El texto que sigue contiene una reflexión histórica y crítica acerca de las bases, sentido, alcance y límites del reformismo educativo liberal-socialista que, aunque inicialmente impulsado durante el primer bienio, marcó el devenir de la educación española entre 1931 y 1939. El proyecto educativo de la Segunda República –que no era en absoluto revolucionario, ni por su naturaleza ni por su aplicación que no se salió un ápice del marco constitucional- hay que verlo como un proyecto inacabado y fuertemente limitado en su desarrollo: en primer lugar por circunstancias económicas  de la crisis económica internacional y en segundo lugar por las durísimas resistencias que sufrió en su desarrollo de la mano de la Iglesia y las congregaciones religiosas que negociaban bajo su paraguas. Traumáticamente abortado por la derrota en guerra del Estado republicano pasó a estar vigente en otros países (Méjico, Colombia, Argentina, Cuba) merced a la presencia del exilio republicano español.

Este artículo forma parte del  libro Del elitismo a la masificación* en el que se aborda la larga y compleja transición que se produjo en España desde un bachillerato tradicional, al que prácticamente solo podían acceder las elites de sexo masculino, a una educación secundaria obligatoria para toda la población. Esta obra complementa un volumen anterior, del mismo autor, publicado en 2020 y titulado «Consagrar la distinción, producir la diferencia. Una historia del Instituto de Huesca a través de sus catedráticos (1845-1931)».

*Al final se da cuenta del Índice y videos de la presentación


 

Juan Mainer Baqué

Historiador y miembro de Fedicaria

El programa educativo que abrazó con entusiasmo el Gobierno provisional surgido tras la proclamación de la Segunda República fue uno de los frutos más relevantes de un largo proceso de confluencia ideológica y política de dos sectores clave de la intelectualidad española del primer tercio de siglo: la ILE, que representaba los intereses de las clases medias de la cultura ligadas al liberalismo democrático, y ciertos dirigentes del PSOE formados en su seno[1] que arrastraron tras de sí, con no pocas reticencias y dificultades, a la clase obrera, específicamente urbana y de militancia socialista.

Aquella feliz —o infeliz, según se mire— confluencia tuvo primero que lidiar con el tradicional rechazo, teórico y práctico, que el movimiento obrero organizado, tanto en su vertiente marxista como en la anarquista, había manifestado siempre frente a la escuela estatal y burguesa. El propio Marx escribió poco sobre educación, pero cuando lo hizo siempre abogó por «la menor cantidad posible de infancia, de escuela y de la llamada educación», en el convencimiento de que dentro de la escuela del Estado burgués no podía estar la salvación de la clase obrera, sino más bien la huida a los generosos brazos de las clases medias.

De hecho, desde los años setenta del siglo XIX el movimiento obrero español fue desplegando sólidas y duraderas iniciativas culturales y educativas al margen del Estado y ligadas a la formación de su militancia, a la instrucción de obreros y a la extensión de una cultura de clase revolucionaria y potencialmente emancipatoria (sic). Las ideas de la «educación integral»,[2] inspiradas en la obra de Paul Robin, quedaron pronto fijadas como el núcleo del programa político-pedagógico del anarquismo español. Así se llegó a desarrollar una importante tradición de experiencias e instituciones culturales y educativas —escuelas laicas, racionalistas y neutras, bibliotecas, ateneos y universidades populares y casas del pueblo y de cultura— que quedaron indisolublemente unidas a su plan revolucionario y alcanzaron, sobre todo en el seno del movimiento libertario y anarquista, una extraordinaria relevancia hasta bien entrados los años treinta. No ocurrió lo mismo en el caso del movimiento socialista, como venimos anunciando, donde tales iniciativas, que mantuvieron inicialmente un notorio seguidismo respecto de las tesis anarquistas fourieristas (Tiana, 1997), fueron abandonándose y dando paso a una lenta convergencia, especialmente a partir de 1909 en el marco del surgimiento de la conjunción político-electoral republicano-socialista, con el imaginario pequeñoburgués del proyecto de la ILE en una estrategia de vindicación de la escuela pública, unificada y gratuita para todos, bajo el control y la dirección del Estado.

El ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, Domingo Barnés Salinas (2º drcha.), y los ex ministros Marcelino Domingo (1º izda.) y Fernando de los Ríos (centro) junto al escritor y rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno (2º izda.), y algunos estudiantes durante su visita a la Universidad de Salamanca en 1933 (foto: Efe)

Siendo aún profesor de Psicología, Lógica y Ética de la flamante Escuela de Estudios Superiores de Magisterio (EESM) madrileña, un todavía joven Ortega y Gasset (1883-1955) pronunció su célebre conferencia La pedagogía social como programa político en la sociedad El Sitio de Bilbao el 12 de marzo de 1910. En aquel texto, seminal y alumbrador, el recién llegado de Marburgo, convertido al neokantismo y embelesado ante las doctrinas de Paul Natorp manifestaba entre otras cosas su preocupación por que las organizaciones obreras no hubieran comprendido suficientemente la importancia que debía tener para sus reivindicaciones la escuela única estatal: «La pedagogía social que exige la educación por y para la sociedad exige también la socialización de la educación. Estimo —afirmaba Ortega (1946)— que los partidos obreros se olvidan un poco de la escuela única». Hablaba de una escuela pública, obligatoria, igual para todos, neutra, al margen de los credos y más allá de las posibilidades económicas de sus alumnos. Fiel a este empeño en pos de la educación social como ente vertebrador y forja de comunidad, Ortega fundó la Liga de Educación Política Española en 1914;[3] fue este, sin duda, uno de los espacios propiciatorios para la confluencia entre republicanos, socialistas y un personal variopinto pero asimismo relevante para la fragua del postrer proyecto republicano —desde Cossío, Castillejo, Luis de Zulueta y Luis Bello, pasando por García Morente, Pérez de Ayala, Ángel Galarza y Luis de Zulueta, hasta Antonio Machado, el propio Azaña o el hacendista oscense Agustín Viñuales Pardo—. Por su lado, en aquel juego de alianzas y convergencias desempeñó también un papel esencial la influyente Escuela Nueva madrileña, fundada por el socialista Manuel Núñez de Arenas en 1910. Como la Liga orteguiana, pronto se convirtió en otro lugar de socialización e intercambio entre el socialismo de cátedra, en un sentido lato: por allí asomaron Fernando de los Ríos —sobrino político de Francisco Giner—,[4] Julián Besteiro, Andrés Ovejero, Luis Araquistáin y personalidades como el propio Ortega —uno de sus principales impulsores—, María de Maeztu, Magdalena de Santiago Fuentes, Américo Castro o los García Morente, Azaña y otros muchos.[5] Ambas entidades, diríamos hoy, operaron como auténticos laboratorios de ideas para los miembros de la generación del 14 y como fecundos caladeros, después, del personal político de la Segunda República y de su proyecto educativo reformista.

