Por qué Beethoven casi se desmayó cuando estrenó su mítica 9º Sinfonía | Perfil
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Se cumplen dos siglos

¿Por qué Beethoven casi se desmayó cuando estrenó su mítica 9º sinfonía?

En mayo de 1824, el creador del "Himno a la Alegría" llevaba 27 años de sordera total. Aceptó presentar su obra en Viena, a cambio de dirigir él mismo el estreno mundial. Sin embargo, lo engañaron. Un episodio que revela el aislamiento y la soledad de los hipoacúsicos.

Ludwig van Beethoven
Ludwig van Beethoven | AFP

Ludwig van Beethoven tenía 54 años cuando presentó en sociedad su última sinfonía, la Novena, que tardó tres años en componer y rompía con lo conocido en materia musical.

Esos 74 minutos prodigiosos musicalizaron An die Freude, un poema que había escrito su compatriota Friedrich von Schiller (1785), quien 4 años antes de la Revolución Francesa, logró –como buen artista- anticipar la temperatura intempestuosa de la época y vertirla en versos que exaltaban el optimismo al que Beethoven había renunciado hacía tiempo. 

Ludwig fue el segundo hijo del segundo matrimonio de su madre, María Magdalena Kaverich (descendiente del jefe de cocina de un noble), viuda desde los 19 años. 

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Al nacer –se cree que fue el 16 de diciembre de 1770- le pusieron el nombre de un hermano mayor, Ludwig, que había muerto. Luego tuvo cinco hermanos más, pero el luto parecía ensañarse con su estirpe: sólo tres sobrevivieron. Ludwig fue asmático desde los 5 años y el historial médico que trascendió dice que siempre tuvo un “débil tórax”. 

Una varicela, además, le dejó cicatrices en la cara, tal como deja ver el busto que creó el escultor Hugo Hagen, a partir de una máscara que le tomó en 1812, Franz Klein, y que se exhibe en la casa museo del compositor en Bonn.

La tuberculosis se llevó muy joven a su madre (cuando él tenía 17 años) y su padre provenía de una familia tan dotada para la música como para la ebriedad. El abuelo paterno de Beethoven se llamaba igual que él y fue director de cámara de la capilla de Bonn, un puesto con mucho brillo social por entonces. 

Su propio padre era tenor y -aunque muy autoritario- le dio sus primeras lecciones de música. El muchacho a los 6 años demostró ser un prodigio en el piano, el orgullo de la familia paterna. Sin embargo, cuando su hogar se desmoronó se quedó solo y a cargo de dos hermanos -su padre terminó en la cárcel por alcoholismo-, se mudó con sus dos hermanos a Viena y tuvo que ser el sostén de todos. 

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Tenía mucho talento a favor y no le fue difícil hacer buenos contactos. Ludwig tenía 11 años cuando le publicaron una pieza de su autoría, Nueve variaciones sobre una marcha de Ernst Christoph Dressler. Y para entonces la vida todavía podía ser una promesa de alegrías futuras. De hecho, tomó clases de música nada menos que con Joseph Haydn y Antonio Salieri –sí, el archienemigo de Mozart. 

Dice la leyenda que, en el año 1787, cuando Beethoven tenía 16 años y Mozart 31, Wolfgang Amadeus lo escuchó tocar el piano y dijo: “Ojo con este chico, porque van a escuchar hablar de él”. Beethoven acrecentaba su fama como “el heredero de Mozart”  y para nadie era un delfín de Salieri, apunten. 

Tenía 23 años cuando conoció el poema de Friedrich von Schiller, el que con el tiempo inspiraría su obra cumbre, y la perspectiva que vislumbraba de sí aún no era tan tenebrosa ni romántica.


Beethoven y la Novena Sinfonía

Ese canto a la vida, la naturaleza fértil y la fraternidad, la Novena Sinfonía, que logró traducir en cuatro movimientos extensos –él mismo tuvo que escribir de puño algunos versos para adaptarlo musicalmente- fue un estallido en la música de Occidente. 

