Rafael Navarro de Castro: «Ningún gobierno le va a decir a sus ciudadanos que no cojan el coche o tomen menos el avión»

Rafael Navarro de Castro acaba de publicar «Planeta Invernadero», primera novela de la colección Alianza Voces del sello Alianza Editorial.

Texto: David VALIENTE

 

“Mi libro no solo habla de la agricultura industrial y del cambio climático, también lo hace de muchos otros temas de actualidad, como la trata de blancas o la corrupción política, uno de los causantes del planeta invernadero. Los poderes políticos son responsables de que no se cumplan las normativas medioambientales y sociolaborales. De hecho, no solo miran hacia un lado, sino que hay representantes del pueblo que se enriquecen a costa de licencias que no se deberían conceder”, dice Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968).

Planeta Invernadero, primer título de la colección Alianza Voces del sello Alianza Editorial, cuenta la historia de Sara, una ingeniera agrónoma que decide hacer un cambio radical en su vida: abandonar su casa, su trabajo y su pareja para comenzar de nuevo en el campo. “En mi novela, hago que los personajes conecten con el lector y le permitan ver, tocar, oír y sentir todo aquello que yo he experimentado y he conocido en primera persona”.

 

¿Por qué su protagonista es una mujer y cuenta la historia en primera persona?

Cuando logré publicar mi primera novela, La tierra desnuda, un retrato de los usos y costumbres de la agricultura tradicional y de la vida en el campo del siglo pasado, me pregunté: ¿ahora qué? Tengo que decir que mi primera intención no fue convertirme en escritor, pero una vez ya dentro del mundillo editorial, la gente me instó a seguir con el ejercicio de la escritura. Entonces, me volví a preguntar: ¿cuál ha sido el modelo de producción de alimento que se ha desarrollado tras la agricultura tradicional? ¡La agricultura industrial! Una vez acotado el tema central de la novela, empecé un proceso de investigación que me aproximó al mundo de los fertilizantes, pesticidas y a esa variedad de tecnologías que conforman los procesos industriales. Encontré visiones críticas con los prodigios científicos que nos han permitido multiplicar la cantidad de las cosechas y su número. Durante la investigación, recordé los nombres de Rachel Carson y de Petra K. Kelly, que en los años 70 manifestaron ideas críticas relacionadas con la agricultura y los pesticidas aún de vigencia en nuestro panorama actual. Por eso, decidí que mi protagonista tenía que ser una mujer que recogiera las voces de aquellas pioneras que advirtieron sobre las consecuencias de continuar maltratando el medio ambiente.

 

Imagino que no habrá sido fácil ponerse en la piel de una mujer.

Resulta arriesgado crear un personaje femenino cuando eres un hombre, pero era aún más arriesgado que contase la historia en primera persona. El relator no podía ser el mismo que en mi anterior novela. Me costó mucho dar con la voz del narrador y, al final, me dije: si Sara es la protagonista y testigo directo de los sucesos, pues entonces que sea ella misma la narradora de la novela. Durante meses estuve intentando independizar la voz de Sara de la mía y conseguir que yo me metiese dentro de la mente del personaje. Fue de gran ayuda las conversaciones que mantuve con varias ingenieras agrónomas. De hecho, hallé a una que vivió prácticamente las mismas experiencias que Sara vive en Planeta invernadero. Sin duda, el reto fue difícil; pero ya tengo la opinión de los suficientes lectores para poder afirmar que la voz trasmite, seduce y convence.

 

El editor no consentiría que fuera de otra manera.

Pilar Álvarez, mi editora, me ha ayudado muchísimo en este proceso. Ella estaba en Alfaguara, y cuando se marchó a Alianza Editorial, me dijo que la acompañase al nuevo sello. Pilar ha seguido todo el proceso de gestación de la novela. Me tranquilizaba a cada momento, diciéndome que no me preocupara que la narradora funcionaba. Por supuesto, hubo elementos que corté o reescribí a instancias de la editora y de unas amigas que me dijeron que no transmitía como una mujer.

 

La lectura denota una documentación profusa. Hay escenas que transmiten una realidad que se siente muy viva, por ejemplo, la escena del viaje en patera de Ahmed y Moha.