Como se anunció, aquella confluencia tuvo su materialización explícita en el documento Bases para un programa de instrucción pública, aprobado en el XI Congreso del PSOE, de 1918,[6] que, entre otras cosas, supuso el abandono de la crítica marxista revolucionaria a la escuela capitalista, así como la paulatina postergación de iniciativas privadas de instrucción obrera. El documento fue redactado por Lorenzo Luzuriaga, a quien, junto con Ortega, Azaña y quizá Manuel B. Cossío, podríamos considerar uno de los principales muñidores intelectuales de la alianza interclasista que dio luz al reformismo educativo de la Segunda República. En honor a la verdad, cabe decir que fueron muchas las cabezas y muchos los brazos que colaboraron en la empresa, y que hubo, además, un claro reparto de papeles en las filas de la conjunción republicano-socialista. Muy cerca de los mentores estuvieron los políticos Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos, así como una importante pléyade de mujeres de acción como María de Maeztu, Juana Ontañón, María Goyri, María de la O Lejárraga o María Luisa Navarro Margati[7] y de hombres como Domingo Barnés o, sobre todo, el socialista Rodolfo Llopis, prestigioso normalista, exalumno de la EESM y pensionista de la JAE, convertido en muy influyente director general de Primera Enseñanza de los Gobiernos del primer bienio.

Como es sabido, la alianza política entre republicanismo y socialismo se forjó y se selló en las postrimerías de la dictadura primorriverista. Ya en 1924, un pequeño folleto titulado Apelación a la República[8] sirvió para que Manuel Azaña diera a conocer su más clara expresión programática y su más sólida y matizada argamasa argumentativa:

Es un deber social que la cultura llegue a todos, que nadie por falta de ocasión, de instrumentos de cultivo, se quede baldío. La democracia que solo instituye los órganos políticos elementales, como son los comicios, el Parlamento, el Jurado, no es más que aparente democracia. Si a quien se le da el voto no se le da la escuela, padece una estafa. La democracia es fundamentalmente un avivador de la cultura […]. El Estado debe gastar cuanto sea menester, pero con provecho y orden. Economías, en los gastos militares y navales que, sobre arruinarnos, para nada sirven; supresión del presupuesto del clero; dotación suficiente para la enseñanza del pueblo y la cultura superior; el Estado tendrá en sus escuelas un puesto para cada alumno en edad escolar y un maestro para cada cuarenta alumnos. (Azaña, 2008)

Se trataba, en suma, de un ambicioso proyecto de modernización democrática del sistema escolar que albergaba el sueño pedagógico de impulsar a través de él una reformulación (democrática) de la conciencia nacional que, necesariamente, había de ser neta y claramente republicana. «Militante, nuestra democracia deberá ser docente, además», escribía Azaña en otro lugar del célebre folleto. Sin duda fueron Azaña y Luzuriaga quienes mejor y más lúcidamente barruntaron la necesidad de cimentar un pacto entre intelectuales y fuerzas del movimiento obrero socialista en la costosa tarea histórica de erigir una democracia sólida y duradera para España en el contexto de una sociedad sumida en profundos cambios, atravesada por lacerantes desigualdades y extraordinariamente conflictiva.[9]

No es extraño, pues, que la génesis del reformismo liberalsocialista tuviera lugar en un momento —los años veinte— en el que la acumulación de cambios sociales, económicos y de todo tipo habían desencadenado la agudización del rechazo que el vetusto armazón del sistema escolar provocaba entre amplios sectores sociales de la población. Lo cierto es que desde comienzos de siglo era patente el sostenido incremento de la demanda de escolarización insatisfecha por el Estado —como, por otra parte, ocurrió en toda Europa—, una demanda que para el caso del bachillerato se canalizó hacia los colegios privados de la Iglesia, pero también hacia el contingente de la enseñanza libre, que no bajó del 50 % de los matriculados durante todo el primer tercio de siglo. Desde los convulsos años del sexenio 1917-1923 —y antes— la sociedad española, la España real, constituía una realidad dinámica y cambiante que contrastaba con el inmovilismo y la incapacidad de sus clases dirigentes y de los marcos políticos y constitucionales vigentes. Si bien la educación española se encontraba a distancia sideral del ideal de la escolarización universal (ni siquiera se habían conseguido los parámetros mínimos de escolarización primaria o alfabetización propios del modo de educación tradicional elitista de países como Francia o, mucho menos, Alemania), la capacidad de imaginar un programa fundado en una escuela de masas —unificada y universal—, superadora de las barreras sociales, expresaba con rotundidad una impugnación del modo de educación tradicional elitista que ni el tímido y errático regeneracionismo tardorrestauracionista ni el fallido Estado corporativo ensayado por el dictador militar habían acertado a paliar.[10] Ese fue el contexto, auténtica encrucijada, en el que una facción importante del bloque social antioligárquico, más o menos ganado por la causa socialdemócrata, realizó una apuesta por romper con la escuela tradicional poniendo la reforma educativa en el centro de un proyecto de cambio político y social y de palingenesia nacional. Marcelino Domingo acertó a expresarlo con rotunda claridad:

El Gobierno provisional de la República sitúa en el primer plano de sus preocupaciones los problemas que hacen referencia a la educación del pueblo. La República aspira a transformar fundamentalmente la realidad española hasta lograr que España sea una auténtica democracia. Y España no será una auténtica democracia mientras la inmensa mayoría de sus hijos, por falta de escuelas, se vean condenados a perpetua ignorancia. […] ha llegado el momento de redimir a España por la escuela. (Decreto de 23 de junio de 1931, Gaceta de 24 de junio, p. 1612)

Niños acudiendo a una actividad de las Misiones Pedagógicas. Foto: Patronato Misiones Pedagógicas-Residencia de Estudiantes

El proyecto educativo liberalsocialista se levantó, pues, sobre un conjunto de tres ideologemas o postulados básicos: la creencia en la escuela como espacio y palanca para la redención social, el laicismo y la escuela unificada coeducativa (en puridad, sería mucho más exacto hablar de mixta) (Mainer et alii, 2023). Conviene que dediquemos alguna atención al sentido y al alcance de estas ideas-fuerza a los efectos de comprender mejor lo que supuso su aplicación práctica, su traducción o su conversión en medidas y reglamentos precisos, muy en particular con relación al territorio que aquí más nos interesa: la segunda enseñanza.

El concepto de escuela de los liberalsocialistas partía de una creencia: la escuela es y debe ser un instrumento de redención social para las clases populares. Se trata de una conceptualización, ciertamente optimista, que sostiene que el incremento de la escolarización es garantía de progreso social y que va unida a la consideración de la institución escolar como un espacio protegido, armónico, arremansado, convivencial, susceptible de suspender y difuminar las marcas sociales preexistentes (de género y clase) y aislar a sus moradores de las contradicciones y las penurias que los acechan fuera de sus amables muros. El socialista Rodolfo Llopis, en su calidad de alto funcionario del Ministerio en los años del bienio reformador, se hizo eco con frecuencia de ese argumentario tan rabiosamente idealista:

Que los niños que trabajan juntos y que juegan juntos puedan también comer juntos. Estos niños que para trabajar, jugar y comer no han necesitado saber quién es pobre y quién no lo es tienen adelantado mucho para cuando la vida los sitúe en plena lucha social. La escuela es de todos, tiene que ser un oasis en el proceso de nuestra existencia. (Llopis, 2005: 225)

La imagen de la escuela como oasis, jardín, isla o refugio a resguardo de la conflictiva realidad social, como espacio burbuja potencialmente incontaminado de los egoísmos y las lacras sociales, una suerte de angélica guarida infantil con capacidad para unir aquello que la sociedad de clases había destruido, entroncaba perfectamente con el discurso pedagógico en boga de la Escuela Nueva europea y norteamericana —a la que la ILE pertenecía— y había logrado impregnar también la retórica de cierto regeneracionismo hispano. El propio texto de la Declaración de Derechos del Niño[11] que a imitación de la ginebrina había auspiciado la Liga Internacional de la Educación Nueva decía en su artículo vii:

Durante la infancia no debe haber clases sociales y todo niño tiene derecho a recibir una educación suficiente hasta el grado de que sea capaz, independientemente de la clase social y de la posición económica de sus padres.

