McCarey/Ozu: dos miradas sobre una misma historia | CaoCultura

McCarey/Ozu: dos miradas sobre una misma historia

Ha dado mucho que pensar, y que escribir, la cuestión de las similitudes y diferencias entre el cine japonés, a quien nadie negará una más que reconocible personalidad propia, y el cine occidental en general y, más concretamente, su paradigma mejor difundido y comercializado, el norteamericano made in Hollywood. La posible comparación se refiere tanto a aspectos artísticos como psicológicos. Por un lado, se trata de cinematografías insertas en tradiciones culturales muy distintas e incluso radicalmente divergentes en algunos aspectos, y por tanto la comparación basada en criterios estéticos y referentes culturales parece inevitable y afecta a cuestiones tales como el ritmo, la forma de narrar, la manera de caracterizar a los personajes e incluso el modo y grado en el que se manifiesta la temperatura emocional de las distintas situaciones. Pero, más allá de estas cuestiones de índole, digamos, técnica y artística, también resulta evidente que el espectador –y muy especialmente, el espectador occidental– necesita atenerse a estas diferencias, e incluso remarcarlas, para, de algún modo, acotar su propio desconcierto al asomarse a una tradición cultural ajena. De ahí que no haya crítico o comentarista, en nuestro ámbito, que no parezca complacerse en señalar, por ejemplo, las claras influencias del cine de John Ford, e incluso la presencia de algunos de sus clichés más característicos, en el de Akira Kurosawa, quizá el más occidental entre los grandes directores del cine clásico japonés; o en constatar el camino de vuelta, el evidente influjo de ciertas producciones japonesas en, pongamos por caso, el western tardío, tal como se manifiesta en películas como Los siete magníficos (1960) de John Sturges, recreación explícita de Los siete samuráis (1954) de Kurosawa, o en el llamado spaghetti western.

Victor Moore y Beulah Bondi en ‘Dejad paso al mañana’

Podríamos señalar otros ejemplos. Pero pocos, quizá, pueden ofrecer tantos motivos de reflexión como el evidente parentesco de uno de los grandes clásicos del cine japonés, Cuentos de Tokio (Tōkyō monogatari, 1953) de Yazujiro Ozu, justamente considerada una de las mejores películas de la historia del cine, con una producción norteamericana anterior de idéntico asunto, Dejad paso al mañana (Make way for Tomorrow, 1937) de Leo McCarey. Merece la pena repasar las coincidencias y diferencias entre ambas, siquiera sea por poner en valor la segunda, menos reputada y conocida. No se trata, por supuesto, de ponderar una a costa de la otra, sino de animar a ver ambas con ojos desprejuiciados, constatar lo mucho que tienen en común –en parte, porque el asunto del que tratan es de interés universal– y en qué medida unos referentes y unas expectativas culturales diferentes llevan a uno y otro director a diverger muy llamativamente en ciertos aspectos.

Cuentos de Tokio no se estrenó en Estados Unidos hasta 1972 y a ello debe sin duda su tardía incorporación al canon del cine japonés apreciado en ese país. La crítica, no obstante, fue rápida en señalar su importancia: así lo hizo Roger Ebert en la reseña que le dedicó ese mismo año. En ella se ponderaba la sutileza de Ozu a la hora de abordar cuestiones que, por espinosas, no eran muy del agrado de la censura que las autoridades de ocupación habían impuesto sobre el Japón derrotado: por ejemplo, el recuerdo de los fallecidos durante la guerra, o la dureza del ajuste económico con el que el Japón vencido se incorporó aceleradamente al capitalismo global. Ozu diluyó ese incómodo trasfondo en una historia de tintes moralistas sobre una pareja de ancianos que decide salir de su aldea para visitar a sus hijos en la capital. El desarrollo de la situación se incluye en una larga tradición de historias sobre padres defraudados por la ingratitud de sus vástagos: la del shakespearano rey Lear sería una de ellas. La que cuenta Ozu, por supuesto, transcurre por cauces propios de la realidad de su tiempo: el problema no es ya, como en Shakespeare, la elección del heredero idóneo, sino la mera dificultad de encajar en el día a día de unos hijos que no disponen de espacio físico en sus viviendas para acoger a los dos ancianos y, además, están muy ocupados ganándose la vida en el nuevo Japón en trance de fulgurante recuperación económica. Hasta aquí, el planteamiento parece conducir a un relato costumbrista, como el que ofrecieron en su día ciertas popularísimas películas españolas de trazo grueso, tales como La ciudad no es para mí (1966) o Abuelo made in Spain (1969), ambas protagonizadas por el inefable Paco Martínez Soria. Pero es evidente que Ozu se mueve en otro terreno: aunque no faltan escenas de índole costumbrista, e incluso cómica, como el sincopado paseo de los ancianos por la capital en un autobús turístico, o la desafortunada estancia de ambos en un hotel costero lleno de incansables jóvenes juerguistas, el tratamiento que esa clase de escenas recibe va más allá de lo humorístico o anecdótico e invariablemente induce en el espectador muy melancólicas conclusiones respecto a cuestiones como la inadaptación de los viejos, las leyes de la supervivencia en una sociedad progresivamente deshumanizada e incluso la inanidad del arrepentimiento cuando la vida ya no ofrece margen para enmendar antiguos errores.

