19 de May del 2024
De parte de Grup Antimilitarista Tortuga
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Texto del libro de Pablo San José “El Ladrillo de Cristal. Estudio crítico de la sociedad occidental y de los esfuerzos para transformarla”, de Editorial Revolussia.

Índice y ficha del libro


Nicolás de Maquiavelo, hacia el 1500, alertaba sobre la hipotética conflictividad de una sociedad basada en la desigualdad política y económica. Es la primera vez que se especula sobre la confrontación estructural entre grupos sociales desde la época de Aristóteles, en quien se inspira Maquiavelo. Es lo que luego sería denominado «lucha de clases». La idea tardaría en ser recuperada por intelectuales posteriores. Por ejemplo, Adam Smith, en 1776, poniendo el acento en la cuestión de la propiedad, clasifica la sociedad que conoce en tres «órdenes»: rentistas, asalariados y quienes viven de «la ganancia» que se obtiene del trabajo de los asalariados. A continuación afirma que de este tipo de organización social emana un inevitable conflicto de intereses. No hace falta que lo digan —me parece— tan ilustres pensadores. Es obvio que cualquier colectividad humana, grande o pequeña, que se funde sobre una base instituida de desigualdad material tiene asegurado el conflicto. Sea la antigüedad, el medioevo o la edad contemporánea, nunca ha faltado el abuso del rico sobre el pobre, la revuelta de éste contra aquél y el uso de medios represivos para aplastar el desafío y perpetuar la desigualdad. No obstante, entiendo que es a partir del siglo XIX cuando la sociedad occidental se configura de la forma polarizada y antagónica que dará pie a los teóricos del momento para hablar de lucha de clases. La clave —otra vez— es material. Nunca hasta entonces la propiedad, especialmente los medios de producción, había estado tan altamente concentrada, llegando a provocar, y es su consecuencia sociológica determinante, que el salariado se constituyera en la forma mayoritaria de subsistencia.

Proletario viene del latín proles, que significa «linaje, descendencia». Así se denominaba en Roma a los ciudadanos que, por no tener ni un duro, solo servían para engendrar hijos que nutrieran el ejército. El término se abandona largo tiempo hasta que es rescatado tras la revolución francesa, para denominar al creciente grupo social que carece de posesiones a causa de los cambios político-económicos que se vienen experimentando en esos momentos. Estos antiguos campesinos y artesanos empobrecidos y despojados de su propiedad, en pleno proceso de concentración de la misma, como decíamos arriba, han de ganarse la vida trabajando por cuenta ajena o, lo que no era nada infrecuente, mediante el ejercicio de la mendicidad. Este sector, orden o clase social, nueva como tal, cerrará filas con la burguesía a lo largo del proceso revolucionario en el que ésta desafía y derrota al Antiguo Régimen. Así, serán los desarrapados sans-culottes (1) quienes tomen la Bastilla para poner las instituciones francesas a los pies de los adinerados burgueses, o quienes integren masivamente el nuevo ejército revolucionario. La situación se repetirá en otros momentos y lugares. Como es sabido, dicha alianza no durará mucho. El inevitable choque de intereses suscitará un nuevo pulso entre ambas clases —proletariado y burguesía—, únicas ya sobre el tablero, según afirmación de Marx (2). De esta forma, podemos concluir que la acción política del que luego se denominaría movimiento obrero en pro de sus intereses de clase, tiene su origen y banco de pruebas en la propia revolución liberal.