De ahí se deducía fácilmente un postulado político muy funcional —e intercambiable—: la escuela se convertía en un laboratorio desde donde era factible, al margen de mundanas turbulencias, moldear al nuevo ciudadano que el nuevo régimen democrático y republicano necesitaba. Así pues, bien mirado, esta suerte de blindado y libérrimo jardín donde los derechos de las mentes infantiles eran objeto de celosa y sagrada protección se compadecía perfectamente con su contraimagen comeniana de la escuela como taller de hombres donde se modelaban a fuego lento hábitos, cuerpos y mentes infantiles merced a la acción docente de buenos maestros que laboraban abnegadamente al servicio del Estado. Los ecos del lereniano reprimir y liberar —ambas cosas a un tiempo y no en modo disyuntivo como se suele pensar— resuenan con inusitada fuerza en la matriz de esta consensuada creencia acerca de las supuestas bondades que se derivan de la escuela y de la escolarización para las sociedades y para el progreso de la humanidad (Lerena, 1983).

Docentes y alumnos del Grupo Escolar Cervantes, dirigido por Ángel Llorca, en una de las aulas cuyo mobiliario diseñaron y fabricaron allí. / Fotografía: Fundación Ángel Llorca

Obviamente, en la lógica meritocrática, tan útil para las aspiraciones de las clases medias de la cultura, que exhibía con tanta claridad el precedente fragmento de la declaración de los derechos del niño, el Estado debía comportarse como una instancia neutral y también como árbitro social, de lo que se deducía el carácter ineluctable e indiscutiblemente laico de la escuela. Ortega lo había dejado meridianamente claro ya en 1910 (aunque este Ortega no era el mismo que el de 1931-32):

Los griegos llamaban al pueblo laos: a lo popular, laicos. La escuela que exige la pedagogía científica, es la escuela laica […].

Claro está que, para mí, escuela laica, es la instituida por el Estado. Contradiría cuanto he dicho, admitir la libertad de enseñanza que hoy tan aguerridamente toman como bandera los anarquistas conservadores apenas el Estado trata de inmiscuirse en la enseñanza ya privada […].

No compete, pues, a la familia ese presunto derecho de educar a los hijos: la sociedad es la única educadora, como es la sociedad único fin de la educación. (Ortega, 1946)

En este contexto, cobra pues pleno sentido el postulado central del laicismo republicano. El carácter laico del proyecto escolarizador liberalsocialista no era una cuestión anecdótica o sujeta a negociación y componenda, sino que pasó a constituirse en cuestión de principio e idea medular de la política educativa de la conjunción republicano-socialista que estaba en el poder. Azaña había escrito al respecto en «La gran cuestión», en 1924:

sí, nos da miedo de los frailes; miedo de los frailes metidos a enseñar; si ellos se contentasen con llevar la capa al coro, vaya por Dios: pero no se contentan. Y por eso, como medida de salvación liberal, afirmamos en el primer artículo de nuestra doctrina la proscripción de la enseñanza confesional. (Azaña, 2008: 336)[12]

La batalla política estaba servida: esa decidida concepción laica de la educación suscitó de inmediato la radical oposición de los grupos católicos y conservadores que se negaban a ceder las sólidas posiciones que habían conseguido desde aquel lejano Concordato de 1851 y que habían ido acrecentando y consolidando durante la Restauración y también durante los años de la dictadura. El auténtico subsistema escolar que había conseguido erigir la Iglesia católica durante décadas había otorgado a la oligarquía el control sobre espacios sociales exclusivos donde se forjaba la hegemonía, se esculpían las subjetividades y se reproducían hábitos, credos y roles de clase y género; en suma, donde se construían la diferencia y la distinción. No en vano, tras agrias discusiones parlamentarias, los artículos 3, 26 y 48 de la Constitución de 1931, que consagraron la separación entre la Iglesia y el Estado, prohibieron expresamente el ejercicio de la enseñanza a las órdenes religiosas, abrieron la puerta a la disolución de la orden de los jesuitas y declararon el carácter laico de la escuela española. Su posterior desarrollo legislativo —la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas de octubre de 1932— desencadenó una pertinaz ofensiva clerical y política, la guerra escolar, que bajo la falaz bandera de la libertad de enseñanza acunó toda una estrategia de acoso y derribo de la República orquestada por sectores bien definidos de la oligarquía que se prolongó hasta 1939.

Colegio de San José (jesuitas) en Valladolid (foto: El Norte de Castilla)

Con todo, la desgraciada notoriedad que alcanzó aquella airada batahola[13] apocó en buena medida la tercera de las ideas-fuerza, acaso la más ambiciosa y la de mayor enjundia política, que daba consistencia y solidez al cemento del reformismo liberalsocialista: la defensa de la escuela única o unificada. Claro que, en el fondo, ambos asuntos estaban mucho más relacionados de lo que podría parecer a primera vista. Lo que realmente estaba en juego durante los años treinta, tras la incipiente expansión del capitalismo industrial y financiero acaecida en la España del primer tercio del siglo, era la discusión pública sobre el sentido, el alcance y, en última instancia, la propiedad y el control de la escolarización en un momento en que comenzaba a vislumbrarse la necesidad de avanzar con rapidez en su incremento y su generalización. Frente al proyecto de la escuela única o unificada que se gestó en la tradición institucionista y que por algún tiempo se convirtió en el ideal escolarizador soñado por gran parte de la intelectualidad pequeñoburguesa española, comparecía con toda su crudeza la pugna sobre la propiedad y el control de la futura escuela ampliada: el Estado, la Iglesia y los distintos bloques empresariales en presencia —singularmente las órdenes religiosas— no desaprovecharon la ocasión para jugar sus bazas y situarse en lugar preminente ante la presumible gestión de la crisis del modo de educación tradicional y elitista.

En efecto, el principio más ambicioso e importante que caracterizó de forma genuina al ciclo del reformismo liberalsocialista fue la defensa de la escuela unificada —o única, que de ambas maneras fue denominada—[14] que aspiraba a la extensión y la universalización de la educación, hasta las mismísimas puertas de la educación superior, para toda la población y con independencia de la condición sexual o el origen de clase:

La escuela única aspira a facilitar la fusión de todas las clases, de todas las fuerzas políticas, de todas las confesiones religiosas en una unidad espiritual superior, el alma nacional, que inspire a todos y cada uno de sus miembros. (Luzuriaga, 2001: 52)

Sin duda fue el pedagogo socialista Lorenzo Luzuriaga, profundo conocedor además de la historia de la educación en el mundo occidental, quien definió con mayor precisión el significado y el alcance de este principio, que suponía romper las barreras entre la primera y la segunda enseñanza abriendo el camino a una hipotética escuela de masas mixta —acaso coeducadora—. Como saben bien nuestros lectores, la erección de la escuela única —regulada en España desde 1970— habría comportado un golpe mortal a la línea de flotación de la educación tradicional y elitista. Por aquel entonces se trataba de una propuesta que, incluso en regímenes republicanos avanzados como el francés o el estadounidense, que habían empezado a plasmar de manera incompleta alguna medida parcial orientada en esa dirección, se percibía aún utópica y en cierto modo cuasirrevolucionaria.