Los atribulados hijos de ‘Dejad Paso al mañana’, con Thomas Mitchell en primer plano.

Curiosamente, la visita a la gran ciudad no ocupa la totalidad del metraje: el tercio final de la película, centrado en las vicisitudes del viaje de vuelta y en el dramático desenlace, abrirá el horizonte temático a otras cuestiones, desde una especie de prurito de exhaustividad –Ozu parece no querer dejarse nada en el tintero: enfermedad, sepelio, herencia, soledad del superviviente, etcétera– que quizá un director occidental no se hubiera permitido. Hay que recordar que el modo de filmar de Ozu implica igualmente un tratamiento peculiar del tiempo cinematográfico: los planos, la mayoría de ellos filmados desde la característica “posición de tatami”, es decir, desde el punto de vista de un espectador sentado a la manera japonesa, son estáticos, no hay movimientos de cámara en ellos, y cada uno recoge exactamente todo lo que acontece en ese intervalo, incluidos –ese detalle llamó la atención de Roger Ebert– los tiempos de espera en los que un personaje sale de plano, hace alguna cosa en otra habitación y luego vuelve a entrar en el campo visual. Todo ello presta a la película un ritmo aparentemente lento, ajeno a la necesidad de acción continuada que rige la narrativa cinematográfica occidental; o, más bien, que sustituye el carácter lineal de la mera sucesión de acontecimientos por una especie de densidad estática, por la que sobre cada instante presente parece gravitar el peso de todo lo sucedido anteriormente y todo lo que ha de suceder después.

La anciana pareja de ‘Dejad paso al mañana’ en su noche de despedida.

Desde el momento mismo en el que Cuentos de Tokio se estrenó en Estados Unidos, hubo quien reparó en las muchas coincidencias que ofrecía con Dejad paso al mañana, la película norteamericana de 1937. Se dice que Ozu no la había visto, pero sí su guionista Kōgo Noda; sin embargo, también se menciona el dato –extraigo estas informaciones, que evidentemente deben ser contrastadas, de la página de IMdB– de que Ozu tuvo a su disposición durante la guerra un buen número de películas norteamericanas confiscadas por el ejército japonés durante la ocupación de Singapur, entre ellas La diligencia de John Ford… ¿Estaría la de McCarey en ese botín de guerra? En cualquier caso, lo que está claro es que buena parte del argumento, muchos de los personajes y situaciones e incluso el tono moral de la película americana pasaron a la de Ozu. Como en ésta, también en la de McCarey una pareja de ancianos deja su casa en el pueblo para vivir con sus hijos en la gran ciudad: esta vez, la razón es que la pareja ha dilapidado sus ahorros e incluso se ve abocada a un desahucio, hecho que no debió ser infrecuente en el contexto de la gran Depresión. Los hijos, como ocurrirá luego en la película de Ozu, no disponen de espacio para acoger a los ancianos ni de tiempo para ocuparse de ellos, por lo que recurren al durísimo expediente de separarlos: uno y otro cónyuge habrán de alojarse con hijos que viven a quinientos quilómetros de distancia entre sí. Aun así, la convivencia con los respectivos anfitriones es incómoda y acabará forzando una separación incluso más radical y posiblemente de por vida.

Los protagonistas de ‘Cuentos de cuentos de Tokio’, interpretados por Chishu Ryu y Chieko Higashiyama, durante su estancia en el balneario.

