Alicia Maravillas - Literatura | Studenta
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	 Alicia en el país de las maravil las 
Carroll, Lewis 
Novela 
	
Se reconocen los derechos morales de Carroll, Lewis. 
Obra de dominio público. 
Distribución gratuita. Prohibida su venta y distribución en medios ajenos a la Fundación Carlos Slim. 
 
 
Fundación Carlos Slim 
Lago Zúrich. Plaza Carso II. Piso 5. Col. Ampliación Granada 
C. P. 11529, Ciudad de México. México. 
contacto@pruebat.org 
	
	
 
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I. EN LA MADRIGUERA DEL CONEJO 
	
Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, 
sin tener nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana 
estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué sirve un libro sin dibujos 
ni diá logos?», se preguntaba Alicia. 
Así pues, estaba pensando (y pensar le costaba cierto esfuerzo, porque el calor del 
día la había dejado soñolienta y atontada) si el placer de tejer una guirnalda de 
margaritas la compensaría del trabajo de levantarse y coger las margaritas, cuando de 
pronto saltó cerca de ella un Conejo Blanco de ojos rosados. 
No había nada muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy 
extraño oír que el conejo se decía a sí mismo: 
«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando pensó en ello después, 
decidió que, desde luego, hubiera debido sorprenderla mucho, pero en aquel 
momento le pareció lo más natural del mundo). Pero cuando el conejo se sacó un reloj 
de bolsillo del chaleco, lo miró y echó a correr, Alicia se levantó de un salto, porque 
comprendió de golpe que ella nunca había visto un conejo con chaleco, ni con reloj 
que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad, se puso a correr tras el conejo por la 
pradera, y llegó justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se 
abría al pie del seto. 
Un momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera, sin pararse a 
considerar cómo se las arreglaría después para salir. 
Al principio, la madriguera del conejo se extendía en línea recta como un túnel, y 
después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera 
tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecía un pozo muy 
profundo. 
O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, 
mientras descendía, tuvo tiempo sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse 
qué iba a suceder después. Primero, i tentó mirar hacia abajo y ver a dónde iría a 
parar, pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir nada. Después miró hacia 
las paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de armarios y estantes para 
libros: aquí y allá vio mapas y cuadros, colgadosde clavos. Cogió, a su paso, un jarro 
de los estantes. 
Llevaba una etiqueta que decía: MERMELADA DE NARANJA, pero vio, con 
desencanto, que estaba vacío. 
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No le pareció bien tirarlo al fondo, por miedo a matar a alguien que anduviera por 
abajo, y se las arregló para dejarlo en otro de los estantes mientras seguía 
descendiendo. 
«¡Vaya!», pensó Alicia. «¡Después de una caída como ésta, rodar por las escaleras 
me parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente me encontrarán todos! 
¡Ni siquiera lloraría, aunque me cayera del tejado!» (Y era verdad.) Abajo, abajo, 
abajo. ¿No acabaría nunca de caer? 
—Me gustaría saber cuántas millas he descendido ya —dijo en voz alta—. Tengo 
que estar bastante cerca del centro de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil 
millas de profundidad... 
Como veis, Alicia había aprendido algunas cosas de éstas en las clases de la 
escuela, y aunque no era un momento muy oportuno para presumir de sus 
conocimientos, ya que no había nadie allí que pudiera escucharla, le pareció que 
repetirlo le servía de repaso. 
—Sí, está debe de ser la distancia... pero me pregunto a qué latitud o longitud 
habré llegado. 
Alicia no tenía la menor idea de lo que era la latitud, ni tampoco la longitud, pero 
le pareció bien decir unas palabras tan bonitas e impresionantes. Enseguida volvió a 
empezar. 
—¡A lo mejor caigo a través de toda la tierra! ¡Qué divertido sería salir donde vive 
esta gente que anda cabeza abajo! Los antipáticos, creo... (Ahora Alicia se alegró de 
que no hubiera nadie escuchando, porque 
 
esta palabra no le sonaba del todo bien.) Pero entonces tendré que preguntarles el 
nombre del país. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva Zelanda o en Australia? 
Y mientras decía estas palabras, ensayó una reverencia. ¡Reverencias mientras caía 
por el aire! ¿Creéis que esto es posible? 
—¡Y qué criaja tan ignorante voy a parecerle! No, mejor será no preguntar nada. Ya 
lo veré escrito en alguna parte. 
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer y Alicia empezó enseguida a 
hablar otra vez. 
—¡Temo que Dina me echará mucho de menos esta noche ! (Dina era la gata.) 
Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me 
gustaría tenerte conmigo aquí abajo! En el aire no hay ratones, claro, pero podrías 
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cazar algún murciélago, y se parecen mucho a los ratones, sabes. Pero me pregunto: 
¿comerán murciélagos los gatos? 
Al llegar a este punto, Alicia empezó a sentirse medio dormida y siguió diciéndose 
como en sueños: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?» Y 
a veces: «¿Comen gatos los murciélagos?» Porque, como no sabía contestar a ninguna 
de las dos preguntas, no importaba mucho cuál de las dos se formulara. Se estaba 
durmiendo de veras y empezaba a soñar que paseaba con Dina de la mano y que le 
preguntaba con mucha ansiedad: «Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna 
vez un murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre un montón de 
ramas y hojas secas. La caída había terminado. 
Alicia no sufrió el menor daño, y se levantó de un salto. Miró hacia arriba, pero 
todo estaba oscuro. Ante ella se abría otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al 
Conejo Blanco, que se alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y Alicia, 
sin vacilar, echó a correr como el viento, y llego justo a tiempo para oírle decir, 
mientras doblaba un recodo: 
—¡Válganme mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo! 
Iba casi pisándole los talones, pero, cuando dobló a su vez el recodo, no vio al 
Conejo por ninguna parte. Se encontró en un vestíbulo amplio y bajo, iluminado por 
una hilera de lámparas que colgaban del techo. 
Había puertas alrededor de todo el vestíbulo, pero todas estaban cerradas con 
llave, y cuando Alicia hubo dado la vuelta, bajando por un lado y subiendo por el otro, 
probando puerta a puerta, se dirigió tristemente al centro de la habitación, y se 
preguntó cómo se las arreglaría para salir de allí. 
De repente se encontró ante una mesita de tres patas, toda de cristal macizo. No 
había nada sobre ella, salvo una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a 
Alicia fue que debía corresponder a una de las puertas del vestíbulo. Pero, ¡ay!, o las 
cerraduras eran demasiado grandes, o la llave era demasiado pequeña, lo cierto es 
que no pudo abrir ninguna puerta. Sin embargo, al dar la vuelta por segunda vez, 
descubrió una cortinilla que no había visto antes, y detrás había una puertecita de unos 
dos palmos de altura. Probó la llave de oro en la cerradura, y vio con alegría que 
ajustaba bien. 
Alicia abrió la puerta y se encontró con que daba a un estrecho pasadizo, no más 
ancho que una ratonera. Se arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más 
maravilloso que podáis imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de aquella oscura sala y de 
pasear entre aquellos macizos de flores multicolores y aquellas frescas fuentes! Pero ni 
siquiera podía pasar la cabeza por la abertura. «Y aunque pudiera pasar la cabeza», 
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pensó la pobre Alicia, «de poco iba a servirme sin los hombros. ¡Cómo me gustaría 
poderme encoger como un telescopio! Creo que podría hacerlo, sólo con saber por 
dónde empezar.» Y es que, como veis, a Alicia le habían pasado tantas cosas 
extraordinarias aquel día, que había empezado a pensarque casi nada era en realidad 
imposible. 
De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita, así que volvió a la mesa, 
casi con la esperanza de encontrar sobre ella otra llave, o, en todo caso, un libro de 
instrucciones para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta vez encontró en 
la mesa una botellita («que desde luego no estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor 
del cuello de la botella había una etiqueta de papel con la palabra «BÉBEME» 
hermosamente impresa en grandes caracteres. 
Está muy bien eso de decir «BÉBEME», pero la pequeña Alicia era muy prudente y 
no iba a beber aquello por las buenas. «No, primero voy a mirar», se dijo, «para ver si 
lleva o no la indicación de veneno.» Porque Alicia había leído preciosos cuentos de 
niños que se habían quemado, o habían sido devorados por bestias feroces, u otras 
cosas desagradables, sólo por no haber querido recordar las sencillas normas que las 
personas que buscaban su bien les habían inculcado: como que un hierro al rojo te 
quema si no lo sueltas en seguida, o que si te cortas muy hondo en un dedo con un 
cuchillo suele salir sangre. Y Alicia no olvidaba nunca que, si bebes mucho de una 
botella que lleva la indicación «veneno», terminará, a la corta o a la larga, por hacerte 
daño. 
Sin embargo, aquella botella no llevaba la indicación «veneno», así que Alicia se 
atrevió a probar el contenido, y, encontrándolo muy agradable (tenía, de hecho, una 
mezcla de sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo asado, caramelo y tostadas 
calientes con mantequilla), se lo acabó en un santiamén. 
—¡Qué sensación más extraña! —dijo Alicia—. Me debo estar encogiendo como 
un telescopio. 
Y así era, en efecto: ahora medía sólo veinticinco centímetros, y su cara se iluminó 
de alegría al pensar que tenía la talla adecuada para pasar por la puertecita y meterse 
en el maravilloso jardín. Primero, no obstante, esperó unos minutos para ver si seguía 
todavía disminuyendo de tamaño, y esta posibilidad la puso un poco nerviosa. «No 
vaya a consumirme del todo, como una vela», se dijo para sus adentros. 
«¿Qué sería de mí entonces?» E intentó imaginar qué ocurría con la llama de una 
vela, cuando la vela estaba apagada, pues no podía recordar haber visto nun ca una 
cosa así. 
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Después de un rato, viendo que no pasaba nada más, decidió salir en seguida al 
jardín. Pero, ¡pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se encontró con que había 
olvidado la llavecita de oro y, cuando volvió a la mesa para recogerla, descubrió que 
no le era posible alcanzarla. Podía verla claramente a través del cristal, e intentó con 
ahínco trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza. Y 
cuando se cansó de intentarlo, la pobre niña se sentó en el suelo y se echó a llorar. 
«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de esta manera!», se dijo Alicia a sí misma, con 
bastante firmeza. «¡Te aconsejo que dejes de llorar ahora mismo!» Alicia se daba por lo 
general muy buenos consejos a sí misma (aunque rara vez los seguía), y algunas veces 
se reñía con tanta dureza que se le saltaban las lágrimas. 
Se acordaba incluso de haber intentado una vez tirarse de las orejas por haberse 
hecho trampas en un partido de croquet que jugaba consigo misma, pues a esta 
curiosa criatura le gustaba mucho comportarse como si fuera dos personas a la vez. 
«¡Pero de nada me serviría ahora comportarme como si fuera dos personas!», pensó la 
pobre Alicia. «¡Cuando ya se me hace bastante difícil ser una sola persona como Dios 
manda!» 
Poco después, su mirada se posó en una cajita de cristal que había debajo de la 
mesa. La abrió y encontró dentro un diminuto pastelillo, en que se leía la palabra 
«CÓMEME», deliciosamente escrita con grosella. «Bueno, me lo comeré», se dijo 
Alicia, «y si me hace crecer, podré coger la llave, y, si me hace toda deslizarme por 
debajo de la puerta. De un modo o de otro entraré en el jardín, y eso es lo que 
importa.» Dio un mordisquito y se preguntó nerviosísima: «¿Hacia dónde? ¿Hacia 
dónde?» 
Al mismo tiempo, se llevó una mano a la cabeza para notar en qué dirección se 
iniciaba el cambio, y quedó muy sorprendida al advertir que seguía con el mismo 
tamaño. En realidad, esto es lo que sucede normalmente cuando se da un mordisco a 
un pastel, pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a que todo lo que le sucedía fuera 
extraordinario, que le pareció muy aburrido y muy tonto que la vida discurriese por 
cauces normales. Así pues pasó a la acción, y en un santiamén dio buena cuenta del 
pastelito. 
	
