1705: La estancia del Padre Labat en Cádiz

Tribuna de historia

1705: La estancia del Padre Labat en Cádiz

Grabado con la imagen de Juan Bautista Labat.

Grabado con la imagen de Juan Bautista Labat.

A lo largo de la historia contamos con un buen número de testimonios que nos dejaron los visitantes extranjeros que pasaron por Cádiz. Sobre todo abundaron durante los siglos XVIII y XIX, resaltando la mayoría de ellos la gran importancia de su comercio y de su cosmopolita actividad mercantil, hasta el punto de considerarla algunos como la ciudad menos típicamente española. Especialmente, en los años finales de un siglo y principios de otro, máxime si la comparamos con los consabidos estereotipos que por entonces circulaban sobre España.

Entre los primeros que se acercaron a Cádiz a principios del siglo XVIII figuran tres viajeros franceses, el afamado numismático Aubry de la Motraye, que tan sólo nos dejó de pasada una muy breve mención de la ciudad; el anónimo ‘M.’ que la calificó de “famosísimo y rico puerto marítimo, donde abordan toda clase de naciones”, y, finalmente, el dominico Juan Bautista Labat, que nos legó una sustanciosa descripción de la ciudad, que bien nos ayuda a hacernos una acertada visión de aquel incipiente Cádiz dieciochesco, solo entre 1705 y 1706.

El Padre Labat había nacido en París en 1664 y tras ingresar en la Orden de los Dominicos, pronto pasó a América no tanto por sus tareas evangélicas sino más bien como explorador y aventurero. Aparte de ser un gran entendido en botánica, ayudó con sus amplios conocimientos matemáticos a la construcción de fortificaciones en la islas de Guadalupe y Martinica, bajo dominio francés, habida cuenta de las sucesivas incursiones inglesas. De vuelta a Europa en 1705, emprendió un viaje a Roma con la misión de cumplimentar al General de la Orden, desembarcando en Cádiz el 10 de octubre para cruzar España y pasar a Italia desde el sur de Francia. Tan complicada ruta se explica al no poder embarcar desde Gibraltar, habida cuenta de que esta plaza se hallaba bloqueada al caer en manos inglesas el año anterior, como resultas de la Guerra de Sucesión por la corona de España que entonces se vivía.

En Cádiz permaneció cuatro meses, donde, agudo y atento observador, tuvo la oportunidad de describirnos una ciudad variopinta, que ya empezaba a rivalizar con Sevilla en el comercio con América, aunque habría que esperar hasta 1717 para el traslado de la Casa de Contratación. ‘Bon vivant’, poco dado a las incomodidades a pesar de sus azarosos desplazamientos, en el Año Dominico o Vida de Santos e Ilustres Personajes de los Hermanos Predicadores (Grenoble 1912), se puede leer sobre su persona que “siempre llevó una vida perfectamente correcta y religiosa”, aunque, con cierta retranca, se añade que “sin distinguirse por una santidad extraordinaria”, lo que no le impidió rendir “en diversas circunstancias verdaderos servicios a la familia dominicana”. Tras permanecer diez años en Italia, volvió a Francia muriendo en París el año 1738.

Sus relatos se publicaron posteriormente, destacando los concernientes a la parte española en una edición parisina de 1927, dentro de la colección ‘Viajes de antaño y de hoy’ por el editor Pierre Roger. Siempre altanero, Labat, aunque previene a sus lectores que solamente ha visitado una pequeña parte de España, les garantiza “una muy grande exactitud en todo lo que contaré”. En consecuencia, insiste mucho en recalcar que “he cuidado de comprobar, hasta donde me ha sido posible, lo que han dicho y he escrito con sinceridad lo que he visto después de haberlo examinado bien”. Por si fuera poco, de nuevo a sus lectores, si sus escritos no agradasen, “cúlpese a ellos mismos”.

Un recibimiento nada entusiasta

La ciudad que encontró entonces Juan Bautista Labat fue descrita como “grande”, aunque “su parte occidental poco habitada”, llamándole la atención sus calles estrechas y tortuosas, “nada o muy mal pavimentadas y muy sucias”, si bien, tan solo la calle Nueva podría considerarse la excepción. Aún así, resaltaba a primera vista ser una ciudad de comercio, “morada de comerciantes más que de nobleza y de gentes de letras”, con casas de tres y cuatro pisos, algunas con puertas adornadas de columnas de mármol de Génova o Carrara.

Según los datos demográficos que poseemos, apenas llegaría a los 30.000 habitantes, entre los que deja entrever el hacer gala continuamente de cierto orgullo, incluso en aquellos que pedían limosnas, como si existiera alguna obligación de ser acreedores de ella. Además, se asombra que la gente no se llamara por sus apellidos, sino utilizando sus nombres de pila, a ser posible precedido del correspondiente “don”. Por entonces era gobernador el marqués de Valdecañas y todavía no había experimentado la expansión urbana hacia arriba del recinto, que no se consagraría hasta bien entrado el siglo XVIII. Eran los años de la Guerra entre la Casa de Borbón y la Casa de Habsburgo por el trono de España, si bien las simpatías en Cádiz se decantarían por Felipe V, nieto del Rey francés Luis XIV, hasta el punto de repeler la ciudad un ataque anglo holandés en 1702. Por ello no le extrañó, como resultas de esta contienda, la considerable guarnición que había, aunque sus tropas al parecer estaban mal pagadas y con retraso, si bien no se resiste a anotar que era fácil reconocer a los oficiales y saber el rango que ostentaban, porque siempre llevaban con ellos sus distinciones, “tal vez- agrega- las llevaban hasta en la cama”.

