asistió a un primer momento en que la
iniciativa la tuvo la insurrección popular, que luego cedió el terreno a la
actividad diplomática de los gobiernos (1848-1856). Luego vino el
subsistema llamado de Crimea, que se extendió entre 1856 y 1871 y donde se
observó el eclipse ruso, el aislamiento austriaco, el paso del este austrorruso
al oeste anglofrancés en lo que se refiere a la hegemonía sistémica europea y,
por fin, las unificaciones italiana y alemana. Finalmente se llegó a un largo e
internamente variado período denominado de la Realpolitik (1871-1914),
introducido, con una creciente exhibición de la fuerza, en el centro de los
espacios germánicos (entonces un centro autónomo dentro de la política
europea). Se trataba de una suerte de sustituto, con el tiempo generalizado,
del cada vez más erosionado aunque
todavía increíblemente vital equilibrio
surgido en Viena en 1815.
Escena del Congreso de Viena. Grabado del retratista y miniaturista francés Jean-
Baptiste Isabey, realizado en 1819. El Congreso de Viena, que se desarrolló entre
1814 y 1815 y en el que participaron las principales potencias europeas, introdujo
un sistema de equilibrio de las naciones del viejo continente, vigente hasta 1914.
El segundo sistema de relaciones internacionales, inaugurado en 1919 tras
la terrible hecatombe de la Primera Guerra Mundial, es aquel que podemos
definir como versallés (por el genéricamente denominado Tratado de
Versalles, o paz impuesta a los derrotados alemanes). Partiendo de la
importancia que adquirió la intervención de Estados Unidos en aquel
conflicto, y del ostracismo al que se quiso someter a la Rusia revolucionaria,
el Tratado de Versalles pretendió extender los principios progresistas
liberales y del nacionalismo, principios conculcados anteriormente en el
Congreso de Viena. Versalles se reveló, no obstante, como un episodio no
resolutivo. El desarrollo de un elemento tan perturbador como fue el
comunismo, materializado en la nueva nación llamada Unión Soviética, y que
pretendía extenderse por buena parte del mundo, pronto hizo que surgieran
tendencias cada vez más destructivas manifestadas en los regímenes fascistas,
extremadamente violentos y potenciadores de una política agresiva,
imperialista y basada en un enorme desarrollo de nuevas técnicas
armamentísticas.
Escena de la negociación del Tratado de Versalles. El Tratado de Versalles fue un
tratado de paz firmado el 28 de junio de 1919, diez meses después de finalizada la
Primera Guerra Mundial, por más de cincuenta países. Con él terminó oficialmente
el estado de guerra entre la Alemania del II Reich y los aliados. Representó un
nuevo orden mundial y un nuevo equilibrio internacional que apenas se
mantendrían en vigor.
El equilibrio surgido tras la Primera Guerra Mundial y los principios de
Versalles fue mucho más inestable que el anterior de Viena. Sus principios no
lograron domesticar la aplastante lógica polimorfa que acababa de surgir,
basada en el uso indebido de la fuerza, el nacionalimperialismo y las
ideologías de masas. Además, Estados Unidos se inhibió durante el período
de entreguerras de lo que sucedía en Europa, y se limitó a evitar la expansión
en su territorio tanto de la ideología comunista como de la fascista. De esta
forma, Versalles, a pesar de los generosos esfuerzos para mantener el
equilibrio, en lugar de evitar un nuevo estallido, contribuyó en cierta manera
a acelerarlo.
Una de las razones de la inestabilidad del momento fue la ausencia de un
mecanismo destinado a conservar el equilibrio en la zona central de Europa.
Existía, sí, una Sociedad de Naciones, organismo supranacional creado en
1919 y en el que no se involucraron los estadounidenses, por lo que quedó
bajo la hegemonía de franceses y británicos. Entre los mismos vencedores y
vencidos surgieron además divergencias, situación a la que se unió en 1922 la
formal creación de la Unión Soviética. Y existían también Estados tapón,
éxodos de población en todas direcciones, cordones sanitarios antisoviéticos
y antialemanes, trastornos monetarios y económicos en general, cultos
monumentalizados a los caídos, erróneas estimaciones de daños,
resentimientos, continuas amenazas de venganza, revisionismos,
revanchismos, interesadas maniobras de los grandes hacia los menos
potentes… Basándose siempre en los abstractamente entendidos principios
wilsonianos (los catorce puntos de Versalles del presidente estadounidense
Woodrow Wilson), en buena manera legítimos, los nuevos Estados se
situaban en los espacios creados en el centro, sur y este del continente
europeo, flanqueados por la República de Weimar y la Rusia bolchevique. Es
decir, por una Alemania debilitada que había olvidado su estatus imperial,
castigada por los aliados, y un nuevo estado nacido del antiguo Imperio
zarista, concebido ahora como una expansiva potencia revolucionaria. Los
imperios centrorientales (austrohúngaro, otomano y el mismo Kaiserreich
alemán) habían caído uno a uno, mientras que el Imperio ruso tuvo que verse
inmerso, ya durante la guerra, en una invasión germánica de alemanes,
austríacos y turcos, en una revolución y en una guerra civil apoyada por los
aliados, situaciones todas ellas ajenas al Tratado de Versalles.
Rusia fue, por tanto, el único Estado tradicionalmente imperial que quedó
en pie de todo aquel espacio, aunque amputada su zona occidental (Finlandia,
Polonia, países bálticos independizados y Besarabia, integrada en Rumanía).
Todo ello bajo un Gobierno de comisarios del pueblo, y después de superar
numerosas dificultades y sufrir elevadísimos costes humanos. En 1917, el
producto de las tres revoluciones vividas en el país (la liberal y
occidentalizante de febrero, la proletaria de los sóviets y de las ciudades
industriales en octubre, y la campesina de su inmenso espacio agrícola)
culminaron en un dominio total de los bolcheviques, aunque sin alcanzar su
propósito de extender la revolución socialista a un ámbito más internacional.
La revolución bolchevique, que, como vemos, logró preservar buena
parte del antiguo territorio zarista, generó un fuerte rechazo internacional.
Circunstancia que obligó a la aplicación de una política exterior muy
compleja, desproporcionada en relación con su capacidad económica y
productiva interna. Algo que había sucedido ya en tiempos del zarismo,
aunque ahora alcanzara proporciones muy superiores.
El sistema de Versalles, afectado por la inhibición estadounidense y por
desórdenes cada vez mayores, nada pudo hacer durante la década de 1930
frente a los exigentes revisionismos alemán y japonés, a los que se añadieron
otros revisionismos menores aunque también desestabilizadores (caso de
Italia frente a Abisinia o Albania), guerras políticas, guerras civiles (España),
enfrentamientos sociales, quiebra de gran parte de las democracias europeas
frente a ideologías y regímenes dictatoriales, crisis económica de enorme
alcance, nacimiento de movimientos anticolonialistas (India, Indochina
francesa…), aventuras coloniales fuera de lugar (Italia en Abisinia, Japón en
Manchuria)… Este fue el escenario que se vivió en el llamado período de
entreguerras, un período que en realidad conectó dos contiendas mundiales
aunque no de forma directa (la lucha contra el comunismo no estaba presente
en la primera de estas guerras), y que por ello también ha permitido apuntar
la expresión de «la guerra de los Treinta Años del siglo XX», empleada tanto
por el primer ministro británico Winston Churchill como por el ideólogo nazi
Alfred Rosenberg durante la Segunda Guerra Mundial, en referencia a los
años que van de 1914 a 1945.
El sistema de Versalles, que durante algunos años logró benéficamente
moderar algunas actitudes peligrosas, no consiguió al final imponerse de
forma duradera durante todo el período. Tuvo que convivir, postulándose
como un sistema de orden mundial, con una pronunciada anarquía
internacional. La Primera Guerra Mundial se veía entonces, desde una
perspectiva geopolítica, como un enfrentamiento en ocasiones imperfecto
entre potencias marítimas (las vencedoras) y potencias terrestres (las
derrotadas). Entre estas últimas se encontraría Rusia, autoexcluida del
conflicto a causa de la revolución. Entre las potencias vencedoras, al finalizar
la contienda se produjo una traslatio imperii desde Reino Unido y, en menor
medida Francia, hacia los Estados Unidos, que convirtió a esta en una
potencia marítima de primera magnitud, en ocasiones imperial (cuando
intervenía en Haití, República Dominicana o Nicaragua), en otras,
aislacionista (frente a Europa). Unos Estados Unidos librecambistas, abiertos
al mundo, liberal demócratas, contrarios a la injerencia económica del
Estado; en situación de elaborar sin demasiadas dificultades una política
planetaria para la que no renunciaban al uso de la fuerza ni a controlar, de
grado o por imposición, a sus
aliados periféricos. Llegados a la Segunda
Guerra Mundial, iniciada por las políticas expansionistas de Japón en Asia y
de la Alemania nazi en la Europa del este, los Estados Unidos asumieron el
papel de líderes tanto de las potencias marítimas como de todo el mundo
occidental.
