“El trabajo no puede ser central en la vida” - Faro de Vigo

Remedios Zafra | Escritora, profesora e investigadora

“El trabajo no puede ser central en la vida”

“Hemos dedicado tiempo a reflexionar sobre cómo se construye la feminidad pero no la masculinidad, y son retos que necesitamos afrontar”

Inés Martín Rodrigo

Cuenta Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973), con esa política poética que está siempre presente en sus reflexiones, en toda su obra, que “hay libros que escribimos porque queremos compartir historias y libros que escribimos porque si no lo hacemos, enfermamos”. Y El informe (Anagrama), que llegará a las librerías el 15 de mayo, es de estos últimos. Un ensayo que cuestiona la naturaleza del trabajo como centro de nuestras vidas y en el que lo inefable toma la palabra para decir basta de precariedad, de autoexplotación, de inercia, de burocracia, para expresar lo insoportable de una rutina laboral que aliena y limita, que lejos de dignificarnos nos mortifica. Un texto donde la rebeldía crítica da luz a un pensamiento forjado en la conciencia de que el tiempo es propio y limitado. Una llamada filosófica a la acción desde la certidumbre de que sólo deteniéndonos, mirando al otro y a nosotros mismos, podemos propiciar el cambio social que necesita este mundo digitalizado cada vez más deshumanizado, tan alejado de la ansiada igualdad. Un informe elaborado con el corazón palpitante, desde el estómago, pero sin renunciar a la razón que asiste a quien elige cada palabra como si fuera la última.

¿Cuándo dejamos de trabajar para vivir y empezamos a vivir para trabajar, en qué momento?

–Empezamos a poner el centro en el trabajo, y no en la vida, cuando esa motivación vinculada a una vocación o a una cierta pasión por lo que haces se va quedando atrás y vas orientando tu trabajo a un hacer de cualquier manera, a un resistir las presiones por entregar ya y producir más. Cuando eso prima, el centro de la vida es el trabajo.

Una situación que en las últimas décadas, con la vida condicionada por las pantallas, ha llegado a un punto de inflexión.

–Cuando nos ofrecían elegir dónde y cuándo trabajar, aceptamos el dónde y se cumplió, pero se nos engañó en el cuándo, porque cedimos todo el tiempo. Podemos acordar nuestras horas de encuentro con los demás, pero con la tecnología, de manera muy fluida, hemos ido normalizando que todo el tiempo es un tiempo disponible para el trabajo.

¿Y cómo revertir algo que ya no es una tendencia sino una realidad?

–Para cualquier cambio que parece personal pero es social lo primero es la toma de conciencia. Apreciamos que algo va mal pero seguimos en esa rutina. La inercia es algo en sintonía con los tiempos mediados por máquinas porque son tiempos que llenan nuestra vida de cosas que hacer y dificultan el distanciamiento necesario para tomar conciencia. La toma de conciencia es muy importante como elemento disruptivo que nos hace ver lo normalizado de otra manera y que acontece a veces como un hartazgo compartido por otras personas que, al ver esa similitud, empiezan a darse cuenta de la necesidad de un cambio social.

Pero cuidado con caer en las trampas de la autogestión y la desconexión. Lo advierte en el libro.

–La trampa de la autogestión alude a embellecer un tipo de trabajo que pone el acento en que optimizamos mejor nuestro tiempo. Sin embargo, es una tarea que nos carga con más tareas en las que dedicamos gran parte del tiempo a suministrar datos a la máquina, y es donde yo hago una crítica a la digitalización actual bajo fuerzas monetarias.

¿Y la desconexión? ¿Es posible?

–Nos hemos conformado con pensar que unos cuantos días de vacaciones son suficientes cuando lo que hacen es dar sentido a un sistema que permite que la mayor parte de nuestro tiempo estemos trabajando y que el tiempo libre sea reducido y esté dedicado a tomar aliento para trabajar con más energía. Esa desconexión está muy mediada por lógicas capitalistas que tienden a cargar el tiempo de descanso de actividades. Son tiempos en los que la centralidad sigue siendo el trabajo, y no la vida. De esa toma de conciencia es fundamental entender un cambio de ciclo, que no podemos considerar que el trabajo, incluso el que nos gusta, sea nuestra centralidad. Nacemos y el tiempo se nos ha ido, ya está vendido de antemano.

¿Hay alternativa al tecnocapitalismo, como lo define en el ensayo?