Tras pernoctar brevemente la noche del 12 de octubre en casa de un comerciante de Marsella, considerando que lo más apropiado era alojarse en el convento de la Orden, allí se dirigió al día siguiente. Como quiera que al presentar sus respetos al prior, en latín según costumbre, éste con especial desdén le preguntara a qué Orden pertenecía, el P. Labat no pudo ocultar su desconcierto, habida cuenta de que como dominico así había sido presentado. En seguida se percató que dicha postura era debida a que no portaba, como era de rigor, la capa negra que cubre el hábito blanco, pues, durante el tiempo que estuvo en América, según el parecer de Labat, no era costumbre llevarla.

De vuelta al barco tras este primer encuentro tan poco prometedor, visitó a un sastre que a la mayor brevedad le confeccionó la requerida capa y con ella acudió de nuevo al convento, donde esta vez le pareció que el prior se mostraba menos adusto. La razón no era otra que ya se había enterado de que su estancia en Cádiz formaba parte del viaje a Roma para cambiar impresiones con el Padre General. En consecuencia, fue invitado a estar allí todo el tiempo que quisiera, asignándosele el alojamiento debido, que, por lo que Labat manifiesta, resultó nada confortable. Se quejó de que la cama era pequeña y las mantas raídas y desgastadas, con parco e insuficiente mobiliario, hasta el punto de expresar que “todo ello se parecía bastante a una cárcel”.

Dejó el convento unos días después, alojándose en una casa particular no muy lejos de allí, pues acudía todos los días a decir misa. Por cierto que le extrañó mucho lo caro de los alquileres, que juzgó excesivos, hasta el punto de que a tenor del elevado precio de la casa que pagó, en París le hubiera supuesto otra, pero el doble de espaciosa. Su primera visita en sociedad fue para el Marqués de la Rosa, vicealmirante de los Galeones y rico comerciante de Cádiz, casado, por lo demás, con una criolla de la Martinica. Colmado de todas las atenciones posibles, le pareció su casa de las más hermosas de Cádiz, con la gran puerta de la calle adornada de una jamba de mármol blanco.

De comerciantes y clérigos

No puede ser más concluyente Labat cuando, sin ambages alguno, reconoce a Cádiz a pesar de todo como “el centro de todo el comercio que se hace con las Indias Occidentales”, encontrándose en ella comerciantes franceses, ingleses, holandeses e italianos. Con todo, cuanto se veía allí había que pagarlo bien, en alusión a los fuertes impuestos y tasas que se debían abonar, sobre todo si venían del extranjero, pues España solo exportaba a sus dominios ultramarinos, vino, frutas secas, aceite e hierro.

Por contra, “todo le demás viene de otros países”, como las telas, tapices, paños, sombreros armas, encajes... “. De su bullicioso puerto, aunque refiere la rigidez de los aduaneros en sus diligencias, hasta el punto de llegar a las confiscaciones, deja entrever también cierta venalidad bajo la forma de una tácita facilidad de entendimiento entre los representantes de los comerciantes con los aduaneros, los denominados “comisionistas del contrabando”.

En consecuencia, al considerarse tanto impuesto por parte de las autoridades (“aves de rapiña”) como abusivo, eran frecuentes los consabidos pleitos que se interponían, señalando que los españoles eran “grandes pleiteadores”, solo superados por los florentinos. Hasta los que llevaban el carbón y el agua debían de pagarlos, con el agravante de que la ciudad no poseía de agua propia, lo que la hacía bastante vulnerable a posibles asedios. También, el hecho de no encontrar en Cádiz víveres para ocho días seguidos, ya que todo venía de los pueblos cercanos, “hasta el pan”.

Como sede episcopal que era, encontró la catedral “sólida y muy recia”, aunque “ni grande ni hermosa”, baja, bastante oscura, triste y sucia a pesar de tener altares de mármol y muchos dorados. Se deshizo, en cambio, en elogios sobre la figura del obispo, “prelado viejo, muy sabio, bueno y austero”, llamándole la atención que su servidumbre se compusiera solamente de nueve personas entre clérigos y laicos, a pesar de las cuantiosas obras de caridad que llevaba a cabo. Digamos que se trataba, aunque no lo menciona por su nombre, de monseñor Alonso de Talavera, de la orden de San Jerónimo. También dedica especial atención, como no podía ser menos, al considerable número de conventos de la ciudad, destacando el de San Francisco por su alto número de frailes que allí moraban, así como por las dos capillas que gozaban de mayor devoción, la de San Antonio de Padua y la de San Luis rey de Francia.

Aunque tuvo tiempo, incluso, para visitar Sevilla y el Campo de Gibraltar, la mayor parte de su narración es alusiva a la ciudad de Cádiz, de la que partió el 9 de febrero de 1706. Nos dejó, pues, este interesante relato, propio de un clérigo distinguido, culto e irónico, que miraba a los gaditanos, digamos que, con una cierta y discreta displicencia, acompañada de aseveraciones, algunas de ellas más que discutibles.

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