La arrogancia y la prepotencia de los reyes, gobernantes y funcionarios en los cargos los aleja del poder

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Por Roberto Veras
 
SANTO DOMINGO.- La arrogancia en el ejercicio del poder es una enfermedad insidiosa que ha plagado a los líderes a lo largo de la historia. Esta condición no discrimina entre ideologías, sistemas de gobierno o niveles de autoridad.
 
Su manifestación más evidente es la desconexión entre los gobernantes y aquellos a quienes deben servir, erosionando la confianza pública y pavimentando el camino hacia su inevitable caída.
 
El poder, cuando se maneja sin la humildad y la sabiduría necesarias, puede ser embriagador. Los funcionarios en el cargo a menudo comienzan su mandato con un deseo genuino de servir, pero el ambiente de adulación y el círculo de asesores que les rodea pueden nublar su juicio.
 
Esta adulación constante crea una burbuja de autoimportancia que distorsiona la realidad.
 
Los líderes empiezan a creer que son infalibles, que sus decisiones no necesitan ser cuestionadas y que la crítica es simplemente una manifestación de envidia o ignorancia.
 
Esta arrogancia se traduce en políticas impuestas sin consulta, decisiones tomadas sin considerar las consecuencias para el ciudadano común y un desdén generalizado por la transparencia y la rendición de cuentas.
 
La desconexión entre el líder y la población se amplía, y las necesidades y preocupaciones del pueblo quedan relegadas a un segundo plano. En lugar de escuchar y adaptarse, los funcionarios arrogantes optan por imponer su voluntad, confiando en que su posición les protege de cualquier repercusión.
 
Sin embargo, la historia nos enseña que esta desconexión es peligrosa. La caída de líderes y gobiernos a menudo se origina en este desprecio por la voz del pueblo. La Revolución Francesa, la Primavera Árabe y los recientes movimientos de protesta global son ejemplos claros de cómo la arrogancia y la sordera política pueden desencadenar cambios sísmicos. Cuando los ciudadanos sienten que sus líderes los han abandonado, recurren a los medios a su disposición para recuperar el control, ya sea a través de las urnas o de la protesta en las calles.
 
Además, en la era de la información y las redes sociales, la capacidad de los ciudadanos para organizarse y expresar su descontento es más poderosa que nunca. Los líderes arrogantes, que subestiman esta capacidad, a menudo se encuentran sorprendidos por la rapidez y la fuerza de la reacción pública. Las plataformas digitales amplifican las voces disidentes y pueden movilizar a miles, o incluso millones, en cuestión de horas.
 
La humildad es el antídoto contra esta arrogancia. Los funcionarios deben recordar constantemente que su posición es un privilegio y una responsabilidad, no un derecho. Escuchar activamente, consultar a los expertos, y ser transparentes en sus procesos de toma de decisiones son prácticas esenciales para mantener la confianza pública. La rendición de cuentas no debe ser vista como una molestia, sino como una piedra angular de la democracia.
 
Para mantener el poder y ejercerlo eficazmente, los líderes deben ser accesibles y receptivos. Necesitan estar en sintonía con las necesidades y aspiraciones de aquellos a quienes gobiernan. Esto requiere un esfuerzo consciente para salir de la burbuja de autoimportancia y enfrentar la realidad con empatía y comprensión. Solo así podrán mantener una conexión genuina con la población y evitar el abismo que la arrogancia crea inevitablemente.
 
No todos los que han sido prepotentes y arrogantes están fuera del poder, pero muchos han enfrentado consecuencias significativas debido a su comportamiento. La arrogancia y la prepotencia en el ejercicio del poder pueden llevar a una desconexión con la ciudadanía y, eventualmente, a la pérdida de apoyo popular y, en algunos casos, al colapso de su liderazgo. Sin embargo, varios factores influyen en si estos líderes permanecen en el poder o no, incluyendo el sistema político, el control de los medios, la represión de la disidencia, y la falta de alternativas viables.
 
Hay ejemplos históricos y contemporáneos de líderes arrogantes que han caído del poder:
Nicolás II de Rusia: Su desdén por las necesidades y demandas de su pueblo y su ineptitud durante la Primera Guerra Mundial llevaron a la Revolución Rusa y al fin de la dinastía Romanov.
 
Luis XVI de Francia: Su incapacidad para manejar la crisis económica y social en Francia y su resistencia a reformas significativas contribuyeron a la Revolución Francesa y a su eventual ejecución.
 
Hosni Mubarak de Egipto: Su régimen autoritario y corrupto enfrentó un levantamiento masivo durante la Primavera Árabe, lo que resultó en su renuncia después de 30 años en el poder.
 
Muammar Gaddafi de Libia: Su régimen despótico y su falta de empatía con el pueblo libio culminaron en una guerra civil y su violenta destitución.
 
Sin embargo, hay líderes que han mantenido el poder a pesar de la arrogancia, gracias a diferentes estrategias de control:
 
Vladimir Putin de Rusia: Aunque acusado de gobernar con mano dura y de ser indiferente a la oposición, ha mantenido el poder mediante el control de los medios, la represión de la disidencia y una mezcla de nacionalismo y políticas populistas.
 
Recep Tayyip Erdoğan de Turquía: A pesar de las acusaciones de autoritarismo y de sofocar la libertad de prensa y la oposición, ha consolidado su poder modificando la constitución y ganando elecciones con apoyo popular significativo.
 
Kim Jong-un de Corea del Norte: Mantiene el poder a través de un régimen extremadamente represivo y una estricta propaganda, sin embargo, su arrogancia y desdén por la vida y derechos de sus ciudadanos son bien conocidos.
 
Estos ejemplos muestran que, aunque la arrogancia y la prepotencia pueden llevar a la caída de muchos líderes, algunos logran mantenerse en el poder mediante una combinación de control autoritario, manipulación de la opinión pública y eliminación de la oposición. La sostenibilidad de su poder depende de una serie de factores contextuales, y la arrogancia puede erosionar gradualmente su control, pero no garantiza su caída inmediata.
 
En conclusión, la arrogancia en el poder es un camino seguro hacia la desconexión y la eventual pérdida de autoridad. Los funcionarios que olvidan la importancia de la humildad y la rendición de cuentas están destinados a enfrentar la reacción del pueblo. La historia ha demostrado repetidamente que el poder no es un escudo contra la insatisfacción popular.
 
Para evitar caer en esta trampa, los líderes deben cultivar una actitud de servicio, transparencia y respeto hacia aquellos a quienes deben servir. Solo así podrán gobernar con eficacia y mantener la confianza de la ciudadanía.