	
 
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II. EL CHARCO DE LÁGRIMAS 
	
—¡Curiorífico y curiorífico! —exclamó Alicia (estaba tan sorprendida, que por un 
momento se olvidó hasta de hablar correctamente)—. ¡Ahora me estoy estirando como 
el telescopio más largo que haya existido jamás! ¡Adiós, pies! —gritó, porque cuando 
miró hacia abajo vio que sus pies quedaban ya tan lejos que parecía fuera a perderlos 
de vista—. ¡Oh, mis pobrecitos pies! ¡Me pregunto quién os pondrá ahora vuestros 
zapatos y vuestros calcetines! ¡Seguro que yo no podré hacerlo! Voy a estar demasiado 
lejos para ocuparme personalmente de vosotros: tendréis que arreglároslas como 
podáis... Pero voy a tener que ser amable con ellos —pensó Alicia—, ¡o a lo mejor no 
querrán llevarme en la dirección en que yo quiera ir! Veamos: les regalaré un par de 
zapatos nuevos todas las Navidades. 
Y siguió planeando cómo iba a llevarlo a cabo: 
—Tendrán que ir por correo. ¡Y qué gracioso será esto de mandarse regalos a los 
propios pies! ¡Y qué chocante va a resultar la dirección! 
Al Sr. Pie Derecho de Alicia 
Alfombra de la Chimenea, junto al Guardafuegos 
(con un abrazo de Alicia). 
¡Dios mío, qué tonterías tan grandes estoy diciendo! 
Justo en este momento, su cabeza chocó con el techo de la sala: en efecto, ahora 
medía más de dos metros. Cogió rápidamente la llavecita de oro y corrió hacia la 
puerta del jardín. 
¡Pobre Alicia! Lo máximo que podía hacer era echarse de lado en el suelo y mirar 
el jardín con un solo ojo; entrar en él era ahora más difícil que nunca. 
Se sentó en el suelo y volvió a llorar. 
—¡Debería darte vergüenza! —dijo Alicia—. ¡Una niña tan grande como tú (ahora sí 
que podía decirlo) y ponerse a llorar de este modo! ¡Para inmediatamente! 
Pero siguió llorando como si tal cosa, vertiendo litros de lágrimas, hasta que se 
formó un verdadero charco a su alrededor, de unos diez centímetros de profundidad y 
que cubría la mitad del suelo de la sala. 
Al poco rato oyó un ruidito de pisadas a lo lejos, y se secó rápidamente los ojos 
para ver quién llegaba. 
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Era el Conejo Blanco que volvía, espléndidamente vestido, con un par de guantes 
blancos de cabritilla en una mano y un gran abanico en la otra. Se acercaba trotando a 
toda prisa, mientras rezongaba para sí: 
—¡Oh! ¡La Duquesa, la Duquesa! ¡Cómo se pondrá si la hago esperar! 
Alicia se sentía tan desesperada que estaba dis puesta a pedir socorro a 
cualquiera. Así pues, cuando el Conejo estuvo cerca de ella, empezó a decirle 
tímidamente y en voz baja: 
—Por favor, señor... 
El Conejo se llevó un susto tremendo, dejó caer los guantes blancos de cabritilla y 
el abanico, y escapó a todo correr en la oscuridad. 
Alicia recogió el abanico y los guantes, Y, como en el vestíbulo hacía mucho calor, 
estuvo abanicándose todo el tiempo mientras se decía: 
—¡Dios mío! ¡Qué cosas tan extrañas pasan hoy! Y ayer todo pasaba como de 
costumbre. Me pregunto si habré cambiado durante la noche. Veamos: ¿era yo la 
misma al levantarme esta mañana? Me parece que puedo recordar que me sentía un 
poco distinta. Pero, si no soy la misma, la siguiente pregunta es ¿quién demonios soy? 
¡Ah, este es el gran enigma! 
Y se puso a pensar en todas las niñas que conocía y que tenían su misma edad, 
para ver si podía haberse transformado en una de ellas. 
—Estoy segura de no ser Ada —dijo—, porque su pelo cae en grandes rizos, y el 
mío no tiene ni medio rizo. Y estoy segura de que no puedo ser Mabel, porque yo sémuchísimas cosas, y ella, oh, ¡ella sabe poquísimas! Además, ella es ella, y yo soy yo, 
y... ¡Dios mío, qué rompecabezas! Voy a ver si sé todas las cosas que antes sabía. 
Veamos: cuatro por cinco doce, y cuatro por seis trece, y cuatro por siete... ¡Dios mío! 
¡Así no llegaré nunca a veinte! De todos modos, la tabla de multiplicar no significa 
nada. Probemos con la geografía. Londres es la capital de París, y París es la capital de 
Roma, y Roma... No, lo he dicho todo mal, estoy segura. ¡Me debo haber convertido 
en Mabel! Probaré, por ejemplo el de la industriosa abeja. 
Cruzó las manos sobre el regazo y notó que la voz le salía ronca y extraña y las 
palabras no eran las que deberían ser: 
¡Ves como el industrioso cocodrilo 
Aprovecha su lustrosa cola 
Y derrama las aguas del Nilo 
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¡Con que alegría muestra sus dientes 
Con que cuidado dispone sus uñas 
Y se dedica a invitar a los pececillos 
Para que entren en sus sonrientes mandíbulas! 
¡Estoy segura que ésas no son las palabras! Y a la pobre Alicia se le llenaron otra 
vez los ojos de lágrimas. 
—¡Seguro que soy Mabel! Y tendré que ir a vivir a aquella casucha horrible, y casi 
no tendré juguetes para jugar, y ¡tantas lecciones que aprender! No, estoy 
completamente decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí! De nada servirá que 
asomen sus cabezas por el pozo y me digan: «¡Vuelve a salir, cariño!» Me limitaré a 
mirar hacia arriba y a decir: «¿Quién soy ahora, veamos? Decidme esto primero, y 
después, si me gusta ser esa persona, volveré a subir. Si no me gusta, me quedaré 
aquí abajo hasta que sea alguien distinto...» Pero, Dios mío —exclamó Alicia, hecha un 
mar de lágrimas—, ¡cómo me gustaría que asomaran de veras sus cabezas por el pozo! 
¡Estoy tan cansada de estar sola aquí abajo! 
Al decir estas palabras, su mirada se fijó en sus manos, y vio con sorpresa que 
mientras hablaba se había puesto uno de los pequeños guantes blancos de cabritilla 
del Conejo. 
—¿Cómo he podido hacerlo? —se preguntó—. Tengo que haberme encogido otra 
vez. 
Se levantó y se acercó a la mesa para comprobar su medida. Y descubrió que, 
según sus conjeturas, ahora no medía más de sesenta centímetros, y seguía 
achicándose rápidamente. Se dio cuenta en seguida de que la causa de todo era el 
abanico que tenía en la mano, y lo soltó a toda prisa, justo a tiempo para no llegar a 
desaparecer del todo. 
—¡De buena me he librado ! —dijo Alicia, bastante asustada por aquel cambio 
inesperado, pero muy contenta de verse sana y salva—. ¡Y ahora al jardín! 
Y echó a correr hacia la puertecilla. Pero, ¡ay!, la puertecita volvía a estar cerrada y 
la llave de oro seguía como antes sobre la mesa de cristal. «¡Las cosas están peor que 
nunca!», pensó la pobre Alicia. «¡Porque nunca había sido tan pequeña como ahora, 
nunca! ¡Y declaro que la situación se está poniendo imposible!» 
Mientras decía estas palabras, le resbaló un pie, y un segundo más tarde, ¡chap!, 
estaba hundida hasta el cuello en agua salada. Lo primero que se le ocurrió fue que se 
había caído de alguna manera en el mar. 
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«Y en este caso podré volver a casa en tren», se dijo. 
(Alicia había ido a la playa una sola vez en su vida, y había llegado a la conclusión 
general de que, fuera uno a donde fuera, la costa inglesa estaba siempre llena de 
casetas de baño, niños jugando con palas en la arena, después una hilera de casas y 
detrás una estación de ferrocarril.) Sin embargo, pronto comprendió que estaba en el 
charco de lágrimas que había derramado cuando medía casi tres metros de estatura. 
—¡Ojalá no hubiera llorado tanto! —dijo Alicia, mientras nadaba a su alrededor, 
intentando encontrar la salida—. ¡Supongo que ahora recibiré el castigo y moriré 
ahogada en mis propias lágrimas! ¡Será de veras una cosa extraña! Pero todo es 
extraño hoy. 
En este momento oyó que alguien chapoteaba en el charco, no muy lejos de ella, y 
nadó hacia allí para ver quién era. Al principio creyó que se trataba de una morsa o un 
hipopótamo, pero después se acordó de lo pequeña que era ahora, y comprendió que 
sólo era un ratón que había caído en el charco como ella. 
—¿Servirá de algo ahora —se preguntó Alicia— dirigir la palabra a este ratón? 
Todo es tan extraordinario aquí abajo, que no me sorprendería nada que pudiera 
hablar. De todos modos, nada se pierde por intentarlo. —Así pues, Alicia empezó a 
decirle—: Oh, Ratón, ¿sabe usted cómo salir de este charco? ¡Estoy muy cansada de 
andar nadando de un lado a otro, oh, Ratón! 
Alicia pensó que éste sería el modo correcto de dirigirse a un ratón; nunca se había 
visto antes en una situación parecida, pero recordó haber leído en la Gramática Latina 
de su hermano «El ratón – del ratón - al ratón - para el ratón - ¡oh, ratón!» El Ratón la 
miró atentamente, y a Alicia le pareció que le guiñaba uno de sus ojillos, pero no dijo 
nada. «Quizá no sepa hablar inglés», pensó Alicia. «Puede ser un ratón francés, que 
llegó hasta aquí con Guillermo el Conquistador.» (Porque a pesar de todos sus 
conocimientos de historia, Alicia no tenía una idea muy clara de cuánto tiempo atrás 
habían tenido lugar algunas cosas.) Siguió pues: 
—Où est ma chatte? 
Era la primera frase de su libro de francés. El Ratón dio un salto inesperado fuera 
del agua y empezó a temblar de pies a cabeza. 
—¡Oh, le ruego que me perdone! —gritó Alicia apresuradamente, temiendo haber 
herido los sentimientos del pobre animal—. Olvidé que a usted no le gustan los gatos. 
—¡No me gustan los gatos! —exclamó el Ratón en voz aguda y apasionada—. ¿Te 
gustarían a ti los gatos si tú fueses yo? 
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—Bueno, 
puede que no —dijo Alicia en tono conciliador—. No se enfade por esto. Y, sin 
embargo, me gustaría poder enseñarle a nuestra gata Dina. Bastaría que usted la viera 
para que empezaran a gustarle los gatos. Es tan bonita y tan suave —siguió Alicia, 
hablando casi para sí misma, mientras nadaba perezosa por el charco—, y ronronea tan 
dulcemente junto al fuego, lamiéndose las patitas y lavándose la cara... y es tan 
agradable tenerla en brazos... y es tan hábil cazando ratones... ¡Oh, perdóneme, por 
favor! —gritó de nuevo Alicia, porque esta vez al Ratón se le habían puesto todos los 
pelos de punta y tenía que estar enfadado de veras—. No hablaremos más de Dina, si 
usted no quiere. 
—¡Hablaremos dices! —chilló el Ratón, que estaba temblando hasta la mismísima 
punta de la cola—.¡Como si yo fuera a hablar de semejante tema! Nuestra familia ha 
odiado siempre a los gatos: ¡bichos asquerosos, despreciables, vulgares! ¡Que no 
vuelva a oír yo esta palabra! 
—¡No la volveré a pronunciar! —dijo Alicia, apresurándose a cambiar el tema de la 
conversación—.¿Es usted... es usted amigo... de... de los perros? 
El Ratón no dijo nada y Alicia siguió diciendo atropelladamente—: Hay cerca de 
casa un perrito tan mono que me gustaría que lo conociera. Un pequeño terrier de 
ojillos brillantes, sabe, con el pelo largo, rizado, castaño. Y si le tiras un palo, va y lo 
trae, y se sienta sobre dos patas para pedir la comida, y muchas cosas más... no me 
acuerdo ni de la mitad... Y es de un granjero, sabe, y el granjero dice que es un pe rro 
tan útil que no lo vendería ni por cien libras. Dicque mata todas las ratas y... ¡Dios mío! 
—exclamó Alicia trastornada—. ¡Temo que lo he ofendido otra vez! 
Porque el Ratón se alejaba de ella nadando con todas sus fuerzas, y organizaba 
una auténtica tempestad en la charca con su violento chapoteo. Alicia lo llamó 
dulcemente mientras nadaba tras él: 
—¡Ratoncito querido! ¡vuelve atrás, y no hablaremos más de gatos ni de perros, 
puesto que no te gustan! 
Cuando el Ratón oyó estas palabras, dio media vuelta y nadó lentamente hacia 
ella: tenía la cara pálida (de emoción, pensó Alicia) y dijo con vocecita temblorosa: 
—Vamos a la orilla, y allí te contaré mi historia, y entonces comprenderás por qué 
odio a los gatos y a los perros. 
Ya era hora de salir de allí, pues la charca se iba llenando más y más de los pájaros 
y animalesque habían caído en ella: había un pato y un dodo, un loro y un aguilucho y 
otras curiosas criaturas. Alicia abrió la marcha y todo el grupo nadó hacia la orilla. 
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III. UNA CARRERA LOCA Y UNA LARGA HISTORIA 
	
