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"Todos mis ayeres", de Edward G. Robinson

Todos mis ayeres. Una autobiografía (Edward G. Robinson, con Leonard Spigelglass, Cult Books, col Vidas de Papel, 362 págs)

"Todos mis ayeres", de Edward G. Robinson

Las memorias de un gran actor de teatro y cine, Oscar honorífico en 1973, el año de su muerte, y gran amante y mecenas de las artes, que poseyó una magnífica colección privada de cuadros donde no falta un Picasso. El libro de Edward G. Robinson, escrito con la ayuda de Leonard Spigelblass, vio la luz poco después de fallecer el actor a causa de un cáncer, y quedó inacabado, pero se publica por primera vez en español 50 años después. Spigelblass la animó, y procuró seguir su consejo, a ser honesto en lo que dijera, porque “decir la verdad puede ser de utilidad para los historiadores”. Es de agradecer el rescate de libro por Cult Books, y la cuidada traducción de Ananda Segarra.

Aunque pueda saber a poco, el lector se queda con ganas de saber más acerca de Emanuel Goldenberg –el nombre auténtico de Edward G. Robinson, nacido en Bucarest, Rumanía, en 1893, quinto de seis hermanos–, no deja uno de tirarse de los pelos cuando habla casi de refilón de títulos como Perdición o el que cierra brillantemente su filmografía, de título español muy apropiado, Cuando el destino nos alcance. No llega a hacer un repaso exhaustivo de cada una de las películas en que estuvo, ni lo pretende.

No obstante, el libro resulta apasionante para conocer la experiencia de los inmigrantes que marchan a Estados Unidos a hacer realidad “el sueño americano”, y momentos de la historia de la primera mitad del siglo XX vividos por él, como las dos guerras mundiales, la gran depresión, o la caza de brujas del Comité de Actividades AntiAmericanas del que fue víctima, con peculiaridades propias.

Edward G. Robinson dedica amplio espacio a disertar sobre la profesión de actor, en la que dice que “se requiere un propósito firme para interpretar al ser humano”, al tiempo que recuerda cómo su interpretación del soliloquio de Marco Antonio en “Julio César” de William Shakespeare fue determinante para emprender su carrera, que durante muchos se desarrolló en los escenarios; curiosamente el título de "Todos mis ayeres" es un eco de una frase de "Macbeth". Él creció con las películas mudas, y salvo excepciones no le gustaba el cine, no le parecía que permitiera al actor desplegar todo su talento. Aunque por supuesto el cine rompió a hablar, Hollywood requería actores a los que se pudiera escuchar, y buscó en el teatro. Por supuesto los sueldos y la posibilidad de viajar eran alicientes poderosos. Y sin duda que su interpretación de un gángster en “The Racket” de Bart Cormack posibilitó que hiciera uno de sus títulos más recordados, Hampa dorada, en 1931, a las órdenes de Mervyn LeRoy, uno de los directores a los que respetaba mucho por su gran profesionalidad. El caso es que Robinson llegaría a apreciar la actuación en la pantalla, y descubriría la fuerza de un primer plano, por ejemplo.

Menciona Robinson su debut en la pantalla con The Hole in the Wall, junto a Claudette Colbert, y la impresión que le causaron distintos productores, como Irving Thalberg, que le requirió para La mujer que amamos junto a Vilma Bánky, que no llevó bien el salto del cine mudo al sonoro, Hal Wallis, al que respetaba mucho, Harry Cohn –de quien dice que era “arisco, inculto, vulgar, dictatorial, arrogante, pero también un hombre del espectáculo del más alto nivel”, para concluir que “lo despreciaba y lo admiraba”–, Jack Warner y Louis Mayer. También habla de otros actores, siempre con tono elegante, la norma es evitar el chismorreo o lo que pueda ir en detrimento de alguien.

Sobre el sistema de los estudios, refiere la nostalgia que despierta, y hace una inteligente comparación con el Sacro Imperio Romano, aquello sería como 7 ducados con 7 señores feudales al frente. Al referirse al western, alude a la distorsión de la historia al mostrar a los pioneros y a los indios, la excepción sería John Ford, a quien alaba y de quien dice que “se sentaba conmigo y me enseñaba en qué me equivocaba”, ambos trabajaron en Barco a la deriva en 1935, con el actor como protagonista. También es generoso al mencionar a cineastas con los que no comulgaba en lo relativo a sus ideas, pero que le ayudaron cuando lo necesitaba, el caso de Cecil B. DeMille que le dio un papel en Los diez mandamientos, cuando estaba proscrito, víctima de las listas negras.

El actor muestra su faceta más personal, aludiendo a sus dos matrimonios, y a las dificultades con Gladys, la primera esposa, por sus depresiones. Y se advierte su amplia cultura y amor al arte, o que tiene ideas fundamentadas sobre política, la deriva del mundo, la condición humana o la religión.

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