Al finalizar la Primera Guerra Mundial, y aún durante los años veinte, los
Estados Unidos, a pesar del posterior quebranto económico iniciado en 1929,
eran ya universalmente reconocidos como la primera potencia económica del
planeta. Las potencias terrestres, y en primer lugar Alemania, encerradas en
un universo gigantesco y febrilmente dinámico, aunque inevitablemente
asfixiante, mostraron unas tendencias claramente proteccionistas, dirigistas,
militaristas y autoritarias, al aplicar una política exterior musculosa destinada
en todo momento, y de forma expansionista, a preservar su seguridad. Aun a
costa de multiplicar las esferas institucionales de influencia y de orquestar un
conjunto de estados satélites o colaboracionistas. Alemania, a lo largo de las
dos guerras mundiales, intentó fallidamente superar la mayor movilidad de
las potencias marítimas y asumir el liderazgo de las terrestres. Y lo hizo
controlando y dominando en un primer momento buena parte de Europa, y en
una segunda ocasión todo el bloque euroasiático, desde el canal de la Mancha
hasta Japón. Para ello firmó primero un pacto de amistad con la URSS
(1939), a la que luego, sin embargo, invadió buscando absorberla (1941).
Sigue siendo, sobre todo entre los historiadores alemanes y británicos,
materia de discusión las causas de la estrategia político-militar de la
Alemania nazi. Unos creen que Hitler pretendía el dominio de Europa hasta
los Urales o, verosímilmente, hasta Turquía u Oriente Próximo. Otros, en
cambio, consideran que el líder nazi buscaba el dominio mundial. El
sangriento crepúsculo de tales ambiciones acaecido en 1945 provocó, a lo
largo de una dilatada posguerra, el asentamiento de una Guerra Fría con
diferentes fases y características distintas en cada una de ellas, donde la
confrontación nuclear en todos los frentes constituía la principal amenaza. En
ella, los Estados Unidos se convirtieron en los nuevos líderes indiscutibles de
las potencias marítimas, mientras que la URSS pasó a ser casi en exclusiva
(luego se añadió China) de las terrestres. La imposibilidad de un
enfrentamiento directo no convencional, y la bipolarización efectivamente
ejercitada por ambas potencias, las convirtió tanto en rivales como en
complementarias, dadas sus radicales e insuperables diferencias.
El tercer sistema de equilibrio político del mundo contemporáneo,
después de Viena y Versalles, es el que surgió tras la Segunda Guerra
Mundial. Fue un orden de hecho, no de derecho, a pesar de las numerosas y
extenuantes tentativas de negociarlo. A diferencia de los conseguidos en 1815
y 1919, no se estableció entre los vencedores (es decir, Estados Unidos y la
URSS) mediante la concordia y gracias a la afinidad político-ideológica (si
exceptuamos que ambas potencias eran antifascistas). Después de la victoria,
se configuraron dos bandos antagónicos, el mundo libre y el socialista, ya
opuestos anteriormente, pero que durante el conflicto habían constituido el
núcleo de la Gran Alianza antifascista. Quedaron separados por sus
propuestas geopolíticas, su patrimonio ideológico, los valores que pretendían
defender, sus modelos económicos propugnados e impuestos y las formas
políticas que adoptaron. Se enfrentaron de inmediato, casi en solución de
continuidad, acusándose mutuamente de encabezar la facción del mal: para
los soviéticos, los estadounidenses eran imperialistas, y para estos, sus
enemigos seguían un modelo opresor y totalitarista.
El sistema de 1815 se había ido erosionando paulatinamente, hasta llegar
al catastrófico quebranto de 1914 debido a una serie de razones que
amenazaron el equilibrio. Por un lado, cuestiones nacionales hiperpolitizadas
y malévolamente apoyadas (sobre todo en los Balcanes) por uno u otro
Estado. Por otro, encontramos el declinar lentísimo aunque irremisible de un
Antiguo Régimen (basado en los estamentos, la jerarquía, el rango, los
valores y el Imperio) que en absoluto había desaparecido después de 1789.
Más bien era consustancial al orden vienés y mantenía muchos elementos
vigentes todavía a fines del siglo XIX. Y por último debemos añadir la
insostenible y desproporcionada lógica continental de Viena, cada vez más
compleja y mundializada con la aparición de potencias modernas como Japón
y Estados Unidos.
El sistema liberal-democrático de 1919, paradójicamente menos elástico
que el ultraconservador vienés, quebró por la incapacidad de la Sociedad de
Naciones, por el fallido desarrollo de las democracias, por la propagación de
nacionalismos cada vez más agresivos, por el miedo que suscitó la aparición
de la república bolchevique, por la deriva expansionista y destructiva que
caracterizó a uno de sus principales componentes (la Alemania nazi) y por la
intolerancia revisionista manifestada por dos de las potencias victoriosas, es
decir, el militarista Japón y la fascistizada Italia.
El sistema de 1945 quebrantó de forma relativamente tranquila y en un
corto período de tiempo (al menos en lo que a la fase final se refiere) por el
colapso de uno de sus dos componentes a la hora de garantizar el orden, es
decir, la URSS, un Estado a su vez imperialista que pretendía alcanzar el
verdadero socialismo.
En 1945, el mundo se encontró en disposición de ser regulado de nuevo.
Después de la capitulación alemana (mayo de 1945) y la japonesa (agosto de
1945) concluyeron los intentos de ambas potencias por imponer un nuevo
orden tanto en Europa como en Asia. No se produjo, sin embargo, ningún
tratado que estableciera las nuevas bases del equilibrio, si exceptuamos el
firmado en Helsinki el 1 de agosto de 1975. Ese día, treinta y cinco países,
incluidos Estados Unidos y la URSS, acordaron mejorar las relaciones entre
los gobiernos comunistas y el mundo occidental, con el objetivo de reducir
las tensiones de la Guerra Fría.
Solo cerca ya del final de la Segunda Guerra Mundial, el 8 de agosto de
1945, se asistió a la apertura de hostilidades entre la URSS y el Japón. Los
soviéticos, a pesar de los graves daños y las enormes bajas sufridas durante el
conflicto en Europa, parecían favoritos a la hora de dominar en este
continente, pues los Estados Unidos todavía necesitarían de tres meses para
acabar su lucha en el Pacífico. Los Estados ocupados por el Ejército Rojo se
convirtieron en democracias populares, aunque, desde el punto de vista de las
relaciones internacionales, pronto pasaron a ser considerados satélites de la
URSS. Y desde un punto de vista de geopolítica elemental, fueron definidos
como países del Este (Polonia, Alemania oriental —después República
Democrática Alemana—, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia y
Albania). En 1948, tras un golpe de Estado comunista, se añadió
Checoslovaquia. Entre 1947 y 1948, Yugoslavia rompió con Moscú,
asumiendo una posición equidistante entre los dos bloques que se decantaría
de nuevo hacia la URSS después de la muerte de Stalin. Durante la época de
disensiones entre China y la URSS, Albania acabó decantándose hacia la
primera. Y la URSS, protegida en el oeste por los mismos territorios que en
1919 se consideraron un cordón sanitario antibolchevique, pasó a ser una
superpotencia, aunque enormemente retrasada respecto a los Estados Unidos
en lo que se refiere a la economía civil y a la producción de bienes de
consumo. No obstante, pronto se nuclearizó y terminó dominando un vasto
territorio de dimensiones hasta entonces nunca vistas en la historia del
mundo. Sus áreas de influencia se extendían desde el Adriático y el Báltico
hasta el mar del Japón, y después a toda China (1949), al golfo de Tonkín
(1954), a toda la antigua Indochina (1975, incluyendo la filochina Camboya),
con un enclave en el Caribe (Cuba, 1961-1962) y, entre los años sesenta y
setenta, con aliados directos e indirectos en
diversos lugares de África y
Oriente Próximo.
En los Estados hegemonizados por la URSS (los Estados satélite),
excluida la China comunista, autónoma desde una perspectiva nacionalista
desde 1958-1959, o parcialmente también excluida la propia Cuba, la
autonomía fue reducidísima, prácticamente inexistente. Después de la
invasión de Checoslovaquia de 1968, la doctrina Breznev difundió de modo
explícito la brutal concepción realista de la soberanía limitada.
Incomparablemente mayores fueron la soberanía y la independencia
existente en el campo hegemonizado por los Estados Unidos. Un campo que
en Europa era democrático (excluidas España y Portugal, y durante unos años
Grecia), pero que en otros ámbitos (América Latina, zonas de Asia) vio
reducirse el concepto de Estado-nación y de las cuestiones nacionales. En
estas áreas, fue característico el apoyo directo o semioculto a regímenes
dictatoriales o marcadamente antidemocráticos.
El equilibro, de hecho, no de derecho, en un contexto de contraposición
ideológica, aproximaba, y a la vez alejaba, el modelo que podemos
denominar Teherán-Yalta-Potsdam (por las conferencias celebradas en estas
ciudades al finalizar la Segunda Guerra Mundial) y el modelo de Viena.