El proletariado, comprendido como la masa de trabajadores asalariados no propietarios, a mediados del siglo XVIII, es un sector social pequeño, minoritario. Pero no dejará de crecer numérica y porcentualmente en el siglo XIX hasta llegar a constituir, en algunos países, un grupo significativo en las postrimerías del mismo. Las causas de esta transformación sociológica crucial también son de base económica. El caso que mejor lo ilustra se da en Inglaterra. Allí, desde la segunda mitad del siglo XVIII, concurren una serie de circunstancias que terminarán por concentrar enormes bolsas de ex-campesinos, desposeídos de su propiedad, en las grandes ciudades. Por una parte, el aumento poblacional que sucede por el incremento de la producción que posibilitan las mejoras tecnológicas de la llamada «revolución agrícola inglesa». El agro es un medio concreto y limitado que, tradicionalmente, ha sido foco de emigración en épocas de alta demografía. A ello hay que añadir una serie de medidas adoptadas por el Parlamento, en beneficio de las clases dominantes; la política de cercamiento obligado de fincas, conocida como enclosure acts (3), en la práctica, supone una expropiación masiva de las tierras del pequeño campesinado. Muchos ex-propietarios, ahora empobrecidos, habrán de emigrar, asimismo, a la ciudad, donde constituirán la mano de obra abundante que se ha de ofrecer en condiciones desventajosas para hacer funcionar las máquinas de la nueva industria. El fenómeno, en menor medida, se repetirá en otros países, como Francia o, más tardíamente, España, donde se aplicará mediante la política de desamortización de bienes comunales a la que ya nos hemos referido. Como puede verse, el expolio de tierras, la industrialización y la urbanización del territorio son circunstancias que concurrieron en mutua interdependencia. Y no sucedieron de forma espontánea, ni siquiera pactada, sino, como se viene conociendo, inducida por los poderes político y económico que, a estas alturas de la partida, ya conformaban una misma realidad.

Karl Marx, en su faceta de economista, estudió detenidamente este fenómeno dándole el nombre de «acumulación primitiva». Ésta viene a consistir en la expropiación de los medios de producción a los productores directos. Con lo cual se consigue la aniquilación de un sistema de propiedad privada que, mayoritariamente, se basaba en el trabajo propio. En su lugar será instaurada la explotación masiva del trabajo ajeno: el salariado, elemento clave del capitalismo.

Me parece igualmente digno de mención el análisis que hace de este periodo, el húngaro, también economista, Karl Polanyi, desarrollado en su obra, ya clásica, «La gran transformación: crítica del liberalismo económico», publicada en 1944. En ella señala que el advenimiento del primitivo capitalismo convirtió en mera mercancía cualquier factor que tuviera que ver con la producción; fuese la tierra, fuese la fuerza de trabajo. Esto supuso una fuerte ruptura con el concepto que se tenía acerca de la propiedad, el sentido del trabajo, y aun el valor cualitativo de la persona. En este último aspecto, el nuevo capitalismo reduce la condición humana a la de un individuo que, desgajado de cualquier identidad colectiva, solo tiene como fin la búsqueda de las ventajas materiales, y aun placeres hedonistas, que el mercado está en situación de proporcionarle. Polanyi añade que dicha transformación no sucedió de forma espontánea, sino que fue impuesta desde el poder político —crecientemente controlado por la nueva burguesía liberal, añado—. En el caso británico, mediante legislaciones como la de cercamientos, leyes de pobres, leyes de granos, abolición de gremios (esta última medida facilitó a los empresarios industriales una masa de artesanos cualificados a quienes ahora podían contratar con bajos salarios) etc. Medidas similares se implantaron en otros lugares. Todo ello constituyó un cataclismo sin precedentes para la sociedad tradicional, la cual hubo de asistir al desmantelamiento forzado de su mundo. El proceso despertó fuertes y persistentes resistencias que fueron quebradas paulatinamente por la maquinaria represiva del, cada vez mejor dotado para ello, estado liberal. George Lichteim, en su aproximación a la historia del socialismo (4), reflexiona sobre el paradigma de la historiografía contemporánea que considera que las penalidades causadas por las exigencias de la revolución industrial a la sociedad rural y al primer proletariado, a largo plazo, pelillos a la mar, «valieron la pena». Que fueron el peaje necesario para poder abrir las puertas al progreso, a la futura sociedad tecnológica de la abundancia y la libertad. Interpretación muy reveladora, me parece, del clasismo academicista que predomina entre quienes se dedican a analizar la historia. Como mínimo, resulta paradójico que la alabada sociedad racional y libre hubiera de ser edificada violentando la voluntad de la mayoría, y obligándola al sufrimiento de forma coactiva. Porque las poblaciones ampliamente mayoritarias que padecieron «la gran transformación», no la deseaban en modo alguno. Antes bien, su interés y deseo era el de mantener su modo de vida tradicional. Como mucho, aumentar la independencia y seguridad económica de los pequeños agricultores y artesanos. Ello, concluye Lichteim, se podría haber logrado con la ayuda de las nuevas máquinas que, en lugar de dedicarse a la producción de bienes de uso, se emplearon para la acumulación de beneficios.

