El mayor melodista del siglo XX era español
Fundado en 1910

24 de mayo de 2024

José Padilla, el compositor, en una imagen tomada en París

José Padilla, el compositor, en una imagen tomada en París

Historias de la música

El mayor melodista del siglo XX era español

España sigue sin reivindicar cromo se merece a José Padilla, autor de éxitos como El relicario, La Violetera o Valencia, y de varias zarzuelas hoy olvidadas

Ricardo III hubiese entregado su reino por un caballo. Y Maurice Ravel, el célebre autor del Bolero, y de un Concierto para la mano izquierda para el pianista Paul Wittgestein, hermano del pensador responsable del «Tractatus logico-philoshopicus», declaró en público que hubiese dado su diestra de haberle sido concedido a él el favor de componer La Violetera, una de las principales canciones del músico español José Padilla.
Resulta casi increíble que un compositor alabado a la vez por Trosky («su música tiene el poder de mover a las masas») y Eisenhower, que se sirvió de El Relicario como acompañamiento de la campaña electoral que lo situaría al frente de la Casa Blanca; cuyo Ça c’est Paris se cantó a pleno pulmón durante el desfile triunfal de las tropas francesas por París concluida la Segunda Guerra, y su Estudiantina portuguesa se convirtió en uno de los himnos favoritos durante la Revolución de los claveles en el país vecino, hubiese nacido en Almería, en 1889.
Dicho no precisamente como una falta de respeto hacia una de las más hermosas entre las provincias andaluzas, donde el gran guitarrista Andrés Segovia (cuya presentación en París propició precisamente Padilla) mantenía un santuario, si no como constatación del relativo olvido en el que ha caído quizá el más importante creador de melodías de todo el siglo XX, en su propio país. A la hora de buscar a José Padilla en alguna de las principales plataformas de música mediante streaming, lo mejor es añadir su segundo apellido, Sánchez, para poder atinar.

Otro Padilla más próximo oculta los logros del original

De lo contrario, lo primero que aparecerá en cascada son los hitos de otro José Padilla, más próximo a nuestros días, supuesto impulsor de la música «chill-out» en su versión balear, y una de cuyas esenciales creaciones se titula Mójame (no conviene ser mal pensados, el Mediterráneo parece haberle inspirado casi todas sus contribuciones artísticas al renombrado pinchadiscos, tantas que ahogan y sitúan en un muy discreto segundo plano las versiones que de Valencia grabó el tenor Alfredo Kraus, o las de Princesita debidas a Miguel Fleta o Tito Schipa, su mayor traductor, con ese embeleso belcantista que el legendario tenor italiano ponía en cada interpretación, incluso de ciertas piezas consideradas menores).
Mejor que su propio país, Francia siempre supo agasajar al Padilla original e intransferible, procurándole grandes triunfos y reconocimientos, que él confesó haber dilapidado procurándose todos los placeres que puede proporcionar el dinero. Tuvo «chateau», piso en París, numerosas amantes y trajes de fino paño cortados a medida, que por algo era hijo de sastre. Su destino habría sido la tienda familiar, pero el progenitor tuvo el buen presentimiento de que la música sería su vida, enviándolo a estudiar en Madrid con quince años. En esta ciudad compuso sus primeras zarzuelas, antes de marcharse a Barcelona, donde sentía que sus composiciones podían tener mejor acogida. Allí, además de tratar a Picasso y Cuixart, conoció a Raquel Meyer, que ya era una artista consagrada, y le propuso que interpretara El Relicario, convirtiéndose en un éxito inmediato.

'El taita de arrabal', el tango que emocionaba a Cortázar

Después de un fructífero periodo en Buenos Aires, donde probó suerte con la zarzuela, sin grandes resultados, y llegó a componer varios tangos conocidos (El taita del arrabal, que tanto emocionaba a Cortázar desde su niñez), halló una segunda patria en el país de su buena amiga Colette. París le acogió al término de la Primera Guerra con ese sentimiento de confraternidad mediante el cual los galos parecen siempre dispuestos a reconocer (a menudo apropiándoselos) también como suyos a quienes, incluso habiendo nacido en cualquier otro lugar, cultivan los preciados dones de la cultura.
Él poseía una destreza especial para la pequeña orfebrería, esa que puede llegar instantáneamente al corazón, y aunque incluso algunas de sus operetas y musicales triunfaron en París y Broadway (donde se bautizó un teatro con el nombre de Valencia), al igual que Cole Porter o George Gershwin, sus mayores éxitos se extrajeron en forma de canciones individuales de esas obras más ambiciosas, destinadas a desaparecer.
Su opereta Rome, con libreto del célebre escritor Edgard Wallace, guionista de una de las primeras versiones de King Kong, triunfó en la capital francesa. Pero el reconocimiento principal del «Midas de la música», como se le bautizó, provenía mayormente de algunos de los temas de estas obras, incluidas sus zarzuelas. De La bien amada procedía Valencia, destinada inicialmente a uno de los coros. Al poco de grabarse, se llegaron a vender más de veinte millones de vinilos.
La España sobre todo oficial, en cambio, se mostró menos generosa, más displicente con el artista cuyos éxitos musicales enriquecieron las bandas sonoras de cineastas tan dispares como Ridley Scott, Federico Fellini, Theo Angelopoulos, Woody Allen, Arturo Ripstein, Yausjiro Ozu o Tinto Brass… Ernst Lubistch se sirvió de su singular talento para la miniatura musical en la inolvidable Ninotchka, cuando la Garbo evocaba con nostalgia los días felices en la capital francesa escuchando Ça c’est Paris, la canción que interpretaban en todas sus actuaciones la Mistinguett y Maurice Chevalier, hasta convertirla en la Marsellesa de los parisinos. Y Al Pacino conducía un Ferrari, sin poder ver un pimiento, mientras de fondo sonaba su Relicario en Esencia de mujer, de Martin Brest, con la que el actor ganó un Oscar.