El grupo que se reunió en la orilla tenía un aspecto realmente extraño: los pájaros 
con las plumas sucias, los otros animales con el pelo pegado al cuerpo, y todos 
calados hasta los huesos, malhumorados e incómodos. 
Lo primero era, naturalmente, discurrir el modo de secarse: lo discutieron entre 
ellos, y a los pocos minutos a Alicia le parecía de lo más natural encontrarse en aquella 
reunión y hablar familiarmente con los animales, como si los conociera de toda la vida. 
Sostuvo incluso una larga discusión con el Loro, que terminó poniéndose muy 
tozudo y sin querer decir otra cosa que «soy más viejo que tú, y tengo que sa berlo 
mejor». Y como Alicia se negó a darse por vencida sin saber antes la edad del Loro, y 
el Loro se negó rotundamente a confesar su edad, ahí acabó la conversación. 
Por fin el Ratón, que parecía gozar de cierta autoridad dentro del grupo, les gritó: 
—¡Sentaos todos y escuchadme! ¡Os aseguro que voy a dejaros secos en un 
santiamén! 
Todos se sentaron pues, formando un amplio círcu lo, con el Ratón en medio. 
Alicia mantenía los ojos ansiosamente fijos en él, porque estaba segura de que iba 
a pescar un resfriado si no se secaba en seguida. 
—¡Ejem! —carraspeó el Ratón con aires de importancia—, ¿Estáis preparados? 
Ésta es la historia más árida y por tanto más seca que conozco. ¡Silencio todos, por 
favor! «Guillermo el Conquistador, cuya causa era apoyada por el Papa, fue aceptado 
muy pronto por los ingleses, que necesitaban un jefe y estaban desde hacía tiempo 
acostumbrados a usurpaciones y conquistas. Edwindo Y Morcaro, duques de Mercia y 
Northumbría...» 
—¡Uf! —graznó el Loro, con un escalofrío. 
—Con perdón —dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero con mucha cortesía—. 
¿Decía usted algo? 
—¡Yo no! —se apresuró a responder el Loro. 
—Pues me lo había parecido —dijo el Ratón—. 
Continúo. «Edwindo y Morcaro, duques de Mercia y Northumbría, se pusieron a su 
favor, e incluso Stigandio, el patriótico arzobispo de Canterbury, lo encontró 
conveniente...» 
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—¿Encontró qué? —preguntó el Pato. 
—Encontrólo —repuso el Ratón un poco enfadado—. Desde luego, usted sabe lo 
que lo quiere decir. 
—¡Claro que sé lo que quiere decir! —refunfuñó el Pato—. Cuando yo encuentro 
algo es casi siempre una rana o un gusano. Lo que quiero saber es qué fue lo que 
encontró el arzobispo. 
El Ratón hizo como si no hubiera oído esta pregunta y se apresuró a continuar con 
su historia: 
—«Lo encontró conveniente y decidió ir con Edgardo Athelingo al encuentro de 
Guillermo y ofrecerle la corona. Guillermo actuó al principio con moderación. 
Pero la insolencia de sus normandos...» ¿Cómo te sientes ahora, querida? —
continuó, dirigiéndose a Alicia. 
—Tan mojada como al principio —dijo Alicia en tono melancólico—. Esta historia 
es muy seca, pero parece que a mi no me seca nada. 
—En este caso —dijo solemnemente el Dodo, mientras se ponía en pie—, 
propongo que se abra un receso en la sesión y que pasemos a la adopción inmediata 
de remedios más radicales... 
—¡Habla en cristiano! —protestó el Aguilucho— No sé lo que quieren decir ni la 
mitad de estas palabras altisonantes, y es más, ¡creo que tampoco tú sabes lo que 
significan! 
Y el Aguilucho bajó la cabeza para ocultar una sonrisa; algunos de los otros pájaros 
rieron sin disimulo. 
—Lo que yo iba a decir —siguió el Dodo en tono ofendido— es que el mejor 
modo para secarnos sería una Carrera Loca. 
—¿Qué es una Carrera Loca? —preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas 
de averiguarlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, como esperando que 
alguien dijera algo, y nadie parecía dispuesto a decir nada. 
—Bueno, la mejor manera de explicarlo es hacerlo. 
(Y por si alguno de vosotros quiere hacer también una Carrera Loca cualquier día 
de invierno, voy a contaros cómo la organizó el Dodo.) 
Primero trazó una pista para la carrera, más o menos en círculo («la forma exacta 
no tiene importancia», dijo) y después todo el grupo se fue colocando aquí y allá a lo 
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largo de la pista. No hubo el «A la una, a las dos, a las tres, ya», sino que todos 
empezaron a correr cuando quisieron, y cada uno paró cuando quiso, de modo que no 
era fácil saber cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando llevaban corriendo 
más o menos media hora, y volvían a estar ya secos, el Dodo gritó súbitamente: 
—¡La carrera ha terminado! 
Y todos se agruparon jadeantes a su alrededor, preguntando: 
—¿Pero quién ha ganado? 
El Dodo no podía contestar a esta pregunta sin entregarse antes a largas 
cavilaciones, y estuvo largo rato reflexionando con un dedo apoyado en la frente (la 
postura en que aparecen casi siempre retratados los pensadores), mientras los demás 
esperaban en silencio. Por fin el Dodo dijo: 
—Todos hemos ganado, y todos tenemos que recibir un premio. 
—¿Pero quién dará los premios? —preguntó un coro de voces. 
—Pues ella, naturalmente —dijo el Dodo, señalando a Alicia con el dedo. 
Y todo el grupo se agolpó alrededor de Alicia, gri tando como locos: 
—¡Premios! ¡Premios! 
Alicia no sabía qué hacer, y se metió desesperada una mano en el bolsillo, y 
encontró una caja de confites (por suerte el agua salada no había entrado dentro), y los 
repartió como premios. Había exactamente un confite para cada uno de ellos. 
—Pero ella también debe tener un premio —dijo el Ratón. 
—Claro que sí —aprobó el Dodo con gravedad, y, dirigiéndose a Alicia, 
preguntó—: ¿Qué más tienes en el bolsillo? 
—Sólo un dedal —dijo Alicia. 
—Venga el dedal —dijo el Dodo. 
Y entonces todos la rodearon una vez más, mientras el Dodo le ofrecía 
solemnemente el dedal con las palabras: 
—Os rogamos que aceptéis este elegante dedal. 
Y después de este cortísimo discurso, todos aplau dieron con entusiasmo. 
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Alicia pensó que todo esto era muy absurdo, pero los demás parecían tomarlo tan 
en serio que no se atrevió a reír, y, como tampoco se le ocurría nada que decir, se 
limitó a hacer una reverencia, y a coger el dedal, con el aire más solemne que pudo. 
Había llegado el momento de comerse los confites, lo que provocó bastante ruido 
y confusión, pues los pájaros grandes se quejaban de que sabían a poco, y los pájaros 
pequeños se atragantaban y había que darles palmaditas en la espalda. Sin embargo, 
por fin terminaron con los confites, y de nuevo se sentaron en círculo, y pidieron al 
Ratón que les contara otra historia. 
—Me prometiste contarme tu vida, ¿te acuerdas? —dijo Alicia—. Y por qué odias a 
los... G. y a los P. —añadió en un susurro, sin atreverse a nombrar a los gatos y a los 
perros por su nombre completo para no ofender al Ratón de nuevo. 
—¡Arrastro tras de mí una realidad muy larga y muy triste! —exclamó el Ratón, 
dirigiéndose a Alicia y dejando escapar un suspiro. 
—Desde luego, arrastras una cola larguísima —dijo Alicia, mientras echaba una 
mirada admirativa a la cola del Ratón—, pero ¿por qué dices que es triste? 
Y tan convencida estaba Alicia de que el Ratón se refería a su cola, que, cuando él 
empezó a hablar, la historia que contó tomó en la imaginación de Alicia una forma así: 
Cierta Furia dijo a un Ratón al que se encontró en su casa: ‘Vamos a ir juntos ante 
la Ley: Yo te acusaré, y tú te defenderás. 
¡Vamos! No admitiré más discusiones Hemos de tener un proceso, porque esta 
mañana no he tenido ninguna otra cosa que hacer.’ 
El Ratón respondió a la Furia: 
‘Ese pleito, señora no servirá si no tenemos juez y jurado, y no servirá más que 
para que nos gritemos uno a otro como una pareja de tontos’. 
Y replicó la Furia: 
‘Yo seré al mismo tiempo el juez y el jurado.’ 
Lo dijo taimadamente la vieja Furia. 
‘Yo seré la que diga todo lo que haya que decir, y también quien a muerte 
condene.’ 
—¡No me estás escuchando! —protestó el Ratón, dirigiéndosea Alicia—. ¿Dónde 
tienes la cabeza? 
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—Por favor, no te enfades —dijo Alicia con suavidad—. Si no me equivoco, ibas ya 
por la quinta vuelta. 
—¡Nada de eso! —chilló el Ratón—. ¿De qué vueltas hablas? ¡Te estás burlando de 
mí y sólo dices tonterías! 
Y el Ratón se levantó y se fue muy enfadado. 
—¡Ha sido sin querer! exclamó la pobre Alicia—.¡Pero tú te enfadas con tanta 
facilidad! 
El Ratón sólo respondió con un gruñido, mientras seguía alejándose. 
—¡Vuelve, por favor, y termina tu historia! —gritó Alicia tras él. 
Y los otros animales se unieron a ella y gritaron a coro: 
—¡Sí, vuelve, por favor! 
Pero el Ratón movió impaciente la cabeza y apresuró el paso. 
—¡Qué lástima que no se haya querido quedar! —suspiró el Loro, cuando el Ratón 
se hubo perdido de vista. 
Y una vieja Cangreja aprovechó la ocasión para decirle a su hija: 
—¡Ah, cariño! ¡Que te sirva de lección para no dejarte arrastrar nunca por tu mal 
genio! 
—¡Calla esa boca, mamá! —protestó con aspereza la Cangrejita—. ¡Eres capaz de 
acabar con la paciencia de una ostra! 
—¡Ojalá estuviera aquí Dina con nosotros! —dijo Alicia en voz alta, pero sin 
dirigirse a nadie en parti cular—. ¡Ella sí que nos traería al Ratón en un san tiamén! 
—¡Y quién es Dina, si se me permite la pregunta? —quiso saber el Loro. 
Alicia contestó con entusiasmo, porque siempre estaba dispuesta a hablar de su 
amiga favorita: 
—Dina es nuestra gata. ¡Y no podéis imaginar lo lista que es para cazar ratones! 
¡Una maravilla! ¡Y me gustaría que la vierais correr tras los pájaros! ¡Se zampa un 
pajarito en un abrir y cerrar de ojos! 
Estas palabras causaron una impresión terrible entre los animales que la rodeaban. 
Algunos pájaros se apresuraron a levantar el vuelo. Una vieja urraca se acurrucó bien 
entre sus plumas, mientras murmuraba: «No tengo más remedio que irme a casa; el 
frío de la noche no le sienta bien a mi garganta». Y un canario reunió a todos sus 
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pequeños, mientras les decía con una vocecilla temblorosa: «¡Vamos, queridos! ¡Es 
hora de que estéis todos en la cama!» Y así, con distintos pretextos, todos se fueron de 
allí, y en unos segundos Alicia se encontró completamente sola. 
—¡Ojalá no hubiera hablado de Dina! —se dijo en tono melancólico—. ¡Aquí 
abajo, mi gata no parece gustarle a nadie, y sin embargo estoy bien segura de que es 
la mejor gata del mundo! ¡Ay, mi Dina, mi querida Dina! ¡Me pregunto si volveré a 
verte alguna vez! 
Y la pobre Alicia se echó a llorar de nuevo, porque se sentía muy sola y muy 
deprimida. Al poco rato, sin embargo, volvió a oír un ruidito de pisadas a lo lejos y 
levantó la vista esperanzada, pensando que a lo mejor el Ratón había cambiado de 
idea y volvía atrás para terminar su historia. 
	