Coinciden Ozu y McCarey en el decidido propósito de no idealizar a sus protagonistas. Ozu deja claro que los de su película no han sido una pareja feliz y que el hombre ha tratado a su esposa en el pasado con una desconsideración que difícilmente podrá ahora compensar. McCarey es incluso más duro: queda claro que la anciana pareja ha incurrido en despilfarro e imprevisión, y también que el comportamiento de los viejos en casa ajena es indiscreto, invasivo e imprudente y que los hijos tienen sus razones para sentirse molestos y desbordados. Pero, en ambos casos, todo ello no hace más que acentuar la cuestión de fondo: la dificultad de un entendimiento entre generaciones. Hay excepciones, desde luego. En la película de McCarey, la abuela –espléndidamente interpretada por Beulah Bondi, la futura “señora Bailey” de Qué bello es vivir– alcanza cierto grado de complicidad con su alocada nieta, con quien asume una actitud tolerante e incluso permisiva; mientras que en la de Ozu, la cercanía se establecerá entre los ancianos y su joven nuera viuda, Noriko (Setsuko Hara), cuyo marido ha sido dado como desaparecido en combate. Pero también en este punto es notable la diferencia entre ambos directores al caracterizar a estas jóvenes mujeres capaces de una cierta empatía con los viejos: mientras McCarey hace un certero retrato costumbrista de una flapper de la época, alocada y frívola, el japonés preferirá convertir a su Noriko –personaje predilecto, que ya había protagonizado otras dos películas suyas, Primavera tardía (1949) y El comienzo del verano (1951)– en un dechado de valores tradicionales, curiosamente defendidos desde una personalidad “moderna”, en tanto que independiente y emancipada de dictados ajenos.

La joven viuda Noriko (Setsuko Hara) atendiendo a sus suegros.

En éste como en otros aspectos, es evidente que Cuentos de Tokio supone una cuidadosa reconsideración de todos y cada uno de los elementos concurrentes en la película de McCarey, puestos ahora al servicio de una sensibilidad y una realidad distintas. Valga un último ejemplo. En la película japonesa se verá cómo el anciano, en la única noche en la que se ve obligado a separarse de su esposa por falta de espacio para ambos en casa de la nuera viuda, vivirá una aparatosa juerga con viejos amigos de su edad, de la que volverá en un estado de lamentable embriaguez: la secuencia, aparentemente cómica, permitirá a Ozu hacer un retrato de toda una generación desubicada y dolorosamente anclada en los recuerdos de la guerra. También en la de McCarey había una secuencia en la que los protagonistas, esta vez ambos cónyuges, beben sin tasa, pero la intención es muy otra: sabedores de que han de someterse a una dolorosa separación urdida por los hijos y que será definitiva, acuden al hotel en el que vivieron su luna de miel, donde toman cócteles, bailan, reviven viejos recuerdos y se abandonan a toda una ensoñación de la felicidad pasada e irrecuperable. Lo curioso es que, un tanto inverosímilmente, todos los concurrentes se les han vuelto cómplices, desde el dueño del hotel, que los anima a beber “a cuenta de la casa”, al director de la orquesta que interrumpe la melodía moderna que está tocando para interpretar un viejo vals. Aunque perfectamente articulada con los acontecimientos anteriores, toda la secuencia tiene un cierto carácter de fantasía, de algo que está sucediendo más en las mentes exaltadas de los protagonistas que en la dura realidad. También el espectador sabe que está asistiendo a la puesta en escena del balance sentimental de toda una vida; y, si acaso, lo que le llama la atención es el contraste entre la espectacularidad de esta secuencia apoteósica, casi musical, y la extrema sobriedad, que ya casi prefigura el estilo de Ozu, con la que ha sido narrado y filmado cuanto antecede.

El funeral de 'Cuentos de Tokio'
Una escena del funeral de ‘Cuentos de Tokio’.

Como hemos anticipado, el final de Cuentos de Tokio es una detallada sucesión de escenas familiares que enmascaran, desde un aparente costumbrismo sociológico, la asordinada tragedia en curso. Llama la atención este cierre “realista”, en contraposición a la atmósfera de ensoñación que envuelve el tramo final de la película americana. Pero no por ello la de Ozu es más cruda, más acerada en sus conclusiones. Al fin y al cabo, en ella queda en pie algo más tangible que el recuerdo dolorosamente revivido: la pervivencia de ciertos rudimentos de la vieja sociabilidad tradicional, puesta al día en los valores y actitudes “modernos” de Noriko. En la norteamericana son otros los valores que se imponen: la aceptación del destino individual, por duro que sea, en nombre de una especie de laissez faire aplicado a las relaciones humanas, en el que los recuerdos, como sucede con los ahorros en la economía capitalista, operan como una especie de caudal del que nutrirse cuando no queda otra cosa.

En cierto modo, dos películas tan iguales no podían ser más distintas; aunque es posible que el tiempo haya ido limando esas diferencias, subsumiéndolas en una coincidencia mayor: con guerras en curso, crisis económicas encadenadas y sensación general de precariedad, seguimos en la misma coyuntura humana –y, en gran medida, histórica, social e incluso sentimental– que sus atribulados protagonistas.

Autor

  • José Manuel Benítez Ariza

    José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) vive escribiendo y escribe sobre la vida: un poco cada día, un poco de todo, en una profusión hecha de muchas brevedades. Narrador, poeta, traductor y articulista, el hilo conductor de esta aparente dispersión de fuerzas es su "diario abierto" Columna de humo, en el que trata de explicarse.

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