Así, defender y tratar de implementar en la España de los años treinta ese proyecto constituía poco más que una suerte de brindis al sol, tal y como la realidad se encargaría de demostrar. Con la Ley Moyano de 1857 en plena vigencia, con un incipiente Estado social dotado de un todavía muy escuálido sistema fiscal, con tasas de analfabetismo que superaban el 30 % —el 40 % para las mujeres— y de escolarización que escasamente alcanzaron al 52 % de la población entre los seis y los doce años de edad, en un país con un porcentaje de población ocupada en el sector primario por encima del 45 %, y sin cambiar las bases estructurales del capitalismo imperante, como, por ejemplo, había ocurrido en la URSS, el empeño no podía ser mucho más que un proyecto a muy largo plazo. El hecho innegable es que una importante fracción del bloque social antioligárquico ligado a las clases medias de la cultura se había sumado a la causa de la socialdemocracia en pos de una educación pública universal como terapia sustitutiva de la revolución social. Ello ponía de manifiesto, por encima de todo, los síntomas de crisis que comenzaban a manifestarse en el viejo sistema escolar elitista creado cien años antes por el liberalismo decimonónico.

Esta especial tesitura confiere al periodo que nos ocupa ese carácter de encrucijada que presentan las coyunturas de crisis donde lo nuevo convive con lo viejo, en un momento en el que los profundos desajustes que habían comenzado a operarse en las relaciones sociales y productivas en nuestro país, al menos desde el final de la Primera Guerra Mundial, parecían demandar una gestión y unos gestores diferentes.

Coeducación; clase mixta en enero de 1933. Fotografía de Vicente Sos (cortesía de Alejandro Sos Paradinas) incluida en el libro de Leoncio López-Ocón (ed.) Aulas modernas. Nuevas perspectivas sobre las reformas de la enseñanza secundaria en la época de la JAE (1907-1939)(Universidad Carlos III, 2014)
Activos y pasivos del reformismo liberalsocialista

Considerado en perspectiva, el programa educativo del liberalsocialismo republicano hay que verlo como un proyecto inacabado y limitado en su desarrollo. Ni por sus características ni mucho menos por su aplicación, que no se salió un ápice del marco legal señalado por la Constitución de diciembre de 1931, fue un programa revolucionario, como torpemente se ha llegado a decir. Su horizonte político e ideológico pretendía seguir los pasos del modelo educativo —basado en la escuela unificada, el laicismo y la escuela mixta— que el liberalismo democrático europeo tenía in fieri en Francia o en la Alemania de Weimar.

Realizar un balance de los logros y los fracasos del ciclo de reformas liberalsocialistas requiere tener presente además que la política educativa experimentó grandes vaivenes entre 1931 y 1939: tras una etapa muy activa de reformas llevadas a cabo por el Gobierno provisional y por los del bienio republicano-socialista entre 1931 y 1933, siguió el bienio derechista (1933-1936), que en primera instancia supuso la paralización de aquellas y entre octubre de 1934 y febrero de 1936 inauguró un periodo de abierta contrarreforma educativa. Finalmente, el triunfo frentepopulista dejó paso no solo a la recuperación del hálito reformista, sino incluso a su aceleración; ya en plena guerra, durante los Gobiernos del socialista Juan Negrín, y singularmente en Cataluña, el ciclo reformista experimentó una neta radicalización y llegó a desarrollar alguna de sus propuestas programáticas más avanzadas y, en cierto modo, revolucionarias. Además, es obvio que la Segunda República estuvo muy condicionada, en primer lugar, por circunstancias económicas derivadas del enorme déficit público heredado de la dictadura precedente, situación agravada poco más tarde por la profunda crisis económica internacional que marcó el curso de los años treinta, y, en segundo lugar, por la durísima resistencia y la fuerte oposición con las que estas reformas fueron recibidas por la Iglesia católica y las empresas educativas que jugaron sus cartas bajo su paraguas.

Las primeras medidas del primer bienio fueron encaminadas a paliar las deficiencias del modo de educación tradicional elitista en los aspectos más perentorios: por un lado, la extensión de la escolarización primaria y la formación y la profesionalización del magisterio; por otro, la alfabetización y la extensión de la cultura con atención especial a las zonas rurales y peor comunicadas con el mundo urbano. A ello se sumaron desde muy pronto otros asuntos de índole, si se quiere, más práctica, pero que asimismo formaban parte de la encarnadura ideológica del proyecto y del modelo de escuela unificada que se perseguía, como la coeducación entre los sexos, la laicización progresiva de las escuelas o los primeros intentos de descentralización de la gestión educativa, que incluyeron, por supuesto, el respeto al uso de las lenguas vernáculas de los territorios de la República integral española.[15]

Deliberadamente dejaremos también fuera de nuestro foco de atención aspectos de la política cultural republicana que tienen que ver con la extensión de la cultura entre las clases populares, sobre todo del medio rural. Ya lo había escrito Rodolfo Llopis (2006):

El 12 de abril de 1931, al manifestarse el pueblo español en las urnas, puso de relieve que las grandes ciudades eran republicanas. Las grandes ciudades. No así los pueblos pequeños, que permanecieron impasibles, aferrados a la tradición. Había que sacudir la modorra de esa España rural. Había que conquistarla para la República.

Alumnado de la Escuela Normal de Zamora en 1932 (foto: archivo de la familia Plaza)

Este fue otro de los empeños importantes y sostenidos del reformismo liberalsocialista. Tuvo un amplio desarrollo hasta 1934 y se renovó con nuevos bríos después de febrero de 1936. Relevantes ejemplos de ello fueron las célebres Misiones Pedagógicas, pero también, como veremos, las nuevas fórmulas de bachillerato nocturno y, ya en los Gobiernos socialistas de guerra, los Institutos Obreros y las llamadas Milicias de la Cultura. Con frecuencia se ha venido proyectando sobre alguno de estos temas, en concreto sobre las Misiones Pedagógicas —proyecto arquetípicamente institucionista que alentó y dirigió Manuel B. Cossío—, una mirada innecesariamente encomiástica, aproblemática y acrítica que, a mi juicio, no analiza de un modo suficiente la naturaleza y la finalidad de las Misiones, el tipo de cultura con que los misioneros pretendieron construir su épica social y el discurso nacionalista y castellano-céntrico subyacente, por citar algunos de los aspectos que fueron ya objeto de acres apreciaciones en la época a cargo de intelectuales de izquierda como Luis Araquistáin (1962) o Ramón J. Sender (1932).[16]

Por consiguiente, abandonando de antemano toda intención de exhaustividad, centraremos nuestra atención en interpretar y valorar el alcance y el sentido de dos elementos medulares de aquellas políticas: el incremento del número de escuelas y docentes de primera enseñanza y el desarrollo del principio de la escuela única o unificada.