	
 
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IV. LA CASA DEL CONEJO 
	
Era el Conejo Blanco, que volvía con un trotecillo saltarín y miraba ansiosamente a 
su alrededor, como si hubiera perdido algo. Y Alicia oyó que murmuraba: 
—¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh, mis queridas patitas! ¡Oh, mi piel y mis bigotes ! 
¡Me hará ejecutar, tan seguro como que los grillos son grillos ! ¿Dónde demonios 
puedo haberlos dejado caer? ¿Dónde? ¿Dónde? 
Alicia comprendió al instante que estaba buscando el abanico y el par de guantes 
blancos de cabritilla, y llena de buena voluntad se puso también ella a buscar por 
todos lados, pero no encontró ni rastro de ellos. En realidad, todo parecía haber 
cambiado desde que ella cayó en el charco, y el vestíbulo con la mesa de cristal y la 
puertecilla habían desaparecido completamente. 
A los pocos instantes el Conejo descubrió la presencia de Alicia, que andaba 
buscando los guantes y el abanico de un lado a otro, y le gritó muy enfadado: 
—¡Cómo, Mary Ann, qué demonios estás haciendo aquí! Corre inmediatamente a 
casa y tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Aprisa! 
Alicia se llevó tal susto que salió corriendo en la dirección que el Conejo le 
señalaba, sin intentar ex plicarle que estaba equivocándose de persona. 
—¡Me ha confundido con su criada! —se dijo mientras corría—. ¡Vaya sorpresa se 
va a llevar cuando se entere de quién soy! Pero será mejor que le traiga su abanico y 
sus guantes... Bueno, si logro encontrarlos. 
Mientras decía estas palabras, llegó ante una linda casita, en cuya puerta brillaba 
una placa de bronce con el nombre «C. BLANCO» grabado en ella. Alicia entró sin 
llamar, y corrió escaleras arriba, con mucho miedo de encontrar a la verdadera Mary 
Ann y de que la echaran de la casa antes de que hubiera encontrado los guantes y el 
abanico. 
—¡Qué raro parece —se dijo Alicia eso de andar haciendo recados para un conejo! 
¡Supongo que después de esto Dina también me mandará a hacer sus recados! —Y 
empezó a imaginar lo que ocurriría en este caso: «¡Señorita Alicia, venga aquí 
inmediata mente y prepárese para salir de paseo!», diría la niñera, y ella tendría que 
contestar: «¡Voy en seguida! 
Ahora no puedo, porque tengo que vigilar esta ratonera hasta que vuelva Dina y 
cuidar de que no se escape ningún ratón»—. Claro que —siguió diciéndose Alicia—, si 
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a Dina le daba por empezar a darnos órdenes, no creo que parara mucho tiempo en 
nuestra casa. 
A todo esto, había conseguido llegar hasta un pequeño dormitorio, muy 
ordenado, con una mesa junto a la ventana, y sobre la mesa (como esperaba) un 
abanico y dos o tres pares de diminutos guantes blancos de cabritilla. Cogió el 
abanico y un par de guantes, y, estaba a punto de salir de la habitación, cuando su 
mirada cayó en una botellita que estaba al lado del espejo del tocador. Esta vez no 
había letrerito con la palabra «BÉBEME», pero de todos modos Alicia lo destapó y se 
lo llevó a los labios. 
—Estoy segura de que, si como o bebo algo, ocurrirá algo interesante —se dijo—. 
Y voy a ver qué pasa con esta botella. Espero que vuelva a hacerme crecer, porque en 
realidad, estoy bastante harta de ser una cosilla tan pequeñeja. 
¡Y vaya si la hizo crecer! ¡Mucho más aprisa de lo que imaginaba! Antes de que 
hubiera bebido la mitad del frasco, se encontró con que la cabeza le tocaba contra el 
techo y tuvo que doblarla para que no se le rompiera el cuello. Se apresuró a soltar la 
botella, mientras se decía: 
—¡Ya basta! Espero que no seguiré creciendo... De todos modos, no paso ya por 
la puerta... ¡Ojalá no hubiera bebido tan aprisa! 
¡Por desgracia, era demasiado tarde para pensar en ello! Siguió creciendo, y 
creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas en el suelo. Un minuto más 
tarde no le quedaba espacio ni para seguir arrodillada, y tuvo que intentar acomodarse 
echada en el suelo, con un codo contra la puerta y el otro brazo alrededor del cuello. 
Pero no paraba de crecer y, como último recurso, sacó un brazo por la ventana y metió 
un pie por la chimenea, mientras se decía: 
—Ahora no puedo hacer nada más, pase lo que pase. ¿Qué va a ser de mí? 
Por suerte la botellita mágica había producido ya todo su efecto, y Alicia dejó de 
crecer. De todos modos, se sentía incómoda y, como no parecía haber posibilidad 
alguna de volver a salir nunca de aquella habitación, no es de extrañar que se sintiera 
también muy desgraciada. 
—Era mucho más agradable estar en mi casa —pensó la pobre Alicia—. Allí, al 
menos, no me pasaba el tiempo creciendo y disminuyendo de tamaño, y recibiendo 
órdenes de ratones y conejos. Casi preferiría no haberme metido en la madriguera del 
Conejo... Y, sin embargo, pese a todo, ¡no se puede negar que este género de vida 
resulta interesante! ¡Yo misma me pregunto qué puede haberme sucedido! Cuando 
leía cuentos de hadas, nunca creí que estas cosas pudieran ocurrir en la realidad, ¡y 
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aquí me tenéis metida hasta el cuello en una aventura de éstas! Creo que debiera 
escribirse un libro sobre mí, sí, señor. Y cuando sea mayor, yo misma lo escribiré... Pero 
ya no puedo ser mayor de lo que soy ahora —añadió con voz lúgubre—. Al menos, no 
me queda sitio para hacerme mayor mientras esté metida aquí dentro. 
Pero entonces, ¿es que nunca me harémayor de lo que soy ahora? Por una parte, 
esto sería una ventaja, no llegaría nunca a ser una vieja, pero por otra parte ¡tener 
siempre lecciones que aprender! ¡Vaya lata! 
¡Eso si que no me gustaría nada! ¡Pero qué tonta eres, Alicia! —se rebatió a sí 
misma—. ¿Cómo vas a poder estudiar lecciones metida aquí dentro? Apenas si hay 
sitio para ti, ¡Y desde luego no queda ni un rinconcito para libros de texto! Y así siguió 
discurseando un buen rato, unas veces en un sentido y otras llevándose a sí misma la 
contraria, manteniendo en definitiva una conversación muy seria, como si se tratara de 
dos personas. 
Hasta que oyó una voz fuera de la casa, y dejó de discutir consigo misma para 
escuchar. 
—¡Mary Ann! ¡Mary Ann! —decía la voz—. ¡Tráeme inmediatamente mis guantes! 
Después Alicia oyó un ruidito de pasos por la escalera. Comprendió que era el 
Conejo que subía en su busca y se echó a temblar con tal fuerza que sacudió toda la 
casa, olvidando que ahora era mil veces mayor que el Conejo Blanco y no había por 
tanto motivo alguno para tenerle miedo. 
Ahora el Conejo había llegado ante la puerta, e intentó abrirla, pero, como la 
puerta se abría hacia adentro y el codo de Alicia estaba fuertemente apoyado contra 
ella, no consiguió moverla. Alicia oyó que se decía para sí: 
—Pues entonces daré la vuelta y entraré por la ventana. 
—Eso sí que no —pensó Alicia. 
Y, después de esperar hasta que creyó oír al Conejo justo debajo de la ventana, 
abrió de repente la mano e hizo gesto de atrapar lo que estuviera a su alcance. No 
encontró nada, pero oyó un gritito entrecortado, algo que caía y un estrépito de 
cristales rotos, lo que le hizo suponer que el Conejo se había caído sobre un 
invernadero o algo por el estilo. Después se oyó una voz muy enfadada, que era la del 
Conejo: 
—¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? 
Y otra voz, que Alicia no había oído hasta entonces: 
 22 
—¡Aquí estoy, señor! ¡Cavando en busca de manzanas, con permiso del señor! 
—¡Tenías que estar precisamente cavando en busca de manzanas! —replicó el 
Conejo muy irritado—. ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Y ayúdame a salir de esto! 
Hubo más ruido de cristales rotos. 
—Y ahora dime, Pat, ¿qué es eso que hay en la ventana? 
—Seguro que es un brazo, señor —(y pronunciaba «brasso»). 
—¿Un brazo, majadero? ¿Quién ha visto nunca un brazo de este tamaño? ¡Pero si 
llena toda la ventana! 
—Seguro que la llena, señor. ¡Y sin embargo es un brazo! 
—Bueno, sea lo que sea no tiene por que estar en mi ventana. ¡Ve y quítalo de ahí! 
Siguió un largo silencio, y Alicia sólo pudo oír breves cuchicheos de vez en cuando, 
