Yasujiro Ozu, el maestro de las sutilezas que nos enseña a leer los personajes
domingo. 19.05.2024

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Celín Cebrián | @Celn4

Yasujiro Ozu (1903-1963) es considerado uno de los grandes nombres de la cinematografía universal, con un amplio reconocimiento en su país, donde la crítica ha valorado su obra como fiel testimonio de los valores más genuinos y autóctonos de su tradición, un estilo estilizado y tan depurado como inconfundible, y cuyo nombre siempre aparece junto al de Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi y Mikio Naruse. Pero podemos decir sin complejos que Ozu continúa siendo el más desconocido de todos los grandes cineastas.

Dice Luis Noronha da Costa que la creación del mundo como Mirada y su reajuste a la escala humana es, sin duda, clásica, y que, con ella se instaura el proceso que llamamos Historia. Bien. En el arte del Renacimiento, sin embargo, todo lo que formaba parte de lo que se consideraba estante, es decir, lo que era (todo aquello que estaba en la Naturaleza), pasó a formar parte de la Imagen. Y resulta también evidente que si el Ver tiene que ver con los dioses, el Mirar  está relacionado directamente con el Hombre. Así las cosas, en este mundo donde la catedral de catedrales es el Cine, que reajusta la relación entre la Imagen y la Dimensión de la Mirada , no es de extrañar que el pintor más moderno de nuestra época, Mark Rothko, haya hecho coincidir la Dimensión de la Mirada y el final de la Visión de la misma, por eso no enmarcaba sus cuadros y pintaba sus cantos con tal que no se notasen los márgenes, el principio y el fin, incluso animaba a que sus cuadros se colgaran en el suelo para que pudiéramos entrar en ellos . Pero, ¿a qué cuento vienen todas estas preguntas si lo que realmente queremos es hablar de uno de los mayores cineastas de todos lo tiempos? Pues seguramente se deba a que sencillamente Ozu fue el único que situó el problema de la imagen de cine en relación al doble de identificación, es decir, que la imagen del cine debe construirse teniendo en cuenta la escala del espectador, en profunda relación con sus maestros Jonh Ford y Lubitsch, y entonces quizás podamos entender ese célebre encuadre “a lo Ozu”, que nunca corresponde con un contrapicado, y cuya misteriosa “altura de perro” continúa suscitando tanta polémica, hasta tal punto que  algunos han llegado a afirmar que “si uno se sienta durante dos horas delante de una película de Ozu se vuelve dos horas más viejo”, como si llegaran a combinar en un mismo instante el tiempo y la nada. 

“Si uno se sienta durante dos horas delante de una película de Ozu se vuelve dos horas más viejo”, como si llegaran a combinar en un mismo instante el tiempo y la nada

Acercarse a la obra de este autor japonés es una tarea de una dificultad incalculable, pese a ser un director que incide en lo sencillo y elemental en su trabajo, como sucede en la trilogía Noriko que está compuesta por Primavera tardía (1949), Principio de verano (1951) y Cuentos de Tokio (1953), seis horas de cine donde el tema recurrente es la brecha generacional entre padres e hijos, mostrado con una belleza absorbente, o el papel que juega la mujer en la sociedad nipona, llena de dudas, que ansía su libertad y que no quiere ser gobernada, aunque desde Occidente lo hayamos visto de una manera diferente, ya que, cuando el cine llegó a Japón, lo tradicional gozaba de una profundidad de siglos. De ahí que, en un principio, la cinematografía no se viera como una expresión artística, sino como una combinación del teatro Noh y Kabuki. En Memorias de un inquilino/ Historias de un  vecindario (1947), por ejemplo, Ozu inserta varios planos vacíos de personajes como estrategia de distanciamiento, una técnica que provenía del Bunraku. Y en El sabor del té verde con arroz (1952) presenta espacios vacíos en las esquinas del plano a la manera de la pintura Ukiyo-E del siglo XIII, una perspectiva que remite al benshi  o narrador del teatro Kabuki, con una estética reposada y reflexiva donde no falta nada ni sobra, un hallazgo recurrente que va a persistir en toda su filmografía y que no es otra que la estrecha vinculación entre la vista y el fotograma, el contrapicado y una coreografía sobria, además del conocido “plano bajo” (tatami)  y el ángulo referente. Y desde el punto de vista actoral, la utilización del Método Taguchi-Kotani y el método Stanislavsky de interpretación, que más tarde adoptaría el Actor´s Studio de Elia Kazan y Lee Strasberg. 

