cuento, literatura canadiense, premio nobel
Alice Munro

Había leído los cuentos de Alice Munro que aparecen bajo el título: Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, que un amigo me regaló durante un viaje a España en el 2009. Miraba aquellas cinco palabras en la portada brillante del libro, saltando de una a otra y pensando que ya había pasado por todas las fases emocionales que presagiaba aquel título –mientras saltaba también al avión de regreso a La Habana–, como aquellos saltos del juego al pon que jugábamos de niños para ver qué nos tocaría en el reparto del destino, indiferente a nuestro propio salto, a la caída.

Luego, ese mismo amigo me regaló Demasiada felicidad, pero pasó mucho tiempo antes de que leyera esos cuentos, supongo que otra vez por temor al título. Y seguí por Algunas mujeres, La cara y, por último, Demasiada felicidad, que es un relato largo que recoge los datos de la vida de una matemática y novelista llamada Sofía, que se pierde buscando en Europa una cátedra para mujeres.

Por momentos, no supe si la historia, durante aquellas visitas de Sofía a través del pasado y sus largos recorridos en tren, se estaba realizando, eran sueños o alucinaciones que se veían por un retrovisor que nos acercaba al pasado del personaje y a nuestra propia conciencia, entre uno y otro vericueto de la memoria. Porque Alice Munro hace recorridos aboliendo la estructura lógica de los tiempos, como si despertáramos de una amnesia parcial, subliminalmente, y entonces: vemos, olemos, tocamos, oímos, todo lo que sucedió como si se abrieran puertas y más puertas de otros vagones escondidos por detrás de unos hechos. Repentinamente, las historias se transforman y son sacadas bruscamente de su zona de confort por un accidente que ocurre siempre en el presente, con un golpe que lo cambiará todo.

Y entonces seguimos a una mujer sola caminando por las calles de Estocolmo en una noche nevada, pensando en un premio que acaba de obtener y en una futura boda, cuando ya está tocada por la muerte y no lo sabe. Mientras camina con sus botas heladas sobre el pavimento empedrado sin imaginarse que, en las próximas noches, toda su lucidez la acompañará hacia un brusco final, en medio de un descubrimiento matemático que será también el poema de Sofía, y que, después, morirá.

Los personajes de Alice Munro parecen reales hasta el momento en que un paisaje los atraviesa y sufren una metamorfosis para convertirse además en la mente del lugar donde habitan: el niño de la cara roja, un viejo matemático –las hermanas que lo cuidaron hasta su muerte postergando sus vidas–; la muchacha Nancy que se vuelve semejante al muchacho, con su cara pintada desde el nacimiento –la que él viera parduzca por el cuidado de la madre al tapar los espejos–, y el corte abrupto de la cara de ella para convertirse en él.

Así las casas conservan sus olores a través del paso del tiempo por ellas, como si fueran personajes también: los gladiolos que corta una madre con su tijera de podar cuando la tira con un gesto de rabia como desquite ante una traición, dejando flores regadas y metal oxidado clavados en la tierra. Esos gestos de ira, de impotencia; aquellos olores que no se volatilizan: el tajazo en el rostro de la muchacha, otro de unas tijeras clavadas contra las flores, apuntan hacia una fatalidad de los sentimientos que habitan a estos personajes mustios que, tal vez, estaban muertos ya, pero que renacen ante alguna situación de traición o de crueldad.

Las de Alice Munro son historias que no concluyen ni dan explicaciones, donde los personajes deben algo en sus vidas incompletas, y se transforman de pronto –personajes e historias– en poéticas que toman el desvío propio de las pesadillas –como aquel poema encontrado en la casa que nunca se vendió, como si el destino fuera: “en la vida […] unos cuantos sitios, quizás unos solo donde ocurrió algo, y después están todos los demás sitios”.

Y en aquel sitio donde algo, por insignificante que sea, ocurre, hay una claridad que se fragmenta en un caleidoscopio, sobreimponiendo una estructura que sale y se desprende de la forma esperada, que no teme desembarazarse de los lastres de la propia historia ni del peso muerto de un movimiento entre la niebla que petrifica un lugar, lo congela, entre presencias fantasmales que vagan alrededor de los acontecimientos –como la del moribundo con leucemia, atendido por Roxanne, la masajista.

En el cuento “Maderas”, por ejemplo, casi podemos oler aquel bosque que, poco a poco, a través de la descripción de sus árboles, hayas, olmos, arces, cipreses, se va convirtiendo en “una floresta abandonada” –esa palabra difícil de hallar, mucho menos de pronunciar– para aquel matrimonio que cobija leña para los inviernos y que, como el mismo bosque, se encuentra también perdido, hundido en la soledad y abandonado.

El accidente que ha sufrido Ray sobre la nieve resbaladiza parece soñado, porque rompe los bordes entre lo real y lo que ocurre en la mente del personaje, donde algo podría ser siempre peor de lo que es. Y, en una común historia de amor, donde Lea lo salva cuando parecería que siempre él –durante el hastío y la enfermedad de ella– la estaba salvando. Ahora, es ella quien lo salva para sacar la historia de un desenlace habitual, no solo trasgrediendo el rol de los géneros, sino cuando como colofón, e inesperadamente, se salvan también unas maderas a las otras, prestándose humedad con su acompañamiento.