Particularmente la Oda a la alegría, el cuarto movimiento, se convirtió en 1985 (reversionado por el austríaco Herbert von Karajan) en el Himno de Europa (primero del Consejo de Europa y luego de la Unión Europea).

Beethoven fue el primer compositor de la historia que incluyó 4 solistas vocales y un coro en una sinfonía que devino coral. Su música potente en re mayor podría sacudir muertos y fantasmas de las tumbas y fue capaz de torcer el ánimo sombrío de millones de seres humanos desde que se presentó en sociedad, el 7 de mayo de 1824. Sin embargo, ese himno a la unión y la mancomunidad nació en la cabeza de un hombre torturado y solitario que nunca pudo escucharla. 

Ludwig van Beethoven

Teatrp Kärtnertor. En esta sala lìrica de Viena, capital de Austria, Beethoven "dirigió" el estrenó mundial de su Novena Sinfonía.

Es más, Ludwig van Beethoven siempre creyó que había sido el director del estreno mundial de su propia pieza, en el Teatro Kärtnertor de Viena, junto con la obertura La consagración de la casa y tres partes de la Missa solemnis (1819). Sin embargo no lo fue. 

Una historia sobrecogedora que habla del aislamiento social de los hipoacúsicos y sordomudos, como él.

Beethoven y el estreno de su mítica 9º Sinfonía

Desde los 27 años Beethoven estuvo prácticamente sordo y en 1824, para el estreno de la Novena, ya duplicaba esa edad. Apenas dos años más tarde habría de morir. La Novena Sinfonía fue una obra otoñal. Sin embargo, si se mira el arco de su producción, a medida que su sordera aumentaba, sus pentagramas se iluminaban cada vez más con la riqueza de timbres que su sistema auditivo fisiológicamente le negaba. Cuánto más sucumbía en sus propias tinieblas, más renunciaba al clasicismo apolíneo y perfeccionaba su complejidad musical.

Su sordera comenzó en el oído izquierdo y luego se apoderó de todo el sistema auditivo. Para mejorar su percepción, utilizaba trompetas de oído y una varilla de madera que mordía con los dientes mientras apoyaba el otro extremo en el teclado del piano para tener la ilusión de que oía mejor. No le servía de mucho ya que su enfermedad era sensorio-neural y no de conducción. Su hipoacusia era más rotunda con los sonidos de alta frecuencia.

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Al ser un compositor, le avergonzaba admitir su “defecto” y lo mantuvo en secreto. La primera vez que lo verbalizó fue en una carta fechada en 1801 a Franz Wegeler, un amigo de la infancia que era médico: “déjeme contarle que mi más preciada posesión, mi audición, se ha deteriorado en estos últimos tres años, he estado muy desesperado. Para darle una idea, en el teatro estoy obligado a inclinarme hacia el escenario para entender a los actores o músicos y por momentos no logro escuchar nada de las notas altas que ellos dan. Frecuentemente, puedo oír una conversación en bajo volumen, pero no logro distinguir las palabras”, relataba el autor de Claro de Luna.

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En consecuencia, la depresión no tardó en asomar. “Sólo el cielo sabe lo que va a ser de mí… me informó que mi sordera no tiene cura. Ya he maldecido a mi creador ya mi existencia. Usted puede darse cuenta qué triste vida debo tener, viendo que he sido retirado de todo lo que es querido y precioso para mí… debo retirarme de todo”.

Verse tan limitado en su órgano más potente, el único que le daba una razón para vivir, le dio también motivos para pensar en quitársela. 

Mi sordera no tiene cura. Ya he maldecido a mi creador y a mi existencia. Usted puede darse cuenta qué triste vida debo tener"

Beethoven sucumbió lentamente en una notable pérdida de la autoestima, era frágil emocionalmente, se fue aislando progresivamente de todo círculo social, se volvió huraño y malhumorado, se abandonó incluso en el cuidado de sí, el aseo y el prurito de verse bien ante las personalidades que de vez en vez debía frecuentar. 