Además, a partir de 1945, cada uno de los dos bloques, a través de sus
ideólogos y políticos, acusaba al otro de ser el responsable de la división
acaecida tras la guerra. Se argumentaba que, en aquel tiempo, cualquier
acuerdo entre el imperialismo o el comunismo, por su misma esencia, solo
podía resultar algo efímero. Ese sistema de 1945 basado fundamentalmente
en dos bloques, en el contraste entre dos centros de poder (dilatado en el
tiempo, pero no exclusivo), estaba más próximo a aquel sistema unipolar de
Viena que al multipolar de Versalles. De hecho, en general, y con la debida
consideración hacia los dos bloques, fue un sistema autoritario, contrario a las
sacudidas nacionalistas o independentistas, dispuesto al intervencionismo
directo o indirecto (recordemos la política de congresos de la Santa Alianza,
destinada a intervenir allí donde surgían movimientos liberales) allí donde se
producían desobediencias reales o potenciales, y encaminado a hacer de la
ideología un potente medio de confrontación. Sin embargo, como en Viena, y
a diferencia de Versalles, a pesar de los conflictos armados habidos en zonas
periféricas del planeta (surgidos sobre todo al introducirse en el sistema todo
el grandioso proceso de descolonización), el sistema logró cierto éxito a la
hora de mantener la paz. En los dos bloques, y en sus respectivas metrópolis,
se alcanzó en el ámbito internacional lo que podemos denominar la paz
armada soviético-americana de los cuarenta y cinco años (1945-1991), una
paz que sucedió a la Segunda Guerra de los Treinta Años (1914-1945).
Escena de la conferencia de Potsdam (Alemania). Sentados, de izquierda a
derecha, Clement Attlee, primer ministro británico, Harry Truman, presidente
estadounidense, y Josef Stalin, primer ministro soviético. La conferencia de
Potsdam de julio y agosto de 1945 dio por finalizada la Segunda Guerra Mundial
en Europa y sentó las bases del nuevo equilibrio internacional, basado en las tensas
relaciones entre los dos bloques antagónicos.
Tal paz armada quedó definida, a partir de 1947, mediante la
afortunadísima fórmula de Guerra Fría. Además, y a diferencia de lo
sucedido en 1919, el nuevo sistema supo integrar a los derrotados,
potenciales elementos contrarios. Es decir, a los antiguos integrantes del eje
Roma-Berlín-Tokio, a los países fascistas que habían llevado al mundo al
caos. Para evitar lo sucedido a partir de 1919, estos países fueron integrados
en el mundo occidental y prácticamente privados, a diferencia de los demás
integrantes de su bloque, de una completa soberanía y, sobre todo, de una
política exterior verdaderamente autónoma (al menos durante los primeros
años). Quedaron ocupados militarmente por los aliados, reducidos al rango de
pequeñas (Italia) o medianas (Alemania y Japón) potencias, privados de su
integridad territorial (sobre todo Alemania, mutilada por el este debido al
avance del Ejército Rojo) y despojados asimismo de colonias y de pequeñas
aunque importantes realidades de su territorio nacional (Japón e Italia). Por
ello, los países derrotados y luego reclutados en el bando de los vencedores
de la nueva división-partición del mundo se concentraron sobre todo en su
propio desarrollo económico interno, llevaron a cabo una rapidísima
reconstrucción (gracias al plan Marshall de ayuda económica
estadounidense), aprovecharon el hecho de constituir áreas de frontera y
fueron especialmente favorecidos por los americanos en su confrontación con
los soviéticos. Esto sin duda también comportó dolorosas contrapartidas, pero
permitió a los tres países, gracias a sus milagros económicos, convertirse en
exclusivas potencias industriales. Primerísimas en los casos de Alemania y
Japón, y más bien mediana en el de Italia.
1
Inicio, etapas y fin de la Guerra Fría
LÍMITES CRONOLÓGICOS DE LA GUERRA FRÍA
La denominada Guerra Fría, término surgido al finalizar la Segunda Guerra
Mundial para explicar el momento concreto que se estaba viviendo entre los
dos bloques de aliados (el soviético y el estadounidense), se alargó incluso
después de la muerte de Stalin (uno de sus principales promotores) en 1953.
Muchos autores la dan por concluida con la conferencia de Helsinki de 1975.
Sin embargo, la política de bloques que la caracterizó, compañera de viaje y a
la vez causa y efecto de la Guerra Fría, se mantuvo unos años más, se
ralentizó entre 1975 y 1985 para luego entrar en convulsión a causa de un
efecto de avalancha entre 1985 y 1991. Fueron estos los años de la imposible
perestroika del mandatario Gorbachov, del crepúsculo del comunismo
histórico, de la implosión del Imperio externo (1989, fin de las democracias
populares) y del propio Imperio interno (1991, desintegración de la URSS).
Al final, todo concluyó con la creación de quince nuevas repúblicas cuyas
fronteras artificiales provocarían diversos conflictos entre ellas (Armenia-
Azerbaiyán, Rusia-Georgia, Rusia-Ucrania). Con ello se puso fin al viejo e
inmenso espacio bicontinental ruso-zarista-soviético, configurado a través de
sucesivas conquistas militares en el oeste y de una política imperialista en el
este y en el sur, iniciado con el zar Pedro I el Grande (1689-1725) y
culminado durante el mandato del soviético Leonid Breznev (1964-1982).
9 de noviembre de 1989. Los berlineses orientales consiguieron permiso para pasar
libremente al otro lado del muro que divide su ciudad desde 1961. A partir de ese
día, el mundo libre y el comunista pudieron convivir sin trabas en la ciudad más
simbólicamente fronteriza de toda la Guerra Fría.
La fecha considerada más emotivamente simbólica, a la hora de
individualizar el momento en que finalizó la política de bloques, fue aquel 9
de noviembre de 1989, momento en que las agotadas autoridades de la
República Democrática Alemana autorizaron abrir el muro que dividía la
ciudad de Berlín desde 1961 y permitieron que miles de ciudadanos de la
zona oriental (la comunista) pasaran a la occidental.
Aunque si se prefiere una mayor precisión en el plano histórico-
institucional, la fecha con la que se cierra de forma notoria y en modo oficial
el mayor período de posguerra de la historia es el 3 de octubre de 1990, día
de la reunificación de las dos Alemanias. Acaso mucho más relevante que la
Navidad de 1991, momento en que la bandera roja fue retirada del Kremlin y
se dio así por finalizada la existencia de aquel Estado denominado Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, creado el 29 de diciembre de 1922
mediante la unión de las repúblicas soviéticas de Rusia, Transcaucasia,
Ucrania y Bielorrusia.
¿CUÁNDO COMENZÓ REALMENTE LA GUERRA FRÍA? EL
ORIGEN DE UN CONCEPTO AFORTUNADO
A esta pregunta se tiende a responder, con razones perfectamente válidas, que
en cuanto concluyó la Segunda Guerra Mundial. Precisando un poco más, el
reconocimiento
oficial del inicio del conflicto se produce en la Universidad
de Fulton (Missouri, Estados Unidos), cuando el ex primer ministro británico
Winston Churchill, el hombre que había dirigido el Reino Unido durante la
guerra contra Alemania, pronunció su famoso discurso el 5 de marzo de
1946. En su disertación, Churchill acuñó la célebre expresión «telón de
acero» al recordar que desde Stettin, en Alemania (hoy Szczecin, Polonia),
sobre el Báltico, hasta Trieste (Italia), en el Adriático, se había extendido un
telón de acero destinado a dividir el continente europeo. Al otro lado de dicho
telón se encontraban las viejas capitales de los países de la Europa central y
oriental (Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest y
Sofía). Sin embargo, en el arranque de este discurso, considerado duro
aunque se hiciera muy popular en el mundo occidental, el mandatario
británico se sintió en el deber de mostrar su intacta admiración y amistad
hacia el pueblo soviético y hacia el mismo gran compañero de combate
antinazi, el mariscal Josef Stalin. De esta forma, Churchill demostraba ante
sus amigos americanos (sospechosos en un primer momento de no mostrar
demasiada preocupación, como en los años veinte, por el destino de Europa)
que no tardaría en producirse el enfrentamiento ideológico entre dos mundos
irreconciliables. Por otro lado, el papel ejercido entonces por el político
británico, reducido al de simple jefe de la oposición en su país, no parecía
convertirlo en nadie influyente a la hora de iniciar o desarrollar una labor
propagandística en la Guerra Fría que estaba a punto de estallar. Su discurso,
pues, ha sido a menudo sobrevalorado. El juicio lanzado sobre el pueblo ruso,
junto a la admiración por la energía estratégico-militar de Stalin, constituían
entonces moneda común tanto entre los más conservadores (como lo era el
propio Churchill) como entre los que, en el futuro, demócratas y
socialdemócratas, se convertirían en los más destacados dirigentes del mundo
occidental. En Italia, por ejemplo, es posible encontrar declaraciones de
admiración o gratitud en personajes como Alcide de Gasperi, el fundador de
la Democracia Cristiana, o el socialista moderado Giuseppe Saragat. Nadie
recordaba entonces el Gran Terror estalinista de los años treinta o la alianza
germano-soviética de 1939-1941, hechos que parecían situarse a años luz. La
gran guerra patriótica soviética y los más de veinte millones de muertos
provocados en la URSS (que al final alcanzarían los veintisiete millones,
según las últimas estimaciones), tan frecuentemente recordados por los
dirigentes comunistas, habían alejado aquellos hechos hasta convertirlos en
sucesos remotos, propios de un tiempo ya superado.