Invertí solamente unas semanas en documentarme. En realidad, no fue mucho tiempo, ni tampoco demasiado esfuerzo. Las entrevistas que realicé a agricultores, empresarios, periodistas, ecologistas y técnicos de laboratorio me ayudaron a darme cuenta de que el abanico de temas en torno a este asunto es muy amplio, y que los inmigrantes son parte fundamental del sistema. Los inmigrantes no hablan en detalle de su trayecto en patera por el Mediterráneo, solo cuentan el miedo, el horror y lo mal que lo pasaron enfrentándose al mar. Por lo tanto, esa escena, en gran medida, forma parte del intento del escritor de que la página cobre vida. Una vez reúnes los materiales de investigación, cuento todo lo que sé para que la gente conozca cómo se producen los alimentos que consumen y en qué condiciones laborales trabajan los jornaleros y temporeros que recogen los productos. Por eso mi novela es tan larga.

 

¿Por qué ha ambientado el libro justo en el 2019, un año antes de la pandemia?

Es curioso. El uno de enero de 2020 empecé a escribir la novela. Ya tenía claro que la protagonista sería una mujer, ingeniera agrónoma, y que a través de su experiencia iba a contar las consecuencias de los avances tecnológicos y de la química en la agricultura. La novela estaba pensada para contar también todo lo que sucediera en los 366 días de ese año. Venía de escribir La tierra desnuda, que abarcaba 80 años de la vida del protagonista y me había costado mucho trabajo. Además, era un año cargado de ilusiones, parecía que se iban a producir cambios importantes, era una fecha redonda y me resultaba muy interesante hacer que justo en 2020 Sara cumpliera 40 años y cambiara su estilo de vida por completo. Estaba muy ilusionado porque el personaje, la historia, el marco temporal…, todo funcionaba. Hasta que llegó el mes de marzo y nos confinaron. Por supuesto, no quería contar la historia de una ingeniera encerrada en su casa. Así que tomé un respiro de unos meses y a finales del primer verano pandémico retomé la novela, reestructurando el marco temporal. De este modo, lo que iba a ser el principio de mi primer proyecto de novela, los últimos compases del 2019, se convirtió en el final de Planeta invernadero. Creo que el cambio vino muy bien porque precisamente 2019 fue el año de la concienciación climática, con los jóvenes liderando las marchas mundiales en pos del cambio. Fue un punto de inflexión, ya nadie podía decir que no se había enterado de las consecuencias del cambio climático. En definitiva, mi intención inicial no fue escribir una novela prepandémica, pero considero que el cambio me vino muy bien.

 

Hasta donde tengo entendido, usted también se dedica al activismo ecológico. ¿La escritura es un apéndice de su activismo? ¿Cree que la literatura tiene la capacidad de mover conciencias y hacer que la gente cambie?

En la actualidad tengo el activismo bastante abandonado porque requiere un tiempo, un compromiso y un trabajo que ahora vuelco en la literatura. Pero sí, estuve en asociaciones y plataformas que defienden la preservación de mi municipio Monachil; también mantengo una estrecha relación con Ecologistas en Acción, sobre todo con la gente que se moviliza en Granada. Quizá la literatura se pueda entender como una forma de activismo, aunque yo no distingo entre la literatura y la vida o entre la realidad y la ficción. En mis novelas cuento lo que soy, el mundo que veo y las reflexiones que pasan por mi cabeza. Creo que si el autor desarrolla una mirada diferente y es capaz de volcarla en su obra, aporta una nueva manera de observar el mundo al lector y puede que esto le ayude a abrir su mente. Sin embargo, dudo de la capacidad de las creaciones literarias de transformar la sociedad. Rachel Carson publicó Primavera silenciosa en 1962 y consiguió vender unos 600 000 ejemplares en un mes. Su ensayo advertía de los efectos nocivos del uso de los pesticidas sobre el medio ambiente; consiguió que se prohibiera el uso del DDT en Estados Unidos y que abrieran la primera agencia de protección medioambiental del país. Pero 70 años después seguimos sufriendo los mismos problemas que denunció Rachel Carson. Entonces, me planteo una pregunta: ¿en realidad hemos avanzado tanto? No podemos negar que hemos desarrollado un sistema de control medioambiental, pero seguimos permitiendo la contaminación y la sobreexplotación de los acuíferos y que la tierra día tras día pierda su fertilidad. El libro de Carson tuvo sus efectos positivos, desde luego es la segunda obra de divulgación científica más leída después de El origen de las especies de Charles Darwin. Rachel Carson es considerada la abuela del movimiento ecologista actual por la capacidad que tuvo de conectar la vida cotidiana y la ecología al mostrarnos los efectos nocivos de nuestro estilo de vida industrial sobre la naturaleza. Y recuerdo que a mis 20 años leí Primavera silenciosa y que resultó una lectura determinante en mi vida; aunque a nivel político, económico y social no ha producido el mismo impacto. El capitalismo se ha impuesto haciendo que olvidemos el mensaje fundamental que nos quiso transmitir Rachel Carson: no podemos arrasar el medio ambiente por ganar 20 dólares más. Con mi novela, no pretendo cambiar la sociedad, pero me gustaría que algunas personas miren la realidad con otros ojos.