–El tecnocapitalismo está resultando no sólo dañino sino un gran fracaso respecto a la emancipación y a la igualdad. No somos más iguales ahora que el mundo está digitalizado, porque esa digitalización está dominada por fuerzas monetarias, hay una primacía de la tecnología dominada por el capital. Los debates que a principios del siglo XXI se produjeron en torno a qué queríamos que fuera internet dieron un grandísimo poder a las empresas. Esto es convenido y puede ser modificado, puede haber una mayor regulación y una mayor implicación de la ciudadanía y los gobiernos para cambiar las formas de vivir con la tecnología. En ese sentido quiero ser optimista. Me da la sensación de que hemos llegado a un punto de no retorno, mucha gente está agotada y eso puede ser movilizador a nivel político.

En esa digitalización, la inteligencia artificial cumple un papel fundamental. ¿Qué opina de ella?

–Hay un imperativo humano de controlar la inteligencia artificial. Llevamos más de 20 años aceptando o pasando por alto que estamos suministrando datos para el entrenamiento de distintas inteligencias artificiales que consideran que internet es el mundo. Pero internet no es el mundo. Internet es internet, y lo que allí acontece está movido por algoritmos que no favorecen la libertad ni la construcción de un mundo más igualitario. Al contrario, las maneras que subyacen como estratos en los contextos digitales tienden a ser conservadoras porque se apoyan en lo que ya ha pasado, tienen ese potencial que parece descriptivo pero que es anticipatorio.

¿Y cuáles son los problemas más inmediatos derivados de la IA?

–Hay varios, y uno de ellos es la opacidad. La opacidad se ha ido normalizando al hablar de inteligencias artificiales que se nos presentan como neutrales porque se nos ha reiterado que lo que viene de la máquina es objetivo, frente a la complejidad humana. Es esencial ver y conocer ese tipo de inteligencias. La escala de las inteligencias artificiales es global y pone en riesgo la diversidad humana, porque en esa orientación hacia la conversión de las ideas, de las cosas e incluso de las personas en productos perdemos el matiz, lo profundo, todo lo que en los contextos creativos reivindicamos como característico de lo humano y que se esquiva para favorecer la homogeneización. Los trabajos creativos encargados a la inteligencia artificial minusvaloran lo que hace el humano y están cargado de estereotipos y sesgos.

Por no mencionar el marco de la verdad. ¿Dónde queda ahora?

–Quizá el asunto más importante sea ese. Las inteligencias artificiales desdibujan ese marco, no tenemos claro si lo que estamos viendo es real, representado, ficticio. Esto nos es familiar desde que vivimos con internet, hemos aprendido a dar valor al contexto. Pero ahora no es sólo el desdibujamiento del contexto, sino del objeto, de nuestra imagen como seres humanos, de nuestro trabajo intelectual, que está modificado con apariencia de veracidad. De ahí que sea indispensable que lo hecho por una inteligencia artificial lleve alguna marca que nos ayude a movernos en un mundo donde esa complejidad nos va a exigir más que nunca un pensamiento crítico.

En el libro plantea la necesidad de reapropiarse del tiempo propio para ejercer el pensamiento crítico.

–Parece que es algo que va con nosotros, pero ese tiempo propio no es favorecido porque en la vida contemporánea parece que siempre es de día, porque en internet siempre es de día. Y en ese ser siempre de día tenemos nuestras agendas llenas de cosas que tenemos que hacer para vivir y trabajar. Pero son muy pocos los intersticios lo suficientemente dilatados para detenernos en ese no estoy haciendo nada y me permito perder la mirada en el horizonte, pasear y, de pronto, me doy cuenta de que lo que estoy haciendo no es bueno y hay una perturbación, un malestar. Lo que nos consigue cambiar siempre es precedido de un malestar en el que tomas conciencia de algo que te está dañando.

Pero para eso es imprescindible saber que ese tiempo es propio.