Discurso de Churchill en Fulton (Missouri). En la izquierda de la imagen, el
presidente estadounidense Harry Truman, el hombre que había invitado al político
británico a visitar su país. Truman, nacido en el estado de Missouri (concretamente
en la ciudad de Lamar), invitó a su admirado Churchill a la Universidad de Fulton,
donde el británico iba a ser investido doctor honoris causa, para que pronunciara
un discurso. Fue en este marco donde el británico acuñó el concepto de telón de
acero.
Se suele recordar también que el escritor británico Eric Blair, más
conocido como George Orwell, una persona que había sufrido durante la
guerra civil española la persecución estalinista, escribió en 1945 un ensayo
titulado Tú y la bomba atómica. En él llegaba a afirmar que las nuevas armas
de destrucción permitirían a los Estados que las poseyeran alcanzar una
situación permanente de «guerra fría» con sus vecinos, de amenaza constante
en un estado de «paz que no es paz». Un concepto que no volvió a ser
recogido hasta julio de 1947, cuando el influyente columnista estadounidense
Walter Lippmann, partidario de respetar las áreas de influencia soviéticas,
volvió a emplearlo en una serie de artículos considerados neoaislacionistas,
publicados en el New York Herald Tribune y luego reunidos en un solo
volumen titulado The Cold War: A Study in U. S. Foreign Policy. Su
polémico objetivo principal era criticar la doctrina Truman, proclamada el 12
de marzo en el Congreso estadounidense, destinada a la contención del
comunismo por todos los medios. Una doctrina inspirada en los informes del
diplomático George F. Kennan, a la sazón subjefe de la misión
estadounidense en Moscú, manifestada a bombo y platillo mediante el plan
Marshall anunciado el 5 de junio en la Universidad de Harvard. Un plan
económico destinado a ayudar a los países occidentales que lo solicitaran,
siempre que se mantuvieran libres de la influencia comunista. Kennan, en un
artículo publicado de forma anónima en julio de 1947 en la revista Foreign
Affairs. An American Quarterly Review, titulado «The Sources of Soviet
Conduct», había descrito la política exterior de la URSS como una política
moldeada por la combinación de la ideología marxista-leninista, que abogaba
por la revolución para derrotar a las fuerzas capitalistas en el mundo exterior,
y la determinación de Stalin de usar la noción de cerco capitalista con el fin
de legitimar su reglamentación de la sociedad soviética y así consolidar su
poder político. Kennan argumentaba que Stalin no moderaría nunca la
supuesta determinación soviética de derrocar a los gobiernos occidentales:
El elemento principal de cualquier política de Estados Unidos hacia la Unión Soviética debe
ser, a largo plazo, paciente pero firme y vigilante en lo tendente a la contención del
expansionismo ruso […]. La presión soviética contra las instituciones libres del mundo
occidental es algo que puede contenerse mediante la aplicación hábil y vigilante de la fuerza
contraria a una serie de cambios continuos de puntos geográficos y políticos, que
corresponden a los desplazamientos y maniobras de la política soviética, y sobre los que no
podemos dejarnos seducir o rechazar su existencia.
En definitiva, los Estados Unidos tendrían que ejercer una continua
vigilancia a escala planetaria «en correspondencia con los cambios y a las
maniobras de la política soviética», una política que se estaba estructurando
como si se hubiese iniciado un duelo mundial de duración potencialmente
infinita. Lippmann, que consideraba sin duda erróneamente que los
estadounidenses no estaban capacitados para una guerra de posiciones, temía
que su política de contención no haría más que justificar la ocupación de la
Europa oriental por parte de la URSS y la permanente división del mundo en
bloques opuestos e ideológicamente contrarios el uno al otro. Una situación
que para el periodista sin duda beneficiaría al Estado totalitario soviético y
perjudicaría a unos Estados Unidos democráticos. La expresión elaborada por
Lippmann, con una obvia referencia a los años precedentes de guerra
caliente, extremadamente cruenta y destructiva en la que su país había
participado entre 1941 y 1945, será posteriormente utilizada (por una suerte
de ironía semántica de la historia) como una forma de describir de forma
«objetiva» y no «crítica» (como la empleó él mismo) la situación de un
mundo dividido en dos bloques contrapuestos.
Razonablemente, pues, podemos decir que entre 1946 y 1947 comenzó la
Guerra Fría. O mejor dicho, fue cuando comenzó a percibirse
progresivamente en Occidente, particularmente en Estados Unidos y Reino
Unido, al constituirse entonces el fenómeno y el proceso que llevaría al
mundo a dividirse en bloques rígidos. Hay quien todavía ha recuperado, con
cierto oportunismo, la emocionante profecía que el ideólogo francés Alexis
de Tocqueville lanzó al final de la primera parte de su ensayo La democracia
en América (1835), cuando afirmó que rusos y americanos «parecen llamados
por un secreto designio de la Providencia a tener algún día en sus manos los
destinos de medio mundo». Aprovechando estas palabras, se ha llegado a
remontar el inicio de la Guerra Fría al siglo XIX, momento en que se fueron
formando dos grandes imperios, el americano y el ruso. Recordemos que
durante
un cierto tiempo, mientras fue poseedora de Alaska (1784-1867), la
Rusia zarista fue un imperio tricontinental. El propio Tocqueville ya
vislumbró que Rusia representaba la servidumbre, mientras que América era
la tierra de la libertad. También se ha buscado el inicio de la Guerra Fría en el
año 1917, momento del estallido de la revolución bolchevique y de la entrada
de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, una intervención que
más tarde se extendería a la propia Rusia comunista durante su guerra civil.
La primera hipótesis, la referente a Tocqueville, resulta ciertamente sugestiva
desde un punto de vista cultural, aunque no describe una etapa de las
relaciones internacionales, sino un momento mínimamente estimulante en el
desarrollo de la civilización contemporánea. La segunda hipótesis, la
relacionada con el año 1917, se considera historiográficamente más plausible,
aunque disuelve la efectiva especificidad de la Guerra Fría, convierte el
elemento ideológico en algo hecho a medida y se remonta a una fase anterior
de las relaciones internacionales. Un momento en que la Rusia bolchevique,
inmersa en una guerra civil y campesina, había adquirido a pesar de su
extensión una función internacional claramente periférica. En ese mismo
momento, los Estados Unidos se encontraban anclados, pese a su gran poder
económico y comercial, en la versión original de la doctrina Monroe, y su
intervención exterior se produjo con cierta mala gana. Conviene no obstante
recordar que ellos disponían de una frontera móvil por su propia naturaleza,
que se desplazaba aventureramente por los océanos, en especial el Pacífico,
en línea con la tradición expansiva procedente del este europeizante (las
primitivas trece colonias de Nueva Inglaterra) y dirigida hacia el lejano
Oeste. Una frontera que acabaría alcanzando en 1898 un oriente realmente
lejano cuando se apoderaron de Filipinas. En definitiva, parece que solo
después de la Segunda Guerra Mundial se hace posible hablar de Guerra Fría
propiamente dicha, un término tan afortunado que se convertirá en recurrente,
empleado de nuevo al valorar las a menudo tensas relaciones entre Rusia y
Estados Unidos durante el siglo XXI. Sin embargo, insistimos en que solo en
lo que sucedió durante la Segunda Guerra Mundial podemos encontrar los
presupuestos de la Guerra Fría propiamente dicha. La URSS, que a finales de
1941 (al igual que le sucedió en 1919 a la república de los sóviets) se
encontraba en un momento crítico, no parecía precisamente muy propensa a
convertirse, a diferencia de lo que sí sucedía ya con los Estados Unidos, en la
gran potencia destinada a competir con estos. Fue su victoria contra Alemania
y su avance por los países del Este lo que le permitiría hacerse poderosa y
establecer un claro dominio en esa zona de Europa al extender incluso su
influencia en el Pacífico norte asiático (recordemos su intervención en Corea
del Norte en agosto de 1945).
¿CUÁNDO CONCLUYÓ REALMENTE LA GUERRA FRÍA?
Sobre el final de la Guerra Fría parece sin embargo que existen menos dudas
al establecerla a comienzos de la última década del siglo XX, momento en que
se producen sonoros estallidos históricos (disolución de la URSS) que
derivan en situaciones extremadamente traumáticas en diversas partes del
planeta: los Balcanes, el Adriático eslavo-albanés, la región caucásica o en
Afganistán (que vivió una guerra civil tras la retirada soviética en 1988).
Escenarios en que, en ocasiones, intervienen tanto los Estados Unidos como
la Europa occidental (pensemos en Bosnia-Herzegovina en 1995 o en Kosovo
en 1999) y en los cuales se produce la mutación comunista y la deriva
etnonacionalista que motiva algunas de esas convulsiones. Son los casos de
Chechenia (que luchó intermitentemente por separarse de Rusia entre 1994 y
2009), Georgia (donde se produjeron luchas nacionalistas en las regiones de
Abjasia y Osetia del Sur, que provocaron incluso la intervención de Rusia en
2008) y otras áreas (guerra de Nagorno Karabaj entre Armenia y Azerbaiyán
durante los años 1988-1994). En definitiva, conflictos surgidos durante la
descomposición del Imperio interno soviético.
