'Megalópolis': el último acto suicida de Francis Ford Coppola
'Megalópolis': el último acto suicida de Francis Ford Coppola
77 EDICIÓN DEL FESTIVAL DE CANNES

'Megalópolis': el último acto suicida de Francis Ford Coppola

El canto del ci(s)neasta de uno de los nombres indispensables de la historia del cine compite por la Palma de Oro

Foto: Adam Driver es César Catalina, el arquitecto de Megalópolis. (Festival de Cannes)
Adam Driver es César Catalina, el arquitecto de Megalópolis. (Festival de Cannes)

Era la película más esperada del año, la consecución de una cruzada quijotesca de más de cuarenta años de reescrituras, refinanciaciones y rodajes abortados, uno de ellos en pleno 11S. Megalópolis, la gran quimera de Francis Ford Coppola, ya es una realidad. La Sección Oficial de la 77 edición del Festival de Cannes ha acogido este jueves el primer pase de esta utopía -o distopía, ahora veremos- de uno de los nombres fundamentales de la historia del cine. Megalópolis será muy probablemente el último trabajo -el director ha cumplido ya 85 años- del patriarca de dos sagas: de los Coppola -Sofia, Gia, Nicolas Cage y demás- y de los chicos malos de aquel Nuevo Hollywood que cambió las reglas de la industria en los sesenta. Ya el título, Megalópolis, subraya la intención del director de ofrecer una obra de arte total, gigantesca, megalómana, desproporcionada respecto a los parámetros de hoy, cuando la normalidad cinematográfica se edifica a base de superproducciones multimillonarias que harían llorar a D. W. Griffith.

En el proceso de construcción de su Megalópolis, Coppola se ha dejado 120 millones de dólares de su patrimonio personal -tuvo que vender sus famosos viñedos porque nadie ha querido producirla-, la salud y probablemente la cordura. A principios de mes, además, murió su mujer, Eleanor, como sumatorio trágico al ascenso a las montañas de la locura del director, emulando a su capitán Willard de Apocalypse Now.

Tiene mucho de canto del ci(s)neasta Megalópolis, una representación de la caída del imperio americano que atraviesa extracinematográficamente la película: Coppola, al fin y al cabo, es uno de los puntales de la contracultura norteamericana, devenida al final en cultura mainstream. De nuevo la utopía transformada en distopía. Después de un planteamiento político, una revolución popular y una cultura occidental enfrentándose a su colapso, esta Megalópolis wagneriana ofrece un último acto en el que la redención viene de la mano del amor. Sobre el papel todo bien, sobre la pantalla no.

Coppola, en un acto de rebeldía, de cabezonería, de pasión kamikaze y de valentía, ha querido perseguir sus molinos de viento, como ya hizo Terry Gilliam con su Quijote, y estrellarse con su gran ópera de ciencia ficción que -salvando las dimensiones- tiene mucho de primera película: un ansia por contarlo todo, por volcar todas las ideas y pensamientos y discursos a la vez, una voracidad tornada en verborrea. Mucho se habla de las películas testamentarias de los grandes directores, pero poco de que habitualmente, aunque erráticas, están insufladas de un extraño vigor formal, de una necesidad de experimentación desbocada, quizás como manera de demostrar que siguen vivos, que se sienten vivos, por mucho que nos empeñemos en enterrarlos. Mejor ser un críptico enajenado que un fósil, parecen pensar.

La manera en la que Coppola ha intentado conectar con el momento actual es a través de la propuesta de una utopía como alternativa a la caída de ese imperio estadounidense, que replica de la crisis económica y de valores de la República romana. Ya en la primera secuencia de Megalópolis, con Adam Driver caracterizado con un peinado al estilo patricio romano, Coppola instaura el código estético e iconográfico de la película, repleta de alusiones al mundo clásico, en particular a la conjuración de Catilina en el año 63 antes de Cristo, cuando Roma. Una democracia pervertida por los intereses de la aristocracia acaba deviniendo en populismo, revueltas y muerte. Más o menos el resumen del primer mandato de Donald Trump, apunta la película.

Nueva York se presenta como un espejo de la Antigua Roma, en un momento de decadencia provocado por una oligarquía distanciada del pueblo y entregada a un frenesí hedonista. Entre esas élites dominantes destaca César Catalina (Adam Driver) un constructor-playboy con la capacidad de parar el tiempo y que, además, ha creado un nuevo material de construcción para sustituir al acero y el hormigón que es transparente y que, además, es el medio para construir una utopía en la que todos los hombres y mujeres crezcan y se eduquen en igualdad y en armonía con el planeta: Megalópolis. No queda muy clara la utilidad del superpoder del arquitecto, que aparece y desaparece, como una pequeña anécdota de carácter sin importancia. Se sienten las múltiples reescrituras de guion cuando hay flecos que quedan sueltos, olvidados, sin utilidad.