–Es un tiempo que nos pertenece. A las dos nos gusta Virginia Woolf y esa idea de espacio propio como algo esencial para crear. Ahora el espacio lo tenemos relativamente ganado, pero el tiempo se ha convertido en ese objetivo que se nos ofrece pero nunca se da plenamente. Y si no tenemos ese tiempo terminamos siendo más fácilmente manipulables, porque el tiempo propio es el que nos hace pensar antes de formar parte de una comunidad. Ahora nos vamos sumando a comunidades, a posicionamientos, y después si acaso pensamos sobre ello. El tiempo se dificulta. Esos instrumentos de los que yo hablo a menudo en mi obra, los botones y las pastillas, son artefactos muy de época porque boicotean el tiempo. El botón te permite pasar de lo que no te gusta, si algo te molesta lo quitas. Las pastillas, los ansiolíticos, que se han naturalizado en nuestras vidas y cuerpos para hacer llevable este malestar y seguir trabajando, benefician al trabajo que hacemos, a quienes las tomamos nos perjudican como fórmulas adictivas.

También se ha desvirtuado la idea de hogar. Abandonamos los pueblos y, al final, se nos ha expulsado de los centros de las ciudades.

–Lo que está ocurriendo a nivel material en las ciudades contribuye a asentar una desarticulación de lo colectivo, un contexto mucho más individualista donde se pasa por alto el papel de lo comunitario. El lugar donde vivimos se ha convertido en producto olvidando que es hogar, es decir, pasando por alto que las personas necesitan lugares propios para vivir, donde imaginar una vida. Está primando la mercantilización con los hogares de las personas, desplazándolas fuera de los lugares donde pueden construir lazos colectivos y culturales a contextos en la periferia donde rara vez se conoce a los vecinos y donde ni siquiera se tiene en cuenta la transformación climática. Pareciera que ese contexto incentiva a una vida más individualista y más encerrada en el cuarto donde sólo la pantalla puede liberarnos a través de la evasión.

En este mundo cada vez más deshumanizado usted establece una clara analogía entre el heteropatriarcado y el tecnocapitalismo.

–En las últimas décadas por fin las mujeres se han incorporado al mercado laboral. En ese cambio necesario que ha habido muchas mujeres hemos salido de casa pero la mayoría de los hombres siguen sin haber entrado, y si no entran hay una asimetría que siempre va a jugar a favor de la desigualdad y de querer culpabilizar a quien ya siente esa culpa porque la heredamos. Hemos pasado por alto que los cuidados debieran estar en el centro de nuestra vida. Una de las respuestas del feminismo al patriarcado ha sido la sororidad, la alianza entre todas las personas que se sientan en esta lucha igualitaria y, por otra parte, colocar los cuidados en el centro, los cuidados como ese nuevo poder.

Y, sin embargo, un 44,1% de los hombres cree que la promoción de la igualdad ha llegado tan lejos que ahora se les discrimina a ellos.

–Hasta hace un tiempo muchas personas pensaban que el feminismo sólo afectaba a las mujeres. Cuando la sociedad ha visto que el feminismo habla de cómo de manera estructural se tiende a reiterar un contexto que privilegia a determinadas personas, hay un dolor por parte de los hombres que se sienten interpelados. Ese dolor es complejo, no puede ser simplificado porque la mayoría de hombres no ha pasado por ese proceso de conciencia feminista. En ese shock de sentirse interpelado cabe la opción de entender que las mujeres no reclaman tomar el poder e invertir los roles, sino construir relaciones de igualdad. Esto no ha sido entendido y quizá necesitamos una cierta autocrítica, más paciencia, pedagogía para empatizar y ayudar a entender la justicia que hay en la reivindicación de igualdad del feminismo. Ese rechazo que una no toma de conciencia ha generado en muchos hombres ha sido acompañado de un contexto que ha favorecido la tan odiosa polarización y la tan odiosa simplificación. Dicho todo esto, algo que urge ver es que a los movimientos de ultraderecha que se globalizan por todo el planeta les cohesiona la lucha antifeminista porque en ella ven todo aquello que pone en riesgo los privilegios no ya de los hombres sino de los hombres que han tenido el poder, que son también los que se ocupan de mandar a los hombres soldado a que mueran en la guerra. En ese sentido, creo que la reflexión anima a salir de esa lógica de polarización, a buscar alianzas entre las personas independientemente de nuestro género. Algo que nos puede ayudar es comenzar poniendo sobre la mesa nuestra vulnerabilidad, que a las mujeres nos daña la desigualdad y a los hombres las formas en las que se pueden sentir afectados por determinadas injusticias. En mi trabajo coincido con muchos jóvenes que se definen como hombres heterosexuales y se sienten desubicados y dolidos. Hemos dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre cómo se construye la feminidad pero no hemos reflexionado sobre cómo se construye la masculinidad y son retos que necesitamos afrontar.