Esas maderas que se dan apoyo unas a otras en el bosque donde sucede este relato de amor, pero a la vez, de abandono –diferenciándolo así del resto de un bosque común–, y donde el lector las siente crujir, caer, enderezarse como si fueran personajes también: “muchas personas reconocen los árboles por las hojas, la forma o el tamaño, pero en las profundidades del bosque sin follaje Ray las reconoce por la corteza”, dice el narrador.

Cortar las maderas como cortar frases: aserrarlas sin antropomorfismos. Llegar a la corteza desde bien abajo para sacar la podredumbre; la caída de los árboles y de los personajes. Alice Munro utiliza la naturaleza a su favor, intercala situaciones naturales con situaciones humanas: “la situación que al principio veía tan irreal, empieza a parecerle natural. Avanzando con la ayuda de las manos, los codos, las rodillas, rozando el suelo, comprobando si un tronco está podrido y después apoyándose en el viento, llenándose las manos de hojas podridas, tierra y nieve”.

En un instante, el bosque de Munro ha mutado al descubrirnos su reverso, el horror que guarda. Durante el accidente del leñador que corta la madera, o del niño Kent caído en un pozo o cuando la muerte de Rich y la llegada del asesino de su familia a la casa: el horror está metido dentro de la vida cotidiana como un árbol más, acechándola, como el cáncer de Nina.

Por eso, en los cuentos de Munro siempre hay roturas: la porcelana azul de la tetera se raja; las rodillas, las piernas del leñador, o las caras cortadas. Esa fragilidad es la puerta hacia un mundo que acecha y nos invade si nos distraemos por un segundo, donde quedará después un asunto pendiente, una deuda, un cobro de sangre, huesos, dolor. Porque Munro detalla minuciosamente la forma de entrar en esa fragilidad en la que estamos inmersos, en contraste a la rapidez con la que la verdad de unos hechos –la cicatriz, el borde de un abismo, la muerte súbita– ocultan su rostro, se parapetan, pero no para siempre, sino para un rato después.

Los paisajes son tenebrosos, ambiguos: bosque, desfiladero, incendio, ocultan fuerzas que no llegaremos a develar del otro lado, porque siempre tendrán reservado algún misterio que nos desafía. Como mismo las casas, los ríos y la vegetación de esos pueblitos fantasmas de sus cuentos, abandonados entre una maleza intrincada de sensaciones, que nos recuerdan a Dogville, aquel pueblo de madera de la película de Lars Von Trier: un set donde el accidente por ocurrir apuntará hacia un cambio.

Un cambio que será sobre todo en los personajes. Por ejemplo, Kent, después de caer en el pozo, se va a una isla mental en el sótano donde habita y, desde allí, ayudará a otros mendigos como él. Porque Munro nos muestra todo el tiempo esa delgada franja entre un antes y un después que, de usarla bien, nos daría un beneficio grande, aún en las peores circunstancias, a través del bienestar y la comprensión ante cualquier intolerancia.

En el cuento “El juego de los niños” se manifiesta la crueldad de una historia de odio que llega hasta el asesinato, advirtiéndonos cómo los niños, desde su aparente inocencia, pueden matar. O cómo, de alguna manera, todos hemos matado alguna vez, llamándonos la atención sobre el refinamiento que ha alcanzado, en nuestra época, la crueldad –como vemos también en algunas películas de Haneke.

Así, mientras las historias se ramifican y parten en desvíos intemporales, también la crueldad que traen con ellas: como la de la mujer que a punto de morir de cáncer busca a su mejor amiga de la infancia para pagar una culpa, contándole la verdad sobre el asesinato de otra niña durante la excursión de aquellas últimas vacaciones de verano, después de haber pasado toda la vida con el peso de aquel asesinato sin revelarlo.

Pienso que todos los personajes de estas historias buscan el perdón, o cuando menos, la inclinación a saber de qué se trata el reverso del acontecimiento para no morir en la ignorancia sin antes ser perdonados: ese “caramelo de arce, y es que la madera era de arce ojo de pájaro” –al que se refiere Munro– es una metáfora para sellar cualquier lugar donde se encuentre la pulpa. A sabiendas de que la poesía –como la pulpa en el ojo del pájaro– será el meollo y podrá suplir lo que el entendimiento no alcanzará jamás, cuando el accidente con la crueldad que entraña contra los universos cotidianos sea, ante todo, una provocación y la única manera de mirar al presente a partir de un recuerdo, por terrible que este sea.

Y desde otro orden que tiene que ver con la prioridad de los sentidos puestos sobre la razón, diríamos, cuando los sonidos de los vocablos son arrastrados como un hilván, más que por la relación con las ideas y sus temas, por la musicalidad y el ritmo de las frases capaces de cambiar el rumbo de las historias: “es la sensibilidad ante la razón quién hace a la razón más sabia”, como alguien dijera, tal vez, para acelerar los destinos que surgen para unos personajes que tienen necesidad de interactuar con lo real sin que sean sueños.

Cada vez que leo cuentos de Alice Munro estoy de viaje dentro de una espiral que no tiene comienzo o final, sino que avanza en caracol desde la ventanilla de un tren o por el trillo que hace sombra sobre la hierba desde aquel pueblito olvidado, donde alguien está buscando su felicidad –a lo que ella tiene la osadía de llamar, irónicamente, “demasiada felicidad”–, a pesar de que siempre las historias concluyan con la pérdida de la confianza en alcanzarla.

octubre del 2015

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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