Aunque Euskadi es una tierra repleta de montañas, ninguna de ellas es de una entidad comparable siquiera a las grandes cumbres pirenaicas, no digamos ya a los Alpes o a las montañas del Himalaya. En este pequeño rincón del cantábrico nada se levanta por encima de los 1.508 metros (2.446 m.s.n.m, si tomamos como referencia Euskal Herria incluyendo Navarra). Aquí no hay glaciares ni nieves perpetuas; por no haber, no hay siquiera formaciones graníticas, excepto por el pequeño macizo de Aiako Harria, que se levanta en una esquinita de Gipuzkoa.

Y, sin embargo, los vascos sentimos auténtica fijación por la montaña, grande o pequeña, y contamos con una tradición de “salir al monte” muy arraigada. Aunque no siempre fue así. El enfoque “deportivo” de la montaña, el alpinismo vasco propiamente dicho, no surgió sino hasta principios del siglo XX y, paradójicamente, vino de la mano de la industrialización desmedida, el crecimiento urbano caótico y la insalubridad de los primeros años del siglo en el Gran Bilbao. Surgió como una cruzada higienista de la burguesía bilbaína, que en 1914 alumbró el que probablemente haya sido el reto viral más exitoso de nuestra historia: el coleccionismo de cumbres. Se colocaron, a instancias de Antxon Bandrés, unos cuantos buzones repartidos por algunas cimas representativas y se animó a la gente a ascenderlas todas. La idea era que uno dejaba la tarjeta de su club en el buzón y el siguiente en pasar por allí la recogía y la remitía al club como prueba de cima. 110 años después, no hay un simple altozano sin su buzón en esta tierra y Euskadi es la comunidad con mayor número de licencias federativas de montaña y escalada de todo el estado, aun siendo la séptima en población. 

No quedó ahí la cosa. Pronto los pequeños montes del territorio no fueron suficientes y los vascos fueron saltando a cordilleras cada vez mayores, a montañas sin buzón repartidas por todo el mundo. Y así, en los años 70 nació el himalayismo vasco, una historia notable, como lo demuestra el hecho de que, de las 10 primeras personas del mundo en escalar los 14 ochomiles, uno sea alavés y otro guipuzcoano. También es guipuzcoana la primera mujer del mundo en conseguirlo, Edurne Pasaban (21ª persona). Nada mal para un territorio apenas “arrugado”, más que montañoso. 

Este año, este mes, se han cumplido 50 años de la expedición que constituyó el hito fundacional de esa historia que llamamos himalayismo vasco. Una efeméride que en Ternua hemos querido celebrar con el lanzamiento de una camiseta conmemorativa de edición limitada que hemos llamado Everest 1974

Y para presentarla y poder compartir un rato con algunos veteranos de aquella expedición, también celebramos un pequeño evento en nuestra Brand House de Donostia.

Aquella expedición llevó el curioso nombre de Expedición Tximist y esta es su historia.

Expedición Tximist 1974

Hacia los años 70 los alpinistas vascos se las habían apañado para hacer sus pinitos por muchas de las grandes cordilleras del mundo. Entonces fijaron su atención en la montaña de las montañas, el Everest, que por entonces seguía teniendo su justo aire de grandeza. Aún quedaba mucho para la masificación turística que vendría después. De hecho, a mediados de aquella década sólo seis países habían conseguido llevar su bandera hasta la cumbre: Reino Unido, Suiza, China, Estados Unidos, India y Japón. Era la época de las expediciones nacionales y plantar la bandera allí arriba era el objetivo. Además, como por aquel entonces el gobierno nepalí concedía un número muy reducido de licencias cada año, los intentos estaban cotizados.

En 1974 los vascos tuvieron su primera oportunidad gracias a Juan Celaya, presidente del grupo Cegasa, una empresa oñatiarra reasentada en Gasteiz dedicada a producir soluciones de almacenamiento de energía. Uno de sus productos estrella por aquellos años eran las pilas Tximist, así que ese fue el nombre que se le dio a la expedición: Expedición Tximist (Tximista significa rayo en euskera).

Los dieciséis integrantes de la Expedición Tximist tenían muy claro que su objetivo no era descubrir ni inventar nada. No pretendían abrir una vía o probar un estilo nuevo. Su aproximación al problema del Everest era el ya clásico y testeado de expedición pesada con rotación de equipos para ir montando y aprovisionando campamentos montaña arriba. Escogieron para hacerlo la vía mejor conocida, la del collado sur. Sin embargo, en aquellos años el Everest seguía siendo un objetivo enorme por cualquier camino que se eligiera; más aún para un equipo integrado por alpinistas que en ningún caso tenían experiencia por encima de los 6.000 metros y que provenían todos ellos de un territorio minúsculo. 

La Expedición Tximist pudo haber tenido éxito. Mereció haberlo tenido, porque lo hicieron todo bien. Pero ya se sabe que unas veces se gana y otras se aprende, y en esta ocasión tocó aprender. 