A César Coppola lo enfrenta con una suerte de magnate llamado Craso, interpretado por Jon Voight; con Franklyn Cicerón, el alcalde de Nueva York (Giancarlo Esposito), que detesta la fantasía del proyecto y que quiere mantener sus privilegios en el statu quo, y con una suerte de estrafalario hijo de papá al que pone cuerpo un Shia LaBeouf más desatado que nunca (y eso ya era difícil), un personaje difícil de catalogar, una exacerbación de la vanidad y banalidad contemporánea. En el camino de César se cruza Julia Cicerón (Nathalie Emmanuel), la hija del alcalde, una 'socialité' en busca de un sentido para su vida. Por allí también aparece Aubrey Plaza como femme fatal a la antigua usanza, un personaje casi tan perturbador como el de LaBeouf. O algo así. Porque, a partir de aquí, ya es labor ardua de cada espectador tratar de conectar las miles de ideas que propone Coppola en un monólogo cuando menos desconcertante.

placeholder Aubrey Plaza es Wow Platinum en 'Megalópolis'. (Festival de Cannes)
Aubrey Plaza es Wow Platinum en 'Megalópolis'. (Festival de Cannes)

El retrato caricaturesco, comiquero y 'noir' que Coppola hace de las élites estadounidenses recuerda a Dick Tracy (1990), de Warren Beatty, por lo grotesco de sus personajes y lo disparatado de las situaciones. También conecta con Holy Motors (2012), de Leos Carax, en esa vocación expresiva transgresora. Pero lo que Coppola pretende como sátira resulta en parodia y, en muchas ocasiones, los recursos narrativos inusuales parecen más bien fruto de los recortes presupuestarios y la necesidad de resolver las tramas a toda prisa que de una propuesta lingüística meditada. Hay una sensación de puzle en el que se han perdido parte de las piezas, de un balcón con vistas al caos.

Megalópolis tiene todo lo que el cine puede ofrecer -incluso un momento performático en la sala-; hay momentos musicales, hay disparos, hay 'thriller'. Hay expresionismo alemán y hay existencialismo moderno. Hay cartelería soviética, hay recortes de periódicos, hay pantallas partidas, hay animaciones, hay pantalla en negro, hay teatro filmado, hay efectos especiales recargadísimos y también imágenes documentales. Pero no existe un orden que guíe al espectador en su búsqueda de sentido, un diccionario, una traducción.

En un ensayo -fílmico o de cualquier tipo- se experimenta en torno a las ideas para llegar a alguna conclusión. En Megalópolis las propuestas son muchas, pero las conclusiones son inexpugnables. El leitmotiv de esta ópera 'sci-fi' de Coppola es el tiempo (como insiste una y otra vez su protagonista, el tiempo se pierde, el tiempo vuela, el tiempo se acaba, citas manidas y manoseadas), pero está tan rodeado de fanfarria que acaba enterrado entre tanto ruido.

placeholder Otro momento de 'Megalópolis', la última película de Francis Ford Coppola. (Festival de Cannes)
Otro momento de 'Megalópolis', la última película de Francis Ford Coppola. (Festival de Cannes)

La apariencia en pantalla es la de que nadie salvo Adam Driver sabe exactamente qué está haciendo. La propuesta fotográfica fluctúa y muta sin una intención expresiva clara, el montaje es arrítmico y anticlimático y los actores pululan por los escenarios desorientados, tanto como el espectador. Megalópolis es impredecible por no estar atada a los códigos habituales y, como un niño con TDAH, por querer abarcarlo todo y todo ya. Coppola reafirma la idea de que Megalópolis es su última película grande -de envergadura-, su Moby Dick. Y hay algo bellísimamente trágico en esa inmolación, en esa cruzada extemporánea en la que Coppola decide arriesgar su patrimonio, su esfuerzo y su tiempo -mucho más valiosos estos últimos por irrecuperables- por superarse a sí mismo, el último gran obstáculo. Toda utopía colapsa en utopía, repiten, y Megalópolis es otra muestra de ello.

Era la película más esperada del año, la consecución de una cruzada quijotesca de más de cuarenta años de reescrituras, refinanciaciones y rodajes abortados, uno de ellos en pleno 11S. Megalópolis, la gran quimera de Francis Ford Coppola, ya es una realidad. La Sección Oficial de la 77 edición del Festival de Cannes ha acogido este jueves el primer pase de esta utopía -o distopía, ahora veremos- de uno de los nombres fundamentales de la historia del cine. Megalópolis será muy probablemente el último trabajo -el director ha cumplido ya 85 años- del patriarca de dos sagas: de los Coppola -Sofia, Gia, Nicolas Cage y demás- y de los chicos malos de aquel Nuevo Hollywood que cambió las reglas de la industria en los sesenta. Ya el título, Megalópolis, subraya la intención del director de ofrecer una obra de arte total, gigantesca, megalómana, desproporcionada respecto a los parámetros de hoy, cuando la normalidad cinematográfica se edifica a base de superproducciones multimillonarias que harían llorar a D. W. Griffith.

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