Cinco poemas de Millán Cruz Hernández XXXVII Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2024 Saltar al contenido

Cinco poemas de Millán Cruz Hernández

miércoles 8 de mayo de 2024
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Pertenezco al Oeste

Pertenezco al Oeste,
no hay viento ni alto muro
que me excluya.

Soy de una raza egregia
de recios y robustos soñadores.
No podrá partirme el rayo
ni el hacha de la duda, tampoco
el filo hiriente de la pluma.

Desde el inicio, lejanamente,
pertenezco al aire limpio y puro
que llena las estancias, domino
todo el ambiente inmenso
entre el Este, el Norte y el Sur.
Soy la hoja perenne de la encina
que no se altera, resiste,
ni cae, ni se adormece.

Pertenezco a un batallón
de aguerridos gladiadores:
No hay lanza ni espada capaz
de abocarme hacia la muerte.
Soy lluvia caída de la nube
que sumisa besa el suelo, asciende
y vuelve hecha tormenta.
No hay desierto bastante
que deseque mi torrente.

Pertenezco a la llama viva
de un fuego rojo inagotable,
no existe noche oscura
que me apague y me consuma.
Soy vigor de la tierra,
no desfallezco fácil
aunque el arado me rasque
y pretenda en vano dividirme.

Pertenezco a las aguas
de torrentes, ríos y océanos.
Soy gota de lluvia transparente
que llena los mares procelosos.
Soy velero de espuma incandescente,
bogando silencioso en lo profundo.

Pertenezco al sol, a los planetas,
a la Luna y las estrellas:
Soy luciérnaga animosa
que bebe de su luz, de su energía.
Soy un componente de la vida,
también habité el Jardín del Edén:
Me hicieron del barro primigenio,
no hay manzana que envidie
ni serpiente lisonjera que me engañe.

Pertenezco al alma de los sueños,
los mares de galaxias.
Soy suspiro que calcina las brasas
que con su aliento vital
quisiera inútilmente consumirme.

Pertenezco a los hombres,
soy esencia de la humanidad
que completó el ciclo de la vida.
El dueño del cielo y tierra,
a una raza milenaria pertenezco,
no me dominan palabras esdrújulas
ni cortantes silencios pretenciosos.

Soy rey en el Oeste,
fulgor y antorcha, no hay
un solo Dios que me dispute el trono.

 

Roto el hechizo de los sueños

Te dije adiós
y tú lo repetiste.
Ya no caminaremos juntos
como antes,
ni miraremos en la misma dirección.
Tampoco, cada noche,
cruzaremos los abrazos.
No me susurrarás,
ni yo contemplaré tus ojos.
Quizás alguna lágrima
resbale desde el alma.

Juramos vivir eternamente juntos.
Íbamos a morir juntos para siempre.
Me dices adiós
y yo te lo repito.

Mañana,
deambularemos entre otras gentes,
hablaremos de otros temas,
pensaremos otros sueños;
moriremos por otros sufrimientos.
Pensábamos seguir la misma senda,
acabar la vida juntos.

¿Te paraste a pensarlo?:
Adiós es separarse, olvidar el pasado,
cortar el hilo que nos unía.
A partir de hoy,
nos citaremos con otras personas.
El sol te calentará a ti,
a mí me calará la fría lluvia.

¡Cuántas cosas nos quedan por hacer!
Pero es momento del adiós.
Sin usar me quedan:
Abrazos para el cuerpo y besos en los labios,
caricias en las manos, palabras en la boca,
pasión en el corazón, aturdimiento.

No se puede luchar contra el destino,
ni siquiera el poeta lo consigue.

Cuando llega el momento del adiós
se abrocha la noche con el suelo,
se rasga el aire, sin hacer ruido
se rompe el hechizo de los sueños.

 

Naves, nubes, sombras…

¡Abrid los ojos!
¡Amad sin tregua!
¡Vivid deprisa!

Como las naves,
igual que las nubes,
como sombras,
como un fugaz relámpago
sin vida propia,
así pasan los hombres.

La vivencia breve,
la tímida existencia
es una interminable pasarela:
cual la corriente del río,
del mar las olas,
los pies ligeros del viento,
tal vez una mirada.

Tras otros unos
vamos desfilando
sin dejar siquiera
un rastro de humo,
ni tampoco huellas
como senda visible
que seres venideros
seguir pudieran.

En un parpadeo fugaz
se va la vida,
sin tiempo para amar;
un sueño de un segundo,
una quimera que termina
con la ilusión fundida,
en tierra sepultada.

Un beso traicionero
una mota de polvo
llevada por el viento.

 

La vieja encina seca

Cuando la tarde gris,
Ha doblado su cintura,
Como un monje erguido
Con los brazos abiertos
Que dirige al cielo su plegaria,
Con el hábito y cochambrosa,
Se mantiene de pie
La vieja y seca encina.

Pareciera vertebrar,
Con la vida del alma,
El espinazo de la tarde.
Una mano seca, encallecida,
Se muestra codiciosa,
Como queriendo extraer
Del aire pasajero,
El aliento de vida que perdió,
Un pellizco de carne.

Se muestra impasible,
No se inmuta:
La encina difunta
Con su lenguaje mudo
Manifiesta un oculto secreto,
Un saber de la vida
Que reserva humilde
En sus entrañas,
Donde su sangre quedó
helada para siempre
y consumida.

La vieja dama ya decrépita,
Con la carga de soles que soporta,
En su orgulloso tronco guarda
Con celo su oculto misterio.
Con la luz de la Luna,
Las sombras de sus brazos,
Nerviosas se agitan
Como si quisieran agarrarse
A las últimas historias de su vida;
Decir adiós, calladamente,
A las hermanas frondosas
Que sin hablar la miran,
Con su seco y apagado
Zarpazo de silencio.

 

Un día los cerezos…

En una fecha por llegar
Los cerezos en flor
Vendrán a asomarse a tu ventana,
Huyendo de la luz
Que los viste en las mañanas.
Se estremecerán con frío,
Cuando la noche llegue
Y cierre sus cortinas.

Entonces yo,
Me agitaré nervioso en tus palabras,
Tal vez me acerque hasta tu puerta
O me quede vagando
Por los incontables
Senderos de la vida:
Caminaré a ciegas por los bosques,
Musitando poemas a las flores,
Cantándole romanzas a los ríos,
Bailando entre los pinos
La danza de la muerte.

Mi boca
No te dirá nada
Con el agua de lluvia,
y los pies ligeros del viento
Me llevarán trotando,
Cabalgando desnudo
Sobre el perfume de las rosas.

Entonces, calladamente,
Rescatarás para mí el palpitar
Violento, el alma ausente
De una exuberante primavera.

Millán Cruz Hernández
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