Mark Guscin, escritor: «Asunta sabía algo muy serio sobre sus padres, algo que, de trascender, los llevaría a la cárcel»
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29 de mayo de 2024

Mark Guscin posa con su libro en la coruñesa Librería Arenas

Mark Guscin posa con su libro en la coruñesa Librería ArenasNovo

Autor de ‘Lo que nunca te han contado sobre el caso Asunta’

Mark Guscin, escritor: «Asunta sabía algo muy serio sobre sus padres, algo que, de trascender, los llevaría a la cárcel»

«Alfonso Basterra es la cabeza pensante del crimen», sostiene el autor, que entrevistó dos veces a Rosario Porto en el presidio

Unos días antes del estreno de la serie de Netflix sobre este suceso, Mark Guscin (Leeds, 1964) ha publicado la versión en castellano de su libro Lo que nunca te han contado sobre el caso Asunta (Publicaciones Arenas), anteriormente editado en inglés. Además de investigar el asunto a fondo, tuvo ocasión de entrevistar en dos ocasiones, durante una hora, a la madre asesina, Rosario Porto.
–¿Por qué decide hacer este libro?
–Cuando todo esto sucedió, 2013 y años posteriores, salían constantemente en la prensa noticias sobre el caso. En un momento dado, pienso que me gustaría entrevistar a Rosario Porto y Alfonso Besterra, y justo unos días después mi editorial en Inglaterra me escribe para preguntarme si estaba trabajando en algo. Se me enciende una luz. Yo vivo en Coruña, les digo que ha pasado lo de Asunta en Santiago y me contestan que lo han visto en las noticias y que les parece interesante si puedo hablar con los protagonistas.
–¿Cómo llega a Rosario Porto?
–Hablé primero con los dos abogados, con el abogado de la defensa de Rosario, José Luis Aranguren, y con el abogado de la acusación popular, Ricardo Pérez Lama. Hablé también con algunos guardias civiles que trabajaron en el caso, con el juez Taín y hasta con la profesora de ballet de Asunta. Pero, volviendo a Rosario, Aranguren me dice que no pierda el tiempo porque tiene prohibidas las visitas. En la cárcel si reconoces tu culpa y reconduces tu vida te dan lo que llaman privilegios: más visitas, más tiempo en el patio… Pero ella nunca reconoció su culpa y solo recibía visitas de su abogado y de su psiquiatra, Luis Ferrer.
–¿Cuándo recibe el sí?
–Basterra no quiso hablar. En cuanto a Rosario, Aranguren me dijo que no tuviese esperanzas pero que en dos semanas solían contestar. Al final tardaron tres meses. Pero me lo dieron, y Aranguren fue el primer sorprendido con la respuesta positiva. Sé que hubo gente de España y de muchos países que solicitaron entrevistarse con ella, y se lo denegaron. No sé el motivo por el que mi petición fue aceptada.
–¿Cómo es ese primer encuentro?
–Fue en A Lama. Era la primera vez que yo iba a una cárcel y me impresionó mucho. Entré en una sala muy grande con varias cabinas. No puedes entrar con móvil ni con boli. Tampoco puedes grabar. Para registrar la conversación solo te dejan una libreta y un lápiz. A corta distancia, con un cristal por el medio y por teléfono, hablé con ella. Llegó muy coqueta, con vestidito y tacones. Todo el mundo que estaba en la sala dejó de hablar y miraron para ella.
Ella lloraba mucho, para mí esa es una de las grandes diferencias con Basterra, que siempre se mostró frío. Pero era arrogante y clasista. Una de las cosas que me explicó era lo denigrante que era tener que hablar con los funcionarios de la cárcel. Ella, que había sido cónsul, que era licenciada en Derecho: «Tengo que hablar con esta gente…», se quejaba. También despreciaba a la gente que traficaba con drogas. No se lo dije, pero yo pensaba: «Tú estás aquí por algo mucho peor».