como «¡Seguro que esto no me gusta nada, señor, lo que se dice nada!» y «¡Haz de 
una vez lo que te digo, cobarde!» Por último, Alicia volvió a abrir la mano y a moverla 
en el aire como si quisiera atrapar algo. Esta vez hubo dos grititos entrecortados y más 
ruido de cristales rotos. 
«¡Cuántos invernaderos de cristal debe de haber ahí abajo!», pensó Alicia. «¡Me 
pregunto qué harán ahora! Si se trata de sacarme por la ventana, ojalá pudieran 
lograrlo. No tengo ningunas ganas de seguir mucho rato encerrada aquí dentro.» 
Esperó unos minutos sin oír nada más. Por fin escuchó el rechinar de las ruedas de una 
carretilla y el sonido de muchas voces que hablaban todas a la vez. Pudo entender 
algunas pala- bras: «¿Dónde está la otra escalera?... A mí sólo me dijeron que trajera 
una; la otra la tendrá Bill... ¡Bill! ¡Trae la escalera aquí, muchacho!... Aquí, ponedlas en 
esta esquina... No, primero átalas la una a la otra... Así no llegarán ni a la mitad... Claro 
que llegarán, no seas pesado... ¡Ven aquí, Bill, agárrate a esta cuerda!... ¿Aguantará 
este peso el tejado?... ¡Cuidado con esta teja suelta!... ¡Eh, que se cae! ¡Cuidado con la 
cabeza!» 
Aquí se oyó una fuerte caída. «Vaya, ¿quién ha si- do?... Creo que ha sido Bill... 
¿Quién va a bajar por la chimenea?... ¿Yo? Nanay. ¡Baja tú!... ¡Ni hablar! Tiene que 
bajar Bill... ¡Ven aquí, Bill! ¡El amo dice que tienes que bajar por la chimenea!» 
—¡Vaya! ¿Conque es Bill el que tiene que bajar por la chimenea? se dijo Alicia—. 
¡Parece que todo se lo cargan a Bill! No me gustaría estar en su pellejo; desde luego 
esta chimenea es estrecha, pero me parece que podré dar algún puntapié por ella. 
 23 
Alicia hundió el pie todo lo que pudo dentro de la chimenea, y esperó hasta oír 
que la bestezuela (no podía saber de qué tipo de animal se trataba) escarbaba y 
arañaba dentro de la chimenea, justo encima de ella. Entonces, mientras se decía a sí 
misma: 
«¡Aquí está Bill! », dio una fuerte patada, y esperó a ver qué pasaba a continuación. 
Lo primero que oyó fue un coro de voces que gritaban a una: «¡Ahí va Bill!», y 
después la voz del Conejo sola: «¡Cogedlo! ¡Eh! ¡Los que estáis junto a la valla!» Siguió 
un silencio y una nueva avalancha de voces: «Levantadle la cabeza... Venga un trago... 
Sin que se ahogue... ¿Qué ha pasado, amigo? ¡Cuéntanoslo todo!» 
Por fin se oyó una vocecita débil y aguda, que Alicia supuso sería la voz de Bill: 
—Bueno, casi no sé nada... No quiero más coñac, gracias, ya me siento mejor... 
Estoy tan aturdido que no sé qué decir... Lo único que recuerdo es que algo me 
golpeó rudamente, ¡y salí por los aires como el muñeco de una caja de sorpresas! 
—¡Desde luego, amigo! ¡Eso ya lo hemos visto! —dijeron los otros. 
—¡Tenemos que quemar la casa! —dijo la voz del Conejo. 
Y Alicia gritó con todas sus fuerzas: 
—¡Si lo hacéis, lanzaré a Dina contra vosotros! 
Se hizo inmediatamente un silencio de muerte, y Alicia pensó para sí: 
—Me pregunto qué van a hacer ahora. Si tuvieran una pizca de sentido común, 
levantarían el tejado. 
Después de uno o dos minutos se pusieron una vez más todos en movimiento, y 
Alicia oyó que el Conejo decía: 
—Con una carretada tendremos bastante para empezar. 
—¿Una carretada de qué? —pensó Alicia. 
Y no tuvo que esperar mucho para averiguarlo, pues un instante después una 
granizada de piedrecillas entró disparada por la ventana, y algunas le dieron en plena 
cara. 
—Ahora mismo voy a acabar con esto —se dijo 
Alicia para sus adentros, y añadió en alta voz—: ¡Será mejor que no lo repitáis! 
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Estas palabras produjeron otro silencio de muer te. Alicia advirtió, con cierta 
sorpresa, que las piedrecillas se estaban transformando en pastas de té, allí en el 
suelo, y una brillante idea acudió de inmediato a su cabeza. 
«Si como una de estas pastas», pensó, «seguro que producirá algún cambio en mi 
estatura. Y, como no existe posibilidad alguna de que me haga todavía mayor, 
supongo que tendré que hacerme forzosamente más pequeña.» 
Se comió, pues, una de las pastas, y vio con alegría que empezaba a disminuir 
inmediatamente de tamaño. En cuanto fue lo bastante pequeña para pasar por la 
puerta, corrió fuera de la casa, y se encontró con un grupo bastante numeroso de 
animalillos y pájaros que la esperaban. Una lagartija, Bill, estaba en el centro, sostenido 
por dos conejillos de indias, que le daban a beber algo de una botella. En el momento 
en que apareció Alicia, todos se abalanzaron sobre ella. Pero Alicia echó a correr con 
todas sus fuerzas, y pronto se encontró a salvo en un espeso bosque. 
—Lo primero que ahora tengo que hacer —se dijo 
Alicia, mientras vagaba por el bosque —es crecer has ta volver a recuperar mi 
estatura. Y lo segundo es encontrar la manera de entrar en aquel precioso jardín. Me 
parece que éste es el mejor plan de acción. Parecía, desde luego, un plan excelente, y 
expues to de un modo muy claro y muy simple. La única dificultad radicaba en que no 
tenía la menor idea de cómo llevarlo a cabo. Y, mientras miraba ansiosamente por 
entre los árboles, un pequeño ladrido que sonó justo encima de su cabeza la hizo mirar 
hacia arriba sobresaltada. 
Un enorme perrito la miraba desde arriba con sus grandes ojos muy abiertos y 
alagaba tímidamente una patita para tocarla. 
—¡Qué cosa tan bonita! —dijo Alicia, en tono muy cariñoso, e intentó sin éxito 
dedicarleun silbido, pero estaba también terriblemente asustada, porque pensaba 
que el cachorro podía estar hambriento, y, en este caso, lo más probable era que la 
devorara de un solo bocado, a pesar de todos sus mimos. 
Casi sin saber lo que hacía, cogió del suelo una ramita seca y la levantó hacia el 
perrito, y el perrito dio un salto con las cuatro patas en el aire, soltó un ladrido de 
satisfacción y se abalanzó sobre el palo en gesto de ataque. Entonces Alicia se 
escabulló rápidamente tras un gran cardo, para no ser arrollada, y, en cuanto apareció 
por el otro lado, el cachorro volvió a precipitarse contra el palo, con tanto entusiasmo 
que perdió el equilibrio y dio una voltereta. Entonces Alicia, pensando que aquello se 
parecía mucho a estar jugando con un caballo percherón y temiendo ser pisoteada en 
cualquier momento por sus patazas, volvió a refugiarse detrás del cardo. Entonces el 
cachorro inició una serie de ataques relámpago contra el palo, corriendo cada vez un 
 25 
poquito hacia adelante y un mucho hacia atrás, y ladrando roncamente todo el rato, 
hasta que por fin se sentó a cierta distancia, jadeante, la lengua colgándole fuera de la 
boca y los grandes ojos medio cerrados. 
Esto le pareció a Alicia una buena oportunidad para escapar. Así que se lanzó a 
correr, y corrió hasta el límite de sus fuerzas y hasta quedar sin aliento, y hasta que las 
ladridos del cachorro sonaron muy débiles en la distancia. 
—Y, a pesar de todo, ¡qué cachorrito tan mono era! —dijo Alicia, mientras se 
apoyaba contra una campanilla para descansar y se abanicaba con una de sus hojas—. 
¡Lo que me hubiera gustado enseñarle juegos, si... si hubiera tenido yo el tamaño 
adecuado para hacerlo! ¡Dios mío! ¡Casi se me había olvidado que tengo que crecer 
de nuevo! Veamos: ¿qué tengo que hacer para lograrlo? Supongo que tendría que 
comer o que beber alguna cosa, pero ¿qué? Éste es el gran dilema. 
Realmente el gran dilema era ¿qué? Alicia miró a su alrededor hacia las flores y 
hojas de hierba, pero no vio nada que tuviera aspecto de ser la cosa adecuada para ser 
comida o bebida en esas circunstancias. Allí cerca se erguía una gran seta, casi de la 
misma altura que Alicia. Y, cuando hubo mirado debajo de ella, y a ambos lados, y 
detrás, se le ocurrió que lo mejor sería mirar y ver lo que había encima. 
Se puso de puntillas, y miró por encima del borde de la seta, y sus ojos se 
encontraron de inmediato con los ojos de una gran oruga azul, que estaba sentada 
encima de la seta con los brazos cruzados, fumando tranquilamente una larga pipa y 
sin prestar la menor atención a Alicia ni a ninguna otra cosa. 
	