 

Entonces, la novela no es una mera descripción de la situación en la que nos encontramos, hay una crítica abierta…

Planeta invernadero nació con vocación crítica. Es muy curioso que mi primera obra fuera una alabanza y una despedida a la vez de un modo de vida que está desapareciendo delante de mis ojos, y ahora haya escrito sobre nuestro presente, lo que me ha obligado a pasar de un tono elogioso a otro crítico. La novela trata sobre muchos temas de actualidad, pero lo que más resaltaría es la metamorfosis que experimenta la protagonista y narradora porque precisamente es lo que todos deberíamos hacer: cambiar los hábitos de consumo y producción; quizá no sea necesario llegar a los extremos de Sara, pero algún cambio tendremos que hacer porque si no la vida en el planeta tierra (o mejor dicho en el planeta invernadero) va a ser poco más que insoportable.

 

Bueno, Sara no es la única que hizo un cambio de 360 grados en su vida. Según tengo entendido, su historia es muy parecida a la de la protagonista de Planeta invernadero. ¿Fue significativo el cambio para usted?

¡Sí! Se han escrito muchas novelas protagonizadas por mujeres mostrando esta tendencia que consiste en abandonar la vida en la ciudad e iniciar una nueva aventura en el campo. Suelen contar la historia como si fuera una experiencia negativa: lo único que encuentran en los pueblos es hostilidad y no son bien recibidas. Pues a mí me sucedió todo lo contrario, en el campo me han acogido con los brazos abiertos y he sido feliz estos últimos 20 años. Al igual que Sara, renuncié al dinero (vivo con dos duros), al consumo, a la movilidad; y gané en tiempo y ocios sanos en plena naturaleza. También es cierto que yo vine con cierta experiencia previa. Me formé en una escuela de capacitación agraria en Albacete, antes de mudarme, a la edad de 18 años, a Madrid. Me gustaba el ambiente cultural de la capital, pero cuando cumplí los treinta retornó esa vena campesina y pueblerina de mi adolescencia. De hecho, ahora cuando visito Madrid me parece una hazaña increíble el haber vivido 15 años en un lugar tan hostil, agresivo y con tantas malas energías. La hostilidad que muchos personajes literarios encuentran en el mundo rural, yo la hallo en la ciudad. Venirme el campo es la mejor decisión que he tomado en mi vida.

 

¿Por dónde deberían empezar las personas que deseen cambiar su estilo de vida?

Yo les diría que comenzaran por consumir menos. No nos queda otra porque estamos agotando los recursos. No solo nos vamos a quedar sin agua, también sin alimentos. El otro día leí que un español promedio se compra al año una media de 37 prendas de vestir (entiéndase también los complementos tipo zapatos, bolsos…). Pues en vez de adquirir casi cuatro decenas de prendas, que compren solo 15, por ejemplo. Tan solo este acto es revolucionario y no creo que suponga un gran sacrificio para las personas. Asimismo, en vez de comprar productos alimenticios importados y fuera de temporada, que compren los que son de temporada de aquí. No eches a la cesta de la compra naranjas si proceden de Sudáfrica, ni aguacates del Perú, ni corderos de Nueva Zelanda; adquiere productos de España que están también muy buenos y la diferencia de precio es insignificante. Y no es nacionalismo, ni patriotismo, ni chovinismo, simplemente es una manera de evitar que nuestros alimentos viajen 4000 kilómetros con todo lo que eso conlleva. Entiendo que después de un duro día de trabajo en lo último que te fijas cuando vas a comprar al supermercado es en la procedencia de los productos. Sin embargo, estas pequeñas decisiones evitarían la quema de combustibles que solo dañan la salud de nuestro plantea. A nivel más local, la agricultura industrial explota y contamina los acuíferos del país. Gastamos más agua de la que deberíamos. Nos toca cerrar el grifo y abrirlo menos. Y estoy convencido de que lo acabaremos haciendo, pero la cuestión es cuándo: ¿ahora que podemos evitar un desastre mayor o en el futuro cuando el agua no se pueda ni utilizar para labores de regadío?

