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Esta obra nos adentra en una de las mayores crisis de la Historia de España. Carlos Canales analiza cómo el conflicto arruinó la economía y destruyó gran parte de las infraestructuras heredadas de la Ilustración, pero también cómo vio la luz la Constitución Liberal de 1812, considerada el nacimiento de la España Moderna. Los seis años que transcurren entre 1808 y 1814 se encuentran entre los más importantes de nuestra historia, ya que de ellos, para lo bueno y para lo malo, nació la España contemporánea. Para nuestra nación, que tras el alzamiento de 1808 jugó un honroso papel en el conflicto europeo, en el que dio alas y alentó la resistencia en Europa entera, la guerra fue un terrible desastre. Probablemente, si las cosas hubiesen sido de otra manera, las reformas que debían conducir a España a la modernidad se habrían ido imponiendo de una forma u otra, pues aunque es seguro que habría habido una enorme resistencia de los sectores más inmovilistas, también es verdad que poco a poco las ideas ilustradas iban calando en una burguesía, todavía débil, pero cada vez más pujante. La guerra aceleró el proceso, por lo que es importante destacar la revolución interior sufrida por España durante estos años que vieron nacer nuestra primera Constitución y el comienzo al fin del Antiguo Régimen y condicionó las décadas siguientes, al no lograrse un acuerdo efectivo que satisficiera a todos los poderes enfrentados y que impulsó un conflicto entre los legitimistas monárquicos y los liberales o constitucionalistas que duraría con diversas formas la mayor parte del siglo XIX. Carlos Canales Torres Breve historia de la Guerra de la Independencia 1808-1814 Breve historia: Conflictos - 1 ePub r1.0 FLeCos 25.07.2018 Título original: Breve historia de la Guerra de la Independencia Carlos Canales Torres, 2006 Editor digital: FLeCos ePub base r1.2 A mi padre, que ama la Historia y a España. A la memoria, nunca más olvidada, de José Sainz, mi lejano antepasado, subteniente del regimiento de Húsares de Cantabria, que supo acudir en defensa de su patria cuando ésta le necesitó. Prólogo Juan Antonio Cebrián presenta La guerra de Carlos Es muy difícil para mí compendiar en breves líneas toda la admiración y cariño que siento por mi querido amigo Carlos Canales. Y lo cierto es que en estos once años de relación apenas se lo pude expresar cara a cara pues, siempre que me entregaba a la tarea, Canales me interrumpía una vez esbozadas las primeras palabras para terminar en gozosa monopolización, por su parte, de cualquier discurso o argumento esgrimido. Pero, qué caramba, créanme que merece mucho la pena estar a su lado en cualquier ocasión disfrutando de su brillantez intelectual, de su lucidez verbal y de su peculiar forma de entender la existencia. Carlos alberga en su interior las esencias renacentistas que todos sus allegados apreciamos sin recato. Es capaz de mantener varias conversaciones a la vez sobre cualquier disciplina sin perder hilo ni apostilla, y eso le convierte en un ser maravilloso, de esos que, hoy, por desgracia, escasean en nuestra sociedad tan empeñada en lo estéril. Canales tiene entre otras virtudes la de una vocación fértil por todo lo que sepa a histórico y, en ese sentido, siempre me llamó la atención sus profundos conocimientos sobre la peripecia bélica de los pueblos. No en vano es fundador y presidente de publicaciones tan prestigiosas como Ristre —revista de historia militar española muy apreciada por los eruditos del sector gracias a sus cuidados textos e ilustraciones— o Ristre Napoleónico, consecuencia lógica de la anterior y motivo de acercamiento para todos aquellos que quieran saber mucho más sobre esta decisiva etapa europea. Para los españoles la Guerra de la Independencia es el inicio de nuestra Edad Contemporánea. Fue precisamente el conde de Toreno quien definió a la perfección todo lo que supuso para nuestro país la guerra peninsular, como así la denominaron los historiadores británicos. El ilustre diplomático, enviado a Londres a finales de mayo de 1808, escribió una obra titulada Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. Modestamente, pienso que ese encabezamiento define con precisión lo que fue nuestro particular conflicto de liberación nacional. Levantamiento, porque fue una reacción popular violenta contra los franceses y las autoridades locales comprometidas con ellos; guerra, porque la voluntad de los patriotas españoles, de hacer frente a Napoleón, se opone, hostilmente, al deseo de Bonaparte, quien sostiene asimismo su decisión con las armas, provocándose, por ello, el conflicto bélico, y revolución, porque al hilo de los sucesos militares se desarrolla un proceso institucional nuevo en nuestra historia que cristalizará en la Constitución liberal que los diputados de las Cortes de Cádiz redactan en 1812. En el inicio de la contienda el ejército español contaba, sobre el papel, con unos ciento diez mil hombres veteranos a los que podría sumarse un número cercano a los treinta y cinco o cuarenta mil de las milicias provinciales. Al margen de que esa cifra era poco mayor que la de las tropas francesas destacadas en España, cabe decir que la dispersión, la escasa preparación de la mayoría de sus cuerpos y la anticuada formación de sus mandos, hacía de estas fuerzas un heterogéneo grupo difícilmente comparable a los ejércitos napoleónicos. El ejército regular español durante la guerra fue inferior, no se puede negar, al francés. Prácticamente hubo una sola victoria para las tropas regulares españolas: Bailen, en julio de 1808, y el entusiasmo lógico que suscitó entre los españoles —como en toda Europa, puesto que era la primera derrota que en campo abierto sufrían los napoleónicos— a la larga resultó perjudicial, pues hizo creer a los generales españoles que la acción de Castaños era fácil de repetir. Y dicha presunción costó muchas derrotas. Si el ejército regular fue repetidamente vencido, ¿por qué se produjo la victoria final y la expulsión de España de los ejércitos franceses y de la dinastía intrusa personificada en José I Bonaparte? La respuesta se me antoja sencilla: los españoles nunca se rindieron a pesar de sus continuos descalabros en el campo de batalla; asunto al que no estaban acostumbrados los disciplinados mandos galos. Si, por un lado, en España combatió un ejército aliado compuesto por tropas inglesas, portuguesas y españolas regulares, no podemos olvidar que, por otro, surgió un movimiento de resistencia irregular integrado por guerrilleros. Sin la participación del ejército expedicionario inglés, mandado por Wellington, no se hubiese producido la victoria; pero sin la aportación del pueblo español encuadrado en partidas y guerrillas, difícilmente ese contingente aliado hubiese logrado actuar como lo hizo. Los cuarenta mil españoles que se «echaron al monte» contra el francés, además de los que los apoyaban con dinero, comida, refugio o información, fueron una constante molestia para los generales franceses, que debían dedicar muchos hombres para proteger vías de comunicación y acosar a un enemigo que se movía en la sombra y que dominaba el paisaje sin darles cuartel y sin actuar más que cuando tenía segura la victoria. En definitiva, una tremenda guerra de desgaste, sucia y feroz que acabó por desmoralizar a unos soldados acostumbrados a que una victoria campal les abriese las puertas de un país como había sucedido en todos los campos de Europa desde hacía quince años. Un inglés definió la situación en estos términos: «si Wellington fue el torero, los guerrilleros picaron al toro francés y le pusieron banderillas». En las páginas de este libro, el lector se va a topar con una guerra despiadada que sembró nuestro país de auténtica desolación y mortandad. Canales se muestra riguroso a la hora de actualizar datos fidedignos sobre el conflicto, ameno en la exposición de situaciones y certero en sus apreciaciones sobre la interpretación de los principales acontecimientos. Esta Breve Historia sobre la Guerra de Independencia Española será, sin duda, obra de referencia para los que quieran saber la verdad de este capítulo fundamental en la historia de España. Mapa general de las operaciones en la Península Ibérica (1807-1814). Amanecer Líneas de sitio de Stralsund. Pomerania. 16 de agosto de 1807. Era aún plena noche cuando se dio la orden a las tropas del general Kindelán de aprestarse para el combate. Con poca luz y bajo una suave brisa que procedía del mar, los hombres del regimiento de Infantería de Línea de Zamora tomaron con cuidado sus armas. Llaves, baquetas y cartuchos fueron cuidadosamente revisados. A luz tenue de las antorchas y de la luna, las bayonetas, hermosas y largas herramientas de acero de más de dos palmos de longitud, desprendían extraños reflejos al ser extraídas de sus fundas. Los granaderos, impresionantes con sus gorros de piel de oso y, los fusileros, con sus sombreros de “medio queso”, fueron formando para ser revistados antes del combate. No muy lejos de allí, sus compañeros del batallón Ligero de Cataluña realizaban una ceremonia similar. Sus capotes marrones, necesarios en las frías noche bálticas, fueron guardados con meticulosa profesionalidad y, los largos fusiles, sacados de sus fundas. Los soldados catalanes dejaron libres los plumeros de los cascos para que en la distancia les hicieran parecer más altos y esbeltos, y distorsionaran su imagen ante los tiradores enemigos. Entre tanto, quienes estaban situados en las posiciones de vanguardia, escucharon el sonar de los cascos y los relinchos de los caballos de unos jinetes a los que reconocieron en seguida por sus dolmanes verdes y sus chacos negros. La mayoría llevaban sus carabinas dispuestas y sus sables colgaban a su costado izquierdo. De entre ellos destacaban los trompetas con sus llamativos uniformes escarlata y los espectaculares colbacs de piel de algunos oficiales. Todos parecían firmes y resueltos. Eran dragones del regimiento Villaviciosa, aún con su antigua