Si hablamos de estilo narrativo, hay quienes opinan, entre ellos David Bordwell, que en el cine del director japonés podemos hablar de tres estilos: el caligráfico (asociado al esgrima), el  pictorialismo   y el de la línea dramática dictada por la tradición. Una visión o una perspectiva muy ligada a otras teorías occidentales hasta tal punto que, en 1929, Einstein visitó Berlín para visitar a Bertolt Brecht y hablar sobre el teatro, cine y  literatura, y ambos compartieron su interés por el teatro de marionetas chino y por el Kabuki japonés, algo que Ozu, buscando una noción particular de belleza, llevará en sus películas hasta  las últimas consecuencias.

El cine siempre fue espejo del mundo, pero no todo el cine, porque el de Ozu, ese cine sencillo y cercano, siempre estuvo algo oculto, o sea,  como si tendiera a diluirse, ya que muchos sólo citan a Yasujiro Ozu por puro postureo, puesto que, en realidad, a esos culturetas no le van esas películas extrañas, lentas, reflexivas, con un estilo visual propio, maravilloso, ni el mensaje de un cineasta humanista y compasivo que capta los sentimientos de la soledad y él los arropa con su cámara, con su afecto y con la verdadera luz que se merecen. Así de claro. 

Ozu es un poeta, un pensador, que dominó la técnica de su oficio para plasmar la humanidad en todos sus rasgos. Y lo hizo con personalidad, con humildad y con la sencillez necesaria

Ozu es un poeta, un pensador, que dominó la técnica de su oficio para plasmar la humanidad en todos sus rasgos. Y lo hizo con personalidad, con humildad y con la sencillez necesaria, que es, a fin de cuentas, como se consigue la verdadera belleza. El cineasta al que le gustaba retratar una flor de loto en medio del barro y que hoy es un cineasta de culto, venerado por directores y entendidos. Son muchos los que se consideran herederos de su arte, tan sutil y delicado, ese cine formalmente sobrio, de planos filmados desde el punto de vista de un adulto sentado en un tatami, desde donde captar los grandes cambios que estaba sufriendo la sociedad japonesa tras la Segunda Guerra Mundial, que buscaba la armonía en las relaciones humanas, que nos hacía sentir que la vida existía sin necesidad de grandes acontecimientos o haciendo aparatosos movimientos de cámara.