En 1989-1991, se produjo el final abrupto y no bien metabolizado de lo
que se ha interpretado como una guerra fría, ese término en un principio
improvisado a partir de 1947, tal y como hemos visto, convertido luego en
sinónimo de un entero y monolítico período histórico. Un final que ha tenido
como efecto principal, sobre todo en el terreno historiográfico y de la teoría
política, e incluso del periodismo corriente, compactar y homogeneizar desde
una perspectiva inequívocamente ideológica lo sucedido entre 1946 y 1991.
Al finalizar la Guerra Fría propiamente dicha se produjo un aluvión de
libros y artículos que cubrían de forma global el período que va desde la
capitulación de Berlín (mayo de 1945) hasta el golpe de Estado fallido contra
Gorbachov, propiciado por los comunistas más duros, en agosto de 1991. Lo
que primero se denominó la posguerra, expresión no demasiado afortunada,
es decir, el largo momento en el que se sugería un latente estado bélico,
quedó en definitiva convertido en la etapa de la Guerra Fría. Una etapa que
tuvo como protagonistas destacados el marxismo-leninismo de escuela
soviética, el liberalismo político y económico de matriz anglosajona, la
aspiración al Estado del bienestar desde la perspectiva de la socialdemocracia
europea, el cristianismo democrático y social, el occidentalismo y sus
valores, el anticolonialismo, el neonacionalismo independentista, el
tercermundismo maoísta (o castrista, o de otro género), el no alineamiento, el
panarabismo, el panafricanismo (o negritud), etc. Una etapa que, con tantos
protagonistas, no quedaba adecuadamente definida con el solo concepto de
Guerra Fría, demasiado ideologizado, y que hacía referencia esencialmente a
un momento articulado por dos potencias dominantes, aunque trascendidas
por un sistema global más multifacético que bipolar.
En definitiva, ¿concluyó la Guerra Fría entre 1989 y 1991? Para algunos,
claramente no, ya que consideran que entre 1946 y 1953 hubo un momento
clásico, duro, al que siguió otro de alternancias (tensión-distensión)
terminado en 1975. Para otros, claramente sí, porque tras el fin de la política
de bloques y el colapso de la URSS, desaparecieron las razones geopolíticas e
ideológicas que produjeron la existencia de una guerra que era tal porque no
se podía firmar la paz entre dos poderosos bandos antagónicos, pero que era
fría porque no podía resolverse, a causa del equilibrio nuclear, mediante un
encuentro directo y definitivo entre ambos contendientes. La Guerra Fría, de
hecho, se prolongó en el tiempo como forma de guerra y a la vez de paz. Dio
lugar a conflictos calientes, sí, pero afortunadamente produjo efectos
estabilizantes parecidos, al menos en Europa y Estados Unidos, a la paz. Una
paz armada, extremadamente armada, eso sí. Pero «¿ha habido en la historia
alguna paz sin armas?», podríamos preguntarnos. Ciertamente no, aunque en
el caso de la Guerra Fría debemos tener en cuenta que fue hasta tal punto
armada que el planeta corrió el riesgo de desaparecer ante el tremendo poder
destructivo de los nuevos ingenios militares. Por ello tuvo que imponerse una
paz forzada que dio alas a la imaginación de muchos escritores o cineastas,
que recurrieron a la ciencia ficción y a la política ficción para relatar
situaciones de guerra caliente en la que las armas nucleares, en ocasiones
activadas por error o por un acto de locura, llevaban a la humanidad al
desastre. La película de Stanley Kubrick Doctor Strangelove or: How I
Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, realizada en 1964, dos años
después de la crisis de los misiles cubanos, es quizá una de las más conocidas
dentro de un género, el de la destrucción nuclear, que hizo fortuna durante
este período.
Cartel publicitario de Doctor Strangelove or: How I Learned to
Stop Worrying and Love the Bomb.
Se trata de una cinta en la que se ridiculiza el asunto de la
destrucción
nuclear, una de las obsesiones más características de la Guerra Fría. Su
protagonista es un general obsesionado con la idea de que los
comunistas están corrompiendo a los Estados Unidos. Dominado por la
locura, manda que se lancen bombas atómicas desde el aire sobre la
URSS. Temiendo el desastre que se avecina, su ayudante el capitán
Mandrake intenta abortar el ataque, mientras que el presidente de los
Estados Unidos procura convencer al Gobierno de Moscú de que todo es
fruto de un error. A su vez, el asesor del presidente, otro estrafalario
personaje llamado doctor Strangelove, antiguo científico nazi, complica
la trama denunciando que la URSS posee una curiosa arma denominada
máquina del Juicio Final, capaz de destruir a la humanidad. La delirante
situación que se crea concluye con la imposibilidad de frenar los
bombardeos atómicos ya activados. En España, la película se estrenó
bajo el título de ¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú.
EN DEFINITIVA, ¿QUÉ FUE LA GUERRA FRÍA?
Podemos contestar genéricamente diciendo que la Guerra Fría fue una
constante, y a la vez discontinua, sucesión de acontecimientos y de
estrategias que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XX. Aunque de
ningún modo en la entera mitad del siglo en su conjunto, como a menudo ha
pretendido la discusión mediática habida en el decenio 1991-2001, así como
alguna reflexión historiográfica subordinada a este debate. Unas
concepciones que se dejaron seducir por las sombras chinescas de la
simplificación propia, y sin duda espectacular, del ámbito mediático.
Concepciones que además se muestran sumariamente intolerantes al
enfrentarse con la complejidad que realmente se produjo.
En este sentido, Le Monde Diplomatique constituye un buen ejemplo de
esta simplificación. Estamos hablando de una publicación surgida, desde un
punto de vista europeo occidental y sobre todo francés, en 1954, y dedicada a
comentar mensualmente la actualidad política, internacional y cultural del
mundo. Ya en sus primeros números comenzó a tratar el tema de la Guerra
Fría desarrollando opiniones ya muy extendidas y ofreciendo una perspectiva
del hecho casi historiográfica, al dividir el período en dos etapas. La primera
de ellas fue identificada como la de los años de la confrontación euroalemana
(1947-1949). Tuvo como epicentro la ciudad dividida de Berlín, y en ella se
produjo por un lado la expulsión (legítima desde un punto de vista aritmético)
de los comunistas franceses e italianos de los gobiernos de unidad nacional
(1947), y por otro el golpe estalinista de Praga (1948), que significó el fin,
diez años después de la intervención hitleriana en Checoslovaquia, de la
democracia republicana en dicho país. La siguiente etapa fue la denominada
etapa caliente asiática, que se habría desarrollado entre 1949 y 1953. En ella
habría tenido lugar, como consecuencia de la guerra civil, la proclamación de
la República Popular China (1 de octubre de 1949) y el desarrollo de la
guerra de Corea (1950-1953). La firma del armisticio de Panmunjom (27 de
julio), con el que finalizó dicha guerra, fue muy importante desde el punto de
vista de la lógica directa de la Guerra Fría, aunque quizá no tanto desde una
perspectiva histórica general que la derrota un año después de los franceses
en Indochina (21 de julio de 1954, día de la firma de los acuerdos de Ginebra
por los que Francia abandonaba la región). También en el año 1953
abandonaron la escena tanto Stalin, el tiránico mandatario de la URSS, como
el presidente Harry Truman, propugnador de la estrategia de la contención
frente al comunismo. El primero falleció el 5 de marzo, lo que causó una
compleja guerra por la sucesión en el control del PCUS (Partido Comunista
de la Unión Soviética) y, en suma, del poder soviético. El segundo, objeto de
la oposición de una parte de la opinión pública por su empeño en Corea,
decidió no presentarse a la reelección presidencial (al igual que haría Lyndon
B. Johnson en 1968 por culpa de la guerra de Vietnam). Tal decisión tendría
como consecuencia la elección de un presidente republicano, Dwight
Eisenhower, más partidario (como también en su momento lo sería el
asimismo republicano Richard Nixon, sucesor de Johnson) de una
confrontación más indirecta con la URSS. Curiosamente, durante la Guerra
Fría fueron los presidentes demócratas estadounidenses (Truman, Kennedy y
Johnson, con la excepción de Jimmy Carter, que venía de la recentísima
humillación vietnamita) los que mostraron una propensión más
intervencionista, mientras que los republicanos, en general, buscaron captar
las opiniones aislacionistas del electorado.