indumentaria del Instituto de Cazadores al que hasta hace poco habían pertenecido, e iban a desplegarse para participar en el ataque, en apoyo de sus camaradas de infantería. Su objetivo eran los parapetos y trincheras del ejército sueco en torno a la antigua ciudad hanseática de Stralsund, en las costas alemanas de Pomerania. Al iniciar su avance comenzaron a escuchar los primeros disparos de armas ligeras y el rasgar el aire de los proyectiles de la artillería enemiga, y sabían, perfectamente, que muchos de ellos no verían amanecer el siguiente día; pero era su deber y, aunque estaban a miles de kilómetros de su casa, querían demostrar de lo que eran capaces. Eran las dos de la madrugada del 16 de agosto de 1807… Apenas unas horas después, a eso de las nueve, el combate cesó y las tropas españolas «despreciando el fuego de fusil y cañón enemigo, y arrostrando con denuedo los riesgos, ocupando los puntos señalados y quedando situados en ellos…». Según comunicó a Madrid en su informe el propio general Kindelán, habían cumplido su misión. Poco a poco los supervivientes de los tres regimientos que habían participado en la lucha se recuperaban de las heridas, del cansancio y de la tensión del combate. Días después el coronel barón de Armendáriz fue propuesto para la Legión de Honor, la máxima condecoración francesa, junto a los capitanes Del Río, Rute, Aranda, Coma y el alférez Contreras, por su sereno valor y su conducta ante el enemigo, y el general Monitor mencionó en su carta al mariscal Brunne que no tenía adjetivos «para subrayar el espíritu de honor, entusiasmo y valor de las tropas españolas». Un año más tarde, los camaradas de Stralsund, hombres que habían desafiado juntos el fuego sueco se encontrarían enfrentados en la más atroz de la guerras imaginables. Los españoles intentarían desde Dinamarca huir hasta su patria, para, desde ella, combatir a sus antiguos aliados. Muchos no lo lograron y acabaron sus días en la horrible campaña de Rusia sirviendo bajo las banderas de un rey de España, José I, que casi ninguno consideraba el suyo. Otros, como el propio Kindelán, se unirían con entusiasmo al rey intruso y jamás volverían a ver la nación que les vio nacer. Los más, caerían a lo largo y ancho de toda España combatiendo, muchas veces a la desesperada, contra los poderosos ejércitos franceses que intentaban ocuparla. ¿Qué fue lo que ocurrió? ¿Cómo se llegó a tan terrible drama? ¿Por qué Francia invadió España? ¿Por qué se produjo una reacción popular tan intensa? INTRODUCCIÓN Situada al extremo de la Europa Occidental, la Península Ibérica se ofrece como una presa tanto más codiciada cuanto que su dominación permitiría a los franceses combatir allí a los ingleses, aliados de los portugueses. Jean-René Aymes Los seis años que transcurren entre 1808 y 1814 se encuentran entre los más importantes de nuestra historia, ya que de ellos, para lo bueno y para lo malo, nació la España contemporánea. Para España, que tras el alzamiento de 1808 jugó un honroso papel en el conflicto europeo, en el que dio alas y alentó la resistencia en Europa entera, que vio cómo un solo país podía con esfuerzo y valor oponerse al poderoso imperio francés, la guerra fue un terrible desastre. Probablemente, si las cosas hubiesen sido de otra manera, las reformas que debían conducir a España a la modernidad se habrían ido imponiendo de una forma u otra, pues aunque es seguro que habría habido una enorme resistencia de los sectores más inmovilistas, también es verdad que poco a poco las ideas ilustradas iban calando en una burguesía, todavía débil, pero cada vez más pujante. La guerra aceleró el proceso, por lo que es importante destacar la revolución interior sufrida por España durante estos años que vieron nacer nuestra primera Constitución y el comienzo, al fin, del Antiguo Régimen, y condicionó las décadas siguientes, al no lograrse un acuerdo efectivo que satisficiera a todos los poderes enfrentados, y que impulsó un conflicto entre los legitimistas monárquicos y los liberales o constitucionalistas que duraría con diversas formas la mayor parte del siglo XIX. Por otra parte, no debemos olvidar la difícil situación en la que nuestro país se encontraba al producirse el levantamiento popular en 1808, enfrentado en guerra abierta con el Reino Unido, que tras barrer la oposición de nuestra flota y la de nuestros incómodos aliados hacía ya tres años, estaba dispuesto a terminar con nuestro imperio ultramarino, al que podía atacar sin apenas oposición, a su gusto, sin que los fracasos ante Buenos Aires y Montevideo les hubiesen desalentado lo más mínimo, y al comienzo de una revolución interior, de corte palaciego, pero con cierta intervención de importantes sectores de la sociedad, que pretendían alejar al primer ministro Godoy del poder y sustituir al decrépito monarca, Carlos IV, por su hijo, el taimado Fernando, príncipe de Asturias. Para Francia, causante de la guerra, la misma fue fruto de la ambición desmedida de Napoleón, hombre genial en todos los aspectos, no sólo como militar. Organizador de primera, hábil ejecutor de las decisiones de gobierno e impulsor de la codificación normativa en la más hermosa tradición de la Ilustración, dejó fijadas las líneas maestras de la política francesa de la Revolución y estableció las bases de una educación pública, laica y moderna, que decenios después se convertiría en uno de los signos de identidad de Francia. Sin embargo, tampoco conviene olvidar otros aspectos importantes no tan brillantes. Fue también un gobernante tiránico, convencido de la necesidad de exportar los ideales de la Revolución a todo el continente, única y exclusivamente, para afianzar su poder, sin importarle que en su camino tuviese que aplastar naciones enteras, y actuó en ocasiones, como en Holanda o en España, con una total falta de escrúpulos. Su nacimiento en la baja nobleza corsa le dio una concepción patrimonial del Estado al estilo del ejercido por las familias que dirigían la política en su isla natal, lo que le llevó a rellenar los tronos de Europa con sus hermanos y familiares políticos, según él, los únicos en los que podía confiar. Su poder casi absoluto le inclinó en ocasiones hacia el despotismo que tanto despreciaba, pues, en realidad, lo que de verdad odiaba el genio corso era el Antiguo Régimen, para él caduco, que identificaba en las viejas monarquías a las siempre quiso destruir. Fue el culpable de la Guerra de España que, a la postre, fue una de las causas de su ruina. Jamás, en tanto tuvo las riendas de Francia, reconoció que se había equivocado en España, para desgracia de los miles de soldados de su nación enfrentados a una guerra feroz en la que muchos de ellos encontrarían la muerte. El Reino Unido, por su parte, llevó una guerra contra Napoleón totalmente solitaria, aunque en cada coalición contase con aliados poderosos. Fue una lucha aislada, porque sus objetivos eran diferentes a los de los demás. Para austriacos, prusianos, o rusos, la lucha era meramente por evitar la destrucción de su monarquía y sistema de gobierno tradicional por el ímpetu de las ideas y las armas francesas. Para los españoles y portugueses era una guerra para mantener su independencia y soberanía nacional, pero para Gran Bretaña, profundamente implicada en la primera revolución industrial del mundo que cambiaría Occidente y la Tierra entera para siempre, era una cuestión de supervivencia mantener los mares y el comercio libres e impedir un poder total de un monarca en la Europa continental. Les consideremos egoístas o no, los británicos llevaron hasta el final su estrategia y vencieron, pues tras Trafalgar y Waterloo se convirtieron en los amos de los mares y señores del mundo durante más de un siglo, ganando además para siempre y pese a todos los problemas un fiel aliado, pues Francia siempre combatiría en las guerras decisivas del futuro en el bando inglés. Por el contrario, para las grandes potencias continentales, representadas por sus monarquías ancestrales, fue el principio del fin. Europa tuvo que esperar hasta 1918 para ver su ocaso definitivo, pero a la larga las fuerza de las ideas, que fue la gran herencia de la Revolución, de la que Napoleón era evidentemente hijo, fue finalmente más poderosa que las armas. La sumisión española a la política francesa produjo situaciones extrañas que obligaron a nuestro ejército a intervenir en teatros de operaciones muy lejos de nuestro país y de nuestros intereses. En la ilustración dos oficiales españoles de la División del Marqués de la Romana pasean por Hamburgo en 1807. Colección Imperial. Hermanos Suhr. Por último, para Portugal, la guerra resultó un desastre total. La marcha de la familia real a Brasil y la destrucción y devastación causada por el conflicto, acabaron con la obra del marqués de Pombal y los gobiernos ilustrados que le siguieron. Arruinó su comercio y su escasa e incipiente industria, destruyó vías de comunicación y causó una pérdida irreparable en la agricultura y la ganadería. Además, convirtió a la nación en un auténtico protectorado británico, situación que se mantendría hasta bien entrada la década de los años veinte del siglo XIX y condicionaría poderosamente el futuro de la nación que, por lo demás, reproduciría en las décadas siguientes un conflicto entre los liberales más avanzados y los grupos refractarios a la modernización y al progreso similar al de España, y que colocaría a ambas naciones en el furgón de cola de la Europa Occidental, situación que sólo en las últimas décadas se ha ido corrigiendo con un enorme esfuerzo. En cuanto a las fuentes, obviamente este libro es fruto de una investigación bibliográfica y no documental, dado que su objetivo es sólo dar a conocer de forma sencilla que fue y que supuso para España la Guerra de Independencia. Sin embargo, sí he querido reflejar, aunque sin profundidad, las más modernas investigaciones que se están llevando a cabo en los aspectos puramente militares de la guerra y sus implicaciones políticas, ya que creo que la