–¿Qué fue lo primero que le preguntó?
–Rompí el hielo un poco, sin hablar de Asunta ni de la cárcel. Ella como cónsul de Francia había ido muchas veces al Ayuntamiento de La Coruña en la que época en que yo trabajaba allí como asesor: concluimos que tuvimos que coincidir varias veces.
–¿De qué hablaron después?
–Me contó muchas cosas sobre la niñez de Asunta. Me habló, por ejemplo, de que le preguntaba a Asunta si le gustaban los chicos. Y de las bromas que tenían entre ellas. En ese momento se me hizo muy difícil: ver a una madre hablar de lo bien que lo pasaba con su hija y saber que la mató. ¿Qué le dices?
–Pero ella mantenía que era inocente, ¿no?
–Se mantenía en sus trece de que era inocente. Yo le decía: «Vamos a suponer que tú eres inocente. Entonces, la única opción que hay es que fuera tu ex marido». «No, no, no», me contestaba. «¿Y quién?», preguntaba yo. «No sé», contestaba Rosario.
El caso es que existe una evidencia científica, que es el lorazepam que, según la autopsia, había en el cuerpo de Asunta. Le dije: «Le dabais lorazepam. Eso no lo puedes negar». Pero lo negaba. Era como hablar con un muro. Por ahí no se avanzaba mucho.
–¿Culpaba a una tercera persona? ¿Quizá al hombre que entró en su casa de Santiago e intentó matar a Asunta?
–Yo pienso que ese hombre era Alfonso Basterra. Se lo dije a ella y se quedó sin respuesta. Me decía: «Dejé las llaves en la puerta por fuera y por eso pudo entrar». Y yo le contestaba: «Y justo, fíjate qué casualidad, ese día entra un ladrón». Además, ¿cómo accedió ese hombre al edificio de madrugada? Pues porque ya tenía llaves, porque era Alfonso.
–¿Qué pasó aquella noche, a su juicio?
–Pues que la intentaron matar y la niña se despertó. Alguien puede tener planificado matar a un niño, a tu propio hijo en este caso, pero no quiere que ese niño vea que eres tú. Por eso empezaron a drogarla.
–¿Inmediatamente?
–Al día siguiente empezaron a comprar el lorazepam. En la farmacia sabían que Rosario lo tomaba y se lo daban sin problema. Todos los episodios de somnolencia y de mareos de la niña coinciden con las compras de lorazepam.
–¿Hicieron varios intentos?
–En el juicio y en la prensa se utilizó mucho la palabra ensayos de asesinato. Para mí es una palabra equivocada: un asesinato no se ensaya. Esos fueron más bien asesinatos fallidos. Entiendo que la niña reaccionó y eso resultó difícil para ellos, por mucho que hubiesen decidido matarla. Por eso la dosis que le daban fue en aumento: pretendían matarla con la droga misma o bien ahogarla sin que opusiese resistencia.
–Lo que no se entiende es que ellos no pensasen que la autopsia iba a dejar claro que le daban lorazepam. ¿O es que en realidad idearon que el cuerpo no apareciese nunca pero, por algún motivo, tuvieron que improvisar y dejarlo a la vista?
–Asesinos, sí; pero tontos, no. ¿Por qué no pensaron esto? No lo sé. Pero en todos los libros que leí sobre crímenes para hacer el mío lo que queda claro es que incluso en los asesinatos más planificados siempre hay algún despiste, siempre queda un cabo suelto. ¿Recuerdas el Caso Bretón? Va a la gasolinera de al lado y compra 270 litros de gasolina. Cuando lo hace no lo piensa.
–¿Cuál es su tesis sobre el asesinato de Asunta?