De forma no muy diferente a la de Le Monde Diplomatique se mostraron
otras publicaciones occidentales, las cuales, con cierto alivio incluso las más
antisoviéticas, tras la muerte de Stalin comenzaron a emplear los términos
distensión y competición (sustituida después por coexistencia) pacífica
basándose en las distintas declaraciones rivales. La cuestión de la Guerra Fría
fue poco a poco quedando reducida al marco del discurso político, como si se
tratara de un problema exclusivo de los estadistas, políticos e intelectuales
occidentales, sobre todo los de izquierdas. Los soviéticos fueron los
principales protagonistas de este cambio, basando su discurso, obsesivamente
repetido ya entre 1947 y 1954, en la idea de que el campo socialista, por su
propia idiosincrasia, solo deseaba la paz, mientras que en el bando capitalista,
reaccionario e imperialista, su anhelo principal seguía siendo la guerra. El
mismo Stalin había sido ya especialmente hábil a la hora de radicalizar de
forma sorprendente, y no solo desde el punto de vista propagandístico,
semejante impostura maniquea. Desde su muerte, la URSS supo desarrollar
una política exterior sofisticada, rígida y prudente al mismo tiempo,
reforzando su papel de superpotencia mundial. Una política astuta y en
ocasiones brutal, a la altura de la gran tradición diplomática de la Rusia
zarista.
Si se abandona la interpretación monolítica y se pasa al análisis,
comenzamos a observar un panorama complejo y lleno de altibajos, en el que
el duopolio político y nuclear de americanos y soviéticos fue perdiendo
consistencia a medida que transcurrían los años. Con la mente abierta,
encontraríamos una complicada política internacional, una amplia red de
relaciones entre países que rompía cualquier monolitismo analítico, y aunque
podríamos seguir hablando de una paz armada soviético-americana, en
absoluto nos permitiría clasificar el período simplemente de época de la
guerra fría. En un intento de periodizar este tercer sistema de equilibrio
contemporáneo, obtendríamos más o menos el siguiente resultado:
1. 1944-1954. Momento de progresiva y no improvisada fractura
europeo-germánico-asiático, enlazado con un inicio explosivo de la
descolonización.
2. 1955-1964. Relativo deshielo marcado por periódicas e improvisadas
crisis.
3. 1965-1975. Coexistencia definida como pacífica, aunque flanqueada
por la realidad de la guerra de Indochina y por el asentamiento
irreversible del conflicto chino-soviético. Un conflicto que hace cada
vez más imperfecta la bipolarización inicial característica de la Guerra
Fría.
4. 1976-1979. Interludio caracterizado por el nerviosismo soviético y por
el síndrome de Vietnam estadounidense.
5. 1980-1985. Nuevo enfriamiento o recuperación, aunque menos
ideologizada y más explícitamente geopolítica, del enfrentamiento
hostil.
6. 1985-1994. Progresivo, y en este caso no improvisado, fin de la
Guerra Fría, en lo que a materia de bloques se refiere (desde el punto
de vista de la amenaza bélica ya había concluido teóricamente en
1975). En el proceso se produce la catástrofe de la URSS, en 1994
Estados Unidos acaba con el embargo impuesto a Vietnam y también
en ese año abandonan Alemania oriental las últimas tropas rusas (las
tropas aliadas asimismo marcharán de Berlín occidental).
Por otro lado, cada fase incluye destacados momentos propios que
desmienten la uniformidad y coherencia no solo
de todo el arco cronológico,
sino de la misma fase. En la fractura inicial, por ejemplo, se dan la victoria
conjunta frente al nazismo, las leyes no escritas de Yalta, la recíproca
protocontención manifestada en Potsdam, la creación de la ONU, el proceso
unitario a los criminales de guerra, la continua apelación por parte de todos a
la paz como valor y como necesidad, el inicio del terror nuclear como factor
objetivo e intrínsecamente disuasorio o el aplastante inicio asiático de la
descolonización. En el momento del deshielo surgen a la vez el no
alineamiento, el pacto de Varsovia, el rearme de la Alemania occidental, la
crisis húngara de 1956, el movimiento ultranacionalista chino (bajo ropajes
comunistas) contra la India y Taiwán, el asunto del avión espía U-2 derribado
por los soviéticos (1960), el desacuerdo y el cisma chino-soviético, el
desbordamiento del proceso descolonizador, la construcción del muro de
Berlín, la crisis de Cuba, el asesinato del presidente Kennedy o la destitución
de Kruschev. Durante la coexistencia se produce nada menos que la guerra de
Vietnam y la consiguiente humillación estadounidense, la masacre de
comunistas en Indonesia (1965-1966), las guerras árabe-israelíes, la
Revolución Cultural china (acontecimiento más antisoviético que
antiamericano, como, muy inteligentemente, captó el entonces consejero de
Seguridad Nacional estadounidense Henry Kissinger), la intervención de los
tanques del pacto de Varsovia en Checoslovaquia (1968) y el golpe militar de
Chile apoyado por la CIA contra el presidente electo Salvador Allende en
1973 (y, en general, el intervencionismo estadounidense en América Latina),
compensación aislacionista de Estados Unidos al abandono del sudeste
asiático. El interludio mencionado nace con la conferencia de Helsinki y
sigue con el inicio de las disensiones en el este de Europa, las negociaciones
sobre los misiles, la victoria sandinista en Nicaragua, el eurocomunismo de
los partidos comunistas occidentales o la administración Carter en Estados
Unidos y la política de derechos humanos. En las fases finales encontramos
momentos particulares como la presencia de comunistas en el Gobierno
socialista francés de François Mitterrand, la iniciativa de defensa estratégica
del presidente estadounidense Reagan, la matanza de la plaza pekinesa de
Tiananmén (1989), la guerra del Golfo (1991), el terrorismo islámico, la
primera fase de la descomposición de Yugoslavia y la consiguiente guerra
interétnica de los Balcanes…
Tanques rusos abandonan la base de Wünsdorf, en la antigua Alemania oriental, en
1994. Durante casi medio siglo, esta Ciudad Prohibida (llamada así por estar
vetada a los ciudadanos alemanes), a poco más de cuarenta kilómetros al sur de
Berlín, fue el corazón del Gobierno soviético en Alemania oriental durante la
Guerra Fría. También se la conoció como el pequeño Moscú, desde el que los
trenes partían y regresaban cada día hacia la capital soviética. En su apogeo, la
base de Wünsdorf era el hogar de alrededor de setenta y cinco mil hombres,
mujeres y niños soviéticos, así como el mayor campamento militar fuera de la
URSS.
Hay, pues, muchas más cosas en el cielo, y sobre todo en la tierra, de lo
que contiene el cómodo, simplificador y unificador concepto de Guerra Fría,
el cual, a diferencia de lo que sucedió en los años noventa, cuando fue
mitificado, queda claro que no constituyó un fenómeno homogéneo. Ni
siquiera marcó una estricta continuidad durante el largo período en que se
desarrolló. Porque si en 1954 parecía que la Guerra Fría hubiera quedado
empequeñecida, esta rebrotaba continuamente siendo bien representada en el
lenguaje diplomático y de los medios de comunicación. Son los casos de
1956 (Hungría y Suez), de 1962 (crisis de los misiles de Cuba) o de 1968
(ofensiva norvietnamita del Tet y Checoslovaquia). Ya en 1979, en un
contexto bastante cambiante, encontramos la invasión soviética de Afganistán
o el derribo de un avión Jumbo surcoreano por los soviéticos en 1983. La
confrontación entre ambos sistemas, que incluyó la carrera de armamentos
nucleares, fue ciertamente permanente, aunque puntualizada por diálogos,
aperturas, acuerdos, entendimientos más o menos cordiales, una inédita
carrera por el control del espacio y por trasladar el armamento hasta ese
terreno, retos económicos… Se hablaba de distensión en plena guerra de
Vietnam, cuando la contención estaba viviendo un gran impulso. Y nos
encontramos con momentos de grave tensión, limitados a unos pocos días
(crisis de los misiles de 1962), precisamente cuando tanto Kennedy,
Kruschev o el papa Juan XXIII abogaban constantemente por la paz. Los
tópicos periodísticos e historiográficos inmediatamente posteriores a 1991
solían describir a los dos bloques siempre al borde de la destrucción, cuando
en realidad entre ambos se desarrolló una política realista basada en el interés
geopolítico mutuo y en alternativas bien distintas a las de la guerra. Por
ejemplo, cuando en diciembre de 1979 los mandatarios soviéticos decidieron
intervenir en Afganistán, lo hicieron a regañadientes, perfectamente
conscientes de las consecuencias derivadas de aquel acto. Pero no vieron otra
salida, convencidos de que si abandonaban Afganistán, el país caería bajo la
órbita estadounidense.
A la hora de devolver el mundo a sus reales y multiformes diferencias en
lo que se refiere al período de estudio, excesivamente sometido a la
simplificación, resultaría particularmente útil el examen de cada una de las
áreas determinantes desde el punto de vista geoestratégico. Por desgracia, las
limitaciones de espacio de este libro no permiten abordar a fondo esta
cuestión, aunque hemos procurado señalar el mayor número de componentes
del problema. No se puede hablar de Próximo Oriente y, en general, del
mundo árabe o islámico, durante un tiempo objeto de interés de los
soviéticos, sin conocer el papel específico de Israel. Un país que logró
mantener su identidad y una relativa autonomía en el marco de la
confrontación entre ambas superpotencias. Si nos fijamos en el conflicto
coreano, podemos sugerir, como lo han hecho ya diversos historiadores de
Estados Unidos, que dicha guerra, además de propiciar el renacimiento
económico japonés, contribuyó de forma algo menos obvia, aunque
igualmente destacable, a evitar un enfrentamiento más destructivo en Europa.
