Las mujeres que cimentaron América: el legado de las primeras europeas
Las mujeres que cimentaron América: el legado de las primeras europeas
Colaboradores Cultura2

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Las mujeres que cimentaron América: el legado de las primeras europeas

El devenir del Nuevo Mundo también se forjó gracias a ellas, que tuvieron la valentía de embarcarse en viajes oceánicos inciertos y peligrosos

Foto: Un grabado de alrededor de 1500 que muestra la detención de Cristobal Colón en La Hispaniola.  ' (Getty Images)
Un grabado de alrededor de 1500 que muestra la detención de Cristobal Colón en La Hispaniola. ' (Getty Images)

En los últimos años estamos asistiendo a múltiples campañas contra los símbolos del descubrimiento de América. En muchas ciudades se ha sustituido el Día de Colón por el de los Pueblos Indígenas y, a la sombra del enfado, Colón vuelve a aparecer como el antihéroe de la conquista, un supuesto opresor e incluso negrero, y los conquistadores son sospechosos de crueles atrocidades. En una empanada ideológica monumental todo se mezcla, y el resultado es que estamos asistiendo a un fenómeno revisionista de la Historia sin precedentes. América en su conjunto aún tiene que enfrentarse a ese nutrido censo de fantasmas que ha acabado en una descomunal fobia a las estatuas. En ese largo proceso de simultánea ilusión y desaliento que han supuesto estos cinco siglos, es interesante rescatar aquellos primeros años en los que no solo soldados y conquistadores iniciaron el imparable desarrollo que transformó el continente.

En el año 1498 algo formidable ocurrió en una isla hasta poco antes desconocida, cuando comenzaron a erigir la primera gran ciudad europea en el Nuevo Mundo. Toda urbe tiene su leyenda, su particular historia, y la de Santo Domingo está íntimamente ligada a los primeros años, a ese distintivo apellido que nadie le podrá usurpar jamás: la ciudad primada de América. Aquel fue el lugar donde se concentró el caldo primigenio, ese que permitió al hispanista francés Pierre Chaunu afirmar que Santo Domingo es el microcosmos de toda la historia americana.

En la isla La Hispaniola, en medio de una explanada selvática, unos europeos idearon la construcción de un asentamiento capaz de acoger la enorme empresa que se avecinaba. Ese enclave privilegiado ofrecía un puerto fluvial de aguas profundas donde atracarían barcos sin descanso, y también una amplia extensión de terreno que, a la postre, vería en poco tiempo y para sorpresa de los indios taínos, crecer una fabulosa ciudad moderna. Desde el principio, el asentamiento tuvo claro que debía dejar atrás el Medievo y mirar solo hacia el futuro, gracias a ese incipiente y motivador Renacimiento que ya inundaba Europa. En las siguientes décadas la transformación del espacio fue sorprendente: iglesias, palacios, mansiones, hospitales, incluso se iniciaron los preparativos para erigir una catedral y se esbozó la primera universidad. Nunca un continente había sufrido una transformación tan impactante, brillante y acelerada.

Casi todas las mujeres debían dormir echadas sobre la cubierta, lavar en público su ropa interior y hacer sus necesidades en presencia del resto del pasaje

Hoy día olvidamos que los monarcas hispanos jamás tuvieron en mente crear allí una simple colonia, si no que impusieron establecer la gran capital de los territorios de ultramar, una ciudad de vocación permanente tan importante como Toledo, Sevilla o Barcelona. El objetivo no era expoliar, sino incrementar la dimensión del Imperio, con palacios y edificios gubernamentales de excelente fachada, donde los nobles competían por conseguir la mejor ubicación. Desde el principio, Santo Domingo estuvo inmersa en un bullicio permanente. Las naos llegaban repletas de soldados, conquistadores, comerciantes, carpinteros, herreros, orfebres, hombres dispuestos a hacer fortuna, y también frailes cargados de fe.