historiografía tradicional, tanto española como francesa o británica, está cargada de errores y juicios de valor gratuitos que, al menos en España, están siendo puestos en cuestión mediante la única forma posible, con documentos, datos y hechos, labor en la que están implicados decenas de historiadores profesionales y grandes amantes de la historia militar napoleónica entre quienes quiero destacar a José Sañudo, Leopoldo Stampa, Julio Albi, Luis Sorando y otros muchos más, cuya impagable labor nos está dando constantemente agradables sorpresas. CAPÍTULO I LA CRISIS ESPAÑOLA La familia de Carlos IV. Obra de Goya. Museo del Prado, Madrid. Los descendientes de Luís XIV, los Borbones que reinan en España son unos degenerados. Basta con ver el Museo del Prado de Madrid el famoso cuadro de Goya que representa a la familia. Una galería de monstruos. La pintura es tan cruel que casi parece una caricatura. Sin embargo, los personajes se encontraron tan parecidos que felicitaron y honraron al artista. En el centro del grupo, el rey Carlos IV sonríe con una inexpresable estupidez. Es un hombrachón de sesenta años, de pesada corpulencia, de aspecto bonachón, de aire completamente alelado. Respira la tontería más desesperante. A su lado, la reina María Luisa, es una arpía, ajada, desdentada, de mirada apagada y maligna. Por encima de los perifollos y colorines exhibe una especie de cabeza de ave rapaz. Tiene, a la vez, algo de bruja y de lechuza. El heredero del trono, Fernando, príncipe de Asturias, es un bobo, cuyo rostro, ininteligente y socarrón, refleja la imbecilidad y la bellaquería. George Roux UN REINO EN CRISIS En 1808 España tenía algo más de diez millones de habitantes y aunque se encontraba lejos de los casi treinta de Francia, su población era ligeramente mayor que la de Inglaterra; sin embargo, a raíz de su progresiva industrialización, estaba aumentando a gran velocidad[1]. Durante el siglo XVIII España había tenido un notable desarrollo y al comenzar el siglo XIX no presentaba unas grandes diferencias en nivel de vida con el resto de su entorno europeo, salvo en dos cuestiones importantes, la altísima tasa de analfabetismo —apenas el 25% de la población sabía leer y escribir— y la escasez de ciudades realmente importantes —Madrid apenas sobrepasaba los 200 000 habitantes, frente a unos 700 000 de París y casi 900 000 de Londres —. Esto significaba la ausencia de masas de obreros y proletarios que comenzaban a ser frecuentes en las urbes del Reino Unido y de Francia y configuraban una sociedad muy diferente a la española, que era todavía típicamente rural. La estructura de la población en los tres estados clásicos del Antiguo Régimen producía también notables diferencias con los británicos y los franceses. Algo más de 400 000 personas pertenecían a la nobleza —119 grandes de España y 535 títulos— otros 170 000 eran parte del clero —un nivel altísimo— y el resto, el pueblo llano. La posesión de la tierra cultivable o productiva era muy desigual, puesto que los nobles eran propietarios del 51,38% y la Iglesia del 16,50%. Por otra parte, las rentas de la Iglesia se repartían de una manera muy desigual entre sus miembros —un cura de un pueblo pequeño apenas alcanzaba los 600 reales, en tanto un obispo podía alcanzar fácilmente los 800 000[2]— y algo parecido ocurría entre la nobleza. La Iglesia seguía teniendo una enorme fuerza intelectual y política en España que lastraba el desarrollo de la nación y la difusión de las ideas modernas y de progreso. A pesar de estos y otros problemas, España disponía de una minoría de científicos e intelectuales a la altura de los de cualquier país de Europa. El Regimiento Jaén en formación en 1793. La guerra contra la Francia revolucionaria mostró las carencias del Real Ejército y dio comienzo a una serie de profundas reformas que no habían aún terminado en 1808. Durante el final del reinado de Carlos III, las medidas reformadoras llevadas a cabo a lo largo del siglo por los sucesivos gobiernos de los monarcas de la casa de Borbón habían comenzado a transformar la sociedad. En Cataluña, que disponía de una buena industria textil y de producción de algodón ya desde el siglo XVII, la producción de licores y vinos de calidad y el aumento espectacular de las exportaciones el nivel de vida era comparable al de cualquier región europea, y lo mismo ocurría en el País Vasco, que gozaba de una fuerte industria del hierro y de armamento, y en la actual Cantabria, donde las fábricas de artillería naval, los astilleros y la industria de exportación de harina habían provocado una enorme bonanza económica. Además existía una notable industria de la seda en Granada y Valencia, y de manufactura lanar en Guadalajara. Toda esta producción alimentaba al Imperio Español en América, pero también se comerciaba con Europa y, en menor escala, con el Norte de África. En los primeros años del XIX esta tónica general continuó, si bien una serie de inusuales desastres afectaron a la España de la época, que sufrió desde terremotos a plagas de langosta, fuertes inundaciones y varias epidemias de malaria y fiebre amarilla que se cebaron con las clases más desfavorecidas, aumentando la pobreza entre un campesinado, que salvo en algunas zonas de Navarra, el País Vasco, y Cataluña, ya era desesperadamente pobre. A estas desgracias se unía, a pesar de las reformas, la persistencia de estructuras socioeconómicas arcaicas, que lastraban el desarrollo y el progreso, desde los diezmos y primicias que se pagaban a la Iglesia, a la presión que ejercían sobre las rentas del campo los otros grandes propietarios, la nobleza rural, las viejas órdenes militares e incluso algunas corporaciones locales. Existían, además, infinidad de monopolios locales para actividades comerciales básicas, en actividades esenciales, como el molido de trigo, o muy minoritarias, como la producción de cerveza. Todo ello generaba una nación cargada de rentistas que vivían del trabajo de unos pocos y en un entorno de impuestos caóticos y con aduanas interiores. La grave situación y el enorme incremento de la población —un 10% entre 1750 y el final del siglo— provocó revueltas ocasionales a lo largo del país, en Galicia y Asturias en 1790-1791, de nuevo en Galicia en 1798, en Valencia en 1801 y en Vizcaya en 1804, a lo que hay sumar desórdenes en algún momento u otro en casi todas las ciudades del país. Al comenzar la nueva centuria, España se encontraba en una situación compleja, en la que se mezclaba un atraso atávico con algunos factores de modernidad y vitalidad; pero, en cualquier caso, es difícil hablar de decadencia, pues conviene no olvidar que aún contaba con un inmenso imperio en América y el Lejano Oriente, que hasta los años finales del siglo XVIII había continuado su expansión[3] y que se apoyaba en una poderosa flota y un ejército que, si bien fue decayendo a lo largo de los últimos años del siglo, todavía era importante. Sin salida. Al firmarse la Paz de París en 1783, la más ventajosa para nuestra nación desde 1559, parecía que España había vuelto de nuevo a ocupar un puesto destacado entre las grandes potencias del mundo. Sus tropas, victoriosas en los campos de batalla de Florida Occidental habían seguido avanzando en el último año de guerra, y ocupado posiciones enemigas desde Saint Joseph, en la orilla oriental del lago Michigan, hasta las Bahamas, y en Europa se había tomado Menorca y amenazado Gibraltar. La flota española, la tercera del mundo, estaba diseñada de acuerdo a las técnicas más modernas de la ingeniería náutica y sus marinos eran hombres capaces y experimentados que seguían extendiendo la soberanía española hacia el extremo norte de las costas del Pacífico. Una ola de optimismo volvía a invadir el decaído ánimo del país. Sin embargo, la realidad no era tan halagüeña. En 1783 la Hacienda española estaba muy quebrantada. A los pocos años del final de la guerra, Gran Bretaña, pionera de la revolución industrial, era de nuevo una terrible amenaza. Con una agresiva economía en expansión buscaba incesantemente nuevos mercados y la América Española era uno de sus objetivos prioritarios. La necesaria defensa de posiciones en tres continentes obligó a España a invertir ingentes recursos, que no tenía, en programas de construcción naval que permitieran hacer frente al desafío inglés, pero con una educación rudimentaria y una población esencialmente campesina y analfabeta, faltaban tripulaciones adecuadas, obreros cualificados, buenos carpinteros de ribera, técnicos y especialistas. En cuanto al ejército, comenzó a disminuir progresivamente y el cuidado de la cría caballar fue cada vez menor. Los proyectos de mejora se vieron muy afectados por la necesidad de mantener una Armada poderosa que, de todas formas, también comenzó a decaer. Cuando en 1793 España se vio enfrentada a los entusiastas y fanáticos ejércitos revolucionarios no fue capaz de detener su empuje. En realidad la agresión española a nuestro aliado de todo el siglo XVIII se debió más a un problema de política dinástica que a un interés nacional o popular. Es evidente que a la larga, para sobrevivir, el régimen revolucionario francés tenía que acabar con las monarquías europeas, pues siempre serían una amenaza para su subsistencia, lo que provocó el más largo ciclo de guerras que nuestro continente había visto en más de un siglo y obligó a naciones como la nuestra a intentar evitar el “contagio” de las nuevas y radicales ideas que venían de más allá de los Pirineos y que ponían en serio riesgo el mantenimiento del orden ancestral. En tanto la guerra fue bien bajo la dirección y el liderazgo del competente general Ricardos, las tropas españolas combatieron siempre en territorio enemigo, en el Rosellón, la Cerdaña, el Languedoc o Provenza; pero tras la muerte del general y de su sucesor, y el comienzo de las arrolladoras victorias francesas ante austriacos, prusianos y piamonteses, la situación española se hizo cada vez más complicada. La ayuda inglesa era ineficaz y las tropas españolas sufrieron serias