De hecho sirvió para aliviar las tensiones existentes en el Viejo Continente y
ayudó a su crecimiento económico. Por otro lado, la unión de la Europa
occidental frente a la amenaza soviética, al situarse bajo el manto protector
estadounidense, benefició el proceso europeísta. Un proceso cada vez más
autónomo y progresivamente emancipador, nunca traumático, frente a la
dependencia inicial de los estadounidenses. A su vez, la aparición de los
países del tercer mundo interfirió en la estrategia bipolar, hizo de esta algo
cada vez más imperfecto y a la vez arrinconó a Europa como área clásica de
tensión. Tampoco hay que olvidar el clima político que reinó en la URSS tras
la Segunda Guerra Mundial, caracterizado por una nueva fase de represión
interna, que en Estados Unidos tuvo su paralelismo en la caza de brujas
anticomunista propugnada por el senador Joseph McCarthy, ciertamente
menos brutal, aunque también contraria a la libertad ideológica. El fenómeno
del macartismo, más intelectual que político, evidenció no obstante las
debilidades de la democracia americana.
Muchos, pues, fueron los rostros de la Guerra Fría. La idea de estudiar
todo el período que va de 1946 a 1991 de forma unitaria, orgánica, muy
propia de la última década del siglo XX, ha quedado bastante atenuada ya en
el siglo XXI. Los estudios sectoriales han evidenciado diferencias concretas.
Definitivamente, para poder entender la esencia de la Guerra Fría (o quizá
deberíamos hablar de diversas guerras frías, es decir, de las diferentes formas
de contraste y de conflicto entre los dos bloques), no podemos ya limitarnos a
una sencilla trayectoria lineal.
2
Desconfianzas previas (1917-1941)
REVOLUCIÓN EN RUSIA
La Primera Guerra Mundial llevó a la Revolución rusa, que estalló en marzo
de 1917 en un país muy perjudicado por el conflicto contra los imperios
centrales. Las huelgas y manifestaciones de marzo de aquel año en
Petrogrado, la capital, provocaron la abdicación del zar Nicolás II el 16 de
aquel mes. El Gobierno provisional surgido del caos, no obstante, decidió
continuar con la guerra. En Estados Unidos, el presidente Woodrow Wilson
pensó en un primer momento que lo sucedido en Rusia constituía un primer
paso hacia el nuevo orden mundial que él mismo preconizaba, basado en la
democracia y la lucha contra el militarismo propio de los imperios. De hecho,
el 22 de marzo su administración reconoció al nuevo Gobierno ruso, y el 2 de
abril, en su mensaje dirigido al Congreso y destinado a declarar la guerra a
Alemania, calificó a Rusia de digno socio. En los meses sucesivos, los
Estados Unidos prestaron cuatrocientos cincuenta millones de dólares a los
rusos.
Sin embargo, el mantenimiento de la situación de guerra acabó también
con el Gobierno provisional de Rusia. La facción bolchevique del partido
obrero socialdemócrata ruso aprovechó la ocasión y propuso la salida
inmediata del conflicto y el reparto de tierras entre los campesinos. Su líder,
Lenin, llegado desde su exilio de Suiza en abril gracias al apoyo de los
mismos alemanes, dirigió el golpe de mano que el 8 de noviembre (según el
calendario occidental) derribó a la recién nacida república rusa. Su jefe de
Gobierno Aleksandr Kérenski tuvo que huir del país y se proclamó el nuevo
Gobierno de los comisarios del pueblo con Lenin a la cabeza.
Inmediatamente se solicitó un armisticio con Alemania y comenzaron las
negociaciones de paz. Esta se firmaría en la ciudad bielorrusa de Brest-
Litovsk (entonces bajo dominio alemán) el 3 de marzo de 1918. El
representante del Gobierno bolchevique, Lev Trotski, acusó entonces a los
antiguos aliados de haberlos llevado al desastre empujando a Rusia, mediante
una serie de promesas secretas, a un conflicto devastador.
El inicio de las negociaciones de paz ruso-alemanas trastornó los planes
de Wilson, que ya fue advertido el 2 de diciembre de 1917 por su secretario
de Estado Robert Lansing de que el nuevo Gobierno bolchevique ruso no
debía ser reconocido. Entre sus argumentos se incluía la idea de que los
seguidores de Lenin solo pretendían derrocar a todos los gobiernos del
mundo e imponer el despotismo del proletariado. Wilson se manifestó
plenamente de acuerdo con Lansing. A su entender, una dictadura
bolchevique solo significaría la supresión de la democracia y de las libertades
civiles.
Lansing no se conformó con negar el reconocimiento del nuevo Gobierno
ruso. También sugirió que los Estados Unidos ayudaran al general jefe de los
cosacos del Don, Aleksei Maximovich Kaledin, a acabar con los
bolcheviques e imponer en Rusia una dictadura militar que continuara
combatiendo a los alemanes. Sin embargo, aquí se encontró con la oposición
de Wilson, contrario a una participación directa en la guerra civil rusa. Tras
reunirse el 11 de diciembre con Lansing, al final acordaron que Kaledin
recibiría dinero estadounidense a través de intermediarios franceses y
británicos (cuyos países ya negociaban un acuerdo bilateral secreto para
intervenir en el sur de Rusia contra los bolcheviques). Mes y medio después,
Kaledin se suicidó ante el avance de los revolucionarios, pero el proyecto de
intervención francobritánica, al que los estadounidenses parece que no
pusieron ninguna objeción, continuó en pie.
Al final, los bolcheviques acabaron firmando la paz separada con las
potencias centrales y, además, declararon la nulidad de las deudas contraídas
con los aliados por el régimen zarista. Brest-Litovsk representó para Rusia la
pérdida de 780 000 km² de territorio, aunque los males no acabaron ahí, sino
que continuaron en una cruenta guerra civil en la que los antiguos aliados
decidieron intervenir para derrocar al temido Gobierno de los comisarios del
pueblo.
INTERVENCIÓN ALIADA EN RUSIA
En los momentos inmediatos a Brest-Litovsk, Lenin y los bolcheviques
temían más a los alemanes, dueños de una parte importante del territorio
ruso, que a los aliados. Sin embargo, estos estaban ya dispuestos a intervenir
en Rusia para derrocar al Gobierno de los comisarios y reactivar el frente
oriental antialemán. Ya desde diciembre de 1917 los estadounidenses venían
presionando también a los japoneses para que entrasen en Siberia por el
puerto de Vladivostok, donde se almacenaba buena cantidad de pertrechos
destinados en su momento a las fuerzas zaristas, y que corrían el riesgo de
caer en manos de los bolcheviques. A los imperialistas japoneses, interesados
en ampliar su dominio en Asia, no hubo que insistirles demasiado. Estos
incluso dieron a entender a los aliados que si había que ocupar Vladivostok,
lo harían ellos solos, sin necesidad de ninguna ayuda, circunstancia que
provocaría ciertos recelos en el Gobierno de Wilson ante las ambiciones
japonesas de intervenir también en China.
También los británicos estaban muy interesados en intervenir en Rusia;
argumentaban que grupos finlandeses proalemanes intentaban ocupar el
puerto de Murmansk, en la costa norte de la península de Kola. De hecho,
fueron los primeros aliados en entrar en territorio ruso después de estallar la
revolución bolchevique. El día 6 de marzo de 1918, doscientos infantes de
marina británicos desembarcaban en dicha localidad para evitar que cayera en
manos de los finlandeses. Luego propusieron un ambicioso plan de
colaboración con franceses, japoneses y estadounidenses para entrar en
contacto con los ejércitos rusos blancos antibolcheviques. Dicho plan incluía
la ocupación conjunta de Vladivostok por nipones, británicos y americanos.
Los japoneses se adelantaron con la excusa de la muerte de tres
conciudadanos en dicha ciudad, en la cual el 6 de abril desembarcaron
quinientos hombres. Poco después llegaron cincuenta soldados británicos. El
Gobierno de los comisarios del pueblo consideró tales acciones como el
primer paso de un plan destinado a ocupar todo el este de Siberia.
Mapa de la guerra civil rusa, con indicación de los lugares donde intervinieron
tropas aliadas.
Las crecientes presiones británicas hicieron mella en el receloso Gobierno
estadounidense. El ministro de Exteriores del Reino Unido, Arthur Balfour,
envió el 28 de mayo a Wilson una nota en la que insistía en la necesidad de la
intervención estadounidense en Murmansk. El presidente norteamericano,
ante las peligrosas ofensivas alemanes en el oeste, acabó accediendo con la
intención de reactivar el frente oriental una vez fueran derrocados los
bolcheviques.
