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PURA ESPUMA

¿Quién te crees que sos?

Andrew Scott, en el papel de Tom Ripley.

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¿Quién te creés que sos? ¿Quién se piensa que es? Estas preguntas sobre la identidad, que se extienden en distintos órdenes de aplicación, y todos para ajustar la materia volátil del valor individual, son un reflejo del teatro de la vida en el que se puede actuar con más o menos éxito, pero en el que de ninguna manera no se puede no actuar.

Si Shakespeare “nos hizo teatrales”, y si después de William Shakespeare, como hemos visto, la ficción en formato de libro se encargó durante cuatro siglos de hacer un mantenimiento de esa “esencia” social que es más del arte que de la naturaleza, hay que reconocer que vivir es una experiencia literaria. La tendencia es tan irreversible que la propia literatura escarba en los yacimientos de la vida para encontrar más literatura.

De los personajes literarios reconocidos a simple vista como teatrales, que son todos, Tom Ripley, de Patricia Highsmith, es el más célebre de la especie “hombres solitarios”. Por encima incluso de su precursor, el Raskólnikov de Fiódor Dostoievski. Porque, pese a que las habitaciones lúmpenes donde ambos empollan el huevo del crimen podrían intercambiarse, los distancia el hecho de que Raskólnikov tiene un discurso (y el código penal que le corresponde), mientras que Ripley es más bien un poeta automático del acto.

La serie Ripley, nueva adaptación para Netflix de El talento de Mister Ripley (1955), la novela pistera de Highsmith ante la que han formado cola los adaptadores cinematográficos debido a la manera desprendida en que sirve en bandeja todos los recursos para que una buena película se haga prácticamente sola, es una sorpresa si uno se ha estado entregando al prejuicio, que sin dudas hay que conservar, del “dime de qué plataforma vienes y te diré qué cliché clavaste”.      

Andrew Scott, el ex profesor Moriarty (el Napoleón del crimen, según Arthur Conan Doyle) en la serie Sherlock de la BBC, es la primera -y tal vez la última- reencarnación del personaje de Highsmith. Todos los movimientos, parlamentos y escenarios de Ripley van hacia el teatro. Son prestaciones del mundo social anteriores a su necesidad de utilizarlos a todo o nada. En ese terreno híbrido en el que vivir es actuar, puede resistir las hostilidades “objetivas” de la vida, desde el resbaladizo pozo de clase del que le cuesta salir, hasta la humillación recibida como golpe a sus gustos mundanos. Lo que no puede soportar Ripley es que el teatro que le da vida se termine. Si se termina, se termina él. ¿Qué otra razón le haría falta para matar por necesidad?

El ciclo dramático que lo envuelve de un modo absoluto, dejando afuera cualquier acontecimiento que no se amolde a su régimen, imponiendo de ese modo un mundo propio sobre el general y absorbiendo el general como propio, es un proceso de cálculo e improvisación artística: imagina en soledad las escenas que va a protagonizar, ensaya los parlamentos, sale al escenario estresado por los nervios del debut (cada vigilancia sobre la identidad que usurpa, un estreno inédito) y, cuando se le queman los papeles, cuando el mundo intenta filtrar su obra, improvisa.

¿Qué improvisa? Todo: el tema, su manera de abordarlo, la entonación con que lo aborda y los gestos que, por economía de verosimilitud (cuanto más económico, más verosímil) tienden a la inexpresividad o a una expresividad “corta”.

El arte más invisible e inaudible de ese teatro es un mecanismo que le debe todo a un talento destinado al control verbal. Ocurre en los cientos de momentos críticos cuando, al borde del descubrimiento, no pisa el palito de la verborragia. Además del engaño verbal, la neutralidad esculpida en su rostro y la improvisación defensiva, lo que salva a Ripley de que el mundo lo extirpe de su teatro es el silencio que le impide morir por la boca como el pez y, sobre todo, su oído absoluto para escuchar las vibraciones de las amenazas que salen en clave de la voz de los otros.

Todo esto es un invento de Highsmith, y su existencia no es novedosa. La novedad es la presencia de Scott en la actuación y de Steven Zaillian en el guion y la dirección. La carrera de Zaillian, salvo una ocasión, tiene como generalidad adaptar libros. Es un lector. Lo hizo en Hannibal, de Ridley Scott (donde compartió guion con David Mamet); en Pandillas de Nueva York y El Irlandés, de Martin Scorsese; en Despertares, de Penny Marshall, y en La lista de Schindler, de Steven Spielberg. Pero en el caso de Ripley no se trata de una adaptación, un término que tiene su peso en la jerga del control social, sino de una transmisión del libro de Patricia Highsmith.

El tránsito de la literatura de Highsmith a la serie de Zaillian es lo más directo a lo que una cosa inspirada en otra puede aspirar. Por lo que a las licencias tomadas por Zaillian, como la que tomó en su momento René Clément con su versión de 1959, o Anthony Minghella con la de 2000, habrá que tomarlas como unas más que merecidas franquicias.  

La presencia bruta de la literatura de Highsmith en el sentido de estado natural (allí donde esté, la literatura nunca pasa desapercibida; así como donde no está, no está), se manifiesta delicadamente contra las censuras blancas de las plataformas. Por ejemplo, contra la duración. Ripley tiene capítulos de una hora, lo que suman ocho, más que lo que dura leer las 300 páginas de El talento de Míster Ripley. Lo que hace posible que entremos en relación con el personaje (duración es relación). Se podría objetar: “¿ese argumento vale lo mismo para los personajes largos de series como La casa de papel, Peaky Blinders y/o adefesios similares?”. Contestaremos: no. Vale solo para series con literatura. Abrazo.

Por si hiciera falta un refuerzo a la pureza literaria de la serie (lo que incluye sus suciedades como valor indirecto), que sea en blanco y negro es menos un homenaje al clasicismo anterior a El jardín de Allah (1935) que una presencia de libro. Blanco y negro, en el sentido de tinta y papel. ¿Hay, acaso, un catálogo de colores más variado, incluyendo los que no existen?

Ya como cosa mía, necesito introducir una pista sobre el antagonismo visual entre el Ripley de Scott y el Dickie Greenleaf (el heredero víctima de Ripley) protagonizado por Jhonny Flynn. Parecen aludir tanto a las charlas televisivas hipertensas entre Gore Vidal y James Buckey durante las convenciones Demócrata y Republicana de1968, que dan ganas de preguntárselo a Zaillian. Pueden husmear en YouTube para ver cómo explotan las pompas de la ira bajo un manto de delicadeza insoportable.

Y vaya a la memoria de Patricia Highsmith un agradecimiento a algo que no deberíamos llamar literatura sino, sencillamente, un modio de ver (y de entender), como diría Deleuze, “la vergüenza de ser un hombre”. ¿Fue un don? Sí, pero extraído de las minas del dolor. Famosa por su aislamiento y su misantropía cabalgante, enemiga jurada de la apariencia a la que, sin embargo, le dio rango de arte, Highsmith fue toda la vida una sobreviviente. Incluso los fue antes de nacer. Un detalle, encontrado en un artículo sobre ella publicado por The Guardian en el año 2000: la madre quiso abortarla tomando aguarrás. ¿Qué le pasaba a Highsmith con eso? Detestaba a la madre, pero tenía una debilidad aparentemente inexplicable que nadie como la propia madre pudo contarlo mejor, y en un tono de comedia: “Pat, no puedo creer que adores el olor a aguarrás”. 

JJB/MF

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