derrotas que minaron su moral y capacidad de lucha. El Real Ejército, inmerso en profundos cambios que adaptaran su estructura a la nueva realidad, no fue capaz de responder a desafío que se le planteaba. Godoy, príncipe de la Paz, retratado en la breve y exitosa campaña contra Portugal que la historia conoce como Guerra de las Naranjas y que a España le valió la obtención de la plaza de Olivenza. Cuadro de Goya, Museo del Prado, Madrid. El San Nicolás se bate contra los ingleses. La alianza hispano-francesa terminó en el desastre de Trafalgar. El pueblo español era en su mayor parte ajeno a las causas de una lucha que no entendía bien. En 1795 la mayor parte de los altos mandos españoles estaban convencidos de que la derrota ante Francia era inevitable. Las vanguardias galas habían alcanzado el Ebro y el ejército de Cataluña parecía abocado al desastre. Por otra parte, los ingleses no parecían un aliado muy fiable y su apoyo a España había sido escaso y problemático; al fin y al cabo habían sido nuestro tradicional enemigo durante decenios. Es cierto que otros ejércitos infinitamente más poderosos como los de Austria o Prusia corrieron idéntica suerte, pero lo que distinguía a España y convertía su situación en dramática era que no podía elegir la paz. Su problema no era sólo político, pues hiciera lo que hiciera acabaría en guerra. En 1795, ante la complicada situación producida por las derrotas ante la Francia revolucionaria, el débil gobierno español optó por la solución más sencilla, una paz al estilo de las del Antiguo Régimen, entrega de algunos territorios y un compromiso de alianza. Sin embargo, a partir de 1804 las cosas cambiaron. La nueva Francia exigía una sumisión total a su política y eso significaba para España la guerra con Gran Bretaña. Esta nación no había sido un aliado cómodo y había un núcleo importante de su población dispuesto a apoyar una ruptura de relaciones con España. Su industria embrionaria exigía nuevos mercados para sus productos manufacturados y nuevas fuentes de materias primas y el Imperio Español tenía todo lo que buscaban. Si la España de 1795 hubiese sido capaz de resistir el empuje francés se podría haber producido una situación como la de 1808 con más de diez años de antelación, pero al cambiar una y otra vez de bando, perdió la confianza de los franceses —que actuaron muy torpemente— y se enfrentó a Gran Bretaña despertando, aún más si cabe, sus ya notables apetencias sobre nuestras colonias. Fue una época intensa, que se abrió con el comienzo de la nueva guerra entre España y Gran Bretaña en 1804, que situó a nuestro país en el lado francés con todas sus consecuencias; una alianza que nos trajo enormes desgracias, la principal la pérdida de nuestra flota y que motivó intervenciones de nuestras tropas en teatros de operaciones distantes y extraños para nuestras armas. Aunque algunos episodios como la expedición a Etruria o a Dinamarca han sido recientemente popularizados, las luchas, combates y las intervenciones militares llevadas a cabo por España entre 1804 y 1808 en Europa y América, oscurecidas por el tremendo impacto de los sucesos acaecidos a partir del 2 de mayo de 1808, son básicamente desconocidas y están plagadas de actos heroicos y valerosos en mar y tierra, siendo en algunos casos los adversarios y enemigos conocidos como los británicos, inesperados como los norteamericanos en Florida, e inusuales como los suecos en Pomerania. Se trataba en todos los casos de acciones que obedecían, en unos casos, a la política de alianzas llevada a cabo por Godoy y, en otros, a la codicia e interés que despertaban en muchos nuestros territorios. En las dos guerras consecutivas contra los británicos, de 1796-1802 y 1804-1808, los éxitos en Tenerife, Puerto Rico, El Ferrol y Buenos Aires, no compensaron las derrotas en Menorca o el cabo San Vicente. A pesar del valor de marinos y soldados, tras la derrota de Trafalgar, la Real Armada ya no fue capaz de proteger por si sola los territorios americanos que se vieron sometidos a una oleada de ataques cada vez más intensos. Tras los asaltos a Buenos Aires y Montevideo, era evidente que el Reino Unido se había fijado la América española como objetivo. Hacia ella se dirigía la expedición de sir John Moore cuando recibió la orden de dirigirse en apoyo de los patriotas españoles. Los británicos combatían a sus enemigos franceses y protegían sus intereses, como era su deber. Para ellos, digan lo que digan sus historiadores, la causa española era un asunto secundario, conviene no olvidarlo. Reformas urgentes. La persona que iba a dirigir los destinos de España en los críticos años del comienzo del siglo XIX fue Manuel Godoy. Procedía de la pequeña nobleza extremeña y había llegado a Madrid en las postrimerías del reinado de Carlos III para ocupar una plaza en las selecta Guardia de Corps. Al poco tiempo de su ingreso, ya reinando Carlos IV, llamó la atención de la reina María Luisa, por su porte altivo y buena presencia, y al poco tiempo se había ganado los favores de la pareja real —en especial de la reina—, y ya, en 1792, alcanzó el rango de capitán general, siendo nombrado poco después Primer Secretario de Estado. Su ascenso imparable estuvo directamente provocado por los agrios enfrentamientos que empezaban a producirse en el seno de las más altas instancias del gobierno y la administración. Desde finales de la década de los ochenta del siglo XVIII se había ido agudizando una fuerte rivalidad entre los nobles de alta cuna que desde siempre habían tenido el control de los destinos de España y a los que se conocía por el apodo de los “pelucas” y los “corbatas”, procedentes de un origen más humilde, pero que se habían ido abriendo paso por sus conocimientos y eficacia en la administración de la nación. Fernando VII, por Goya. Museo del Prado Madrid. El príncipe de Asturias defraudó las esperanzas que el pueblo había depositado en él y se comportó siempre de una manera indigna. La rivalidad entre ambas facciones, representadas por el conde de Floridablanca, por los “pelucas”, y el conde de Aranda, por los “corbatas”, facilitó el ascenso de Manuel Godoy, ya que el rey buscaba a alguien que fuese de su estricta confianza. Desde luego, era un hombre ambicioso y es posible que no tuviera demasiados escrúpulos, pero ni era tonto ni un vago. Premiado por el rey con el título de príncipe de la Paz tras el tratado de Basilea con Francia de 1795, del que España salió mejor parada de lo esperado, poco a poco se fue haciendo con el control total de las riendas del estado. El rey Carlos IV era una verdadera nulidad, escaso de luces —por no decir directamente que era idiota—, se dedicaba a la caza y a coleccionar relojes, por lo que Godoy estaba realmente a cargo del destino del país, y gobernarlo, dado los tiempos que se corrían, no era cosa sencilla. Las reformas que inició eran totalmente necesarias, si bien debido a su carácter autoritario y a su ligereza de conducta se alejó de mentes brillantes que, como Jovellanos, podían haber sido buenos aliados en sus proyectos. La verdad es que Godoy era consciente del futuro que le esperaba a España e hizo tremendos esfuerzos para mejorar la economía, las estructuras del estado y, sobre todo, el ejército, muy debilitado, de cara a un posible enfrentamiento definitivo con la Francia de Napoleón, que sabía que iba a llegar de forma inevitable. Tras la entronización de Napoleón como emperador de los franceses en 1804, y la constante hostilidad inglesa, que no bajó de intensidad en ningún momento, se unió el tener como vecino terrestre a un régimen que buscaba la destrucción de las monarquías del Antiguo Régimen a las que consideraban hostiles. Heredero de la Revolución y de sus principios, Napoleón fue el motor de la expansión de las ideas revolucionarias hacia Alemania, los Países Bajos e Italia, lo que mostraba bien a las claras el destino que a la larga le esperaba a España y a la Casa Borbón reinante. Por otra parte, cada intento de apaciguar a Francia o acordar algún tipo de alianza con ella, constituía de inmediato un riesgo de guerra con los británicos. Así, a la guerra contra Francia entre 1793 y 1795, siguieron dos guerras contra el Reino Unido, 1796-1802 y 1804-1808. Entre medias y en relación con la alianza con Francia, España invadió Portugal en 1801 y en 1807 —algo que habitualmente se olvida—. En este escenario los intentos de Godoy y sus ministros para transformar y mejorar el ejército mediante la realización de constantes reformas pueden parecer tal vez caóticos, y a lo mejor lo eran; pero respondían a la desesperada necesidad de fortalecer unas fuerzas armadas muy quebrantadas por años de olvido y negligencia que permitiesen a España forzar a franceses e ingleses a respetarla. Cuando estas tropas tuvieron que combatir, a los suecos en Stralsund, a daneses y franceses en Langeland, o al propio ejército imperial en batallas como Bailén, demostraron que contaban con mandos y cuadros capaces, y con soldados experimentados y eficaces. Sin embargo la situación política impedía mantener una política de neutralidad, por lo que España se vio empujada a una situación que sus dirigentes no supieron evitar y en la que el Ejército, desplegado entre Dinamarca y Portugal, poco pudo hacer, salvo sacrificarse en batallas desiguales contra la poderosa máquina imperial francesa. Es posible que las cosas se pudieran haber hecho mejor, pero así fue como ocurrieron. Cuando los británicos, en campaña contra los franceses, se emplearon a fondo en España en los años siguientes, con frecuencia despreciaron al “miserable” e “incapaz” ejército español; pero en realidad se equivocaban, nunca le conocieron, cuando ellos llegaron ya había sido destruido. CAPÍTULO II EL JUEGO DEL EMPERADOR Murat, obra de Gerard. Museo de Versalles. Gran duque de Berg y más tarde rey de Nápoles, pensó que su cuñado, el emperador le daría el reino de España, pero no fue así. Los Borbones son mis enemigos personales; ellos y yo no podemos ocupar tronos en España al mismo