La paloma y el elefante: la historia de Frida vs Diego

La paloma y el elefante: la historia de Frida vs Diego

“Es la boda de una paloma y un elefante”, palabras de la mamá de Frida definirían mejor que nadie a la inmortal pareja.

Frida vs Diego (Veka Duncan)

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Cuando Frida Kahlo le anunció a sus padres su matrimonio con Diego Rivera, en esa ocasión su madre sentenció: “Es la boda de una paloma y un elefante”. Aquella frase, hoy muy famosa, ha sido utilizada un sinfín de veces para recalcar las muy evidentes diferencias físicas entre la famosa pareja de artistas, Diego siendo un hombre más que robusto de un metro ochenta, y Frida una mujer menudita, pero, sobre todo, muy frágil. Es cierto; a primera vista la suya era una relación muy poco probable.

Son ampliamente conocidas las vicisitudes que vinieron tras su boda en 1929, pero más allá de los tormentos amorosos que han llenado nuestro imaginario en torno a estos iconos del arte mexicano, vale la pena mirar con más detenimiento cómo la metáfora de la paloma y el elefante nos ayuda a entender, quizá, con mayor contundencia que cualquier otro concepto, sus diferencias como artistas. Frida y Diego fueron tan disímiles en su aspecto como en sus búsquedas estéticas; podríamos asegurar que fue precisamente esta discrepancia tan sustancial su fisionomía, lo que les llevó a recorrer universos plásticos tan distintos.

En el caso de Frida, quizá como en pocos, su biografía es completamente indisoluble de su obra, y esto se debe en gran medida a que su existencia estuvo marcada por el hecho de habitar un cuerpo enfermo. Fue, incluso, este contacto con la enfermedad, o más aún, con la discapacidad, lo que puso el arte en su camino. 

Frida Kahlo, “Diego y yo” (1949, autorretrato dedicado a Florence Arquin y Sam Williams).

Frida Kahlo, “Diego y yo” (1949, autorretrato dedicado a Florence Arquin y Sam Williams).ALBUM

La pintura como antídoto

En 1913, a la edad de seis años, Frida contrajo una poliomielitis que la dejó marcada de por vida: su pierna derecha sería para siempre más delgada que la izquierda. Otra huella quedó entonces perfilada de forma indeleble en su biografía, el confinamiento. La polio la obligó a permanecer en un encierro involuntario, lejos de otros niños una suerte de premonición de lo que vendría. Aquella experiencia sería de algún modo evocada en su obra de 1938, Niña con máscara de muerte, en la que se observa a una pequeña de vestido rosa en un entorno de total soledad portando una máscara inspirada en las calaveras de azúcar tan populares de México en Día de Muertos, señal de una niñez marcada por la conciencia plena de lo efímero de su propia existencia.

Años después, Frida viviría una segunda y muy traumática convalecencia. La historia es bien conocida: el 17 de septiembre de 1925 iba a bordo de un camión hacia lo que hoy es el Centro Histórico de la Ciudad de México, cuando un tranvía colisionó con su vehículo. Su cuerpo quedó roto, de una manera muy literal. Aquella pierna debilitada por la polio se quebró en 11 partes, a lo que se sumaron varias fracturas más: tres en la columna, dos en las costillas, tres en la pelvis y una en la clavícula. Por si fuera poco, un tubo le atravesó el vientre y la vagina. Desde ese momento, su cotidianidad estuvo marcada por las visitas a hospitales, las cirugías con un total de 32 a lo largo de su vida y la consecuente inmovilización durante largos periodos. Los corsés, el yeso, las muletas y, eventualmente, las prótesis se convirtieron en sus accesorios. Fue así como Frida tuvo sus primeros acercamientos al arte, actividad a la que recurriría para paliar el encierro de una larga y dolorosa recuperación.

Nunca pensé en la pintura sino hasta 1926 cuando tuve que guardar cama a causa de un accidente automovilístico. Me aburría muchísimo ahí en la cama con un corsé de yeso [...] y por eso decidí hacer algo. Robé unas pinturas al óleo de mi padre, y mi madre mandó a hacer un caballete especial, puesto que no me podía sentar. Así empecé a pintar”.