–La drogan y la llevan al chalet. La llevan Rosario, Alfonso y a lo mejor otra persona. O solo Rosario y quizá otra persona. Y allí la matan por sofocación: la autopsia dice que se emplea «un objeto blanco deformable», o sea, un cojín. Si lo haces a la perfección, no deja huella. Aquí sí la dejó: Asunta se cortó un labio con un diente y eso es porque no lo hicieron como un asesino profesional. Y dejan el cuerpo en una pista. ¿Por qué esa pista en la dirección contraria a Santiago? Ni idea.
–¿Quedan cabos sueltos?
–Sí. El juicio era para ver quién la mató y lo que pasó después les daba igual. No interesa lo que pasó después, es lo que se llama la «fase de agotamiento», según me explicó el abogado de la acusación. Por ejemplo, Rosario era diminuta y no tenía la fuerza para cargar el cuerpo de una niña que era más alta que ella. Digo cargar porque se comprobó que el cuerpo no se arrastró en ningún momento: ni en la casa ni en la pista forestal. Alguien cogió el cuerpo y lo metió en el coche, seguramente en el maletero, lo sacó y lo colocó en la pista. Rosario no podía hacer eso. Yo estoy convencido de que había al menos una tercera persona. En la pista no hay huellas ni de Rosario ni de su coche.
–¿Hay más?
–El vecino que pasó fumando por la pista a la hora en que el cuerpo ya tendría que estar allí pero sin embargo no vio nada. Así lo juró. Por las huellas de sus zapatos se sabe que pasó a 50 centímetros. En el primer informe de la Guardia Civil dice que la visibilidad era perfecta por la luna llena y que se podía ver un cuerpo a muchos metros. Veinticuatro horas después, otro informe dice que en realidad era noche cerrada. ¿Por qué? Porque descuadra el relato oficial, puesto que a esas horas Rosario y Alfonso estaban en comisaría denunciado la desaparición de la niña. Mi tesis es que lo que dice el vecino es cierto y que hubo una tercera persona.
Está también lo de la cuerda que se usó para atarla y que apareció junto al cadáver, y la que se encontró en el chalet. Hay un informe que dice en una página que es la misma cuerda y a la siguiente que no lo es: tanto la acusación como la defensa usaron ese informe para argumentar dos cosas totalmente opuestas.
Vamos a ver: para mí ellos son culpables, pero también es cierto que no tuvieron un juicio justo. Estaban condenados antes de empezar.
–¿Su segunda entrevista con Rosario es igual que la primera?
–No. Ahí hay mucha más lamentación. Lloró desde el principio hasta el final. Me habló de que si Asunta estuviese viva estaría haciendo bachillerato o entrando en la Universidad. «¡Cuánto la echo de menos!», decía. Resultó mucho más emocional. Pero seguía negando las evidencias.
–Rosario se acabó suicidando.
–Yo le pregunté por sus intentos de suicidio. Ella me dijo que habían sido intentos de suicidio, y no de llamar la atención, como muchos habían dicho. Me dijo que no tenía ya nada ni fuera ni, por supuesto, dentro de la cárcel. Y me anunció que lo iba a seguir intentando. Lo consiguió, y eso fue un error del sistema, porque si una presa está en el protocolo de suicidios es incomprensible que le den una bata con cinturón. ¿Por qué no le das un cuchillo? ¿O una pistola? Por eso su suicidio no fue una sorpresa para mí. Es lo que ella quería.
–¿Por qué lo hicieron?
–Se han barajado varias posibilidades. Una de ellas era que por dinero, porque los abuelos habían dejado todo el dinero a Asunta. No era así, se lo habían dejado todo a Rosario. Otros dicen que tenía celos de su hija: no me lo creo. Se exageró muchísimo en los medios la brillantez de Asunta: era una niña inteligente pero no dominaba el inglés, como se dijo, ni tocaba el violín bien, sino que lo tocaba mal. Decían que Rosario quería libertad para estar con su amante: ¡pero si ya la tenía, si ya había viajado con él a Marruecos! Con el dinero que tenía la podría dejar en un campamento o en un internado…
–¿Pero entonces?