Durante la República se puso en marcha un amplio plan de incremento de infraestructuras escolares a cargo del Estado. El proceso había tenido un precedente claro en la política de construcciones escolares (escuelas y aulas) llevada a cabo durante la dictadura de Primo de Rivera, proyectada desde la Oficina Técnica de Construcción de Escuelas, creada en 1920, y financiada con cargo a presupuestos extraordinarios y a las administraciones municipales en colaboración con cajas de ahorros y con el Instituto Nacional de Previsión. Con la proclamación de la República este proceso, ya en marcha, pudo concretarse en un ambicioso plan quinquenal de creación de escuelas y aulas que, sobre todo (esta fue la novedad relevante del lustro republicano), vino acompañado de la dotación y creación ad hoc de un importante incremento de plazas plantilla de maestros.[17] Nunca antes se había proyectado un esfuerzo tan importante y decidido para extender y consolidar una escuela primaria nacional bajo la tutela del Estado. Avalan tal afirmación varias evidencias: el incremento del presupuesto estatal dedicado a la primera enseñanza, sobre todo en el primer bienio, en el que se multiplicó prácticamente por cuatro el destinado a estos menesteres por el directorio militar; el aumento de la plantilla de magisterio —y también de sus retribuciones—, que pasó de 964 maestros por año entre 1923 y 1931 a 3728 entre 1931 y 1935, y la introducción de mayores exigencias para el ejercicio de la profesión —verbi gratia el título de bachillerato para acceder a las Escuelas Normales— en aras de mejorar la formación de los docentes.

Así pues, en el haber más fructífero del ciclo reformista cabe situar la expansión del número de aulas y escuelas primarias públicas (cerca de cuatro mil de las más de nueve mil programadas) y del de docentes primarios (unos doce mil en plantilla); ambos influyeron en el descenso de las tasas de analfabetismo, que pasaron del 31,13 % en 1931 al 23,17 % en 1936, y en menor medida en las de escolarización, que ascendieron tímidamente del 51,8 % en 1931 al 52,50 % en 1936. Por cierto, en 1935 tan solo el 17,5 % de las escuelas existentes en España estaban graduadas.

Atención especial y una breve digresión merece el capítulo de la profesionalización de la enseñanza y los cambios proyectados en los sistemas de formación y acceso a los cuerpos docentes. Posiblemente fue esta una de las reformas más coherentes y sistemáticas de todas las emprendidas, aunque en muchos casos apenas pudo desarrollarse. Supuso una reconsideración profunda de los requisitos científicos y pedagógicos para acceder a los distintos cuerpos de la función docente. La creación del llamado plan profesional (1931) para los maestros, a los que se les exigía por primera vez el título de bachiller, pero también la creación de las secciones universitarias de pedagogía o la exigencia de un certificado de estudios pedagógicos para incorporarse a la docencia en la segunda enseñanza, fueron hitos relevantes y adelantados a su tiempo, pues caminaban en la senda de la tecnificación de la profesión de enseñar —algo, por cierto, en absoluto revolucionario, ya que cercenaba por completo la posibilidad de la creación de un cuerpo único de docentes—. En una palabra: las reformas liberalsocialistas pusieron un gran empeño en profesionalizar la docencia jerarquizando, universitarizando —si se me permite el vocablo— y burocratizando los procesos. En la práctica se trataba de eliminar el intrusismo profesional, asegurar una completa formación inicial y crear las bases para una formación permanente —merced al impulso de semanas y congresos pedagógicos y a la creación de centros de colaboración pedagógica y otros espacios de socialización corporativa—, pero también de someter al control del Estado, de la institución universitaria y de una amplia y jerarquizada nómina de mediadores pedagógicos ya preexistente (normalistas, inspectores, maestros-directores de grandes escuelas graduadas) todo aquel sofisticado proceso de profesionalización. Como hemos estudiado ampliamente en otro lugar (Mainer, 2009), las políticas reformistas republicanas en este aspecto fueron determinantes para forjar la pedagogía como campo de saber y de poder; allí se construyeron los cimientos, los caminos, las lógicas expertas y buena parte de las estructuras e ideas-fuerza de los que se sirvió el franquismo, especialmente a partir de los años cincuenta, para desplegar el andamiaje sobre el que se erigiría, a fortiori y en un contexto bien distinto, el modo de educación tecnocrático de masas.

Crónica 15 de abril de 1933

Pero sigamos con nuestro particular balance. El modelo de escuela única o unificada se recogía como tal en el artículo 48 de la Constitución de 1931. Allí se decía textualmente que «el servicio de la cultura es atributo esencial del Estado y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la escuela unificada». Los intentos de llevar a cabo esta escuela unificada fueron a todas luces insuficientes y en gran medida fracasaron, entre otras razones porque su implantación habría requerido la derogación de la Ley Moyano, cosa que no ocurrió. Los amagos no solo no alcanzaron ni de lejos las propuestas que Luzuriaga había realizado en el programa del PSOE de 1918, que demandaban una total estatalización y una completa laicidad de la educación, sino que también quedaron lejos de lo que él mismo llegó a sugerir en su proyecto —más transigente— de reforma constitucional de la educación pública —texto muy importante que, junto a otro del mismo autor, el Debate para un proyecto de ley para la Instrucción Pública, inspirado en la escuela unificada y publicado en 1931 en la Revista de Pedagogía (x, pp. 417-420), planteaba, no obstante, la doctrina fuerte de lo que significaba aquel sintagma: una escuela pública, unificada, laica, gratuita, activa, social y coeducadora—.

El utópico ideal de un tronco único que abarcara la primera y la segunda enseñanza, desde los seis hasta los dieciocho años, que unificara y dotara de sentido a todo el sistema educativo y que terminara con la lógica dual, clasista y elitista del modo de educación tradicional inaugurado con la Ley Moyano de 1857, tampoco logró colarse en la letra de la Ley de Bases que el ministro de Instrucción Pública, el socialista Fernando de los Ríos, presentó ante el Congreso en diciembre de 1932. El tal proyecto terminó sustanciándose en un viraje ideológico hacia un pragmatismo de escasísimos vuelos. El plan contemplaba una primera enseñanza ampliada, de los tres a los catorce años, pero de nuevo absolutamente escindida e incomunicada de un bachillerato que daba comienzo a los diez años y se prolongaba hasta los dieciséis. Además, el proyecto de ley ni siquiera llegó a discutirse. Sin duda estamos ante un asunto de capital importancia que reproduce, en este como en tantos otros campos de la realidad social, la profunda disociación que existía entre la práctica política del bienio reformador y el propio programa del PSOE y, por ende, nos habla de la debilidad de aquella alianza interclasista que supuestamente la sustentaba. El posibilismo, la falta de apoyos y también la desconfianza del propio ponente de la ley ante una transformación económicamente costosa, políticamente arriesgada y (hay que decirlo con claridad) contraria al ethos profesoral de los catedráticos, del que el propio De los Ríos participaba, constituyeron el pórtico de un fracaso anunciado. Lo cierto y verdad es que el concepto estrella, la medula espinal del reformismo educativo liberalsocialista se fue difuminando y diluyendo cual azucarillo con el paso de los meses, y el modelo de escuela unificada terminó por relegarse de la agenda político-educativa. Si exceptuamos la extensión de la experiencia de los institutos-escuela a cinco capitales de provincia, además de Madrid y Barcelona, la dualidad del sistema se mantuvo incólume hasta 1936. En honor a la verdad, cabe decir y recordar que el plan general de educación del Consejo de la Escuela Nueva Unificada (CENU), impulsado por los anarquistas y el Gobierno de la Generalitat de Cataluña a partir del verano de 1936, en plena revolución, sí cumplió e incluso superó los planteamientos de Luzuriaga.