Avanzando en cordada por la cascada de hielo

Y eso que ya trajeron muchas lecciones aprendidas de casa. Sabían que una de las claves del éxito en el Everest era y es la adaptación a la altitud, así que pusieron mucho cuidado en ese proceso para evitarse problemas más adelante. Así, dedicaron varias semanas a hacer pequeñas actividades de aclimatación en las zonas de Lukla, Tengboche, Periche y Lobuche. Tanto es así que llegaron finalmente al campo base del Everest el 25 de marzo, 40 días después de salir de casa. 

Durante el siguiente mes y medio trabajaron sin descanso para establecer seis campamentos a lo largo de la ruta normal, que parte de la cascada de hielo del Khumbu, recorre el Cwm Occidental o Valle del Silencio, remonta la ladera del Lothse hasta el collado sur y, finalmente, enfila hacia la cumbre pasando por el hoy desparecido escalón Hillary. 

El trabajo dio sus frutos y, por fin, el 12 de mayo Felipe Uriarte y Ángel Rosen pudieron colocar el último campamento a 8.530 metros de altitud. Antes de meterse en el saco pudieron ver la cima allí mismo, tan cerca y tan lejos. Solamente les separaban de ella 320 metros de desnivel; poco hasta para un monte vasco, pero un mundo, allí arriba.   Aun así, estaban convencidos de que al día siguiente lo conseguirían, tenían el Everest al alcance de la mano. 

escalando

Pero entonces las cosas se torcieron. Cuando se levantaron a las 3:00 de la mañana una fuerte tormenta azotaba la montaña. Uriarte y Rosen no quisieron tirar la toalla y aguantaron en su tienda hasta la hora límite, el momento a partir del cual, de salir, ganarían la cima demasiado tarde. Pero la tormenta no amainó, así que, cuando finalmente abandonaron la tienda, lo hicieron para descender hasta el campo inmediatamente inferior. 

En el campo V recibieron la ayuda de varios sherpas y, junto a ellos, se arrastraron un poco más, hasta el CIV, donde se vieron obligados a pasar la noche sin saco y sin oxígeno. El descenso hasta el campo II les llevó dos días más y fue un auténtico calvario. 

Posteriormente se hicieron dos intentos más, a cargo de Ricardo Gallardo y Luis Abalde el primero, y de Rodolfo Kirch y Julio Villar el segundo, pero apenas alcanzaron la cota de 8.000 metros y la Expedición Tximist tuvo que asumir los hechos: el Everest no iba a dejarles subir aquel año. 

Al volver a Katmandú, uno de los miembros de la Tximist, Txomin Uriarte, se puso en contacto con Juan Celaya para darle la noticia. Su respuesta, al parecer, fue: “Espero que no vuelvas de Katmandú sin haber conseguido el permiso para volver otra vez”. 

Euskal Espedizioa 1980

Y volvieron. Volvieron en 1980, un año que, aunque no podían sospecharlo, iba a ser, con diferencia, el año más indicado de la historia para pasar completamente desapercibidos en el Everest. Para empezar, nada más arrancar el año los polacos sorprendieron al mundo con la primera ascensión invernal absoluta a cargo de Krzysztof Wielicki y Leszek Cichy (os lo contábamos aquí). Poco después, en primavera, volvieron al campo base con otro equipo para abrir una vía nueva por el Pilar Sur; ruta que completarían Andrzej Czok y Jerzy Kukuczka el 19 de mayo. En paralelo, y en la otra cara de la montaña, un equipo japonés abriría una increíble línea directísima que enlazaba desde el glaciar de Rongbuk con el corredor Hornbein y que hoy lleva el nombre de “Corredor de los japoneses”. Finalmente, para terminar de rizar el rizo, aquel mismo verano se iba a presentar por allí Reinhold Messner, el “superhombre nietzscheano” que un par de años antes había demostrado junto con Peter Habeler que se podía escalar el Everest sin oxígeno, e iba a repetir su hazaña, esta vez en solitario, en estilo alpino y por una ruta nueva.

Comparado con semejante colección de gestas, el segundo intento vasconavarro iba a ser un empeño humilde; un ascenso por la vía normal en el ya clásico estilo pesado. Pero también fue un éxito, como todo lo demás que se hizo en el Everest aquel año. De hecho fue un éxito notable, si tenemos en cuenta que el esfuerzo partía de un  territorio tan pequeñito como lo es Euskal Herria. El caso es que aquella Euskal Espedizioa  de 1980 consiguió poner en la cumbre a dos hombres: Martín Zabaleta y Pasang Temba. 

La Euskal Espedizioa supuso el colofón, pero la historia comenzó con la Expedición Tximist, de la que ahora se cumplen 50 años. Ese fue el verdadero hito fundacional del himalayismo vasconavarro. El comienzo de una historia que luego nos traería a figuras como Juanito Oiarzabal, los hermanos Félix y Alberto Iñurrategi, Edurne Pasaban, Iñaki Ochoa de Olza, Alberto Zerain, Mikel Zabalza y tantos otros grandísimos alpinistas procedentes de esta tierra de pequeñas montañas coronadas por buzones.