El fin del pensamiento mágico sobre la deuda pública | Negocios | EL PAÍS
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Deuda pública
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El fin del pensamiento mágico sobre la deuda pública

Durante más de una década se ridiculizaron las voces discrepantes sobre los riesgos del excesivo apalancamiento

Negocios 12/05/24
Maravillas Delgado

Durante más de una década, numerosos economistas —­principalmente, pero no exclusivamente, de izquierda— han dicho que los beneficios potenciales de usar deuda para financiar el gasto del Gobierno superan con creces cualquier coste asociado. La noción de que las economías avanzadas podrían sufrir como consecuencia de un sobreendeudamiento prácticamente se descartó, y muchas veces se llegó a ridiculizar a las voces discrepantes. Hasta el Fondo Monetario Internacional (FMI), tradicionalmente un defensor incondicional de la prudencia fiscal, comenzó a respaldar altos niveles de estímulo financiado con deuda.

La situación se ha revertido en los dos últimos años, en tanto este tipo de pensamiento mágico se topó con la dura realidad de la inflación alta y el retorno de los tipos de interés reales de largo plazo a niveles normales. Una reevaluación reciente realizada por tres economistas séniores del FMI subraya este giro considerable. Los autores proyectan que el ratio promedio entre deuda e ingresos de las economías avanzadas aumentará al 120% del PIB para 2028, debido a sus perspectivas de crecimiento de largo plazo en retroceso. También observan que, frente a la realidad de que los costes de endeudamiento elevados están retornando a la “nueva normalidad”, los países desarrollados deben “reconstruir, gradual y creíblemente, los amortiguadores fiscales y garantizar la sustentabilidad de su deuda soberana”.

Esta evaluación equilibrada y medida está lejos de ser alarmista. Sin embargo, no hace demasiado tiempo, cualquier sugerencia de prudencia fiscal rápidamente era descartada por muchos situados en la izquierda por considerarla pura “austeridad”. Por ejemplo, el libro de 2018 de Adam Tooze sobre la crisis financiera global de 2008-2009 y sus consecuencias utiliza esta palabra 102 veces.

Hasta hace muy poco, de hecho, la noción de que una carga de deuda pública elevada podía ser problemática era casi un tabú. Apenas en agosto pasado, Barry Eichengreen y Serkan Arslanalp presentaron un documento excelente sobre la deuda global en la reunión anual de banqueros centrales en Jackson Hole (Wyoming, EE UU) en donde documentaban los niveles extraordinarios de deuda gubernamental acumulados tras la crisis financiera global y la pandemia de la covid-19. Sin embargo, los autores, curiosamente, no explicaron con claridad por qué esto podría plantear un problema para las economías avanzadas.

No se trata simplemente de una cuestión contable. Si bien los países desarrollados rara vez incumplen formalmente en el pago de su deuda doméstica —ya que recurren muchas veces a otras tácticas, como la inflación sorpresa y la represión financiera para manejar sus pasivos—, una carga de deuda elevada, por lo general, va en detrimento del crecimiento económico. Este fue el argumento que presentamos junto con Carmen M. Reinhart en un breve artículo para una conferencia en 2010 y en un análisis más integral que escribimos junto con Vincent Reinhart en 2012.

Estos documentos generaron un debate acalorado, frecuentemente viciado por una tergiversación manifiesta. No ayudaba que a gran parte del público le costara diferenciar entre una financiación del déficit, que puede impulsar temporariamente el crecimiento, y una deuda elevada, que tiende a tener consecuencias de largo plazo negativas. Los economistas académicos suelen coincidir en que los niveles de deuda muy elevados pueden impedir el crecimiento económico, ya sea desplazando la inversión privada o reduciendo el alcance del estímulo fiscal durante las recesiones profundas o las crisis financieras.

Sin duda, en la era previa a la pandemia de tipos de interés reales ultrabajos, la deuda verdaderamente parecía no tener coste, lo que les permitía a los países gastar ahora sin tener que pagar después. Pero esta ola de gasto estaba basada en dos presunciones. La primera era que los tipos de interés sobre la deuda gubernamental se mantendrían bajos indefinidamente, o por lo menos aumentarían de manera tan gradual que los países tendrían décadas para implementar un ajuste. La segunda presunción era que las necesidades de gasto repentinas y masivas —por ejemplo, una expansión militar en respuesta a una agresión externa— podían financiarse emitiendo más deuda.

Aunque algunos tengan la tentación de decir que los países simplemente pueden encontrar la manera de salir de condiciones de deuda elevada, citando como ejemplo el auge de posguerra de EE UU, un documento reciente de los economistas Julien Acalin y Laurence M. Ball refuta este concepto. Su investigación demuestra que, sin los controles estrictos de los tipos de interés que EE UU impuso después del fin de la Segunda Guerra Mundial y las alzas inflacionarias periódicas, el ratio deuda-PIB estadounidense habría sido del 74% en 1974, y no del 23%. La mala noticia es que, en el contexto económico de hoy, caracterizado por metas de inflación y mercados financieros globales más abiertos, estas tácticas tal vez ya no sean viables, y quizás hagan falta mayores ajustes en la política fiscal de Washington.

Para ser justos, tampoco existe ninguna necesidad de entrar en pánico sobre la deuda pública, al menos en las economías avanzadas. Los brotes ocasionales de inflación elevada o los periodos prolongados de represión financiera no son catastróficos. Pero es importante destacar que, mientras que la gente adinerada tiene acceso a un rango de opciones de inversión que le permiten amortiguar el impacto de este tipo de ajustes financieros, los ciudadanos de ingresos bajos y medios tienden a asumir la peor parte de los costes.

En resumen, la deuda gubernamental puede ser una herramienta valiosa para enfrentar una infinidad de desafíos económicos. Pero no es —y nunca ha sido— un mecanismo que no tenga costes.


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