En la antigua Grecia, la diosa del amor, Afrodita, tenía su correspondencia humana en Helena. Su belleza era tan extraordinaria, que fue el medio del que los dioses se valieron para desencadenar una guerra, la de Troya, destinada a acabar con la raza de los héroes.

Para el poeta Hesíodo, Helena era “la muchacha que tenía la belleza de la dorada Afrodita”; para Homero, el autor de la Ilíada y la Odisea, era “la de los hermosos cabellos”. Era, en suma, una mujer con la belleza de una diosa, nacida para encantar a los hombres y conseguir de ellos todo lo que se proponía, sin importarle la muerte y destrucción provocadas por una guerra tan devastadora como la de Troya. 

Por ello, durante toda la Antigüedad se la vilipendió como modelo de la esposa adúltera, la “bígama, trígama y abandona maridos”, como la llamaba otro poeta, Estesícoro. 

No obstante, ya entonces tuvo también sus defensores, poetas que llegaron a sostener una imagen absolutamente contraria, basada en la teoría de que Helena ni siquiera llegó a viajar a Troya, sino que, en su lugar, lo hizo un simulacro, un fantasma que los dioses crearon a partir de una nube.
Según esa teoría, la verdadera Helena pasó los diez años que duró la guerra troyana en Egipto.

LA HIJA DEL CISNE

Todo lo referido a Helena es excepcional, empezando por su nacimiento: fue el fruto de la unión de Zeus, metamorfoseado para la ocasión en cisne, con la humana Leda. No llegó, sin embargo, sola, pues Leda, que esa misma noche yació también con su esposo, el rey de Esparta Tindáreo, acabó dando a luz cuatro hijos. 

En realidad, no hubo parto, pues Leda lo que hizo fue poner dos huevos: de uno de ellos salieron Helena y Pólux, ambos hijos de Zeus, mientras que del otro lo hicieron Clitemnestra y Cástor, que habían sido engendrados por Tindáreo.

Otra versión refiere que Helena fue en realidad hija de Zeus y Némesis, personificación de la venganza divina y del castigo a todo crimen o comportamiento desmesurado. A través de ella, los dioses se proponían provocar una guerra que diezmara a la raza de los héroes, cuyo orgullo se les había hecho insoportable. En esta versión, Leda se habría encargado tan solo de criar y educar a la niña. 

La decisión de helena sobre quién sería su ESPOSO

La fama de la belleza de Helena no tardó en difundirse por toda Grecia. Un mito explica que, cuando aún era una adolescente, el ateniense Teseo y su amigo Piritoo llegaron a secuestrarla y a sortear cuál de los dos la haría su esposa. La suerte sonrió a Teseo, aunque ese matrimonio nunca llegaría a formalizarse, pues los dos hermanos de Helena, Castor y Pólux, acudieron a rescatarla. 

Dado el riesgo de que una situación así volviera a darse, Tindáreo concluyó que lo mejor era casar a su hija. Con lo que no contaba es con que a su llamada acudiera la práctica totalidad de reyes y héroes de Grecia. Eran tantos y tan importantes, fieros y orgullosos, que resultaba embarazoso, cuando no peligroso, favorecer a uno en detrimento del resto. 

Uno de esos héroes, que fue también lo suficientemente realista como para retirarse de la carrera por Helena, le dio la solución. Se trataba de Ulises de Ítaca, quien le propuso que fuera la propia joven la que escogiera esposo. Eso sí, antes de que esa elección se llevara a cabo, Tindáreo debía obtener de todos esos héroes un doble compromiso: por un lado, que aceptaran con deportividad la decisión de Helena; por otro, que prestaran juramento de que, en caso de necesidad, ayudarían al afortunado.

Así lo hicieron todos los reyes y héroes. Con el corazón en un puño, se aprestaron entonces a escuchar el nombre que estaba a punto de salir de los labios de la hermosa doncella. 
El elegido fue Menelao.

EL RAPTO DE HELENA

Satisfecho con la elección, Tindáreo cedió el trono a su yerno. Menelao y Helena se convirtieron así en reyes de Esparta. Pasado el tiempo habitual, nació una hija, que recibió el nombre de Hermione
El suyo era un matrimonio feliz hasta que un día, procedente de la lejana Troya, llegó a Esparta un príncipe llamado Paris. Menelao lo recibió con hospitalidad, y lo mismo Helena, quien, no obstante, no pudo evitar sentirse atraída por el refinado y apuesto extranjero.

Lo que Helena no sabía es que Paris había acudido a Esparta llevado por una promesa que le había hecho Afrodita: “La mujer más hermosa del mundo será tuya”, le había susurrado una vez en que el troyano hubo de juzgar qué diosa era la más bella, si Afrodita, Hera o Atenea. Llevado por esa promesa, Paris escogió a Afrodita.

La suerte se alió con él, pues Menelao hubo de abandonar Esparta por un compromiso con otro rey y Paris pudo entregarse por entero a la tarea de seducir a Helena. 

Poco después, ambos abandonaron Esparta en una nave que los condujo hasta Troya.

LA GUERRA DE TROYA

En Troya, Helena fue bien recibida, aunque Casandra, la hermana de Paris, no hacía más que clamar que esa mujer provocaría la destrucción de la ciudad y la muerte de todos. Nadie le hizo caso: era el sino de Casandra, profetizar lo que sucedería y ser tomada por loca. 

Nada más conocer la huida de su esposa, Menelao reunió a los reyes griegos y les recordó el juramento que habían hecho de apoyarle si requería su ayuda. Se formó así una gran alianza al frente de la cual fue elegido Agamenón, hermano de Menelao y esposo de la hermana de Helena, Clitemnestra. 

La profecía de Casandra se cumplió y, uno a uno, fueron cayendo los defensores de Troya. Paris, que había mostrado un comportamiento más bien vergonzoso en un duelo singular con Menelao, murió traspasado por una flecha. 

Helena se casó entonces con otro príncipe troyano, Deífobo, pero, bien fuera porque intuía ya cómo acabaría esa guerra o porque sentía nostalgia de su hogar, empezó a acercarse a los griegos.

No delató, por ejemplo, a Ulises, que se había introducido en la ciudad para espiar. Tampoco denunció la argucia del caballo de madera. Incluso se dice que fue ella la que, desde lo alto de una torre, hizo con una antorcha la señal convenida para que los griegos supieran que el caballo ya estaba dentro de Troya y que sus puertas iban a ser abiertas.

LA RECONCILIACIÓN 

Nada más bajar del caballo de madera, Menelao corrió hacia el palacio real de Troya y, en una de sus estancias, halló a Deífobo y Helena. Al primero lo mató sin contemplaciones, tras lo cual, espada en mano, se dirigió a su adúltera esposa con la misma intención. Mas bastó con que ella lo mirara con ternura para que él olvidara todo propósito homicida y cayera rendido a sus pies.

Para sorpresa de todos los griegos, la pareja se reconcilió y regresó a Esparta, donde Helena fue considerada un modelo de todas las virtudes domésticas.