Por otro lado, más allá de las grandes líneas de la política educativa de inspiración liberalsocialista, conviene recordar que, pese a lo que a menudo suele pensarse, el reformismo republicano apenas se dejó notar en cuestiones relativas al diseño y la organización de los planes de estudio, y ello pese a que el mentado artículo 48 de la Constitución de 1931, junto al reconocimiento explícito de la libertad de cátedra, remarcaba que la enseñanza haría «del trabajo el eje de su actividad metodológica». La mayor parte de los indicios, las fuentes consultadas y los testimonios coinciden en que la enseñanza en escuelas e institutos, especialmente en estos últimos, siguió discurriendo, sustancialmente, por los mismos derroteros que hasta entonces, como no podía ser de otra manera si pensamos en que la inmensa mayoría del personal docente llevaba años en el ejercicio de su profesión. Además, para la primera enseñanza siguió vigente el enciclopédico plan de Romanones de 1901, compuesto por doce materias, y para el bachillerato, una vez abolido el Plan Callejo de 1926, fue restaurado el de 1903, hasta que se aprobó el plan del ministro Filiberto Villalobos de 1934 —elaboración, por cierto, muy continuista, como se verá, que seguía reproduciendo una inveterada relación de asignaturas tradicionales, pese a su retórica insistencia en recomendar al docente la organización cíclica de los conocimientos—. Es más, las frecuentes recomendaciones que algunas autoridades educativas trataron de hacer llegar a los catedráticos de instituto contra el uso de los libros de texto o los exámenes, que chocaban con una cultura profesional fuertemente arraigada, fueron interpretadas por la corporación como una suerte de intolerable intervencionismo metodológico. Solo en plena guerra, el currículo de primera enseñanza de 1937, aprobado durante el ministerio del comunista José Hernández, supuso, en este sentido, un cambio verdaderamente radical, pues al romper con el concepto disciplinar y enciclopédico tradicional abrió nuevas posibilidades de construir el currículo a partir de estudios y problemas sociales relevantes.

En todo caso, un balance ponderado del reformismo educativo republicano no debería eludir la persistencia de arraigadas tramas y de poderes profesionales que, más allá de las buenas intenciones expresadas en sus preámbulos de leyes, decretos y circulares, estructuran de forma indeleble la cultura escolar heredada y la gramática de la escolarización. En ocasiones se ha afirmado con excesiva alegría que la República fue una época extraordinaria en la que se produjo una suerte de rara y fecunda coincidencia entre las tres culturas que se dan cita y ahorman la institución escolar: la de los políticos y los planificadores, la de los pedagogos y los científicos que orientan y estimulan, y la cultura práctica de los docentes que laboran cotidianamente en su aula. Lo cierto es que no existen muchas evidencias de que eso fuera realmente así, al menos en términos generales: el estudio en profundidad de las actuaciones y los posicionamientos corporativos o individuales mantenidos por altos cargos de la administración educativa, inspectores, catedráticos universitarios o de segunda enseñanza, normalistas o directores de grandes —e influyentes— grupos escolares revela lo equivocado de tal apreciación. Al respecto no deben menospreciarse las resistencias que suscitaron aspectos clave del proyecto reformista, incluso en el propio núcleo duro de la coalición republicano-socialista; una de las más pertinaces, como se verá, provino de los catedráticos de instituto, que, en el fondo y con independencia de su militancia política —mayoritariamente liberal-conservadora—, siempre se mostraron paladines del sistema escolar dual y elitista establecido. A través de su influyente asociación corporativa presionaron en contra de la mayoría de las reformas, tal como ha ocurrido también en épocas más recientes. En definitiva, persistieron intocables los poderes y los saberes de las tramas pedagógicas constitutivas de las culturas escolares.

En definitiva, cabe concluir afirmando que, si bien la República no fue el primer régimen político en ocuparse de la modernización del sistema educativo, sí fue el primero en hacerlo de manera sistemática y coherente; en ese sentido, podemos decir que las reformas del ciclo liberalsocialista trataron de quebrar, sin demasiado éxito, el modelo tradicional y elitista vigente desde 1857. En términos generales hubo una distancia notable, a veces insalvable, entre propuestas y realizaciones, distancia que se transformó las más de las veces en una profunda disonancia entre el calado teórico de los principios reformadores y la fuerza real del bloque social encargado de llevarlos a cabo. Esas disonancias fueron muy notables, como se verá en las páginas que siguen, en el caso de la segunda enseñanza. No era tarea sencilla crear una cultura republicana, y el bloque social antioligárquico fue incapaz de asentarla en tan corto espacio de tiempo. De todas formas, más allá de las funestas consecuencias del golpe militar del 18 de julio y del posterior triunfo franquista, el análisis y el balance de la encrucijada republicana ponen de manifiesto, una vez más, que la cuestión del éxito o el fracaso de las reformas educativas se dirime mucho más allá del estricto campo de la educación y que los cambios profundos de las sociedades requieren motivaciones de fondo, condiciones de posibilidad (la demanda social de una escuela auténticamente de masas no surgió en España hasta bien entrados los años cincuenta) y fuertes alianzas sociales.

Una de las imágenes más icónicas de la escuela republicana: maestra y alumnas de la escuela de El Saucejo (Sevilla)(foto: Wikimedia Commons/coloreada en El País)
Notas

[1] Una gran mayoría de los llamados socialistas de cátedra se formaron y nutrieron su pensamiento en estrecho contacto con un entramado de instituciones surgidas bajo el impulso y la influencia del institucionismo que fueron desarrollándose de la mano del regeneracionismo político a partir de la crisis finisecular, como la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio (1909), la Junta para la Ampliación de Estudios (1907) —y, en su seno, el Centro de Estudios Históricos (1910)—, el Instituto Nacional de Ciencias (1910), la Residencia de Estudiantes (1910) o el Instituto-Escuela (1918). Las nuevas clases medias cultivadas encontraron en esos espacios, ligados al campo de la educación y la producción cultural, un lugar propicio para su ascenso social desde el que fraguar un proyecto político y cultural antioligárquico, secularizador, modernizador y europeísta para una España que no podía perder el tren del progreso ni el lugar que le correspondía en la civilización europea (no se olvide que España era el problema y en Europa estaba la solución).

[2] La idea de la educación integral fue presentada por el arquitecto sevillano Trinidad Soriano en el Congreso de la Federación Regional Española de la AIT celebrado en Zaragoza en 1871. Era una propuesta pedagógica, arquetípicamente antiburguesa pero exclusivamente masculina, que abogaba por la integración del trabajo manual e intelectual y vindicaba una formación politécnica y polivalente inspirada en las ciencias positivas como base de la enseñanza. Las escuelas laicas —en las que también se incluyeron sectores afines al librepensamiento, al republicanismo federal y a la masonería—, que de forma precaria e inestable se inspiraron al amparo de este proyecto en las décadas finales del xix —continuadas después, en cierto modo, por las escuelas racionalistas—, significaron un malogrado intento de erigir espacios emancipatorios e incontaminados, en la seguridad de que universidades, institutos y escuelas no hacían sino mantener la teoría de clases y la explotación del hombre por el hombre.