tiempo. Napoleón a Metternich, el 26 de agosto de 1808 Emprendí la Guerra de España porque no creía a Francia tan segura como estaba. De haber sabido lo segura que estaba realmente, no me habría lanzado a aquella guerra. Napoleón al general Bertrand, 22 de noviembre de 1816 Desde hace algún tiempo he enviado cinco correos a San Petersburgo, el primero anunciaba la anexión de Toscana, el segundo la invasión de Portugal, el tercero la ocupación de Roma, el cuarto la de España. ¡Me pregunto que anunciará el quinto! Conde Tolstoi, embajador de Rusia en Francia EN LA CUMBRE DEL PODER Tras su victoria decisiva sobre los rusos en Friendland, el 14 de junio de 1807, bien puede afirmarse que Napoleón alcanzó su mayor momento de gloria. Fracasada la Cuarta Coalición, sus dos principales enemigos, Prusia y Rusia, estaban claramente derrotados, los suecos no podían constituir un gran problema y en cuanto a los británicos, no habían sido capaces de prestar ninguna ayuda eficaz a sus aliados continentales. El emperador francés tenía ahora las manos libres para intentar una alianza con Rusia y aislar completamente a Gran Bretaña. El arma que Napoleón había ideado contra los tercos y tenaces ingleses era buscar su ruina económica, cerrándoles la posibilidad de comerciar con las naciones europeas a través del Bloqueo Continental, que había decretado en la ocupada capital de Prusia, en Berlín, el 21 de noviembre de 1806, como continuación de las medidas de aislamiento iniciadas con el cierre de los puertos del Atlántico, de Brest al Elba, vigentes desde el 16 de mayo del mismo año. Dichas medidas exigían para su eficaz cumplimiento un férreo control de las naciones europeas costeras. La completa sumisión de Alemania e Italia, el dominio de Holanda, gobernada por su hermano Luis; la derrota de Austria en 1805 y el triunfo sobre Rusia y Prusia, garantizaban el cierre de la práctica totalidad de los puertos europeos al comercio inglés. Respecto a Nápoles, había sido ocupado, y Sicilia, donde se habían refugiado sus reyes, sólo se mantenía gracias a la ayuda británica. Los reinos de Dinamarca-Noruega y España eran aliados y sólo los suecos, a los que el emperador esperaba derrotar en breve y los portugueses, se resistían a sus planes. El endurecimiento del bloqueo a partir del Decreto de Milán, el 17 de diciembre de 1807, por el que se podría capturar cualquier navío, de cualquier bandera, que hubiese tocado un puerto británico, demostró, en el caso español, que los comerciantes de nuestro país no estaban dispuestos a perder las oportunidades de negocio que ofrecía el Reino Unido ni siquiera estando en guerra ambas naciones, por lo que a la colaboración oficial del gobierno español con Francia se unía un auténtico rechazo a nivel particular. El eslabón portugués. El viejo aliado de Gran Bretaña era desde hacía tiempo una molestia para los franceses, pero no puede decirse que en modo alguno supusiera una amenaza. Es cierto que poseía ricas colonias y una aceptable flota, pero la razón principal que movió a Napoleón a dirigir sus miradas hacia el pequeño país ibérico fue su tradicional impaciencia. El emperador no estaba dispuesto a ver cómo Gran Bretaña se consumía lentamente en su propio aislamiento y se empeñó en acelerar las cosas. Además los portugueses ofrecían dos buenos pretextos para un intervención, el primero, que no participaban en el Bloqueo Continental y, el segundo, que habían dejado de pagar las indemnizaciones debidas a Francia tras la Guerra de las Naranjas (1801). Napoleón era también consciente de que España no pondría grandes dificultades para sumarse y apoyar el plan. El 19 de julio de 1807 Napoleón impartió instrucciones para iniciar acciones contra Portugal. Por de pronto indicó a Talleyrand que comunicase al gobierno portugués que debía cerrar sus puertos y los de sus colonias a los barcos británicos. La amenaza francesa era seria y Portugal sabía —por la experiencia de 1801— que difícilmente podría defenderse, pues obviamente su ejército no podía enfrentarse a los de Francia y España. Las reformas iniciadas en sus fuerzas armadas de tierra iban muy despacio y apenas contaba con veinte mil hombres de preparación más que dudosa, por lo que no había una salida militar. La otra posibilidad, solicitar ayuda a los británicos, no era ninguna garantía, pues los británicos manifestaron que no podían ayudarles y además no eran un apoyo muy seguro[4]. El palacio Real de Aranjuez. La familia real fue trasladada a Aranjuez, ante las sospechas de que los franceses pudiesen realizar una operación al estilo de la de Portugal. El 25 de septiembre España y Francia firmaron un tratado en Fontaineblau con el objetivo de invadir y repartirse Portugal, acuerdo entre un despiadado y cobarde agresor, Francia, que no vacilaba en saltar todas las reglas entre naciones civilizadas y atacar a una nación mucho más débil que no le había hecho nada y España, que actuó de una forma traicionera contra su vecino[5]. El siniestro tratado preveía la división de Portugal en tres partes: el norte, Miño y Douro, se le entregaría a la desposeída hermana del rey Carlos IV, a la que se acababa de quitar el reino de Etruria; incorporado a Francia, el sur, el Algarbe y el Alentejo, se le entregaría al taimado de Godoy, y el resto, Beira y Tras Os Montes, se reservaba para lo que se decidiese al firmarse la paz general en Europa. En los artículos adicionales se establecía que un ejército francés de hasta 28 000 hombres entrase en España para, en colaboración con las tropas españolas, cerrar del todo el Bloqueo Continental. Asimismo, las tropas españolas destacadas en el Báltico seguirían junto a sus aliados franceses para proteger las costas del norte de Europa de un posible desembarco inglés[6]. En cumplimiento del tratado, los 28 000 franceses del Primer Cuerpo de Observación de la Gironda, al mando del general Junot, se adentrarían en España y se dirigirían directamente a Lisboa. En su ayuda, unidades españolas actuarían de apoyo; 13 000 hombres irían con las tropas de Junot y otros 16 000 atacarían Portugal desde Galicia y Extremadura. Junot cruzó la frontera de Portugal el 19 de noviembre y aunque su avance se vio complicado por las intensas lluvias otoñales, siguió a marchas forzadas hacía la capital lusitana, mientras las tropas españolas de cobertura pasaban también grandes penurias por falta de abastecimiento. A pesar de ello los objetivos se cumplieron. Las tropas portuguesas no presentaron resistencia y el 30 de noviembre, con apenas 1500 hombres fatigados y destrozados, Junot entraba en Lisboa. Sin embargo, su presa se había escapado, pues el día anterior ocho buques de línea de la flota de Portugal, acompañados de veinticuatro transportes y cuatro fragatas de apoyo, partieron de la capital llevando consigo a la familia real, el tesoro nacional, a los cargos más importantes de la administración e incluso el archivo del reino. Su destino: Brasil. Nombrado por Napoleón duque de Abrantes en recompensa a su victoria, Junot se puso manos a la obra para consolidar la ocupación francesa del país, para lo que contó en un primer momento con el apoyo de parte de la burguesía comerciante y, por supuesto, de los franceses residentes. Por órdenes del emperador el ejército portugués fue transformado en una legión al servicio francés. Por su parte las tropas españolas fueron alcanzando los objetivos previstos y colaborando en el control del país. Lo que nadie esperaba es que, a finales de 1807, Napoleón no tenía suficiente con Portugal y quería más. Ese “más”, era España. ¿Por qué invadir España? En modernas obras de divulgación acerca de la Guerra de Independencia, como la de Gates, Esdaile o incluso en el soberbio libro sobre las campañas de Napoleón de Chandler, trabajos todos ellos de reciente publicación en castellano, se insiste en que la necesidad de cerrar de manera efectiva el Bloqueo Continental fue la verdadera causa de la decisión del emperador de actuar en España. Sin embargo, esta explicación falla de manera radical. A pesar de que es cierto que el comercio entre el Reino Unido y España estaba creciendo de manera notable —un 69% de aumento entre 1806 y 1807— y un espectacular 963% en los años 1807-1808, también lo es que la situación de guerra entre las dos naciones no estimulaba precisamente las simpatías mutuas. Además, el comercio se centraba básicamente en lanas, vinos y algunos productos manufacturados que por mucho que hiciesen la competencia a los importados de Francia no justificarían en modo alguno una agresión contra España, al fin y al cabo nación aliada, o más que eso…, francamente y por decirlo claro, subordinada. Napoleón y su gobierno sabían perfectamente que los dirigentes españoles estaban absolutamente entregados a su voluntad y salvo los dos años de la Guerra del Rosellón, ya comentados, y un breve conflicto hacía ya casi cien años, cuando Felipe V intento recuperar Sicilia, Francia y España habían sido firmes aliadas, pues sólo de su unión —y de la de sus flotas combinadas— podía obtenerse algún éxito ante Gran Bretaña. Es cierto que, tras la victoria sobre Prusia, Napoleón descubrió algunos intentos de Godoy de escapar al férreo control imperial, pero eso no invalidaba el hecho de que una división completa de lo mejor del Ejército Español había combatido en Pomerania a su servicio y se preparaba en Dinamarca para la invasión de Suecia, y el primer ministro no tenía los arrestos para enfrentarse a Francia. Pero había más, el 11 de octubre de 1807, el propio príncipe de Asturias solicitó a Napoleón la mano de una princesa imperial, que llegó a considerar la posibilidad de casarlo con su sobrina Carlota[7]. El gobierno español se mostró sumiso y dócil a las órdenes de Napoleón y no existe nada, ningún documento oficial, carta, escrito u orden de nadie en el gobierno, en la administración o en el ejército, que pueda dar a entender que había oposición al bloqueo contra los ingleses. ¿Por qué agredir entonces a una nación que se porta así? Por codicia, por ambición, por