	
 
 26 
V. CONSEJOS DE UNA ORUGA 
	
La Oruga y Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio: por fin la Oruga se 
sacó la pipa de la boca, y se dirigió a la niña en voz lánguida y adormilada. 
—¿Quién eres tú? —dijo la Oruga. 
No era una forma demasiado alentadora de empezar una conversación. Alicia 
contestó un poco intimidada: 
—Apenas sé, señora, lo que soy en este momento... Sí sé quién era al levantarme 
esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces. 
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó la Oruga con severidad—. ¡A ver si te 
aclaras contigo misma! 
—Temo que no puedo aclarar nada conmigo misma, señora —dijo Alicia—, 
porque yo no soy yo misma, ya lo ve. 
—No veo nada —protestó la Oruga. 
—Temo que no podré explicarlo con más claridad —insistió Alicia con voz 
amable—, porque para empezar ni siquiera lo entiendo yo misma, y eso de cambiar 
tantas veces de estatura en un solo día resulta bastante desconcertante. 
—No resulta nada —replicó la Oruga. 
—Bueno, quizás usted no haya sentido hasta ahora nada parecido —dijo Alicia—, 
pero cuando se convierta en crisálida, cosa que ocurrirá cualquier día, y después en 
mariposa, me parece que todo le parecerá un poco raro, ¿no cree? 
—Ni pizca —declaró la Oruga. 
—Bueno, quizá los sentimientos de usted sean distintos a los míos, porque le 
aseguro que a mi me parecería muy raro. 
—¡A ti! —dijo la Oruga con desprecio—. ¿Quién eres tú? 
Con lo cual volvían al principio de la conversación. Alicia empezaba a sentirse 
molesta con la Oruga, por esas observaciones tan secas y cortantes, de modo que se 
puso tiesa como un rábano y le dijo con severidad: 
—Me parece que es usted la que debería decirme primero quién es. 
—¿Por qué? —inquirió la Oruga. 
 27 
Era otra pregunta difícil, y como a Alicia no se le ocurrió ninguna respuesta 
convincente y como la Oruga parecía seguir en un estado de ánimo de lo más 
antipático, la niña dio media vuelta para marcharse. 
—¡Ven aquí! —la llamó la Oruga a sus espaldas—. ¡Tengo algo importante que 
decirte! 
Estas palabras sonaban prometedoras, y Alicia dio otra media vuelta y volvió atrás. 
—¡Vigila este mal genio! —sentenció la Oruga. 
—¿Es eso todo? —preguntó Alicia, tragándose la rabia lo mejor que pudo. 
—No —dijo la Oruga. 
Alicia decidió que sería mejor esperar, ya que no tenía otra cosa que hacer, y ver si 
la Oruga decía por fin algo que mereciera la pena. Durante unos minutos la Oruga 
siguió fumando sin decir palabra, pero después abrió los brazos, volvió a sacarse la 
pipa de la boca y dijo: 
—Así que tú crees haber cambiado, ¿no? 
—Mucho me temo que si, señora. No me acuerdo de cosas que antes sabía muy 
bien, y no pasan diez minutos sin que cambie de tamaño. 
—¿No te acuerdas ¿de qué cosas? 
—Bueno, intenté recitar los versos de "Ved cómo la industriosa abeja... pero todo 
me salió distinto, completamente distinto y seguí hablando de cocodrilos". 
—Pues bien, haremos una cosa. 
—¿Que? 
—Recítame eso de "Ha envejecido, Padre Guillermo..." —Ordenó la Oruga. 
Alicia cruzó los brazos y empezó a recitar el poema: 
"Ha envejecido, Padre Guillermo," dijo el chico, 
"Y su pelo está lleno de canas; 
Sin embargo siempre hace el pino— 
¿Con sus años aún tiene las ganas? 
"Cuando joven," dijo Padre Guillermo a su hijo, 
"No quería dañarme el coco; 
 28 
Pero ya no me da ningún miedo, 
Que de mis sesos me queda muy poco." 
"Ha envejecido," dijo el muchacho, 
"Como ya se ha dicho; 
Sin embargo entró capotando— 
¿Como aún puede andar como un bicho? 
"Cuando joven," dijo el sabio, meneando su pelo blanco, 
"Me mantenía el cuerpo muy ágil 
Con ayuda medicinal y, si puedo ser franco, 
Debes probarlo para no acabar débil." 
"Ha envejecido," dijo el chico, "y tiene los dientes inútiles 
para más que agua y vino; 
Pero zampó el ganso hasta los huesos frágiles— 
A ver, señor, ¿que es el tino?" 
Cuando joven," dijo su padre, "me empeñé en ser abogado, 
Y discutía la ley con mi esposa; 
Y por eso, toda mi vida me ha durado 
Una mandíbula muy fuerte y musculosa." 
"Ha envejecido y sería muy raro," dijo el chico, 
"Si aún tuviera la vista perfecta; 
¿Pues cómo hizo bailar en su pico 
Esta anguila de forma tan recta?" 
"Tres preguntas ya has posado, 
Y a ninguna más contestaré. 
Si no te vas ahora mismo, 
¡Vaya golpe que te pegaré! 
 29 
—Eso no está bien —dijo la Oruga. 
—No, me temo que no está del todo bien —reconoció Alicia con timidez—. 
Algunas palabras tal vez me han salido revueltas. 
—Está mal de cabo a rabo— sentenció la Oruga en tono implacable, y siguió un 
silencio de varios minutos. 
La Oruga fue la primera en hablar. 
¿Qué tamaño te gustaría tener? —le preguntó. 
—No soy difícil en asunto de tamaños —se apresuró a contestar Alicia—. Sólo que 
no es agradable estar cambiando tan a menudo, sabe. 
—No sé nada —dijo la Oruga. Alicia no contestó. Nunca en toda su vida le habían 
llevado tanto la contraria, y sintió que se le estaba acabando la paciencia. 
—¿Estás contenta con tu tamaño actual? —preguntó la Oruga. 
—Bueno, me gustaría ser un poco más alta, si a usted no le importa. ¡Siete 
centímetros es una estatura tan insignificante! 
¡Es una estatura perfecta! —dijo la Oruga muy enfadada, irguiéndose cuan larga 
era (medía exactamente siete centímetros). 
—¡Pero yo no estoy acostumbrada a medir sietecentímetros! se lamentó la pobre 
Alicia con voz lastimera, mientras pensaba para sus adentros: «¡Ojalá estas criaturas no 
se ofendieran tan fácilmente!» 
—Ya te irás acostumbrando —dijo la Oruga, y volvió a meterse la pipa en la boca y 
empezó otra vez a fumar. 
Esta vez Alicia esperó pacientemente a que se decidiera a hablar de nuevo. Al 
cabo de uno o dos minutos la Oruga se sacó la pipa de la boca, dio unos bostezos y se 
desperezó. Después bajó de la seta y empezó a deslizarse por la hierba, al tiempo que 
decía: 
—Un lado te hará crecer, y el otro lado te hará disminuir. 
—Un lado ¿de qué? El otro lado ¿de que? —se dijo Alicia para sus adentros. 
—De la seta —dijo la Oruga, como si la niña se lo hubiera preguntado en voz alta. 
Y al cabo de unos instantes se perdió de vista. 
 30 
Alicia se quedó un rato contemplando pensativa la seta, en un intento de descubrir 
cuáles serían sus dos lados, y, como era perfectamente redonda, el problema no 
resultaba nada fácil. Así pues, extendió los brazos todo lo que pudo alrededor de la 
seta y arrancó con cada mano un pedacito. 
—Y ahora —se dijo—, ¿cuál será cuál? 
Dio un mordisquito al pedazo de la mano derecha para ver el efecto y al instante 
sintió un rudo golpe en la barbilla. ¡La barbilla le había chocado con los pies! 
Se asustó mucho con este cambio tan repentino, pero comprendió que estaba 
disminuyendo rápidamente de tamaño, que no había por tanto tiempo que perder y 
que debía apresurarse a morder el otro pedazo. Tenía la mandíbula tan apretada 
contra los pies que resultaba difícil abrir la boca, pero lo consiguió al fin, y pudo tragar 
un trocito del pedazo de seta que tenía en la mano izquierda. 
«¡Vaya, por fin tengo libre la cabeza!», se dijo Alicia con alivio, pero el alivio se 
transformó inmediatamente en alarma, al advertir que había perdido de vista sus 
propios hombros: todo lo que podía ver, al mirar hacia abajo, era un larguísimo pedazo 
de cuello, que parecía brotar como un tallo del mar de hojas verdes que se extendía 
muy por debajo de ella. 
—¿Qué puede ser todo este verde? —dijo Alicia—. ¿Y dónde se habrán marchado 
mis hombros? Y, oh mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo veros? 
Mientras hablaba movía las manos, pero no pareció conseguir ningún resultado, 
salvo un ligero estremecimiento que agitó aquella verde hojarasca distante. 
Como no había modo de que sus manos subieran hasta su cabeza, decidió bajar la 
cabeza hasta las manos, y descubrió con entusiasmo que su cuello se doblaba con 
mucha facilidad en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de lograr que su 
cabeza descendiera por el aire en un gracioso zigzag y se disponía a introducirla entre 
las hojas, que descubrió no eran más que las copas de los árboles bajo los que antes 
había estado paseando, cuando un agudo silbido la hizo retroceder a toda prisa. Una 
gran paloma se precipitaba contra su cabeza y la golpeaba violentamente con las alas. 
—¡Serpiente! —chilló la paloma. 
—¡Yo no soy una serpiente! —protestó Alicia muy indignada—. ¡Y déjame en paz! 
—¡Serpiente, más que serpiente! —siguió la Paloma, aunque en un tono menos 
convencido, y añadió en una especie de sollozo—: ¡Lo he intentado todo, y nada ha 
dado resultado! 
—No tengo la menor idea de lo que usted está diciendo! —dijo Alicia. 
 31 
—Lo he intentado en las raíces de los árboles, y lo he intentado en las riberas, y lo 
he intentado en los setos —siguió la Paloma, sin escuchar lo que Alicia le decía—. 
¡Pero siempre estas serpientes! ¡No hay modo de librarse de ellas! 
Alicia se sentía cada vez más confusa, pero pensó que de nada serviría todo lo que 
ella pudiera decir ahora y que era mejor esperar a que la Paloma terminara su discurso. 
—¡Como si no fuera ya bastante engorro empollar los huevos! —dijo la Paloma—. 
¡Encima hay que guardarlos día y noche contra las serpientes! ¡No he podido pegar ojo 
durante tres semanas! 
—Siento mucho que sufra usted tantas molestias —dijo Alicia, que empezaba a 
comprender el significado de las palabras de la Paloma. —¡Y justo cuando elijo el árbol 
más alto del bosque —continuó la Paloma, levantando la voz en un chillido—, y justo 
cuando me creía por fin libre de ellas, tienen que empezar a bajar culebreando desde 
el cielo! ¡Qué asco de serpientes! 
—Pero le digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una... Yo soy una... 
—Bueno, qué eres, pues? —dijo la Paloma—. ¡Veamos qué demonios inventas 
ahora! 
—Soy... soy una niñita —dijo Alicia, llena de dudas, pues tenía muy presentes 
todos los cambios que había sufrido a lo largo del día. 
—¡A otro con este cuento! —respondió la Paloma, en tono del más profundo 
desprecio—. He visto montones de niñitas a lo largo de mi vida, ¡pero ninguna que 
tuviera un cuello como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de nada sirve negarlo. 
¡Supongo que ahora me dirás que en tu vida te has zampado un huevo! 
—Bueno, huevos si he comido —reconoció Alicia, que siempre decía la verdad—. 
Pero es que las niñas también comen huevos, igual que las serpientes, sabe. 
—No lo creo —dijo la Paloma—, pero, si es verdad que comen huevos, entonces 
no son más que una variedad de serpientes, y eso es todo. 
Era una idea tan nueva para Alicia, que quedó muda durante uno o dos minutos, lo 
que dio oportunidad a la Paloma de añadir: 
—¡Estás buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me da a mí que seas una 
niña o una serpiente? 
—¡Pues a mí sí me da! —se apresuró a declarar Alicia—. Y además da la casualidad 
de que no estoy buscando huevos. Y aunque estuviera buscando huevos, no querría 
los tuyos: no me gustan crudos. 
 32 
—Bueno, pues entonces, lárgate —gruño la Paloma, mientras se volvía a colocar 
en el nido. 
Alicia se sumergió trabajosamente entre los árboles. El cuello se le enredaba entre 
las ramas y tenía que pararse a cada momento para liberarlo. Al cabo de un rato, 
recordó que todavía tenía los pedazos de seta, y puso cuidadosamente manos a la 
obra, mordisqueando primero uno y luego el otro, y creciendo unas veces y 
decreciendo otras, hasta que consiguió recuperar su estatura normal. 
Hacía tanto tiempo que no había tenido un tamaño ni siquiera aproximado al suyo, 
que al principio se le hizo un poco extraño. Pero no le costó mucho acostumbrarse y 
empezó a hablar consigo misma como solía. 
—¡Vaya, he realizado la mitad de mi plan! ¡Qué desconcertantes son estos 
cambios! ¡No puede estar una segura de lo que va a ser al minuto siguiente! Lo cierto 
es que he recobrado mi estatura normal. El próximo objetivo es entrar en aquel 
precioso jardín... Me pregunto cómo me las arreglaré para lograrlo. 
Mientras decía estas palabras, llegó a un claro del bosque, donde se alzaba una 
casita de poco más de un metro de altura. 
—Sea quien sea el que viva allí —pensó Alicia—, no puedo presentarme con este 
tamaño. ¡Se morirían del susto! 
Así pues, empezó a mordisquear una vez más el pedacito de la mano derecha, Y 
no se atrevió a acercarse a la casita hasta haber reducido su propio tamaño a unos 
veinte centímetros. 
	