[3] La puesta de largo de la Liga de Educación Política tuvo lugar en el transcurso de otra celebrada conferencia de Ortega, Vieja y nueva política, esta dictada en el Teatro de la Comedia de Madrid el 23 de marzo de 1914, circunstancia, por cierto, que muchos años después, en 1947, y desde el exilio argentino) permitió a otro ilustre coetáneo ya nombrado en estas páginas, Lorenzo Luzuriaga, bautizar aquel grupo de selectos varones e intelectuales, que «habiendo negado una España» se encontraban ante el honroso reto de «encontrar otra», con el nombre de generación de 1914. Toda revolución, había dicho Ortega, acaba refugiándose en la pedagogía, un dictum que en los años veinte y treinta servía igual para un roto que para un descosido: para la revolución proletaria y para la liberal-democrática, pero también para la fascista.

[4] Fernando del Río Urruti (1879-1949) adoptó el apellido De los Ríos en 1911 emulando a su padre, que también adoptara en su día el de su tío, el militar liberal Antonio de los Ríos Rosas. Hizo su bachiller en el Real Colegio de Nuestra Señora de la Asunción de Córdoba, donde coincidió con los hermanos Ortega y Gasset (José y Eduardo), y cursó Derecho en Madrid, donde se intensificó su relación con su lejano pariente Francisco Giner. En 1911 contrajo matrimonio con Gloria Giner, sobrina carnal de don Francisco e hija del catedrático de segunda enseñanza Hermenegildo Giner de los Ríos. Así se labró su capital social, que lo convirtió en uno de los miembros más conspicuos de la generación del 14 y del influyente institucionismo. La incorporación de Fernando de los Ríos al PSOE se produjo tardíamente, en 1919 (Ruiz-Manjón, 2007).

[5] La Escuela Nueva fue una entidad cultural adherida al PSOE, con vinculaciones más o menos orgánicas que no fueron siempre fáciles, que surgió a imagen de entes semejantes de Alemania o Francia, y sobre todo del fabianismo británico. Se gestó como un centro de estudios teóricos y prácticos donde se elaboraban propuestas y alternativas para los problemas nacionales contando con la participación de intelectuales, universitarios y políticos más o menos adeptos a la causa del socialismo y de la Internacional Obrera.

[6] Casualmente, ese mismo año de 1918 la Confederación Regional de Cataluña de la CNT celebró uno de sus congresos más importantes (el Congreso de Sants, en Barcelona), y en él, entre otros temas, se acordó impulsar la ya por entonces nutrida red de escuelas racionalistas —cuyo número estima Pere Solà (1978) en unas ciento sesenta, distribuidas por toda España— como modelo educativo alternativo a la escuela estatal capitalista y eficaz garantía para construir revolucionarios y lograr la emancipación del proletariado.

[7] Fue durante entre 1931 y 1939 cuando las mujeres españolas llegaron por primera vez a las Cortes, consiguieron el derecho a voto activo y pasivo, se legalizó el divorcio y el matrimonio civil y pasaron a militar activamente en partidos y sindicatos. Fue, en definitiva, el momento histórico en que algunas mujeres consiguieron entrar en la política institucional, sin que nadie las esperara ni mucho menos las invitara (Morcillo, 2007). Ocurre que el campo político (Bourdieu, 1988) es un espacio social relativamente autónomo y cerrado en el que se condensan instituciones, relaciones, reglas de juego, saberes prácticos y códigos cifrados en los que se socializan los políticos profesionales, varones, que trabajan en él. Las poquísimas mujeres que accedieron a algún puesto de responsabilidad, siempre subalterno, nunca en vanguardia —acaso con la excepción del periodo de la República en guerra—, sufrieron siempre el relegamiento y la violencia simbólica de la fratría de sus compañeros varones —son bien conocidos los casos de Clara Campoamor, Margarita Nelken o Victoria Kent—. en el contexto de aquel vuelco que supuso la proclamación de la República en el seno del oligárquico campo político de la España del primer tercio de siglo, no cabe duda de que las mujeres fueron las más outsiders entre los outsiders. La postergación de su voz y de sus vindicaciones en el seno del núcleo duro del directorio de la política educativa republicana no deja de ser un síntoma de sus límites y también de su discutible alcance transformador.

[8] El texto, que permaneció inédito hasta los años ochenta (solo circuló clandestinamente), era un manifiesto para la acción política concertada entre republicanos, socialistas y catalanes y fue concebido como un discurso, el primer discurso propiamente republicano que Azaña escribió tras su ruptura definitiva con el Partido Reformista y como antesala al nuevo grupo de Acción Republicana que constituiría junto a José Giral y otros en 1925. Se trata de un documento fundamental para entender el alcance de ese tiempo de encrucijada, sueños e ilusiones —la modernización desde el Estado a través de un pacto de clases— en que se convirtió la Segunda República y cuyos anhelos se esfumaron tras el golpe de Estado de 1936.

[9] La modernización desde el Estado sobre la base de un pacto interclasista ha sido la fórmula adoptada a lo largo de nuestra historia contemporánea en todas las transiciones y en todos los intentos más o menos duraderos de instaurar regímenes democráticos: lo fue, en cierta medida, en 1868 y volvió a serlo en 1931 y más recientemente en 1975.

[10] Fue en el periodo de entreguerras cuando se abrieron paso en Europa las tesis en defensa de la escolarización de masas y de la ruptura de las barreras que separaban la enseñanza primaria de la secundaria, no solo de la mano del movimiento internacional de la Escuela Nueva, sino de textos como Secondary Education for All: A Policy for Labour, publicado en 1924 por el historiador y pedagogo británico Richard Henry Tawney (1880-1962), que se convirtió en una de los más célebres divulgadores de la idea, y, sintomáticamente, traducido al español por Lorenzo Luzuriaga, en 1932, en Publicaciones de la Revista de Pedagogía.

[11] El texto completo de la citada declaración, así como su cumplida glosa, puede encontrarse en un interesante opúsculo del inspector de primera enseñanza y socialista Fernando Sainz (s. a. [década de 1930]) titulado Los derechos del niño (Madrid, Compañía Iberoamericana de Publicaciones). Sainz, junto a Antonio Ballesteros Usano y tantos otros miembros de aquella relevante corporación, jugó un papel clave en el desarrollo del reformismo republicano.

[12] Sería posible preguntarse hasta qué punto el modelo de Estado educador o docente que Manuel Azaña fue pergeñando, y que adquirió carta de naturaleza jurídica en la Constitución de 1931 (Fernández Soria, 2011-2012), base de su concepción de la democracia liberal, presuponía el propósito de abrir la segunda enseñanza al acceso de las masas populares. ¿Cabía este desiderátum en el Estado educador de Azaña? ¿Era necesario rescatar también la segunda enseñanza para el pueblo en el empeño de rehacer los cimientos de la ciudadanía o bastaba con desconfesionalizarla y secularizarla? En la respuesta a esta pregunta se podría situar alguno de los techos de cristal (el de la emancipación de las mujeres es preferible dejarlo a un lado para evitar una enmienda a la totalidad) que este y otros significados intelectuales orgánicos de la época no fueron capaces de traspasar a la hora de asumir que la conversión de las masas al estatuto de la ciudadanía requería de sus gobernantes algo más que «laicismo, decoro público y precisión oratoria» (Mainer, 2004: 291).