soberbia o por una mezcla de las tres y tal vez por algo más, el odio y desprecio de Napoleón hacía la casa de Borbón, a la que reemplazó en Francia y sucesivamente eliminó de los tronos de Nápoles y Etruria y España. Lo cierto es que las líneas maestras de su intención de agredir a Portugal y someter totalmente España a su voluntad se encuentran ya en protocolos secretos de la Paz de Tilsit con Rusia. El 3 de diciembre de 1807 Napoleón se reunió en Venecia con su hermano José, rey de Nápoles, al que —según Miot de Melito — anunció ya la posibilidad de ser llamado al trono de España. La invasión discreta. Las previstas operaciones contra Portugal le iban a dar a Napoleón la solución estratégica que buscaba para poder controlar España casi sin riesgos. Protegidos por la alianza con España, y sabiendo que el ejército español iba a colaborar con sus tropas en Portugal, cuando el 10 de diciembre de 1807 los 25 000 hombres del Segundo Cuerpo de Observación de la Gironda, al mando de Dupont, cruzaron el Bidasoa y avanzaron hacia Burgos y Salamanca, Napoleón ya había tomado la decisión de controlar España. Ordenó el 9 de enero de 1808 la creación de otro cuerpo de ejército en Burdeos, al mando del mariscal Moncey y de 34 000 hombres, denominado de las Costas del Océano y otras dos divisiones más, al mando del general Duhesme, la de Observación de los Pirineos Orientales, y al mando del general Merle, la de Observación de los Pirineos Occidentales. El total era de 80 000 hombres, más del diez por ciento de las tropas francesas disponibles. Tal concentración de fuerzas no pudo pasar desapercibida a los agentes e informadores de Godoy, pero el gobierno español no hizo nada o, al menos, no consta ningún tipo de protesta. Tropas españolas en Alemania, por Voltz. Un grupo de dragones —todavía con uniforme de cazadores — y un jinete de caballería línea conversan animadamente. Una parte importante del ejército español estaba fuera de nuestras fronteras en un momento de grave riesgo para nuestra nación. El hecho cierto es que la acogida dispensada en las ciudades, villas y pueblos por las que los franceses pasaban fue magnífica. Una mezcla de curiosidad y admiración hacía que gentes de los pueblos cercanos a las rutas por las que los franceses iban a pasar se acercasen para ver a los invencibles guerreros que asombraban a Europa entera. Fueron las órdenes implacables de Napoleón las que poco a poco fueron cambiando esta actitud amistosa por otra que acabó por ser claramente hostil. El emperador tendría tiempo en el islote de Santa Elena de arrepentirse de su decisión. Infantería ligera francesa, por Martinet. Discretamente las tropas francesas se fueron haciendo con el control de los puntos clave del país, entre la indiferencia del gobierno que no supo o no quiso interpretar las evidentes señales de alarma. El general Duhesme, concentrado en los Pirineos, recibió en febrero la orden expresa del emperador de dirigirse a Barcelona y ocupar los puntos clave, debiendo decir a las autoridades militares españolas que se dirigía ¡a Cádiz! Sus acciones para apoderarse del castillo de Montjuich y del de Figueras comenzaron a mostrar a las claras cuáles eran las verdaderas intenciones francesas. Con astucia verdaderamente indigna, y contando con el total apoyo de las autoridades españolas, los franceses fueron ocupando lentamente las fortalezas más importantes del norte de la Península. A finales de marzo, el conjunto de tropas presentes en territorio español era de unos 65 000 hombres que, desde el 20 de febrero, estaban al mando del cuñado de Napoleón, Murat, gran duque de Berg. CAPÍTULO III ESPAÑA SIN REY La defensa del Parque de Artillería de Monteleón (2 de mayo de 1808), uno de los más conocidos hechos de armas del alzamiento de Madrid, por Joaquín Sorolla. Museo Víctor Balaguer. Villanueva y la Geltrú (Barcelona). Orden del día: Soldados: Mal aconsejado, el populacho de Madrid se ha levantado y ha cometido asesinatos. Bien sé que los españoles que merecen el nombre de tales han lamentado tamaños desórdenes, y estoy muy distante de confundir con ellos a unos miserables que sólo respiran robos y delitos. Pero la sangre francesa vertida clama venganza. Por lo tanto mando lo siguiente: Art. I: Esta noche, convocará el general Grouchy la comisión militar. Art. II: Serán arcabuceados todos cuantos durante la rebelión han sido presos con armas. Art. III: La Junta de Gobierno va a mandar desarmar a los vecinos de Madrid. Todos los moradores de la Corte, que pasado el tiempo prescrito para la ejecución de esta resolución, anden con armas, o las conserven en su casa sin licencia especial serán arcabuceados. Art. IV: Todo corrillo, que pase de ocho personas, se reputará reunión de sediciosos y se disparará a fusilazos. Art. V: Toda villa o aldea donde sea asesinado un francés será incendiada. Art. VI: Los amos responderán de sus criados, los empresarios de fábricas de sus oficiales, los padres de sus hijos, y los prelados de los conventos de sus religiosos. Art. VII: Los autores de libelos impresos o manuscritos que provoquen la sedición, los que los distribuyeren o vendieren, se reputarán agentes de Inglaterra y como tales pasados por las armas. Dado en nuestro cuartel general de Madrid, a 2 de mayo de 1808. Firmado: Joaquín. Por mandato de S.A.I., el jefe de estado mayor general: Belliard. Gaceta de Madrid, viernes 6 de mayo de 1808. EL MOTÍN DE ARANJUEZ La constante presencia de las tropas extranjeras que tanta admiración y curiosidad había despertado en el pueblo español, cuando a tambor batiente atravesaban pueblos, villas y ciudades, se fue trocando en inquietud y alarma según aumentaban los incidentes a lo largo de todo el país. En el entorno del monarca español algunos nobles influyentes comenzaron a disponer medidas de urgencia si las cosas se complicaban, por lo que a primeros de marzo la familia real en pleno se trasladó a Real Sitio de Aranjuez. La razón era evidente, desde esta localidad del sur de Madrid, era fácil en caso de peligro tomar la carretera de Andalucía y alcanzar Sevilla, desde donde podían embarcar con rumbo a las Américas, como había hecho el rey de Portugal. La noche del 17 al 18 de marzo, unos criados del príncipe de Asturias se enfrentaron con algunos húsares de la guardia de Godoy[8]. El resultado fue que, alarmado el pueblo e instigado por el conde de Montijo, enemigo del príncipe de la Paz, el altercado se transformó en un grave motín contra la persona del primer ministro, que tuvo que esconderse de las iras de la multitud. Conocidas las noticias en Madrid, el pueblo asaltó el palacio del odiado Godoy. Entre tanto, el rey cesó de su cargo al valido, lo que no fue suficiente para los amotinados, que al descubrir a Godoy intentando a escapar, tras veinticuatro horas de encierro, estuvieron a punto de lincharle, salvándose sólo por la providencial ayuda de los guardias de corps. El príncipe de Asturias, Fernando, aseguró a los amotinados que el antiguo primer ministro sería en breve procesado y ordenó el 19 su traslado a Granada. Un cazador de los escuadrones ligeros de la Brigada de Carabineros Reales. El enfrentamiento de varios de ellos, al servicio de Godoy, con la multitud en Aranjuez, fue la chispa que hizo estallar el motín. Conocida la disposición real, y viéndose engañados, los amotinados exigieron que de inmediato se revocase la orden. Asustado ante lo que parecía el comienzo de una revolución, Carlos IV abdicó en su hijo, proclamado en Aranjuez rey de España y la Indias con el nombre de Fernando VII en medio de masivas manifestaciones de alegría y júbilo del pueblo. Por primera vez en España, un monarca era forzado a abdicar por la presión del pueblo llano. El día 24 de marzo, el nuevo rey hizo su entrada triunfal en la capital en medio de grandes manifestaciones de felicidad. Igual ocurrió en toda España al saberse la noticia de la caída de Godoy y el ascenso al trono del príncipe de Asturias, pero había un problema ¿qué iban a hacer las decenas de miles de soldados franceses que ya estaban en nuestro país, entre ellos los de Murat, que había llegado a Madrid el día anterior entre la sorpresa y la admiración de los vecinos?[9] El ambicioso duque de Berg, como más adelante veremos, empezó a darse cuenta que la compleja situación del país le podía beneficiar y fue él quien en primer lugar mostró a su cuñado las ventajas de jugar con las dos partes enfrentadas por el trono de España, padre e hijo, y aprovechando las súplicas de la reina a favor de sí misma y de su amante Godoy, le ofreció la protección de sus tropas, convirtiendo a la familia real de hecho, en sus rehenes. Astutamente le propuso a Carlos IV que redactase y firmase su renuncia al trono, lo que hizo el asustado y patético monarca, poniendo fecha de 21 de marzo. Se había dado el primer paso para dejar España sin rey. Pronto se dio cuenta el duque de Berg de que si jugaba bien sus cartas el trono vacante le podría caer a él. Alguien podría decir que aún quedaba Fernando, oficialmente ya Fernando VII, pero para Murat, y no digamos para Napoleón, ese era un problema menor. En cuanto al pueblo español y la legalidad, al gran corso le importaban un pimiento. El motín de Aranjuez. La familia real había sido trasladada desde Madrid hacía el sur en previsión de que los franceses intentasen una acción similar a la de Portugal. Allí se produjo la revuelta que acabó con el gobierno de Manuel Godoy. La trampa de Bayona. Las primeras medidas del nuevo rey de España fueron encaminadas, como era de esperar, a rodearse de sus partidarios y reforzar su poder, por lo que procedió a anular las consecuencias del proceso de El Escorial y amnistió a sus principales apoyos: el duque del Infantado, nombrado presidente del Consejo de Castilla y coronel de las Reales Guardias Españolas; al duque de San Carlos, convertido en mayordomo mayor de Palacio y, sobre todo al canónigo Escoïquiz, su principal confidente, al que designó miembro del Consejo de Estado y otorgó la gran cruz de la Orden