Tal y como le narra a Julien Levy, en este encuentro, de algún modo terapéutico, con el arte, su familia jugó un papel preponderante. Su padre, sobre todo, ejerció una influencia fundamental; sin duda, de él heredó la veta artística, siendo un fotógrafo connotado, también adquirió a su lado algunas de sus primeras habilidades técnicas al ayudarle a colorear sus retratos desde muy joven. La madre, por su parte, no sólo le facilitaría ‘un dispositivo muy chistoso’, como también describió a su caballete adaptado, sino que fue ella quien le mandó construir un techo a su cama para colocarle aquel famoso espejo que le permitía retratarse a sí misma. Frida encontró así la inspiración en su propia imagen, recurriendo a partir de entonces al autorretrato como vehículo de expresión principal.

El confinamiento y la discapacidad llevarían a Frida a explorar el ámbito de lo doméstico como primer espacio de inspiración. Esto no quiere decir que fuera ajena a lo que sucedía afuera; provista de un gran bagaje cultural, particularmente gracias a los libros, tenía un vasto conocimiento de la historia del arte que aplicó en su propia obra. También es de notar su interés en la prensa, reflejado, sobre todo, en Unos cuantos piquetitos, obra de 1935, que retoma la noticia de lo que hoy denominamos como feminicidio. Pero, ante todo, Frida encontró en su entorno más inmediato los motivos que ahora aún identificamos como muy propios de su obra. Ya vimos cómo esa primera vivencia de encierro tras el accidente dio forma a una autoexploración pictórica, pero igualmente encontraremos en esos años una producción de retratos de otros, amigos cercanos y familiares, principalmente; es decir, aquellas personas que estuvieron presentes en su proceso de recuperación o que, como en el caso de Miguel N. Lira, animaban a la joven artista con comisiones. Muy pronto, el retrato se convertiría en una temática frecuente en su obra. Así también, veremos cómo sus mascotas poblaron sus lienzos y que recurrirá en esas primeras etapas a temáticas como el bodegón, escena muy propia de la vida en casa, del mismo modo presentes en el corpus de su obra hasta sus últimos días. 

Muchos de los historiadores de la icónica pareja coinciden en que parte del mito o leyenda que envuelve a Frida, en buena medida, se debe a su singular relación con Diego Rivera.

Muchos de los historiadores de la icónica pareja coinciden en que parte del mito o leyenda que envuelve a Frida, en buena medida, se debe a su singular relación con Diego Rivera.Getty Images

El viejo Coyoacán

Asimismo, hay en el trabajo de Frida una visión que podríamos clasificar como regionalista, pues el contexto en el que se encontraba su hogar familiar marcó también en gran medida su plástica. Nacida y avecindada en Coyoacán, entonces un pueblo alejado de la capital, se empapó de las tradiciones que ahí se conservaban a pesar de la modernidad que ya ganaba terreno en la gran ciudad. Iglesias barrocas, pulquerías populares y un vibrante mercado, fueron los escasos escenarios a los que podía escapar en una cotidianidad de movilidad limitada. Cuentan quienes tienen edad para haberla conocido, que el bullicio casi de pueblo que aún se vivía en ese enclave colonial la atrapaba. No es de sorprender que llenara su casa con artesanías hechas por manos indígenas o que incitara a sus alumnos a hacer murales en la pulquería La Rosita, a unos pasos de su propia casa. Tampoco debería extrañarnos que la cultura visual de ese México popular permeara en su trabajo. En la Casa Azul se conserva, por ejemplo, su colección de exvotos, pinturas hechas por artistas vernáculos para agradecer la intervención divina en sus momentos de mayor angustia, y que fueron una fuente de inspiración continúa para la obra de Frida. Lo local, entonces, va a ser un motivo en su pintura.