El juicio contra Chaplin por el uso inapropiado de 'La Violetera'

Eso por no hablar de Charles Chaplin, que le fusiló La Violetera convirtiéndola en el recurrente leitmotiv sentimental de uno de sus filmes más entrañables, Luces de la ciudad, y al que Padilla le ganó un juicio por apropiación indebida de sus derechos de autor. El episodio con Charlot que, según me relató Carlos Saura, ya de mayor, se hacía proyectaren el salón de asa, sin faltar una sola tarde, alguna de sus películas ante la familia reunida al completo (estaba casado con Oona O’Neill, hija del dramaturgo Eugene O’Neill y antigua novia de Sallinger, el autor de El guardián entre el centeno) mientras se partía de risa con sus propias ocurrencias, tiene su encanto.
En cuanto tuvo noticia de que el autor de Tiempos modernos le había plagiado, Padilla, que alternaba épocas de enormes dispendios con episodios de ruina por su mala cabeza empresarial, le demandó en Estados Unidos. El día de la audiencia, el compositor solicitó que llevaran un piano al juzgado. Y allí mismo, valiéndose de su pericia con el teclado, se puso a improvisar sobre La Violetera para demostrar que aunque se puedan ofrecer distintas versiones de un mismo tema, la esencia es la misma. El director alegó en su descargo que él solía cantar esa canción todos los días en la ducha. La había conocido de primera mano una vez que acudió a un night-club neoyorquino donde actuaba Xavier Cugat, interpretándola al violín. El juez desestimó tan peregrino argumento. Y el compositor ganó.
Constituyó un buen precedente, porque en otra ocasión, unos años después, Padilla se valió de idéntico recurso para demostrar, esta vez ante una corte francesa, que otro realizador se había apropiado, de nuevo sin su permiso, de La Violetera. Carole Lombard, la bellísima y trágicamente desaparecida esposa de Clark Gable, y el elegante George Raft se montaban un baile con este tema en Rumba, un conocido filme de la Paramount. El creador legítimo volvió a demandar y otra vez más solicitó poder presentarse con un piano en el juzgado. Pero esta vez, además de su propia canción, decidió aleccionar al magistrado con varias versiones posibles de la «Marsellesa», la última de ellas a ritmo de rumba. Inapelable exhibición. La ley volvió a situarse de su parte.

Amigo de Puccini y autor de zarzuelas desconocidas

Seguramente a Padilla, fallecido en 1960, le hubiese complacido tener el reconocimiento de sus compañeros creadores, de las academias y de la crítica, casi siempre hostiles a su talento, en España. Entre sus amistades se encontraba Puccini, con el que compartía una mutua admiración, se visitaban y carteaban con cierta frecuencia. Desde que en Madrid, en 1906, compuso su primera zarzuela, La mala hembra, sobre un libreto de Ventura de la Vega, intentó abrirse camino en el teatro musical de gran formato. No lo lograría, al menos no en la misma medida en que sus más conocidas canciones conquistaron a legiones de oyentes de todo el mundo, sin distinción, desde el más humilde tendero hasta Borges o pensadores como Edgar Morin, que no podía reprimir la emoción que sentía al recordar a su madre escuchando, una y otra vez, las notas de El Relicario.
El gran representante del cool jazz, Dave Brubeck, solía decir que «el secreto de una gran melodía es un secreto». José Padilla, el de verdad, seguramente los poseía todos. La semana pasada, el Teatro de la Zarzuela y el de la Maestranza anunciaron que en una de sus próximas temporadas abordarán una coproducción de El sol de Sevilla, una de las zarzuelas del compositor almeriense. Quizá esta iniciativa sirva para poner en valor al Padilla menos conocido y calibrar mejor su auténtica estatura como creador para la escena lírica.
Comentarios
tracking