[13] Lo cierto es que la República fracasó estrepitosamente en su empeño de sustituir a las órdenes religiosas del campo de la educación. Podríamos decir que se libró una batalla en balde. La guerra escolar fue una bola de nieve que causó un grave daño a la estabilidad política del régimen democrático, sin llegar a evitar en ningún momento que los religiosos siguieran impartiendo clase; como es bien conocido, siguieron haciéndolo organizados en sociedades anónimas superpuestas como la Sociedad Anónima de Enseñanza Libre (SADEL). El caso de Huesca es muy ilustrativo a este respecto, como veremos. Se gastó excesiva artillería en el debate sobre el laicismo, pero sin resultados aparentes.

[14] Ambos términos se emplearon en los círculos escolanovistas de forma indistinta. Lorenzo Luzuriaga, uno de sus más notorios divulgadores en España, publicó dos importantes ensayos sobre el tema: uno en 1922 que tituló La escuela unificada (Madrid, Cosano) y el segundo en 1931, La escuela única (Madrid, Publicaciones de la Revista de Pedagogía). Este último título encontró su réplica de modo casi automático ese mismo año de 1931 en la publicación del opúsculo Ante la escuela pública, a cargo de la acerada pluma del jesuita Enrique Herrera Oria (Hispanicus), en la Biblioteca Técnica de Educación de la Federación de Amigos de la Enseñanza (FAE): la guerra escolar se desató muy pronto. La genealogía de la crítica del sistema dual de enseñanza en España desde una perspectiva histórico-pedagógica ha sido abordada, entre otros, por Antonio Viñao (2000). Otros enfoques desde la sociología y la historia crítica, en Lerena (1986) y Cuesta (2005).

[15] En el marco del nuevo Estado descentralizado consagrado en la Constitución democrática de 1931, las primeras medidas propias de una organización descentralizada del sistema educativo apenas lograron esbozarse en Cataluña durante el lustro que duró la república en paz con la aprobación de la autonomía universitaria, el decreto de bilingüismo o la puesta en funcionamiento de los distintos consejos escolares.

[16] Algo de todo esto es perfectamente visible en el por otra parte monumental y documentado catálogo coral publicado en 2006 —al cuidado de uno de los máximos conocedores del tema, Eugenio Otero Urtaza— con ocasión del lxxv aniversario de la creación de las Misiones Pedagógicas (Otero, 2006). En contraste, un enfoque crítico de las Misiones —no siempre satisfactorio y en ocasiones algo simplista y de trazo grosero—, urdido desde las teorías posestructuralistas del giro lingüístico y la perfomance y realizado desde el campo de la historiografía literaria, puede verse en un reciente trabajo de Rodríguez Corredoira (2016).

[17] El tema de la construcción y la creación de escuelas durante la Segunda República ha sido y sigue siendo objeto de controversia tanto en la historiografía educativa como en la esfera pública. Ha sido, en efecto, uno de los temas preferidos para el enfrentamiento entre apologistas y detractores del legado republicano. Hoy al menos ya no es posible seguir manteniendo sin matices, y sobre todo sin faltar a la verdad de los hechos conocidos y documentados, el tópico que atribuía a la República el mérito de haber protagonizado el mayor incremento de infraestructuras escolares de la primera mitad del siglo XX —reproduciendo cifras de construcciones escolares que superaban las veintisiete mil escuelas—. Los datos nos dicen que durante los años veinte y treinta hubo en España una notable continuidad de las políticas de creación de nuevas aulas —o sustitución de otras en malas condiciones— y construcción de centros escolares. Investigaciones muy documentadas y minuciosas realizadas en los últimos diez años, como la de García Salmerón (2018), sin duda han contribuido a ello. Con todo, a propósito de este último estudio, de hermenéutica e intencionalidad política más que discutibles y nítidamente alineado con el revisionismo historiográfico que hoy viene practicándose con creciente soltura y éxito en la Universidad española acerca de la Segunda República, se ha suscitado un interesante debate que puede seguirse en Rodríguez Méndez, García Salmerón y Viñao (2020).

Índice de la obra
Presentación
Tiempos de encrucijada, reformas y colapso: el Instituto de Huesca entre 1931 y 1936

El reformismo educativo republicano en perspectiva histórica

El Instituto de Huesca durante la Segunda República: viejos y nuevos problemas

Memorias del bachillerato republicano: conversaciones con Santiago Broto Aparicio y Antonio Baso Andréu

Desarbolado y desubicado: el Instituto Ramón y Cajal entre 1936 y 1951

«No los queremos»

El Ramón y Cajal de los años cuarenta

Memorias del bachillerato en años de sangre y plomo: conversaciones con Jordi Galí i Herrera, Ramón Gil Novales y Alberto Gil Novales

El Instituto y la revolución silenciosa (1951-1970)

El nuevo edificio como síntoma

La acelerada transición a la escolarización de masas:el Ramón y Cajal entre 1951 y 1970

Memorias del bachillerato franquista del desarrollismo: conversaciones con María Pilar Zorrilla Maurín, Ángela Martín Casabiel, Ana García-Bragado Acín y Enrique Satué Oliván

El Instituto en transición

La gran transformación: el ciclo reformista tecnocrático (1970-1990)

Memorias del bachillerato en tiempos de transición: conversaciones con Marisol Punzano Cano, Pedro Oliván Viota y Damián Torrijos Martínez

Anexos

I. Declaración jurada del profesor Ricardo del Arco Garay (20 de mayo de 1940)

II. Relación nominal de las catedráticas de segunda enseñanza que ejercían en España en 1936

III. Circular y carta del claustro a José Navarro Latorre (22 de octubre de 1947)
Informe sobre los catedráticos Ramón Martín Blesa y Eduardo Vázquez Bordás (4 de diciembre de 1947)

IV. Reportaje de Antonio Uceda sobre el proyecto del nuevo Instituto

V. Relación nominal del profesorado y el personal administrativo y subalterno del Instituto en el curso 1971-1972

Fuentes y bibliografía
Índice onomástico

Fuente: Conversación sobre la historia: páginas 32 a 51 del libro de Juan Mainer Baqué Del elitismo a la masificación. Historia y memorias del bachillerato en el Ramón y Cajal de Huesca (1931-1990). Huesca, Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2024.

Portada: El Presidente de la República Niceto Alcalá Zamora en la inauguración de la Escuela Normal de Maestros, con motivo del 2º Aniversario de la República. Inauguración del Museo Pedagógico. Le acompaña el Jefe del Gobierno Azaña, el Ministro de Instrucción Pública Fernando de los Ríos y el Presidente del Congreso Besteiro. Inauguración Grupo escolar Blasco Ibáñez (foto: Archivo General de la Administración).

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

Presentación del libro  el  25 de abril de 2024   en el   IES Ramón y Cajal y  acto de homenaje a los siete profesores represaliados como consecuencia del golpe militar de julio de 1936, al que acudieron familiares y antiguas alumnas, hijas del exilio mejicano . AQUÍ

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