En resumen: la centuria transcurrida entre 1750 y 1850 es un momento de graves cambios en Europa: aumento demográfico, industrialización, concentración de la propiedad, expansión del trabajo asalariado… Lo que dará pie a un tipo de sociedad conflictiva: fluctuaciones de precios, movimientos demográficos, crisis de abastecimiento, hambrunas, avance de la presencia del estado, pugna entre los poderes del antiguo régimen y la floreciente burguesía… Esta época de cambios estará marcada por numerosísimas revueltas y luchas campesinas, sobre todo en defensa de la propiedad comunal y de los sistemas de vida tradicional. En España, lo más representativo son las guerras carlistas. También contra la especulación de los precios, acaparamiento de cereales, mercado nacional obligatorio, impuestos etc. En las ciudades, por su parte, se dan actividades que podríamos denominar «protosindicales»; efímeras y por oficios y localidades, consistentes en huelgas por mejoras salariales o de condiciones horarias. También abundan los motines por desabastecimiento alimentario, que sucedía con frecuencia, por la fluctuación de precios o por otras razones concretas, de tipo social o político, pero siempre relacionadas con cuestiones de pobreza coyuntural o de pérdida de estatus. Lamentablemente, la historiografía, como refería David Algarra y también sugiere Lichteim, tradicionalmente ha preferido no fijar su mirada sobre el acontecer de las mayoritarias clases populares, por lo que esta página principal de la Historia ha quedado un tanto oscurecida en beneficio de la memoria del poder y las élites.

Demos un paso adelante. Tradicionalmente asociamos la voz «revolución» a proletario. Pero bien es cierto que no todos los proletarios han sido y son revolucionarios, y no lo es menos que tal proyecto no ha sido en todo momento la meta de dicha clase. Estoy por afirmar casi lo contrario: que la conciencia revolucionaria es excepción, y no norma, a lo largo de la historia de la clase proletaria.

«Revolución» es un concepto teórico, elaborado. Requiere mentes pensantes con una visión de la realidad amplia y moderna. No basta que en un lugar y contexto preciso «los de abajo» se subleven y desafíen a «los de arriba». Para ser revolucionarios han de hacerlo dotados de un proyecto global de sociedad, que cuente con un diseño mínimamente reconocible, y sus correspondientes estrategias y tácticas para realizar la transición. Aunque puedan no ser eficaces.

Así, las luchas que recorren la historia, de diferentes grupos de oprimidos contra sus opresores, en pos de la mejora de sus condiciones de vida, tradicionalmente han carecido de esa cualidad de «conciencia». Más que revoluciones, han sido «revueltas». Asonadas y confrontaciones de mayor y menor entidad y duración, caracterizadas todas ellas por perseguir únicamente objetivos particulares. En la inmensa mayoría de casos, originadas por situaciones de agravamiento de la situación de pobreza (hambrunas, epidemias, impuestos abusivos, expolio de bienes, conscripción militar etc.). Ni siquiera los conflictos interreligiosos escaparán a esa causalidad.

Metidas en la harina del conflicto, estas colectividades, por lo general, no desarrollarán teoría política. Antes bien, sin perder ojo a su problemática concreta, se comportarán más o menos de acuerdo a sus determinismos, siendo su objetivo resolver expeditivamente la cuestión para poder retornar a sus vidas lo más rápidamente posible. Simone Weil, en cita referida al siglo XX pero que bien se podría aplicar a este caso, dice que: «Esos momentos en que los poderosos conocen a su vez, por fin, lo que es sentirse solo y desarmado, no perduran, aunque los desdichados deseen ardientemente verlos durar para siempre. No pueden durar, porque esa unanimidad que se produce en el fuego de una emoción viva y general no es compatible con ninguna acción metódica. Tiene siempre por efecto suspender cualquier acción y detener el curso cotidiano de la vida. Ese tiempo de parada no puede prolongarse; el curso de la vida cotidiana debe seguir, las tareas de cada día tienen que llevarse a cabo. La masa se disuelve de nuevo en individuos, el recuerdo de la victoria se difumina; la situación primitiva, o una situación equivalente, se restablece poco a poco y, aunque en el intervalo los amos hayan podido cambiar, siempre son los mismos los que obedecen.» Si tomamos como ejemplo las revueltas campesinas que sacudieron Europa desde los tiempos de los bagaudas hasta bien entrado el siglo XIX, vemos que no están dirigidas por filósofos ni por ningún tipo de élite intelectual sino por personas iletradas. Sus filas estarán integradas por personas fundamentalmente residentes en el mundo rural, en microcosmos estables donde apenas se reflexiona sobre la realidad, la cual se entiende suficientemente explicada por parte de la propia tradición popular y la religión.