de Carlos III. Curiosamente la amnistía benefició también a conocidos pensadores de la Ilustración, como Jovellanos, que se encontraba encarcelado en el castillo de Bellver, en Palma de Mallorca. La política inicial de Fernando VII fue, por lo tanto, inicialmente moderada. Mantuvo a destacados partidarios de Godoy en sus cargos, como Cevallos, ministro del Estado, y situó a notables liberales en algunas carteras, como Azanza, ministro de Hacienda y, O’Farrill, ministro de la Guerra; pero las decisiones importantes quedaron en manos de la “camarilla” formada por los duques de San Carlos y el Infantado y Escoïquiz. Respecto a la actitud mostrada ante Murat fue claramente sumisa, esperando con ansias que Napoleón refrendase su acceso al trono. Murat comprobó hasta qué punto el rey estaba a los pies de Francia cuando exigió la entrega de la espada tomada a Francisco I en Pavía y que fácilmente obtuvo en un solemne acto el 5 de abril. Poco a poco en Madrid la gente se iba dando cuenta de que el embajador Beauharnais y el duque de Berg eran los que mandaban, siguiendo las precisas instrucciones de Napoleón al pié de la letra. Un ejemplo fue la orden de aplazamiento del juicio contra Godoy, dada el mismo día 5, o la sugerencia —en realidad una orden— transmitida por Savary, duque de Rovigo, a Escoïquiz, solicitando que el rey visitase a Napoleón en Francia. El deseo de ser reconocido por el emperador era tan grande que Fernando VII y sus más allegados colaboradores partieron hacia Francia el 10 de abril, dejando a la Junta Suprema de Gobierno el control de la nación, algo que se presentaba cada día más dudoso. El rey y su séquito hicieron todo el camino por una ruta controlada por las tropas imperiales. Por supuesto se debían dar cuenta del peligro que corrían e intentaron no salir de España. En Burgos, Savary, convenció al monarca para que siguiera ruta hasta Vitoria, donde llegó el 14 y luego continuase hasta Bayona. Algunos de sus acompañantes, como Urquijo, aconsejaron al rey que escapase y se pusiera a salvo, pero una nota de la Junta Suprema, en la que se le comentaba que Murat consideraba la posibilidad de volver a sentar en el trono a su padre —lo que no era cierto—, le convencieron de que debía continuar la marcha. Partió el 19, en medio de un conato de algarada del pueblo que le vitoreaba y que pudo ser contenida por la intervención del duque del Infantado que tranquilizó a los congregados, pues sospechaban que el rey iba camino de Francia. Así era en realidad y el día 20 pasaba la frontera del Bidasoa. Napoleón, cómodamente instalado en el Palacio de Marsac, no muy lejos de Bayona, recibió a Fernando como príncipe de Asturias, no como rey y, tras una simple cena, convencido de que Fernando era un lelo, decidió tratar los asuntos directamente con Escoïquiz. La propuesta era dura, ningún Borbón debía de reinar en España y se le daría a Fernando como compensación el reino de Etruria[10]. En realidad el rey de España no tenía nada que hacer. Napoleón le obligó a ceder antes de que terminase el 21 de abril, de lo contrario negociaría con su padre, que estaba al llegar. Nada más salir Fernando en dirección a Francia, Murat ordenó que se le entregara a Godoy, petición totalmente fuera de lugar a la que se opuso la Junta Suprema de Gobierno, pero fue suficiente una carta del general Belliard en la que afirmaba que tenía autorización del rey Fernando para que la oposición cediera. Tras salir de prisión, Godoy fue enviado a Bayona, ciudad a la que llegó el 26. La presencia del valido en Francia y una carta de Napoleón a Carlos IV en la que afirmaba que jamás reconocería al príncipe de Asturias como rey de España, fue suficiente para vencer cualquier resistencia de vieja pareja real. Tras suplicar a Murat que les permitiese ir a Bayona escoltados por tropas francesas, así lo hicieron y en medio de la indiferencia del pueblo partieron para Francia el 23 de abril. Una vez en Bayona, a la que llegaron el 30, fueron recibidos como soberanos, no sólo por los franceses, sino también por los españoles, que tenían órdenes al respecto. Los soberanos se reunieron allí con Godoy y con su hijo al que la reina reprochó su conducta. La lamentable familia que regía los destinos de España tenía aún tiempo para someterse a la mayor de las indignidades. Carlos IV, instigado por Godoy, con quien Napoleón ya se había entrevistado, pidió que le restituyeran sus derechos, pero viendo la firme actitud del emperador cedió a todo a cambio de una rentas vitalicias. El miserable rey de España había vendido, literalmente, su nación. Respecto a su no menos infame hijo, se daba cuenta ahora perfectamente que había caído en una trampa. Viendo que no había solución, informó a la Junta Suprema de Gobierno en Madrid de lo que estaba sucediendo. España estaba sin rey. Ahora Napoleón tenía en sus manos el destino de su nación vecina y hasta podía aprovechar cualquier altercado o algarada callejera en nombre de los desposeídos reyes para imponer su voluntad por la fuerza. Lo que no sabía, ni esperaba, es que el movimiento que iba a iniciarse sería una de las causas principales de su ruina. Una fecha para la Historia: el 2 de mayo de 1808. En torno a las ocho de la mañana del 2 de mayo dos coches se encontraban detenidos a las puertas del palacio Real de Madrid. En el primero de ellos, los escasos paseantes vieron subir a la reina de Etruria y observaron que junto a los vehículos había un pelotón de jinetes franceses. Algunos curiosos se iban acercando, pues desde hacía días permanecían atentos a los movimientos que se producían en las inmediaciones de palacio. Tal vez algunos ciudadanos dedujeron, con acierto, que el segundo coche era para el infante don Francisco. En ese momento, al parecer fue un maestro llamado José Blas Molina y Soriano, quien adelantándose gritó: ¡Traición! Y casi de inmediato el centenar de vecinos congregados se lanzaron hacia las puertas del palacio sin que los guardias reales les impidieran entrar. Al grito de ¡Quieren llevarse al infante! y ¡mueran los franceses! se cortan los tiros de los coches y se desenganchan los caballos. Desde un balcón un caballero repitió a viva voz varias veces: ¡A las armas! ¡A las armas! El infante salió a un balcón acompañado de los amotinados y saludó a la multitud congregada ante las puertas. A lo largo de las calles que rodeaban el palacio la insurrección se extendió como una mecha de pólvora y pronto la ciudad estalló en una revuelta general y lo que en principio parecía ser un motín como el de Aranjuez se transformó en una auténtica Revolución. Un edecán de Mural se trasladó al palacio y tras él llegó un soldado aislado, salvando ambos su vida por la intervención de un oficial de la guardia valona. Poco después un correo francés fue abatido ante la iglesia de San Juan, y Murat decidió imponerse por la fuerza bruta a los sublevados. Varias compañías de granaderos de la Guardia Imperial —lo mejor del ejército francés— fueron enviadas al centro de la ciudad acompañadas por dos piezas de artillería. Al llegar, acribillaron a balazos a la multitud congregada y sembraron el suelo de cadáveres. El pánico y la furia fueron ya incontrolables. Las tropas de Moncey que acampaban en los alrededores de Madrid fueron alertadas y se les ordenó marchar hacia la capital. La situación era ya muy complicada, el propio capitán Marbot —en aquel entonces ayudante de campo de Murat— tuvo que abrirse paso con su escolta de dragones a sablazos y disparos y aun así recibió una cuchillada que le atravesó el dolmán. El 2 de mayo en Madrid en un grabado de la época, que muestra el combate en la Puerta del Sol entre los experimentados soldados franceses y los vecinos que les atacaron con todo lo que tenían a mano. Don Luis Daoiz era un experimentado artillero que había combatido en varias acciones en tierra y en el mar. Murió a los 41 años de edad a resultas de las heridas sufridas en los combates del Parque de Monteleón el 2 de mayo de 1808. Cuadro de A. M. Quesada. Museo del Ejército. Madrid. Por todo Madrid los franceses aislados fueron asesinados sin contemplaciones y, en la Puerta del Sol, centenares de madrileños se concentraron cargados de furia. Los jinetes franceses que subían por la Carrera de San Jerónimo fueron tiroteados desde las ventanas; al avanzar por las calles estrechas les tiraron tiestos, ladrillos, tejas. Varios cayeron muertos y heridos y, al llegar a la Puerta del Sol, cargaron contra la multitud. Los mamelucos de la Guardia, coraceros y dragones acuchillaron a hombres, mujeres y niños encendiendo la furia y el odio de los madrileños. Pronto la plaza quedó sembrada de muertos y heridos. Algunos trataron de huir desesperadamente sólo para caer delante de un grupo de cazadores de la Guardia que llegaban por la calle Mayor y que hicieron una verdadera carnicería. Poco a poco los oficiales franceses impusieron algo de orden y detuvieron la matanza, pero desde el palacio del duque de Hijar, algunos sublevados se negaron a rendirse y siguieron disparando, hasta que los enfurecidos soldados franceses, tras romper las ventanas y puertas de la planta baja penetraron en el edificio, en el que mataron a todos, culpables o inocentes, destrozando el mobiliario y arrojando los cadáveres por las ventanas. No muy lejos de allí, los insurrectos se dirigieron al parque de Artillería de Monteleón, donde algunos artilleros y dos capitanes, Daoiz y Velarde, haciendo caso omiso de las órdenes de su superior, el capitán general Francisco Javier Negrete, que había impartido instrucciones a las tropas españolas de permanecer acuarteladas y observar una absoluta neutralidad, se unieron a los sublevados. Los franceses tuvieron, finalmente, que tomar al asalto el parque, defendido heroicamente hasta el final por un pequeño grupo de patriotas. Al llegar la noche Madrid parecía un cementerio y la gente aterrorizada no salía de sus casas. Aquí y allá sonaban aún disparos aislados. Los franceses habían tenido entre 160 y 170 muertos y muchos más heridos. Los madrileños