 

¿Cree que las personas estarían dispuestas a cambiar aunque sea esos pequeños hábitos de consumo?

Yo no soy optimista al respecto. La gente está esperando el milagro de la transición energética; pero si no reducimos nuestro consumo, el coche eléctrico o los paneles solares van a ser de poca utilidad en la labor de hacer nuestras sociedades más sostenibles. Esta mañana he escuchado en la noticia que las aerolíneas están ampliando la capacidad de sus aviones para que más personas puedan viajar este verano. ¡Si precisamente tenemos que hacer lo contrario, viajar menos! En vez de hacer cuatro o cinco escapadas y coger el avión para irte un fin de semana a París y una semana a Tailandia, viaja una única vez al año, o ninguna. Hay una obsesión muy grande por aparentar y mostrar en nuestras redes sociales fotos icónicas. ¿Pero somos conscientes de la locura que es visitar París en tres días? ¡Si se los van a pasar en las colas de espera de los museos! Regresarán agotados y se habrán perdido la experiencia de conocer en profundidad la ciudad de la Torre Eiffel. La sociedad pone el peso sobre los gobiernos y los organismos internacionales para que tomen las decisiones. Sin embargo, ningún gobierno le va a decir a sus ciudadanos que no cojan el coche o que tomen menos el avión; sería un discurso muy arriesgado para un futuro electoral. Por supuesto, reducir el consumo implica cambios en el sector económico, se generará más desempleo, por ejemplo; pero todo es cuestión de reorganizar el mercado laboral hacia nuevos ámbitos. Aunque parezca optimista, no lo soy. Sin embargo, a la hora de escribir me sucede que salvo a mis personajes, porque trato de hacer escuchar las voces valiosas de quienes dicen que el mundo de la agricultura industrial es un infierno.

 

¿Al menos será optimista con las futuras generaciones?

En 2019, fue ilusionante ver a los jóvenes salir a las calles y exigir cambios. Personalmente, sentía mucha vergüenza de que mi hija de 19 años nos echara en cara a los adultos el uso indebido que habíamos hecho de los recursos naturales y cómo nos estábamos cargando el planeta. Fue ilusionante y vergonzante al mismo tiempo. En esos momentos, una jovencísima activista sueca llamada Greta Thunberg nos ponía la cara colorada con sus discursos en la ONU. Esta joven sigue la línea de todas esas mujeres que han dado voz a Sara. Greta tiene éxito, moviliza a las personas, con su presencia en los medios de comunicación y las redes sociales ha conseguido que el número de publicaciones sobre el cambio climático se multipliquen. Por desgracia, la pandemia echó a perder toda esa ilusión. Parecía que el mundo tomaba conciencia sobre lo real que es el cambio climático y los daños a los ecosistemas, pero salimos del confinamiento y las personas volvimos a consumir como si la comida y la ropa se fuesen a terminar al día siguiente. Yo creo que la gente está desesperanzada, lo dan todo por perdido, no creen que ellos sean capaces de liderar el cambio y como los políticos tampoco hacen nada, entonces van a quemar su frustración en la barra de algún bar o en los escaparates de las tiendas. Después de la pandemia, no solo no hemos aprendido nada, sino que hemos ido a peor. Ni siquiera en el terreno sanitario hemos sido capaces de mejorar. No veo que se hayan reforzado los servicios sanitarios, más bien todo lo contrario; ese talón de Aquiles que nos reveló la covid-19 sigue al descubierto. La pandemia remató las ilusiones y los sueños de la gente, que ya no cree en el futuro. Ahora se pretende vivir el presente y aprovechar lo que tenemos, viajando y consumiendo más, es decir, agotando el futuro.