Ni siquiera considero que sea, en sí, la acumulación de grandes masas de proletarios en las ciudades europeas del siglo XIX la que produzca la inquietud revolucionaria. No es una cuestión de número ni de ubicación. Para que prenda la llama de la rebelión es preciso un contexto de cierto empeoramiento de las condiciones materiales, o —en su lugar— un clima generalizado de esperanzas, de expectativas, que se ven frustradas (5). Al menos, así viene sucediendo históricamente. Pero, en segunda instancia, para que esa rebelión se transforme en revolución, se necesita una vanguardia intelectual, una intelligentsia, que provea a las masas de pensamiento, de proyecto. La famosa teoría marxista de las condiciones objetivas y subjetivas en parte se refiere a esta circunstancia. Así, cuando cunda la depauperación y las condiciones materiales se vuelvan insufribles para los proletarios asalariados de las nuevas industrias, serán pensadores formados en las teorías de la Ilustración y el liberalismo, inspirados en las recientes revoluciones burguesas, quienes les propongan la idea y visión revolucionaria. Ha nacido el socialismo.

Notas

1- Los sans-culottes (sin calzones) aún no son propiamente proletarios, como lo serán sus sucesores décadas después. No obstante representan el sector económicamente más pobre y socialmente menos valorado de las grandes ciudades. Era un grupo heterogéneo integrado por trabajadores manuales por cuenta ajena, pero también por pequeños comerciantes, campesinos y artesanos independientes. En 1795 serán reprimidos con dureza en varias oleadas por las tropas del gobierno burgués que habían contribuido a instaurar, desapareciendo como grupo políticamente influyente.

2- En realidad Marx no simplificó tanto la cuestión. Partiendo de la dualidad proletariado/burguesía y su antagonismo, comprendía una sociedad más compleja compuesta por grupos y subclases no siempre encuadrables fácilmente en tales dos grupos: profesionales, artesanos y pequeños comerciantes independientes, campesinos propietarios, lumpen, etc. Por cierto que, para Marx, la clase del proletariado no surge tras la revolución francesa, sino que lo hace en el seno del sistema feudal a finales de la Edad Media.

3- Las actas de cercamiento (enclosure acts) son un conjunto de diferentes normas dictadas por el parlamento británico entre 1760 y 1840, que permitían, y en ocasiones obligaban, a cercar las propiedades comunales y granjas. En algunos casos se exigía a las comunidades rurales el abono de una elevada tasa para oficializar su propiedad tradicional. O contribuir a los gastos de cercamiento. En otras ocasiones se adjudicaba la tierra a quien la hubiera cercado y reclamara el derecho de propiedad (normalmente un burgués o aristócrata adinerado). Se daba también el caso de que los propietarios de grandes fincas las cercaban impidiendo así el paso y abrevamiento de ganado, el acceso a pastos, bosques etc. En la práctica, perjudicadas por todos estos arbitrios, casi todas la comunidades perdieron sus tierras, que pasaron a manos de grandes terratenientes, frecuentemente miembros de la aristocracia. El principal efecto de la medida fue la generación de una gran masa de trabajadores desocupados a disposición del empresariado industrial a un coste muy bajo.

4- George Lichteim. «Breve historia del socialismo». Alianza Editorial, 1990. Publicado en 1970.

5- Algunos historiadores (por ejemplo Charles Tilly, quien, para ello, se apoya en amplios estudios documentales), relacionan la acción insurgente en la Edad Contemporánea, no tanto con situaciones de crisis económica —en la cual las clases depauperadas dedican la mayoría de sus energías a la simple tarea de sobrevivir—, como con momentos de relativa bonanza material, la cual posibilita emplear algunos esfuerzos en la lucha por mejores condiciones.




Fuente: Grupotortuga.com