perdieron a 406 de sus ciudadanos y 172 estaban heridos, según datos, bastante fiables, de Pérez de Gúzman —si bien estas cifras no cuentan a los muertos que no eran madrileños de vecindad y han sido ligeramente corregidas en los últimos años—. Estudios más modernos han destacado también el hecho de que entre los muertos había, además de españoles, gentes de los que hoy serían Perú, Venezuela, Cuba y de otros países como Suiza, Bélgica e incluso Polonia. Murat tenía ahora un buen pretexto para ocupar militarmente la capital sin contemplaciones. La Junta de Gobierno se puso de inmediato a sus órdenes y el Consejo de Castilla, que había publicado durante el alzamiento una proclama en la que prohibía maltratar a los franceses, hizo otra en la decretaba ilegales las reuniones en sitios públicos y ordenaba la entrega de las armas blancas y de fuego a las autoridades. A partir de ese momento Murat decidió actuar de forma implacable. Lo primero era controlar al ejército español, por lo que tras confirmar la orden de acuartelamiento de Negrete, creó comisiones mixtas con oficiales franceses y miembros del Consejo que, con ayuda de tropas de ambos países, vigilasen y cuidasen del mantenimiento del orden en las calles. La segunda medida era aplicar un castigo ejemplar a los rebeldes, para lo cual creo una comisión militar presidida por el general Grouchy, en la que había también representantes del ejército español y que sentenció a muerte a todos a aquellos que habían sido cogidos prisioneros con las armas en la mano —es decir, a todos— e incluso a los que no entregasen sus armas en el plazo dado por el Consejo de Castilla. Además, dio instrucciones para que estas proclamas se aplicasen en toda España. El gran duque de Berg pensaba, casi con seguridad, que se había ganado a pulso la corona de España[11]. Sin embargo el alzamiento del 2 de mayo había mostrado dos cosas importantes. La primera que la revuelta había sido encabezada, liderada y llevada a cabo por el pueblo llano, pues las clases altas y la burguesía se abstuvieron de intervenir y, al igual que el ejército, guardaron un bochornoso silencio mientras la chusma era masacrada por los franceses. En la madrugada, mientras el silencio de la noche era atrozmente roto por las descargas de los fusiles en la Moncloa, donde se pasó por las armas a los insurrectos, casi nadie era consciente todavía de lo que acababa de ocurrir. El pueblo era por primera vez dueño de su destino. Abandonado por los altos dignatarios de la Iglesia, por la nobleza y por el ejército, acababa de dar una señal que pronto sería escuchada en toda España. La misma tarde del 2 de mayo, fugitivos de Madrid, que huían hacia el sur, habían llevado las noticias de lo que ocurría en la capital, de los muertos, de la represión, de la violencia y Andrés Torrejón, alcalde la pequeña villa de Móstoles, dictaba una proclama a sus vecinos instándoles a tomar las armas, «pues no hay fuerzas que prevalecen contra quien es leal y valiente, como los españoles lo son». Era la primera declaración de guerra contra el invasor de la patria. No la había hecho un ministro, ni un alto dignatario del Estado, del Consejo o de la Junta de Gobierno, tampoco un general. Sólo un sencillo alcalde, pero es que no había nadie más. CAPÍTULO IV ESPAÑA SE ALZA EN ARMAS Los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío por Goya. Museo del Prado Madrid. Tras conocerse los sucesos de Madrid los levantamientos se sucedieron por España entera. —¿Qué son los franceses? —Antiguos cristianos y herejes modernos —¿Quién los ha conducido a semejante esclavitud? —La falsa filosofía y la corrupción de costumbres —¿De qué sirven a Napoleón? —Los unos de aumentar su orgullo, los otros son instrumentos de su iniquidad para exterminar al género humano. —¿Cuándo se acabará su atroz despotismo? —Ya se halla cercano su fin. —¿De dónde nos puede venir esta esperanza? —De los esfuerzos que haga nuestra amada Patria. —¿Qué es la Patria? —La reunión de muchos gobernados por un rey, según nuestras leyes. —¿Qué castigo merece un español que falta a sus justos deberes? —La infamia, la muerte material reservada al traidor, y la muerte civil para sus descendientes. —¿Cuál es la muerte material? —La privación de la vida. —¿Y la muerte civil? —La confiscación de los bienes y privación de los honores que la república concede a todos los leales y valientes ciudadanos. —¿Quién es éste que ha venido a España? —Murat, la segunda persona de esta trinidad. —Cuáles son su principales empleos? —Engañar, robar y oprimir. —¿Qué doctrina quiere enseñarnos? —La depravación de sus costumbres. —¿Quién nos puede liberar de semejante enviado? —La unión y las armas. —¿Es pecado asesinar a un francés? —No, padre; se hace una labor meritoria, librando a la Patria de estos violentos opresores. Catecismo civil de 1808. Guerra de Independencia. Proclamas, bandos y combatientes. Sabino Delgado LOS PRIMEROS PASOS DE LA INSURRECCIÓN El 24 de mayo de 1808 Asturias lanzaba la primera proclama contra los franceses. Murcia, Aragón, Andalucía, Galicia…, una tras otra todas las viejas regiones del reino de España fueron haciendo las suyas y la rebelión se generalizó. Los primeros alzados no sabían de la existencia de movimientos similares en otros lugares, por lo que no hubo coordinación de ningún tipo. Así, en Cartagena o en Valencia —23 de mayo—, Zaragoza y Murcia —24 de mayo — o León —el 27—, los líderes de la rebelión manipularon con mucha facilidad a una multitud predispuesta a seguir su llamamiento contra los franceses, logrando, en la mayor parte de los casos, que las guarniciones se uniesen a los sublevados. En cuanto al ejército regular, sobre el papel había 40 000 soldados en Andalucía, 9000 en Levante, 20 000 en Galicia y se podía contar con las guarniciones de Canarias, Baleares y de otras zonas[12]. Las tropas de la división enviada a Portugal, 25 000 hombres más, había sido retirada en su mayor parte, por lo que sólo quedaban 9000 en Lisboa y alrededores y otros 6000 en Oporto. Un pequeño grupo logró llegar a Badajoz, pero la mayoría fueron desarmados por los franceses[13]. Con esta rudimentaria estructura se creó el embrión de varios ejércitos de campaña. Líneas de penetración seguidas por los ejércitos franceses en su invasión de la Península. Ante el agravamiento de la situación, las unidades francesas comenzaron a reagruparse y a dirigirse contra las ciudades que sabían estaban alzadas en armas, intentando localizar e identificar a las unidades del ejército que se habían unido a la insurrección, pero la situación se iba complicando. La campaña del norte. Entre Castilla y Aragón. El mariscal Bessières, responsable de la ocupación del norte de España, ante las primeras noticias de la insurrección dirigió a sus 25 000 hombres hacia el Valle del Ebro y Castilla la Vieja. En la capital castellana el general Cuesta había reunido a los 5000 hombres del Ejército de Castilla, fuerza que a pesar de su nombre no era más que la suma de una masa de voluntarios mal armados y peor vestidos, sin entrenamiento ni orden ni disciplina que no eran rivales para los aguerridos soldados franceses. En el puente de Cabezón, en el cruce del Pisuerga de la carretera Valladolid-Burgos las tropas de Lasalle, uno de los mejores comandantes de caballería de Napoleón, vio con alucinada sorpresa que las inexpertas tropas de Cuesta estaban tan ansiosas por luchar que no sólo no habían destruido el puente sino que le presentaban batalla delante, con el río a sus espaldas. Por supuesto ocurrió lo previsible. La mañana del 12 de junio, tras sólo unos minutos de combate los voluntariosos soldados castellanos fueron hechos pedazos. Bessières resolvió atacar a las tropas españolas de los ejércitos de Castilla y Galicia al mando de los generales Cuesta y Blake, por lo que bien informado, el 13 de julio se dirigió hacia Medina de Rioseco, sabiendo ya que el rey José, que había cruzado la frontera, se encontraba en Burgos. Las tropas españolas en Medina de Rioseco se habían desplegado ocupando posiciones defensivas mirando a Valladolid, pero para su desgracia Bessières avanzó desde el noreste, pues seleccionó Palencia como punto de concentración. La exploración española fue muy deficiente y los generales Cuesta y Blake descubrieron la ruta de aproximación enemiga cuando los franceses estaban ya muy cerca. Una serie de maniobras en la noche para cambiar de posición desorganizaron el despliegue, por lo que al amanecer del 14 de julio los ejércitos se encontraban desplegados a lo largo de una terreno muy amplio y separados en varios grupos. El resultado de la lucha en la primera gran batalla a campo abierto de la guerra entre los veteranos franceses y las improvisadas y heterogéneas tropas españolas fue el esperado. Un asalto por el flanco contra la vanguardia y la Primera División del Ejército de Galicia fue apoyado por una terrible carga de caballería, en tanto la Cuarta División de Blake era aplastada al intentar unirse al grueso de sus compañeros. Acuchillados y acribillados a mansalva sus hombres, el Ejército de Galicia fue fácilmente batido, si bien Blake logró escapar, no dejando otra alternativa a Cuesta que la retirada hacia León. Pero en vez de perseguir a las tropas derrotadas y aniquilarlas, los franceses se dedicaron al brutal y salvaje saqueo de Medina de Rioseco, donde el pillaje, los asesinatos y las violaciones fueron incontables. La entrada de José Bonaparte en Madrid en medio de la indiferencia y la frialdad de la población era un síntoma de lo que iba a ocurrir. No había nadie en las calles y las ventanas estaban cerradas; el nuevo monarca no tenía apenas partidarios y así iba a continuar hasta el amargo final de su penoso y triste reinado. Además, al día siguiente, el monarca ya sabía que el nuevo ejército español que se estaba formando con los prisioneros de Medina de Rioseco como base, se estaba disolviendo como un terrón de azúcar en el café, pues la mayor parte de los
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