Pistol

En esta versión, el adolescente de clase trabajadora Steve, interpretado con una tormentosa mezcla de energía y desánimo por Toby Wallace, hace realidad a los Sex Pistols en Londres en la década de 1970. No es solo el integrante de la banda que más lo necesita (su padrastro lo desprecia, es un analfabeta funcional), sino el que tiene la audacia de robar el equipo que necesitan.

Aun así, es fácil imaginar que el grupo nunca se hubiera graduado de los ensayos en el garaje si no fuera por la diseñadora de moda Vivienne Westwood (Talulah Riley), quien desarrolla un gusto por Steve incluso cuando él intenta robar su tienda. El novio oportunista de Vivienne, Malcolm, vislumbra un atractivo desaliñado en Steve que coincide con la desesperación de la austeridad británica. “Los rufianes como tú me emocionan”, declara Malcolm, interpretado con un hábil encanto socavado por una especie de elocución sórdida y lánguida por Thomas Brodie-Sangster (The queen’s gambit).

Nunca está claro qué tan en serio se toma Malcolm su política antisistema y antifascista; lo que es más seguro es que ve una oportunidad de mercantilizar el momento. Invita a Johnny Rotten (Anson Boon), que nunca antes había cantado, como vocalista, y luego a Sid Vicious (Louis Partridge, Enola Holmes), que nunca antes había tocado el bajo, para reemplazar al bajista, el único hombre del grupo que puede tocar en serio su instrumento.

La acción está intercalada con material de archivo con aspecto antiguo (una reina que saluda, escenas de trabajadores en huelga y otras de violencia policial) que establece de manera eficiente el entorno alrededor de la serie. Pero la representación que el programa hace del punk rock en sí mismo, filtrado a través de la lente de las maquinaciones de Malcolm e incluso, a veces, la vanidad de los niños de la banda, se siente más como una imagen que como un espíritu, como un escape más que como una forma de vida. Pistol, a diferencia de la música que la inspiró, nunca te agarra del cuello.

Una estética retro asombrosa y funcional

No solo todo el reparto está perfecto en sus recreaciones de la agrupación, sino que el estilo casi documental en el que están representados convierte a Pistol en un milagro. Su puesta en escena imita a la perfección el grano y el aspecto de los vídeos de la banda, con una mimesis espectacular en algunas de sus actuaciones más conocidas, por lo que de alguna manera se percibe como una mirada verdadera, apoyada siempre por la honestidad que despliega el relato original de Jones, quien no se guarda momentos escabrosos sobre sí mismo para dibujarse como el héroe del relato, a veces más bien lo contrario.

La relación con Malcolm McLaren y Vivienne Westwood, la intención de performance caprichoso y el pacto mefistotélico con el controvertido manager, pese a que aquí la intención sea diametralmente opuesta. Boyle no embellece ni magnifica lo que ocurrió, pero utiliza muy bien la estética asociada al punk para explicar de dónde viene, bajarnos al fondo de la cloaca y entender a la perfección el guantazo generacional nacido de la mugre y la furia.

Boyle alcanza la fidelidad más carismática

Danny Boyle ha recuperado todas las filias que convirtieron Trainspotting en una pieza cinematográfica para el recuerdo. Ese pulso con el que desmitifica una juventud miserable, e incluso nos obliga a aborrecerla, pero que paradójicamente rodea de un carisma absolutamente embriagador. Un arsenal estilístico que no solo encaja como una pieza más dentro del puzzle narrativo de la serie, sino que la eleva a un nivel de fidelidad que nos secuestrará sin que podamos hacer nada al respecto.

Porque seremos un ciudadano británico en los 70. Literalmente. En formato, en iluminación, en color, en el grano de su imagen e incluso en sus diálogos. Seremos una parte más de la controvertida sociedad que veía el nacimiento de un movimiento que le ponía los pelos de punta en la hora del té.

Los Sex Pistols marcaron un antes y un después. En la música, en el arte y en la vida de no sólo los británicos, sino de un mundo que, como la cerilla que arde a todo fulgor un instante antes de consumirse, los convirtió en la más pura expresión de disconformidad en su vertiginoso crecimiento y más vertiginosa caída.

Todas sus ideas, sus reflexiones anárquicas o su autodestructiva imaginación están presentes desde el primer minuto de la serie. Con una fidelidad que, aunque endulce ciertos puntos como la relación entre Steve Jones y Chrissie Hynde, convierte a Pistol en miel para cualquier melómano. El mejor Danny Boyle ha vuelto. Su trabajo no solo es tan único como el carisma de sus protagonistas, sino que ha logrado reunir de una forma exquisita todos los valores que representaron a una generación en un estilo visual y narrativo que se mimetiza con el espíritu de la banda, ofreciéndonos un resultado absolutamente hipnótico.

El maniaco ritmo de Boyle, de todos modos, hace que la serie se consuma con facilidad y rápidamente. Uno no puede dejar de ver sus problemas (algunos diálogos o frases causan gracia o borden la autoparodia) pero la energía es igualmente contagiosa. Es más que nada por eso que, pese a que por momentos uno tiene la sensación de estar viéndolo solo para reírse, no llega del todo a ser un hate-watch.

La intensidad y la furia, de a ratos, ganan la batalla. Como dice el propio Vicious en la serie: no importa saber tocar, lo único que importa es cómo uno luce. A veces parece que Pistol se toma esas palabras demasiado al pie de la letra.