En el cambio de opinión de Wilson influyeron también las acciones de la
legión checa, una fuerza de unos sesenta mil hombres compuesta por
voluntarios checos y eslovacos, que al comienzo de la Primera Guerra
Mundial se habían unido al ejército del zar para alcanzar la independencia de
su patria, integrada entonces en el Imperio austrohúngaro. Al instaurarse el
Gobierno bolchevique, los checoslovacos, temerosos de represalias, se
encontraron aislados en el centro de Rusia. Su única opción era salir del país
por el puerto de Vladivostok, localidad que conquistaron el 3 de julio, aunque
la amenaza del ejército bolchevique persistía. En ese momento,
estadounidenses y japoneses decidieron intervenir conjuntamente en la zona,
decididamente dispuestos a apoyar cualquier Gobierno ruso blanco que
surgiera. Los primeros soldados estadounidenses que llegaron a Rusia lo
hicieron por Vladivostok el 16 de agosto, y por Arcángel, frente a la
península de Kola, el 4 de septiembre. A mediados de este mes, los japoneses
habían desplazado ya sesenta y dos mil hombres entre Siberia y el norte de
Manchuria.
Tropas estadounidenses desfilando ante la legión checa en
Vladivostok (1918).
La intervención siberiana de 1918-1922 se plasmó en el envío de tropas
por parte de las potencias de la Entente a las provincias marítimas de
Rusia,
como parte de un gran esfuerzo de las potencias occidentales y
Japón destinado a ayudar al ejército de los rusos blancos en contra del
Ejército Rojo bolchevique durante la guerra civil rusa. Japón continuó
ocupando parte de Siberia hasta 1922, incluso después de que el resto de
las fuerzas aliadas la abandonaran dos años antes, y permaneció en el
norte de la isla de Sajalín hasta 1925. Mientras que Francia, Reino
Unido y la legión checoslovaca se concentraron en sostener el frente
antisoviético en Siberia, y Estados Unidos en controlar y reparar los
ferrocarriles siberianos, Japón, que se negó a enviar tropas más allá del
lago Baikal, trató de afianzar su control sobre el este de la región,
disputándosela a soviéticos y estadounidenses.
Cuando la guerra con Alemania concluyó el 11 de noviembre, y con ella
la excusa de reabrir el frente oriental, las tropas aliadas continuaron en Rusia.
El objetivo claro era ahora el de derrocar a los bolcheviques, que de
inmediato comprendieron el sentido de la amenaza. Lenin le dijo entonces a
su comisario de Asuntos Exteriores Gueorgui Chicherin: «Ahora el
capitalismo se echará sobre nosotros». Constatando la gravedad de la
situación, Chicherin consideró oportuno dirigir a los aliados una nota donde
ofrecía diversas compensaciones económicas y una moderación de su política
exterior a cambio de paz. Propuesta que fue acogida con enorme frialdad por
británicos y franceses. Además, tampoco los soviéticos parecían muy fiables.
A finales de enero de 1919, Lenin propuso la creación de la Tercera
Internacional Comunista o Komintern, que se materializó en marzo. Una
organización dispuesta a extender el comunismo por todo el mundo. Ese
mismo mes, gobiernos soviéticos se imponían en Hungría y Baviera.
Winston Churchill, el hombre que veintisiete años después acuñó el
concepto de telón de acero, a la sazón ministro británico de la guerra y
ferviente anticomunista, no quería por nada del mundo abandonar la misión
militar en Rusia hasta que los bolcheviques no fueran definitivamente
derrotados. Sugirió incluso hacer grandes concesiones territoriales a Japón si
mantenía su lucha en Siberia. Se encontró con la cada vez mayor oposición
de Wilson, apremiado por las tendencias aislacionistas del Congreso de su
país, un Congreso que más tarde se mostraría incluso contrario a la
integración de los Estados Unidos en la Sociedad de Naciones. De hecho,
entre junio y julio las tropas estadounidenses evacuaron el norte de Rusia
después de dejar doscientos veintidós muertos. En Siberia aún estarían algún
tiempo más, hasta abril de 1920, tras la derrota de los rusos blancos.
Sin embargo, esto no significa que la Administración estadounidense no
fuera consciente de lo que representaba el peligro comunista. En agosto de
1919, el periodista John Reed había creado el partido laborista comunista de
los Estados Unidos, y el miedo a la agitación soviética en el país derivó en la
creación de la División General de Información, el futuro FBI, dedicada a
investigar a miles de extranjeros sospechosos de agitación, muchos de ellos
luego deportados. Su jefe, John Edgar Hoover, dirigiría aquel organismo
hasta 1972, empeñado especialmente en la lucha contra la intromisión
comunista en la sociedad americana.
Franceses y británicos, desilusionados, también abandonaron Rusia en
1920. Los japoneses se mantuvieron en Siberia hasta finales de 1922. Una
vez retiradas las fuerzas aliadas y aplastados los rusos blancos, los
bolcheviques pudieron imponer su dominio a todos los territorios del antiguo
Imperio ruso, con excepción de Finlandia, Lituania, Letonia, Estonia,
Besarabia (Moldavia) y partes de Polonia. Su victoria, no obstante, les hizo
comprender que su régimen estaría siempre en un constante estado de
amenaza frente a las potencias capitalistas. Stalin aludiría repetidamente,
durante los años treinta y cuarenta, a la intervención aliada en la guerra civil,
y con ello daría a entender que aquel suceso le había hecho agudizar sus
suspicacias sobre los objetivos últimos de los Estados Unidos. Suspicacias
que, tras la Segunda Guerra Mundial, constituirían uno de los elementos
esenciales de la Guerra Fría.
ANTICOMUNISMO AMERICANO
Wilson nunca quiso reconocer al Gobierno bolchevique de Rusia, un régimen
para él basado en una ideología errónea y disolvente. A pesar de que el 8 de
julio levantó el embargo impuesto al comercio de Estados Unidos con la
nueva Rusia, se mantuvieron no obstante diversos impedimentos a las libres
transacciones, como la restricción de pasaportes y visados, la prohibición de
los empréstitos a largo plazo y la prohibición de aceptar oro ruso en pago de
las compras. También se utilizaron medios indirectos para evitar conceder
créditos comerciales a Rusia. Debido a todo ello, transcurrieron varios años
antes de que el comercio soviético-estadounidense comenzara a ser fluido.
En marzo de 1921, la nueva Administración de Estados Unidos,
representada por el presidente republicano Warren G. Harding (Wilson era
demócrata), exigió a Rusia el pago de la deuda zarista si pretendía su
reconocimiento diplomático. El Gobierno bolchevique se negó, y la situación
se mantendría hasta noviembre de 1933. Aunque no era esa la única causa de
la negativa estadounidense a reconocer a la URSS. Probablemente primaba
más el elemento ideológico, tal y como lo podemos concluir de las ideas de
Herbert Hoover, tercer presidente republicano de la década de los veinte
después de Harding y Coolidge. Para Hoover, reconocer a la URSS daría alas
al comunismo, algo de lo que estaba totalmente en contra.
El primer camión Ford montado bajo licencia en la URSS deja la fábrica GAZ
(Gorkovsky Avtomobilny Zavod) en 1932. Dicha fábrica fue creada en 1929 en
Nizhni Novgorod tras el acuerdo firmado con la empresa Ford, que se
comprometía a la asistencia técnica a cambio de la inversión soviética de trece
millones de dólares en la adquisición de automóviles y piezas sueltas de
maquinaria.
Curiosamente, Josef Stalin, el secretario del PCUS, fue el hombre que a
partir de 1928, con el inicio del primer plan quinquenal destinado a planificar
la estatalizada economía soviética, inició la política de contratos con los
empresarios estadounidenses. Necesitado de ayuda técnica, cerca de mil
ingenieros de Estados Unidos participaron en este primer plan en virtud de
contratos individuales, y muchos más lo hicieron para compañías
estadounidenses, que a su vez habían firmado sus propios contratos de trabajo
en el país. Gracias a esa colaboración, se construyeron embalses y plantas
eléctricas, se vendieron miles de automóviles, camiones y tractores y se
ayudó a crear la propia industria automovilística soviética. También se
concedieron créditos a corto plazo al Gobierno bolchevique, que sirvieron
para adquirir productos estadounidenses. De hecho, en 1930 el 25% de las
importaciones soviéticas procedían de Estados Unidos, su primer proveedor.
Para algunos empresarios estadounidenses como Henry Ford, hacer negocios
en la URSS era también una forma de mostrar la superioridad del capitalismo
sobre el socialismo. Sin embargo, concluido el primer plan quinquenal y
supuestamente alcanzados los objetivos previstos, en 1934 los soviéticos
dieron por terminada su relación con la Ford.
De hecho, fue una relación económica breve. Estados Unidos entró en
una gran depresión a partir de 1929 y restringió tanto créditos como
exportaciones. La llegada de la Administración demócrata a la Casa Blanca
en 1933, dirigida por Franklin Delano Roosevelt, fue determinante sin
embargo para la normalización de las relaciones entre ambos países. En parte,
influyó en el hecho el temor compartido por ambos países ante el avance
japonés en China, iniciado con la ocupación militar de Manchuria en 1931.
EL RELATIVO ACERCAMIENTO
Cuando Roosevelt llegó a la presidencia de los Estados Unidos en marzo de
1933, ya era obvio que la política de no reconocimiento de la URSS había
fracasado. No solo no había cambiado la estructura interna de este país, sino
que

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