Y, en poco tiempo, los monarcas entendieron que la verdadera transformación de los territorios descubiertos solo sería posible si se reprodujesen allí las condiciones de vida europeas. Con ese objetivo, promulgaron leyes muy concretas: los aventureros que hubiesen dejado atrás a sus esposas tendrían que regresar a por ellas, o bien enviar a buscarlas. Además, fueron muchas las solteras que adivinaron una mejor existencia y decidieron iniciar una nueva vida. A todas ellas les prometieron que llegarían al paraíso, un lugar donde nace el cielo, uno muy distinto, unas tierras sin tantos prejuicios como en la vieja Castilla, sin gremios asfixiantes y con la estricta moral cristiana bastante relajada. Los primeros viajes femeninos fueron realmente duros, tanto como el de los hombres, pero con matices importantes. En esos pequeños barcos de corta eslora, casi todas debían dormir echadas sobre la cubierta, lavar en público su ropa interior y hacer sus necesidades en presencia del resto del pasaje. Solo unas pocas damas pudientes podían reservar un espacio en la bodega, con derecho a una estrecha cama debajo de la cual colocaban su propio atalaje.

Aunque algunas mujeres habían alcanzado ya el trópico, esos primeros viajes exclusivamente femeninos arribaron a los territorios de Indias allá por el año 1510, y algo común a todas ellas es que portaban planes ambiciosos, tanto, que harían irreversible entender la Historia tal y como se conocía antes del descubrimiento. Ese fue tal vez el momento en que —de verdad— todo cambió para siempre. El devenir del Nuevo Mundo también se forjó gracias a ellas, que tuvieron la valentía de embarcarse en viajes oceánicos inciertos y peligrosos. Mientras los hombres construían catedrales, ellas cimentaban una nueva sociedad, y con su presencia, dieron lugar a la transformación de las costumbres. En apenas dos décadas la selva vio crecer una fastuosa ciudad de sólidos palacios, pero también una sociedad multicultural y mestiza.

La calle de Las Damas

Esa misma ciudad repleta de bellas mansiones que habían construido los afortunados exploradores se vio de repente sorprendida cuando comenzaron a desfilar por sus calles mujeres vistiendo pomposos trajes de seda, dando paseos al atardecer. El efecto fue tan sorprendente que, en la primera calle de América, puede verse hoy día una enorme placa de mármol, recordando que fue necesario renombrar esa primera avenida, que en poco tiempo pasó de llamarse calle del Rey a calle Las Damas, nombre que aún conserva cinco siglos después.

El mejor ejemplo de mujer poderosa en esos primeros años fue la virreina María de Toledo, que tuvo un papel esencial en la construcción de la sociedad de ultramar. Estableció su propia corte, mujeres de alta cuna del reino de Castilla, impuso sus normas y se convirtió en un personaje central, aunque no copió las costumbres aristocráticas, sino que las reinventó. Fue una firme defensora de los indios, evitó el maltrato gracias a su posición de influencia, y a golpe de fuerza y determinación, fue adoptando sus propias decisiones, con frecuencia contrarias a la impuestas por la Corona. María abrió el camino, pero fueron muchas más las que forjaron ese primer enclave, las que establecieron los patrones de una nueva sociedad de Indias que, desde Santo Domingo, fue replicándose sin parar por todos los territorios descubiertos.

Nunca sabremos si Colón tuvo la culpa de algo, o más bien la culpa de todo, si merece que se derriben sus estatuas, pero la realidad es que aquel continente es fruto de la huella que dejaron tanto él como otras muchas personas, incluyéndolas a ellas. Porque la conquista de América también fue una aventura de mujeres.


*Miguel Ruiz Montañez es autor de la novela 'Donde nace el cielo'

En los últimos años estamos asistiendo a múltiples campañas contra los símbolos del descubrimiento de América. En muchas ciudades se ha sustituido el Día de Colón por el de los Pueblos Indígenas y, a la sombra del enfado, Colón vuelve a aparecer como el antihéroe de la conquista, un supuesto opresor e incluso negrero, y los conquistadores son sospechosos de crueles atrocidades. En una empanada ideológica monumental todo se mezcla, y el resultado es que estamos asistiendo a un fenómeno revisionista de la Historia sin precedentes. América en su conjunto aún tiene que enfrentarse a ese nutrido censo de fantasmas que ha acabado en una descomunal fobia a las estatuas. En ese largo proceso de simultánea ilusión y desaliento que han supuesto estos cinco siglos, es interesante rescatar aquellos primeros años en los que no solo soldados y conquistadores iniciaron el imparable desarrollo que transformó el continente.

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