Mientras Frida se enfrentaba a su confinamiento, Diego se convertía en trotamundos. Desde 1909, se había aventurado a Francia, instalándose en el centro de la vida intelectual de París, donde incursionaría en el arte de vanguardia. Frecuentaba los cafés donde cobraron forma las grandes ideas literarias y artísticas de su tiempo, y donde llegó a protagonizar calurosas peleas con personajes como Pablo Picasso, precisamente por la autoría de algunas de ellas. Durante los veranos, se paseaba por la campiña española y los bucólicos canales de Brujas para ejercitar su pincel. Ya desde sus años estudiantiles en México, la pintura al aire libre había sido central en su formación; a menudo emprendía excursiones con sus profesores, como José María Velasco, para pintar las montañas y los volcanes que circundaban a la Ciudad de México. De regreso en su país natal, en 1921, decidió adentrarse aún más en su paisaje, y también su gente, con un recorrido por el istmo de Tehuantepec. Diego era entonces un viajero, actividad que siguió ejerciendo aun tras su matrimonio con Frida; ella, en cambio, vivió casi su vida entera en la casa de su infancia.

Esta diferencia sustancial en sus experiencias de vida permea en sus composiciones, de manera que es en el manejo del paisaje en donde encontramos uno de los grandes contrastes de la pareja. Mientras que la mirada de Diego abarca grandes extensiones, con planos amplios y horizontes lejanos, la de Frida se constriñe a un ambiente cerrado, incluso podríamos decir un tanto asfixiante, que da como resultado una perspectiva plana: se trata de un paisaje “estrecho, limitado, reducido a dimensiones inconcebibles, como si se tratara de un pequeño teatro en donde se pusiera en escena su propia vida”, como explica la historiadora del arte Araceli Rico en Frida Kahlo. Fantasía de un cuerpo herido. El teatro del que habla se montaba en un espejo, una recámara y una silla.

El primer matrimonio de Frida con Diego fue en 1929, una década después se divorciaron, sin embargo, el destino quiso que se reconciliaran y en 1940 se casaron por segunda ocasión.

El primer matrimonio de Frida con Diego fue en 1929, una década después se divorciaron, sin embargo, el destino quiso que se reconciliaran y en 1940 se casaron por segunda ocasión.Getty Images

La militancia de Frida y Diego 

Pero quizá donde cobra mayor relevancia la metáfora del elefante y la paloma es en los formatos que cada artista hizo propio. La obra de Diego fue tan monumental como sus proporciones de paquidermo, siendo la pintura mural el ámbito en el que más destacó. Desde su regreso a México en 1921, se integró a las filas de un movimiento formado a la luz del proyecto de nación impulsado por los gobiernos emanados de la revolución, mismo que ponía al pueblo en el centro. El muralismo, entonces, implicaba la realización de obra pública y, por lo tanto, de un marcado compromiso social al que Diego se afilió con gran convicción como militante del comunismo. De este modo, la lucha obrera y sindical, los derechos campesinos, la reivindicación de los pueblos indígenas, el colonialismo y las desigualdades, fueron las temáticas que le obsesionaron.

El carácter público y social de su obra derivó a su vez en la construcción de un personaje de las mismas dimensiones; el pintor participaba en el debate político, lo entrevistaba la prensa, hacía apariciones en eventos, recibía visitas en los edificios que intervenía y otras más en su propio estudio, donde retrataba desde personajes de la farándula hasta esposas de empresarios. Lo mismo aparecía un día encabezando una protesta callejera que codeándose con funcionarios en un coctel. Era, como decimos en México, “ajonjolí de todos los moles”.

Si bien Frida también militó en el comunismo y luchó del brazo de Diego en las causas obreras es muy conocida la fotografía de ambos al frente de la delegación del Sindicato de Pintores, Escultores y Grabadores Revolucionarios en la marcha del 1 de mayo de 1929 su frecuente inmovilidad la obligó paulatinamente a sustraerse más bien a un mundo interior, literal y metafóricamente. Como famosamente le respondió a André Bretón cuando la definió como surrealista, ella sólo dijo que pintaba su propia realidad. Esta realidad, como ya vimos, pasaba por el entorno de la casa y sus personajes, aunque también por lo más íntimo. Frente al dolor físico y emocional de vivir dentro de un cuerpo roto, el lienzo se convirtió para ella en un medio de sublimación donde, quizás, sí visto a través del prisma de lo onírico, fueron más bien sus luchas personales las que tomaron protagonismo sobre las sociales. Es, entonces, ahí donde encontramos la mayor expresión de Frida vs Diego: los trazos de ella encarnan sus más crudas emociones, mientras que los de él buscaban simbolizar las de todo un pueblo.

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