 

Creo que con su libro ha dado en el punto clave del asunto: apelar a la transformación del individuo…

Es que los cambios deben surgir de uno mismo, de nuestros vecinos, amigos, compañeros como sujetos individuales. La sociedad culpa a las energéticas por arrasar el medioambiente sin escrúpulos para conseguir el tan preciado oro negro. Y es verdad. Pero también está en la mano de cada persona que gastemos menos en gasolina o que tomemos el avión menos veces a lo largo de año, como decíamos antes. Eso son decisiones individuales. Sin embargo, no podemos esperar una gran transformación en un planeta que alberga 8000 millones de habitantes. Quizá un millón de personas tendrán esta filosofía de vida, pero ¿y el resto? No soy nada optimista, pero no nos queda más remedio que apostar por esta vía individual. Además todos podemos actuar hoy mismo, por ejemplo, no comprando alguna cosa que seguramente será superflua y dejarás olvidada en un rincón al día siguiente. Fíjese, una amiga me escribió en otoño desde Grecia. Me dijo que todo era muy bonito, pero que por culpa del cambio climático estaba a 40 grados y se moría de calor. Yo le respondí: has hecho unos cuantos viajes en lo que va de año y ahora me escribes desde el Peloponeso para quejarte del drama que es el cambio climático; ¡pues claro y más calor que va a hacer si seguimos así! La gente presupone que la culpa de que uno se cueza de calor en Grecia la tienen otros. Pues no, cada uno de nosotros somos pequeños responsables también. Todos debemos asumir nuestra parte de la responsabilidad, y espero que Planeta Invernadero sirva para que nos demos cuenta de ello. Aunque creo que he plasmado una visión del mundo compartida por bastantes personas, los lectores me escriben y muestran su estima a Sara y mis ideas, la empatía sirve de poco si no tomamos acción, si no respetamos el medio ambiente y no consumimos menos. No terminamos de dar ese paso que consiga alinear nuestro convencimiento de que el mundo no está bien con nuestras acciones. Con este libro he querido dar un paso y contar todo lo que sucede y, por supuesto, exhortar a las personas a que no sigan así.

 

En el libro hablas también de la inmigración.

El mundo agroindustrial (aunque esto que voy a decir se puede aplicar a otros campos de la industria) está directamente conectado con la desigualdad y la explotación laboral, premisas fundamentales para que nuestro sistema de producción y económico funcione. ¿Qué sucedería si de golpe y porrazo se prohíbe la inmigración y expulsamos del país a quienes ya están? La mitad de las explotaciones agrícolas tendrían que cerrar. Lo primero que tenemos que tener en cuenta es que no nos podemos quedar indiferentes viendo morir a los inmigrantes africanos a las puertas de España; tendríamos que poner todos los medios del mundo para evitar que eso suceda y ahora mismo hacemos más bien poco: dar a Marruecos la potestad para que haga el trabajo sucio. Una vez dentro del país, esa gente se encuentra estacionada en un limbo legal, no cuenta con papeles, por lo que son susceptibles de ser explotados. Se dan casos, como uno que cuento en la novela, de trabajadores inmigrantes en invernaderos que una vez terminaron su labor, no les pagaron y encima les amenazaron para que no dijeran nada. Tampoco pueden acudir al cuartelillo de la Guardia Civil porque sobre ellos pende un expediente abierto de expulsión. Por eso, lo primero que haría es terminar con estas condiciones pésimas porque esto también afecta a los trabajadores españoles, o si no que les pregunten a las miles de mujeres que se encargan de embalar los productos que luego viajaran por toda Europa y que trabajan en condiciones indignas. Incluso muchos agricultores propietarios con los que yo hablé se autoexplotan porque los márgenes de beneficio, a causa de los elevados costes de producción y los precios tan bajos que les paga el mercado, no son suficientes para cubrir sus necesidades básicas. Claro, al sufrir esa condición de autoexplotados, se creen con el derecho de abusar laboralmente de otras personas. Es un círculo perverso. Por esa razón, a todo inmigrante que encontrara un trabajo lo regularizaría de inmediato y, de hecho, perseguiría a los empresarios que tienen empleados a gente sin papeles y sin contrato. En el fondo, interesa que exista esta masa de trabajadores ilegales, así el sistema puede mantener los salarios por los suelos.