Perdió las ganas de vivir y la idea del suicidio acechaba en los silencios eternos. No llegó a intentarlo porque se lo impedía la rigidez moral en la que había sido educado. Pero ante todo, porque la música seguía siendo su primer y gran amor, el refugio de las tormentas del pasado y de su temperamento irascible y descarriado: 

“Hace una semana en el campo, el no poder escuchar el sonido de una flauta me provocó tanta desesperación que por poco más pongo fin a mis días, solo mi arte fue lo que me hizo retroceder”, confesó en otra epístola, ya consagrada como el género literario preferido del romanticismo.

En 1812, el violinista Ludwig Spohr, a quien en su tiempo, Haydn, Mozart y el propio autor de la sinfonía Heroica consideraban un par, escribió: “era tarea difícil hacerse entender por Beethoven, uno tenía que gritar tan fuerte que podría oírse a tres habitaciones más allá”. Su minusvalía comenzaba a fastidiar a quienes lo trataban.

La sordera lo aislaba cada vez más y en enero de 1815 realizó su última presentación pública. En 1817 perdió completamente la capacidad de escuchar música y un año más tarde resignó la comunicación oral, reemplazándola por pequeñas pizarras sobre las que escribía, esperando lo mismo de sus interlocutores. Ludwig van Beethoven tenía entonces 47 años.

En este marco emocional, en 1817 la Sociedad Filarmónica de Londres le encomendó componer una nueva sinfonía, que sería la última (la Novena) que dejó completa, y en 1822 puso manos a la obra. 

Focalizado en la creación, abjuró de la medicina y dejó de visitar consultorios médicos. Sufría reuma, cólicos, diarreas constantes, espasmos abdominales, se volvió anoréxico y comenzó a beber –sobre todo ponche y un vino húngaro- porque sentía que hacerlo aliviaba su dolor de estómago. Luego tuvo una severa afección hepática y contrajo varias neumonías –en una de ellas, una punción le extrajo doce litros de líquido de los pulmones.

Cuando no vivía postrado, amortiguaba el silencio constante con caminatas solitarias, aislado de lo que lo rodeaba, absorto en su callejón interior, sin lucir sombrero –costumbre de rigor en los espacios públicos- y con un sobretodo raído. 

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La mayoría de sus piezas importantes se habían presentado en sociedad en teatros vieneses. Sin embargo, esta vez quería que su última obra hiciera vibrar una sala de Berlín y que fuera lo antes posible. Percibía que la ciudad regada por el Danubio se inclinaba al repertorio italiano y temía un desplante. Su negativa hizo que empresarios teatrales y referentes locales firmaran una solicitada para que reviera su testarudez y esa plegaria tocó su corazón y aceptó no sin condiciones: él dirigiría su última composición a cambio de la exclusiva adoración vienesa.

Beethoven llegó al estreno en el Teatro Kärntnertor y siempre creyó que fue él quien había dirigido la presentación mundial de su obra de madurez. En realidad esa tarea estuvo a cargo de Michael Umlauf y ambos compartieron el escenario. 

Tiempo atrás, Umlauf había visto a Beethoven intentando dirigir el ensayo general de una puesta de su ópera Fidelio y, por todo comentario dijo que a causa de su sordera, había sido “un desastre”. 

La Novena, el estreno y el desmayo

La Novena Sinfonía se estrenó con sólo dos ensayos en los que Umlauf había instruido previamente a músicos y cantantes para que ignoraran las indicaciones del gran genio de Bonn y siguieran las propias, ya que de todos modos, él no las oiría.

Beethoven se sentó mirando a la orquesta multitudinara que reunía a la Sociedad Musical de Viena, a los artistas del Kärntnertor y a los intérpretes más notables de Austria.

Durante la función, indicaba los tempos para el flautín, 2 flautas, 2 oboes, 2 clarinetes, 2 fagots, 1 contrafagot, 4 trompas, 2 trompetas, 3 trombones, las cuerdas, los timbales, el bombo, los platillos, el triángulo. Incluso el coro, los solistas soprano, el alto, el tenor y el bajo, todos y cada uno recibían las indicaciones del maestro al que ignoraban, mientras Beethoven recorría las partituras con la huella sonora que su experiencia auditiva había impreso en su cerebro y disfrutaba la belleza de ese océano fónico que él no podía oír.