	
 
 33 
VI. CERDO Y PIMIENTA 
	
Alicia se quedó mirando la casa uno o dos minutos, y preguntándose lo que iba a 
hacer, cuando de repente salió corriendo del bosque un lacayo con librea (a Alicia le 
pareció un lacayo porque iba con librea; de no ser así, y juzgando sólo por su cara, 
habría dicho que era un pez) y golpeó enérgicamente la puerta con los nudillos. Abrió 
la puerta otro lacayo de librea, con una cara redonda y grandes ojos de rana. Y los dos 
lacayos, observó Alicia, llevaban el pelo empolvado y rizado. Le entró una gran 
curiosidad por saber lo que estaba pasando y salió cautelosamente del bosque para 
oír lo que decían. 
El lacayo-pez empezó por sacarse de debajo del brazo una gran carta, casi tan 
grande como él, y se la entregó al otro lacayo, mientras decía en tono solemne: 
—Para la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al croquet. 
El lacayo-rana lo repitió, en el mismo tono solemne, pero cambiando un poco el 
ordende las palabras: 
—De la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet. 
Después los dos hicieron una profunda reverencia, y los empolvados rizos 
entrechocaron y se enredaron. 
A Alicia le dio tal ataque de risa que tuvo que correr a esconderse en el bosque 
por miedo a que la oyeran. Y, cuando volvió a asomarse, el lacayo-pez se había 
marchado y el otro estaba sentado en el suelo junto a la puerta, mirando 
estúpidamente el cielo. 
Alicia se acercó tímidamente y llamó a la puerta. 
—No sirve de nada llamar —dijo el lacayo—, y esto por dos razones. Primero, 
porque yo estoy en el mismo lado de la puerta que tú; segundo, porque están 
armando tal ruido dentro de la casa, que es imposible que te oigan. 
Y efectivamente del interior de la casa salía un ruido espantoso: aullidos, 
estornudos y de vez en cuando un estrepitoso golpe, como si un plato o una olla se 
hubiera roto en mil pedazos. 
—Dígame entonces, por favor —preguntó Alicia—, qué tengo que hacer para 
entrar. 
 34 
—Llamar a la puerta serviría de algo —siguió el lacayo sin escucharla—, si 
tuviéramos la puerta entre nosotros dos. Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías 
llamar, y yo podría abrir para que salieras, sabes. 
Había estado mirando todo el rato hacia el cielo, mientras hablaba, y esto le 
pareció a Alicia decididamente una grosería. «Pero a lo mejor no puede evitarlo», se 
dijo para sus adentros. «¡Tiene los ojos tan arriba de la cabeza! Aunque por lo menos 
podría responder cuando se le pregunta algo». 
—¿Qué tengo que hacer para entrar? —repitió ahora en voz alta. 
—Yo estaré sentado aquí —observó el lacayo— hasta mañana... 
En este momento la puerta de la casa se abrió, y un gran plato salió zumbando por 
los aires, en dirección a la cabeza del lacayo: le rozó la nariz y fue a estrellarse contra 
uno de los árboles que había detrás. 
—... o pasado mañana, quizás —continuó el lacayo en el mismo tono de voz, como 
si no hubiese pasado absolutamente nada. 
—¿Qué tengo que hacer para entrar? —volvió a preguntar Alicia alzando la voz. 
—Pero ¿tienes realmente que entrar? —dijo el lacayo—. Esto es lo primero que 
hay que aclarar, sabes. 
Era la pura verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se lo dijeran. 
—¡Qué pesadez! —masculló para sí—. ¡Qué manera de razonar tienen todas estas 
criaturas! ¡Hay para volverse loco! 
Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con 
variaciones: 
—Estaré sentado aquí —dijo— días y días. 
—Pero ¿qué tengo que hacer yo? —insistió Alicia. 
—Lo que se te antoje —dijo el criado, y empezó a silbar. 
—¡Oh, no sirve para nada hablar con él! —murmuró Alicia desesperada—. ¡Es un 
perfecto idiota! 
Abrió la puerta y entró en la casa. 
La puerta daba directamente a una gran cocina, que estaba completamente llena 
de humo. En el centro estaba la Duquesa, sentada sobre un taburete de tres patas y 
 35 
con un bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba sobre el fogón y revolvía el interior 
de un enorme puchero que parecía estar lleno de sopa. 
—¡Esta sopa tiene por descontado demasiada pimienta! —se dijo Alicia para sus 
adentros, mientras soltaba el primer estornudo. 
Donde si había demasiada pimienta era en el aire. Incluso la Duquesa estornudaba 
de vez en cuando, y el bebé estornudaba y aullaba alternativamente, sin un momento 
de respiro. Los únicos seres que en aquella cocina no estornudaban eran la cocinera y 
un rollizo gatazo que yacía cerca del fuego, con una sonrisa de oreja a oreja. 
—¿Por favor, podría usted decirme —preguntó Alicia con timidez, pues no estaba 
demasiado segura de que fuera correcto por su parte empezar ella la conversación— 
por qué sonríe su gato de esa manera? 
—Es un gato de Cheshire —dijo la Duquesa—, por eso sonríe. ¡Cochino! 
Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto 
de dar un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a ella, 
de modo que recobró el valor y siguió hablando. 
—No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, 
ni siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír. 
—Todos pueden —dijo la Duquesa—, y muchos lo hacen. 
—No sabía de ninguno que lo hiciera —dijo Alicia muy amablemente, contenta de 
haber iniciado una conversación. 
—No sabes casi nada de nada —dijo la Duquesa—. Eso es lo que ocurre. 
A Alicia no le gustó ni pizca el tono de la observación, y decidió que sería 
oportuno cambiar de tema. Mientras estaba pensando qué tema elegir, la cocinera 
apartó la olla de sopa del fuego, y comenzó a lanzar todo lo que caía en sus manos 
contra la Duquesa y el bebé: primero los hierros del hogar, después una lluvia de 
cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de enterarse, ni siquiera cuando 
los proyectiles la alcanzaban, y el bebé berreaba ya con tanta fuerza que era imposible 
saber si los golpes le dolían o no. 
—¡Oh, por favor, tenga usted cuidado con lo que hace! —gritó Alicia, mientras 
saltaba asustadísima para esquivar los proyectiles—. ¡Le va a arrancar su preciosa nariz! 
—añadió, al ver que un caldero extraordinariamente grande volaba muy cerca de la 
cara de la Duquesa. 
 36 
—Si cada uno se ocupara de sus propios asuntos —dijo la Duquesa en un 
gruñido—, el mundo giraría mucho mejor y con menos pérdida de tiempo. 
—Lo cual no supondría ninguna ventaja —intervino Alicia, muy contenta de que se 
presentara una oportunidad de hacer gala de sus conocimientos—. Si la tierra girase 
más aprisa, ¡imagine usted el lío que se armaría con el día y la noche! Ya sabe que la 
tierra tarda veinticuatro horas en ejecutar un giro completo sobre su propio eje... 
—Hablando de ejecutar —interrumpió la Duquesa—, ¡que le corten la cabeza! 
Alicia miró a la cocinera con ansiedad, para ver si se disponía a hacer algo 
parecido, pero la cocinera estaba muy ocupada revolviendo la sopa y no parecía 
prestar oídos a la conversación, de modo que Alicia se animó a proseguir su lección: 
—Veinticuatro horas, creo, ¿o son doce? Yo... 
—Tú vas a dejar de fastidiarme —dijo la Duquesa—. ¡Nunca he soportado los 
cálculos! 
Y empezó a mecer nuevamente al niño, mientras le cantaba una especie de nana, y 
al final de cada verso propinaba al pequeño una fuerte sacudida. 
Grítale y zurra al niñito 
si se pone a estornudar, 
porque lo hace el bendito 
sólo para fastidiar. 
CORO 
(Con participación de la cocinera y el bebé) 
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua! 
Cuando comenzó la segunda estrofa, la Duquesa lanzó al niño al aire, 
recogiéndolo luego al caer, con tal violencia que la criatura gritaba a voz en cuello. 
Alicia apenas podía distinguir las palabras: 
A mi hijo le grito, 
y si estornuda, ¡menuda paliza! 
Porque, ¿es que acaso no le gusta 
la pimienta cuando le da la gana? 
CORO 
 37 
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua! 
—¡Ea! ¡Ahora puedes mecerlo un poco tú, si quieres! —dijo la Duquesa al concluir 
la canción, mientras le arrojaba el bebé por el aire—. Yo tengo que ir a arreglarme 
para jugar al croquet con la Reina. 
Y la Duquesa salió apresuradamente de la habitación. La cocinera le tiró una sartén 
en el último instante, pero no la alcanzó. 
Alicia cogió al niño en brazos con cierta dificultad, pues se trataba de una criaturita 
de forma extraña y que forcejeaba con brazos y piernas en todas direcciones, «como 
una estrella de mar», pensó Alicia. El pobre pequeño resoplaba como una maquina de 
vapor cuando ella lo cogió, y se encogía y se estiraba con tal furia que durante los 
primeros minutos Alicia se las vio y deseó para evitar que se le escabullera de los 
