Carta de un filósofo melómano a los eurovidentes de 'Zorra'
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30 de mayo de 2024

Gabriel Albiac
Gabriel Albiac

Carta de un filósofo melómano a los eurovidentes de 'Zorra'

Un bodrio quintaesenciadamente hortera al que dieron en llamar Festival de Eurovisión

Actualizada 04:30

Bambie Thug representando a Irlanda con la canción Doomsday blue

Bambie Thug representando a Irlanda con la canción Doomsday blueEFE

Queridos eurovidentes:
Me excuso por lo que de arbitrario pueda haber en mis palabras: hace 52 años que no comparto vida conyugal con un televisor. La última vez, era 1972 y el cacharro funcionaba en blanco y negro.
Pero ya entonces, los que andábamos por los inicios de la veintena, despreciábamos, por encima de cualquier aberración, aquel bodrio quintaesenciadamente hortera al que dieron en llamar «Festival de Eurovisión». Vicios de época: profesábamos devoción a los Stones, los Beatles, a Burdon, a los Doors de Jim Morrison, a los Airplane de Slick y Kantner, al virtuosismo celestial de Clapton, al loco electroshock de Hendrix, al prodigio sin nombre de Janis Joplin. Con los años, mi santoral acabaría por incluir un puñado de nombres ilustres de los siglos XVI y XVII. Y poco más. Despreciábamos todos olímpicamente el pop. Y hubiéramos flambeado al lanzallamas los vinilos que de aquel epítome del mal gusto llamado Eurovisión iban saliendo cada año al mercado impunemente.
Lo de este año no lo conozco, pues, de oído. Me cuidaré, por tanto escrupulosamente de opinar acerca de sus cualidades musicales. Tengo la impresión de que hace mucho que lo de la música no cuenta gran cosa en ese festejo. Y sí el pase de las sucesivas poses fotográficas de sus protagonistas. Parece lógico que una sociedad que ha abolido la práctica de la lectura, vete por igual esa misteriosa disciplina matemática que es la de la composición musical. En el simpático universo de WhatsApp y de Tik-Tok, cualquier complejidad lectora o auditiva sería intolerable. También, cualquier complejidad en la diversión o en el juego. No es tiempo de ajedrez o de parchís, y puede que hasta eso sea ya demasiado.
Porque en sí la diversión, no es sólo que sea estupenda. La diversión, decía inteligentísimamente Blaise Pascal, es lo único que puede hacer soportable la vida en este mundo. Claro que él daba por sentado que la diversión más alta, el juego más exquisito, es el de la aritmética. Del cual es subsección el de la música. Sin juego, sin diversión, el curso del tiempo se hace muy difícil de aguantar para cualquier humano que no haya alcanzado la feliz atrofia completa de sus neuronas.
El prodigio de las «Variaciones Goldberg», por ejemplo, proviene de ese saber deslizar una serie de notas a lo largo de todas sus posibles combinaciones numéricas. Bach era un genio matemático. En tanto que músico. Pero, abandonemos las solemnidades: genio matemático es el tenue encaje que Eric Clapton desplegaba en cada uno de esos conciertos en los que sus afortunados espectadores tuvimos más de una vez la pascaliana certeza de ver cerrarse un paréntesis en el tiempo. Matemático era el salvajismo que Hendrix cerraba con la quema de su Stratocaster en Monterrey. El que tantas veces desplegó Marc Knopfler con los tenues laberintos de su Gibson Les Paul.
Uno podía amar todo aquello, como podía amar la música florentina del siglo XVI, exactamente igual, porque eran distintos ejercicios de un mismo envite: la apuesta por la belleza, que sólo en la empecinada batalla contra lo obvio, contra lo reconocible, contra lo común, contra la vulgaridad en suma, puede ser rastreada y poseída. John Keats, que murió a los veinticinco años, tras haber dictado como epitafio para su lápida romana «aquí yace uno cuyo nombre fue escrito sobre las aguas», supo mejor que nadie decir el asco de lo repetido y el amor de lo inesperado, sin los cuales jamás sería posible para nadie el acceso a la poesía: «el placer jamás está en casa». Exactamente igual en cualquier arte. En música, puede ser, más que en ninguno. Lo reconocible puede ser cualquier cosa. No arte, desde luego. Menos aún, música.
Nemo ganador de Eurovisión 2024 con The Code

Nemo, ganador de Eurovisión 2024 con The CodeGTRES

Pero sí, ya entiendo que eso del otro día, que concitó ante las pantallas a millones de buenas gentes sin otra cosa a mano con la que matar el tiempo; que eso, digo, no es música. Ahí, al menos, estaremos todos de acuerdo. No es música; es una vulgaridad lo bastante obscena como para que hasta los más obscenos de nuestros conciudadanos, los políticos, se dignen ocuparse de ella y emitan hilarantes solemnidades en torno al carácter progresista o reaccionario de los fotogénicos danzarines en paños menores. Tampoco es que yo haya esperado nunca algo mucho más elevado de esa subespecie humana.
Fotogenia. Pero olviden, al decir «foto», nada que pueda evocar a Man Ray, a Capa, a Atget, a Newton… Foto, en esa convocatoria de vulgaridades desbocadas, vale para decir cromo kitsch. Esto es, atentado estúpido contra los más básicos equilibrios de la estética, de la luz, de la composición, de los volúmenes: feísmo sin concepto.
Eden Golan, la representante de Israel en Eurovisión 2024

Eden Golan, la representante de Israel en Eurovisión 2024EFE

Lo que se ve en esas fotos eurovisivas –doy por supuesto que lo que deleitó a los pacientes tele-espectadores– es una galería del más rebuscado mal gusto. Sujetos empeñados en caricaturizarse a sí mismos, en disfrazarse de sí mismos, dando verbosas explicaciones, que nadie, creo, les habrá pedido, acerca de sus peculiaridades biológicas o sus gustos libidinales. Si su música era la mitad de horrorosa de lo que lo eran sus disfraces y su verborrea, se merecen sus espectadores la tortura de habérselos tragado desde el confort familiar de su sofá favorito.
Para sucesivas convocatorias, me tomo la libertad de sugeriros, sufridos eurovidentes, que quitéis el sonido del televisor. Y que, mientras el desfile de los freaks compite en piruetas con los monstruos circenses del gran Tod Browning, pongáis en el tocadiscos algo de verdad punky: el «Vertigo» que, para clavicordio, escribió, en el segundo tercio del siglo XVIII, un tal Joseph-Nicolas-Pancrace Royer, por ejemplo. Os garantizo que será muchísimo más divertido.
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