El anatema de defender la tauromaquia

Una delegación de revolucionarios cubanos asiste a una corrida de toros en una visita a Madrid en 1959. A la izquierda, Ernesto 'Che' Guevara.HERMES PATO (EFE)
Una delegación de revolucionarios cubanos asiste a una corrida de toros en una visita a Madrid en 1959. A la izquierda, Ernesto 'Che' Guevara.HERMES PATO (EFE)

De nuevo está en el foro la cuestión de la tauromaquia, polarizando a los ciudadanos como en otro tiempo lo hacían cuestiones sociales o religiosas. El debate hoy se ha sofisticado y se inserta directamente en uno más universal, a saber, el de las consecuencias éticas a extraer tras la constatación científica de un alto grado de homología entre la especie humana y otras especies animales. Asunto filosófico, con muchos vericuetos y que, entre otras cosas, polariza a quienes (herederos de Kant) sitúan la base última de la moralidad en la prohibición de instrumentalizar a los seres humanos, por ser portadores de razón y lenguaje, frente a quienes (fieles a Jeremy Bentham) sostienen que el criterio para prohibir la instrumentalización de un ser no es su capacidad de hablar y razonar, sino meramente su capacidad de sufrir. En los foros académicos el debate teórico alcanza gran acuidad, pero la prudencia en los posicionamientos es de rigor, dada la conciencia de que el problema de base (en qué medida el lenguaje sigue suponiendo una diferencia irreductible) no está resuelto, y de hecho no se sabe si es resoluble en términos de estricta objetividad.

Sea como sea, evitar el maltrato a animales es un corolario directo de la razón ilustrada y me atrevo a decir que es también un imperativo implícito de la moralidad general, ella misma signo inequívoco de nuestra radical singularidad, pues no parece que otras especies tengan tal preocupación. El problema es, sin embargo, delimitar suficientemente el concepto de maltrato, encontrar criterios que permitan trazar una frontera entre lo que es maltrato y lo que es instrumentalización legítima de otras especies vivas. Y en cualquier caso, las decisiones políticas al respecto, con repercusiones en las formas de vida y las costumbres, habrían de ser expresión de un deliberar sereno y no preceder al mismo. No parece que este escrúpulo haya estado presente en el origen de la polémica que nos ocupa. Sin duda, cuando alguien se estima sabedor con certeza apodíctica de en qué consiste el bien, siente como un imperativo desplazar a los arcenes de la moralidad a todo aquel que enarbole dudas.

Ningún responsable político ha pronunciado exactamente la frase: “los que van a las plazas de toros son partidarios de la tortura”, pero sí se ha hecho entender tal cosa cuando, para referirse al tema, se ha dicho “hay una mayoría de españoles que no comparte el maltrato animal”. En el aire, la cuestión de si los propensos a estos comportamientos son víctimas de algún determinismo social, y eventualmente genético, que les privaría de discernimiento, o si bien es con plena lucidez y percepción de las fronteras morales que son atravesados por tales pulsiones agresivas.

En cualquier caso, acosados, a la defensiva, los taurinos buscamos inútilmente redención en ascendencia prestigiosa, reiterando los nombres de Orson Welles, Jean Cocteau, Miguel Hernández... Refiriéndose a los homosexuales, víctimas en la sociedad francesa de un farisaico oprobio, Marcel Proust indicaba que buscaban legitimarse al decir que Sócrates lo era, al igual (añadía implacable el escritor) que los judíos dicen que Cristo era judío. En todos los casos esfuerzo de redención baldío, dado lo implacable del anatema.

“Así ocurre en tu tierra, la tierra de los muertos”. Los taurinos son presentados como un reflejo anacrónico de esa España que desolaba a Cernuda. Los taurinos, o simplemente aquellas personas que, sin haber pisado quizás nunca una plaza de toros, admiten como suyo un rito que ha marcado tanto sus costumbres como su propio lenguaje.

Para los intereses de la tauromaquia, es incluso posible que estos posicionamientos tan radicalmente adversos sean beneficiosos, pues reforzarán en sus convicciones a los taurinos conservadores, y sacarán de dudas a quienes, sin serlo, aceptarán la invitación implícita a sumarse al bando de quienes no les repudian. El problema es para los taurinos que sienten como propias causas hoy reivindicadas por organizaciones políticas de izquierdas, pero son considerados ilegítimos por representantes de las mismas. Sin legitimidad moral para reivindicar, por ejemplo, la causa de la República, con el argumento de que los poseedores de las dehesas fueron en general feroces enemigos de las reformas agrarias proyectadas por la República, olvidando que tantos anarquistas comunistas, o simplemente republicanos fueron fervientes taurinos. Y en lo referente al presente, dado que se les atribuye complacencia en el maltrato animal, se niega a los taurinos legitimidad moral para exigir (ejemplo punzante) que, con el mismo rigor que se aplican las leyes que han acabado con la existencia de perros callejeros, se apliquen aquellas que acabarían con la ignominia de personas abandonadas en esas mismas calles.

“Desterrado en la tierra siendo tierra”, clama Octavio Paz reflexionando sobre el destino del hombre. Desterrado del patrimonio de la España de izquierdas un colectivo, quizás minoritario pero enorme, que se siente parte de la misma. Su resistencia tanto a cambiar de bando como a repudiar la tauromaquia le ha dejado literalmente sin sitio. Que esta marginación sea un hecho, no quiere decir que, para la izquierda española, sea un hecho a celebrar.

Víctor Gómez Pin es catedrático emérito de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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