brazos. 
En cuanto encontró el modo de tener el niño en brazos (modo que consistió en 
retorcerlo en una especie de nudo, la oreja izquierda y el pie derecho bien sujetos para 
impedir que se deshiciera), Alicia lo sacó al aire libre. «Si no me llevo a este niño 
conmigo», pensó, «seguro que lo matan en un día o dos. 
¿Acaso no sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas últimas palabras en alta 
voz, y elpequeño le respondió con un gruñido (para entonces había dejado ya de 
estornudar). 
—No gruñas —le riñó Alicia—. Ésa no es forma de expresarse. 
El bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con ansiedad, para ver si le pasaba 
algo. No había duda de que tenía una nariz muy respingona, mucho más parecida a un 
hocico que a una verdadera nariz. Además los ojos se le estaban poniendo demasiado 
pequeños para ser ojos de bebé. A Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba 
tomando aquello. «A lo mejor es porque ha estado llorando», pensó, y le miró de 
nuevo los ojos, para ver si había alguna lágrima. No, no había lágrimas. 
—Si piensas convertirte en un cerdito, cariño —dijo Alicia muy seria—, yo no 
querré saber nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado! 
La pobre criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un gruñido? era imposible 
asegurarlo), y los dos anduvieron en silencio durante un rato. 
Alicia estaba empezando a preguntarse a sí misma: «Y ahora, ¿qué voy a hacer yo 
con este chiquillo al volver a mi casa?», cuando el bebé soltó otro gruñido, con tanta 
violencia que volvió a mirarlo alarmada. Esta vez no cabía la menor duda: no era ni más 
 38 
ni menos que un cerdito, y a Alicia le pareció que sería absurdo seguir llevándolo en 
brazos. 
Así pues, lo dejó en el suelo, y sintió un gran alivio al ver que echaba a trotar y se 
adentraba en el bosque. 
«Si hubiera crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un niño terriblemente feo, 
pero como cerdito me parece precioso». Y empezó a pensar en otros niños que ella 
conocía y a los que les sentaría muy bien convertirse en cerditos. 
«¡Si supiéramos la manera de transformarlos!», se estaba diciendo, cuando tuvo un 
ligero sobresalto al ver que el Gato de Cheshire estaba sentado en la rama de un árbol 
muy próximo a ella. 
El Gato, cuando vio a Alicia, se limitó a sonreír. Parecía tener buen carácter, pero 
también tenía unas uñas muy largas Y muchísimos dientes, de modo que sería mejor 
tratarlo con respeto. 
—Minino de Cheshire —empezó Alicia tímidamente, pues no estaba del todo 
segura de si le gustaría este tratamiento: pero el Gato no hizo más que ensanchar su 
sonrisa, por lo que Alicia decidió que sí le gustaba—. 
Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para 
salir de aquí? 
—Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar —dijo el Gato. 
—No me importa mucho el sitio... —dijo Alicia. 
—Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes —dijo el Gato. 
—... siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia como explicación. 
—¡Oh, siempre llegarás a alguna parte —aseguró el Gato—, si caminas lo 
suficiente! 
A Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y decidió hacer otra pregunta: 
¿Qué clase de gente vive por aquí? 
—En esta dirección —dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata derecha— vive 
un Sombrerero. Y en esta dirección —e hizo un gesto con la otra pata— vive una 
Liebre de Marzo. Visita al que quieras: los dos están locos. 
—Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca —protestó Alicia. 
 39 
—Oh, eso no lo puedes evitar —repuso el Gato—. Aquí todos estamos locos. Yo 
estoy loco. Tú estás loca. 
—¿Cómo sabes que yo estoy loca? —preguntó Alicia. 
—Tienes que estarlo afirmó el Gato—, o no habrías venido aquí. 
Alicia pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus 
preguntas: 
—¿Y cómo sabes que tú estás loco? 
—Para empezar -repuso el Gato—, los perros no están locos. ¿De acuerdo? 
—Supongo que sí —concedió Alicia. 
—Muy bien. Pues en tal caso —siguió su razonamiento el Gato—, ya sabes que los 
perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. 
Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy enfadado. 
Por lo tanto, estoy loco. 
—A eso yo le llamo ronronear, no gruñir —dijo Alicia. 
—Llámalo como quieras —dijo el Gato—. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina? 
—Me gustaría mucho —dijo Alicia—, pero por ahora no me han invitado. 
—Allí nos volveremos a ver —aseguró el Gato, y se desvaneció. 
A Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba ya a que 
sucedieran cosas raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato había 
estado, cuando éste reapareció de golpe. 
—A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? —preguntó—. Me olvidaba de 
preguntarlo. 
—Se convirtió en un cerdito —contestó Alicia sin inmutarse, como si el Gato 
hubiera vuelto de la forma más natural del mundo. 
—Ya sabía que acabaría así —dijo el Gato, y desapareció de nuevo. 
Alicia esperó un ratito, con la idea de que quizás aparecería una vez más, pero no 
fue así, y, pasados uno o dos minutos, la niña se puso en marcha hacia la dirección en 
que le había dicho que vivía la Liebre de Marzo. 
—Sombrereros ya he visto algunos —se dijo para sí—. La Liebre de Marzo será 
mucho más interesante. Y además, como estamos en mayo, quizá ya no esté loca... o 
al menos quizá no esté tan loca como en marzo. 
 40 
Mientras decía estas palabras, miró hacia arriba, y allí estaba el Gato una vez más, 
sentado en la rama de un árbol. 
—¿Dijiste cerdito o cardito? —preguntó el Gato. 
—Dije cerdito —contestó Alicia—. ¡Y a ver si dejas de andar apareciendo y 
desapareciendo tan de golpe! ¡Me da mareo! 
—De acuerdo —dijo el Gato. 
Y esta vez desapareció despacito, con mucha suavidad, empezando por la punta 
de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció un rato allí, cuando el resto del 
Gato ya había desaparecido. 
—¡Vaya! —se dijo Alicia—. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero 
una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida! 
No tardó mucho en llegar a la casa de la Liebre de Marzo. Pensó que tenía que ser 
forzosamente aquella casa, porque las chimeneas tenían forma de largas orejas y el 
techo estaba recubierto de piel. Era una casa tan grande, que no se atrevió a acercarse 
sin dar antes un mordisquito al pedazo de seta de la mano izquierda, con lo que creció 
hasta una altura de unos dos palmos. Aún así, se acercó con cierto recelo, mientras se 
decía a sí misma: 
—¿Y si estuviera loca de verdad? ¡Empiezo a pensar que tal vez hubiera sido mejor 
ir a ver al Sombrerero! 
	
	
 
 41 
VII. UNA MERIENDA DE LOCOS 
	
Habían puesto la mesa debajo de un árbol, delante de la casa, y la Liebre de 
Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos había un Lirón, que 
dormía profundamente, y los otros dos lo hacían servir de almohada, apoyando los 
codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. «Muy incómodo para el Lirón», 
pensó Alicia. «Pero como está dormido, supongo que no le importa». 
La mesa era muy grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en uno de los 
extremos. 
—¡No hay sitio! —se pusieron a gritar, cuando vieron que se acercaba Alicia. 
—¡Hay un montón de sitio! —protestó Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón 
a un extremo de la mesa. 
—Toma un poco de vino —la animó la Liebre de Marzo. 
Alicia miró por toda la mesa, pero allí sólo había té. 
—No veo ni rastro de vino —observó. 
—Claro. No lo hay —dijo la Liebre de Marzo. 
—En tal caso, no es muy correcto por su parte andar ofreciéndolo —dijo Alicia 
enfadada. 
—Tampoco es muy correcto por tu parte sentarte con nosotros sin haber sido 
invitada —dijo la Liebre de Marzo. 
—No sabía que la mesa era suya —dijo Alicia—. Está puesta para muchas más de 
tres personas. 
—Necesitas un buen corte de pelo —dijo el Sombrerero. 
Había estado observando a Alicia con mucha curiosidad, y estas eran sus primeras 
palabras. 
—Debería aprender usted a no hacer observaciones tan personales —dijo Alicia 
con acritud—. Es de muy mala educación. 
Al oír esto, el Sombrerero abrió unos ojos como naranjas, pero lo único que dijo 
fue: 
—¿En qué se parece un cuervo a un escritorio? 
 42 
«¡Vaya, parece que nos vamos a divertir!», pensó Alicia. «Me encanta que hayan 
empezado a jugar a las adivinanzas.» Y añadió en voz alta: 
—Creo

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