Ay, la nostalgia

Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza

Ay, la nostalgia

Joaquín Sabina.

Joaquín Sabina. / Jordi Cotrina

Canta el estribillo de Mixtape —de Delafé y La bien querida—: «Ay, la nostalgia, otra vez la nostalgia». Y nada más. En bucle. Porque hay nostalgias que también lo son. En cambio el estribillo de Con la frente Marchita —de Joaquín Sabina— dice: «No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió. Mándame una postal de San Telmo. Adiós, cuídate. Y sonó entre tú y yo el silbato del tren». Porque hay otras nostalgias que nos explotan con un detonador detallado y específico como los treces dígitos de un código de barras. Y aunque no imaginan lo mucho que me toca la patata la canción del de Jaén —y madre mía, qué escándalo cantada por Adriana Varela—, se equivoca Sabina. Hay una nostalgia peor, que es aquella en que coinciden ambas. Ese converger en el alma de los recuerdos de aquello que fue mostrándonos la línea recta fracturada hacia todo lo que pudo —y hasta debió— haber sido. Hay agujeros que se ven con más nitidez que el vestido.

Y aunque el lector tendrá sus ejemplos en carne propia —qué humano no—, escribo desde uno mío reciente. Y reincidente. Recién aterrizada de unos días en Ibiza, mi Ibiza, muy bien acompañada por unas amigas foráneas. ¡Por lo que más quieran, vayan a la isla ahora, en mayo! Dejen julio y agosto a gilipollas y turistas. Conozcan Anar a maig, que les lleva en vuelo directo a nuestra historia de décadas atrás; el Medieval, que les transporta aún más lejos. Acérquense a las señoras mayores vestidas de payesas que encordan sillas, o tejen mantones o espardeñas y pregúntenles sin dudar cómo hacían esto o aquello. Corran, antes de que las excavadoras retiren toda la posidonia seca de las orillas de las playas para que nada disturbe el baño a los vacacionistas.

Y aunque hay demasiados rincones donde la memoria me pone a caminar descalza entre cristales, llevo a mis invitadas sobre todo por esos lugares que un día fueron otra cosa. Única, preciosa, que ya no está o todavía peor: que ahora ocupa un mamotreto y solo escarbando entre la cada vez más grande capa de hojarasca, las llevo una y otra vez a esos contadísimos sitios que siguen siendo nuestros. Y trato de explicarles cosas como qué es la insularidad, con cuatro ejemplos tontos que subtitulan sus mundos y el nuestro, como que nos llega este producto pero no este, este o este, y que sea el que sea que llega, es más caro, porque hay que pagarle el viaje. O cuando me reencontré con los antiguos compañeros de la escuela y de más de cuarenta, solo tres fuimos a la universidad. No porque nuestros padres no quisieran un hijo abogado o arquitecto, sino porque para estudiar había que salir y por lo tanto, poder pagarlo. Y si en una isla pequeña como esta, cada vez más se hace por y para los de fuera, ¿a nosotros qué nos queda? ¿nosotros, dónde vivimos? Y ellas, con los pies colgando en algún mirador con vistas a Formentera, asienten. Aunque todos sabemos que es imposible entender del todo lo que no se ha vivido, querer conocer su pasado, su presente y el futuro que podría —y hasta debería ser— es empezar a quererlo.

Por aquí me llevaron arrastrándome del pelo. De aquel balcón me desahuciaron y recorrí esta acera con lo poco que me quedaba entre los brazos. Pero como por fortuna todavía distingo entre los dolores lo importante de lo urgente, en lo más alto de la lista estarán siempre los dolores colectivos. Aquí había un descampado en el que aprendí a conducir. Aquí aprendí a nadar. Nos bañábamos dejando todo solo, con la certeza de que nadie te robaría la cartera. Este restaurante era la zapatería de mis tíos. Aquí estaba el edificio abandonado que se quemó. En verano vivían entre 60 y 80 personas dentro. Prácticamente todos, con trabajo, pero sin poder pagar una vivienda. ¿Veis aquellas caravanas y coches? No es un parking, sino un asentamiento. Dentro de algunos días irá la policía a decirles que se tienen que marchar, que les perdonen, porque también ellos tienen compañeros viviendo en coches en asentamientos que se van moviendo para que nada disturbe el paisaje a los turistas.

A saber si por eso regreso siempre de Ibiza, mi Ibiza, con el cuerpo y las neuronas cansadas. Porque en mi espectro nunca jamás podrán estar solamente las playas y me la traen flojísima los carteles de las discotecas, los reservados y los beach clubs y veo no importa dónde la muevan los lugares en que habita la injusticia y la necesidad. El agujero en el vestido. Y precisamente porque soy ibicenca, a mí que no me vengan con que es una isla de acogida mientras se expulsa a los suyos. A los nuestros. Esta hemorragia con prisa y sin pausa de todo aquello que era nuestro. El prodigio de recuperar el Teatro Pereyra lo es menos si se solapa con la pérdida del Club Náutico. Y así seguimos. Llámalo Ibiza, llámalo tantos sitios…

Un día de estos nos encontramos en Vara de Rey como Sabina en la Plaza de Mayo, cantando:

«Hoy fui a pasear y al llegar a la Plaza de Mayo me dio por llorar y me puse a gritar: ¿dónde estás?»

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