–Asunta sabía algo muy serio sobre sus padres, algo que, de trascender, los llevaría a la cárcel. Tenían que silenciarla.
–¿Qué puede ser ese «algo»?
–Hay dos grandes teorías. Una, que me explicaron bien los guardias civiles, viene de los gustos sexuales de Basterra. Está comprobado que en su ordenador había pornografía infantil con niñas asiáticas. Se sabe que era cliente de un prostíbulo de Santiago donde las mujeres se vestían como niñas pequeñas. En el primer registro del piso, en una pared al lado de la cama donde dormía Asunta, había muchas manchas de esperma. Había ADN del padre en la ropa interior de Asunta. Y después están las fotos: vale que la niña se vistió así para una función de baile, y que después en casa le hagas fotos con ese disfraz hasta se puede entender, pero lo que no se entiende es las posturas de la niña en esas fotos. En todo caso, y aunque todo esto sea cierto, esto no lo convierte en asesino.
–¿Y la otra teoría?
–Que o bien Rosario o bien los dos mataron a los padres de Rosario. Pero es imposible probarlo. Murieron los dos en casa y los cuerpos se incineraron enseguida.
–¿Cuál de las dos teorías cree usted más probable?
–La primera. Que Asunta podía decir que su padre abusaba de ella, que le sacaba fotos, que la tocaba…
–¿Y Rosario porque querría ocultarlo?
–Porque lo consentía. Pero si Rosario pagaba hasta el prostíbulo a Basterra. Esto me lo dijo Taín.
–¿Quién es el ideólogo del crimen?
–Basterra es la cabeza pensante. Él era el frío de la pareja. Queda claro en las grabaciones que les hicieron en los calabozos. Las he escuchado. Nos ponemos en el caso de que son inocentes, vale, pero el hecho es que han asesinado a tu hija. Y a los tres días le está diciendo «tú tranquila, que todo saldrá bien, que no pasa nada». A ver, ¿cómo puedes reaccionar así? ¡Si han asesinado a tu hija! No va a salir bien, porque ya salió mal: tu hija ha muerto. Yo estaría deshecho, como estaba Rosario aún siendo culpable.
–Su libro se ha vendido bien en Gran Bretaña y en Estados Unidos. ¿Por qué impacta tanto este caso?
–Hay muchos casos de padres que matan a sus hijos, pero solo uno de ellos es el asesino. Y suele ser un acto pasional, compulsivo, del momento. O bien que el hombre quiere vengarse de la mujer que le ha dejado. Pero casos en que los dos padres planifican y ejecutan poco a poco un asesinato así no hay. No he encontrado ningún caso en ningún país parecido. Es insólito. Es inexplicable y lo más duro del caso. La única víctima fue Asunta. No tenía hermanos. No tenía primos. Lo único que tenía eran sus padres adoptivos. ¿Qué puede pasar por la cabeza de una niña de 12 años que cree que su padre, con el consentimiento de su madre, está abusando de ella? Que le están dando una droga que le está sentado fatal. ¿A quién acudes? Con 12 años no sabes cómo funciona el mundo, no vas a servicios sociales, no vas a la policía. Se lo dijo a las profesoras, pero estas hacen lo que tenían que hacer, que es avisar a los padres…
–Por último, ¿qué le ha parecido la serie de Netflix sobre el caso Asunta?
–Voy aún por la mitad. Es muy realista en cuanto a los dos padres. En el resto de los personajes hay más licencias dramáticas y por eso les cambian los nombres a todos. Hay detalles que me llaman la atención: por ejemplo subrayan que las bermudas de Basterra y las paredes de la habitación estaban limpias, puesto que en el libro de Cruz Morcillo se dice todo lo contrario.
–¿Reconoce a Rosario en la interpretación de Candela Peña?
–Candela Peña y Tristán Ulloa hacen dos papelones. Por cierto, me parece increíble que insultasen a Candela en Santiago durante el rodaje... ¡Ella no es Rosario Porto!
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