Era un hombre que sentía un amor incondicional por su oficio, concebido como razón de vida. Nació en 1903 y  murió sesenta años después. Su vida y su obra corren paralelas a la evolución que le toco vivir a su país. Y esa misma transformación del mundo le serviría como base de su universo fílmico. Realizó 54 películas. Se dijo de él que era el más japonés de todos los directores japoneses. Siendo joven, dedicaba más tiempo a colarse en los cines que en asistir a clase. Llegó a ser maestro de escuela en una aldea remota, pero un tío suyo lo metió en 1923 en la productora Shochiku y en 1927 ya estaba dirigiendo su primera película. Era la época del cine mudo. Solía ser un hombre discreto. Fumaba mucho y bebía mucho también. Casi siempre iba vestido de la misma manera: un traje gris confeccionado con tres piezas. Cuando rodaba, solía llevar un sombrero blanco. Nunca se casó ni se le conoció relación con mujer alguna, más allá de los rumores de su larga amistad con una geisha. También era un buen dibujante, sobre todo pensando en sus stories boards. No le gustaba teorizar. Y menos sobre el cine. En la Segunda Guerra Mundial estuvo destinado en China. Fue hecho prisionero en Singapur. Al terminar la contienda volvió con su guionista, Kogo Noda, y el cámara, Yuharu Atsuta. No empleó el sonido hasta el año 1935: ꟷ”¿Para que buscar ruido cuando reina el silencio”, argumentaba. Su plano característico era tomado desde unos 90 centímetros sobre el suelo. También fue un firme defensor de la cámara estática y las composiciones meticulosas en las que ningún actor dominase la secuencia. Era normal ver en sus películas la presencia de comida y bebida: la tarta de Navidad en la película La primavera tardía; el ramen en El sabor del té verde con arroz y el  tonkatsu de El sabor del sake.Considero que era muy interesante ver cómo se distribuía en su cine la casa japonesa y la importancia que adquirió ese universo doméstico en Japón después de la guerra. Incluso el cineasta llegó a someter toda su obra a un proceso de depuración: generó un soporte instrumental sobre el que se registraba la disposición del mobiliario y de los objetos. Y a partir de ahí se dibujaban los movimientos de los actores, la posición de la cámara, los ejes visuales, la cuarta pared… Pocos cineastas han sido tan consistentes en su estilo cinematográfico como Ozu: desde el cuidado del ángulo bajo hasta las conversaciones a menudo filmadas de frente, pasando por el uso de una lente de 50 mm o ese término acuñado por Noël Burch que se conoce con el nombre de “pillow shot” (plano almohada), que venían a ser tiros de cámara aparentemente aleatorios, sostenidos durante varios segundos, de la vida cotidiana, que después actuarían como transiciones entre secuencias. Siempre tenía a mano unos cuantos: una vista del mar, unas cuantas montañas del lugar en el que transcurría la acción, un barco, un tren, un edificio público, unas cuantas habitaciones privadas… Era una manera maravillosa de evocar emociones apasionadas que estaban debajo de la superficie. Pongamos un ejemplo de esos pillow shots:  una muchacha ha perdido a su padre. Entonces vemos la habitación vacía y a oscuras. Eran imágenes que hablaban solas.

Fue un firme defensor de la cámara estática y las composiciones meticulosas en las que ningún actor dominase la secuencia

Recientemente el mundo cinematográfico se unió para rendir homenaje a Yasujiro Ozu, el director que logró captar la esencia de las experiencias humanas y que ha servido de influencia a Martin Scorsese, Wim Wenders o Wes Anderson. La película elegida fue Historia de un vecindario de 1947, una historia que se sitúa en el Japón de la posguerra en la que un hombre encuentra en la calle a un niño perdido y se lo lleva a su casa. Ninguno de sus vecinos quiere ayudarle, hasta que el niño queda en manos de una viuda de agrio carácter que, al día siguiente, lo lleva hasta su barrio y, al preguntar, descubre que su padre lo ha abandonado. Con un humor sutil e irónico, el filme alcanza un equilibrio perfecto a lo hora de llegar al espectador y robarle unas cuantas sonrisas.  Una cálida comedia de 70 minutos en la que Ozu limitó los medios al máximo, así como los recursos, tanto materiales como artísticos,  hasta conseguir  todo  ello una pequeña obra maestra, “profunda y sencilla a la vez como una piedra”, en palabras de su director, que escribió el guion en 12 días, algo que logró gracias a la cantidad de películas que había visto durante su encarcelamiento como prisionero de guerra en Singapur.  No podía haber en la película ni exaltación  nacional  ni tampoco humillaciones del pueblo japonés, ya que había censura de los dos bandos. Según confiesa Yasujiro Ozu…: ꟷ “Hubo quienes pensaron que había cambiado algo tras la contienda, aunque fuera sólo un poco…., pero, al ver la película, dijeron que no había cambiado nada, que seguía como siempre: siendo más terco que una mula”. 

Yasujiro Ozu, el maestro de las sutilezas que nos enseña a leer los personajes