Un rayo seguido de un gran trueno, iluminó el lecho de Beethoven, quien abrió sus ojos, levantó su mano derecha y con la mano empuñada dijo: poderes hostiles, los desafió"

A pesar de todo, el estreno fue un completo éxito y Franz Schubert estaba entre las personalidades invitadas al evento en el Theater am Kärntnertor, en Viena, repleto de notables y autoridades políticas. 

Beethoven seguía tan ensimismado en sus pentagramas que, cuando la obra llegó a su fin, no se dio cuenta de que una apresurada y cerrada ovación lo estaba consagrando. Una de sus cantantes, la contralto Karoline Ungar, se acercó hasta él y lo hizo girar de cara al público; sin palabras, faltó poco para que se desmayara.

Beethoven, que hasta ese día era el ogro del bosque vienés, se sintió súbitamente herido de silencio, conmovido por la algarabía y las pantomimas átonas de todos aquellos seres que lo vitoreaban en esa puesta en escena de imágenes sin voz tan familiares a él, pero ahora radiantes. Los mimos fulguraban al compás de una alegría que hacía tiempo él desconocía, y ése fue el día más feliz, aunque su realidad siguiera siendo incompleta. El sacrificio de una vida entera no había sido en vano.

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Hacía 12 años que Beethoven no se dejaba ver en un escenario. Sin saberlo entonces, dos años más tarde moriría. Falleció el 26 de marzo de 1827 a las 6 de la tarde. Su parte médico diría hoy que murió por “un síndrome hepatorrenal, probablemente agravado por una peritonitis bacteriana espontánea”. 

Como no podía ser de otro modo, su muerte tormentosa estuvo a la altura de su genio y figura. Se tiene registro de ese adiós apoteótico gracias al testimonio del compositor austríaco Anselm Hüttenbrenner, amigo suyo y de Franz Schubert, presente en ese instante. Sus memorias se las entegó a Franz Liszt en 1854 y llegaron hasta acá:

 “A eso de las 17:30 horas se vio un rayo seguido de un gran trueno, iluminándose el lecho de Beethoven, quien abrió sus ojos, levantó su mano derecha y con la mano empuñada dijo: poderes hostiles, los desafió,  Dios está conmigo” relató Hüttenbrenner. Y agregó: “Al dejar caer la mano, sus ojos se cerraron a medias. No se sintió más respiración ni más latidos cardíacos”, comentó el testigo. 

Unas 20 mil personas asistieron a sus exequias y fue ése el día en que estuvo más acompañado. Desde entonces, se acrecentó la leyenda negra sobre la muerte tal vez prematura de un iluminado.  

Se habló de una cirrosis provocada por el consumo excesivo de alcohol, por ejemplo. El amigo que lo conocía desde su juventud, Franz Wegeler, negó que fuera alcohólico, si bien –como ya se señaló- en un principio bebía más de lo esperado para aliviar el dolor estomacal. El médico confirmó que tanto él como otras personas jamás lo encontraron borracho.

También se habló de sífilis, una hipótesis de poco asidero y basada en dos recetas médicas de 1820, en las que se le prescribía, un metal que se usaba ciertamente para combatir esa enfermedad infecciosa, pero también otras enfermedades que dejaban huellas cutáneas.

Se supuso también que habían envenenado al creador de Para Elisa cuando se hallaron rastros de plomo en un cabello. Se presumió que tenía que ver con sus frecuentes espasmos digestivos, pero lo cierto es que en la primera mitad del siglo XIX el vino se guardaba a veces en envases de plomo.

Durante toda su vida trabajó para ponerle sonidos a un mundo que para él ya no los tenía. Desde hace casi 200 años sólo puede hablar a través de su obra. Respetemos sus silencios. 

En 2002, UNESCO declaró la Novena Sinfonía en Re menor Opus 125 de Ludwig van Beethoven, Patrimonio de la Humanidad.