Así andaban las cosas hace doscientos mayos | Opinión | Guillermo Fatás

Así andaban las cosas hace doscientos mayos

Así andaban las cosas hace doscientos mayos
Así andaban las cosas hace doscientos mayos
Lola García

Hace dos siglos, en mayo de 1824, mandaba en Aragón, por cuenta de Fernando VII, el capitán general Pedro Le Gallois de Grimarest, soldado bregado en el combate. Y fue tan partidario del absolutismo que, aguerrido carlista a la muerte de Fernando, murió desterrado en Filipinas. 

Estaba listo para recibir a una división francesa, de las varias que venían a sostener al rey felón que había, primero, jurado y abjurado luego de la Constitución. Zaragoza, como el resto de España, estaba dividida en este punto y abundaban en ella los constitucionales, que se veían de nuevo vencidos.

El 25 de abril amaneció en el mercado un pasquín insultante para el rey, sus defensores y el clero. Aunque los guindillas lo quitaron enseguida, se armó una buena. Se organizaron cuadrillas en busca de los liberales en sus casas y escondites y "les iban sacudiendo con palos, lo que puso la cosa en bastante desorden", narra un testigo. Grimarest se personó, exigió calma y se la prometieron, pero, "a breve rato que se había marchado, volvieron de nuevo a lo mismo de lo que resultaron algunos atropellamientos, así en el Coso como en el Mercado". El intendente de Policía, que intentó apaciguarlos, resultó "insultado con palos y varas en la calle de la Hilarza –Casta Álvarez– y le fue preciso retirarse".

Grimarest, enfadado, emitió un bando conminatorio contra los liberales: había pedido orden "en un lenguaje paternal", pero "amenazar la vida del rey Nuestro Señor, de su augusta familia y leales realistas, atacando al mismo tiempo, a la religión y a sus venerables ministros, me ha cerciorado de que los díscolos no me conocen todavía". Para que se enteren, empleará su natural temperamento ("el carácter y firmeza que me es genial") y será inflexible "en relación con los sagrados derechos del rey y el mantenimiento de la religión católica, apostólica y romana, en toda su pureza". Y sigue: "La espada de la justicia amaga a vuestras cabezas. Las medidas blandas y suaves de que me he valido hasta el presente serán sustituidas por las más rígidas y ejecutivas providencias". Aunque lo más sonado del decreto fue la exigencia de la entrega de armas, de fuego o blancas, en poder de quienes no debían tenerlas. Hubo paz.

Pero los franceses se acercaban y las buenas gentes tenían miedo. Hasta 1814 habían sido el enemigo por antonomasia. Por eso, el 18 de mayo, el general atribuye la "inquietud" a quienes conciben "insanos planes", pues los franceses de ahora "nos han ayudado a dar la libertad a nuestro amado soberano, don Fernando VII, y a destituir la horda de revolucionarios que le habían privado de ella, por lo que saben respetar y sabrán sostener la soberanía absoluta del rey Nuestro Señor, que Dios guarde, así como nuestras antiguas, leyes y costumbres, políticas y religiosas". Fernando es ayudado por Luis XVIII de Francia, "dos soberanos, unidos con los estrechos vínculos de la sangre, amistad e intereses de ambas naciones". Pide el militar que, "penetrados todos de las mismas ideas de amor a la religión y al rey, por quien hemos peleado tanto tiempo, y pelearíamos hasta morir, no se vean en este reino, ni en su heroica capital, más que nuevas pruebas de amor y fidelidad a nuestro Augusto Soberano, Fernando VII" y "la más ciega obediencia a las órdenes de Su Majestad". El día 20 empezó a entrar en Zaragoza una división francesa. Y fue de ver que Grimarest, al salir montado para recibir al jefe, que llegaba precedido de música y banderas, "se cayó del caballo, y aunque no fue cosa mayor, no dejó de estropearse y lastimarse el codo y el brazo, por cuya causa no pudo seguir".

Beethoven estrenaba su Novena Sinfonía, Goya se iba a Burdeos y en Zaragoza los vecinos se zurraban mientras entraban los franceses en ayuda de Fernando VII

Goya y Beethoven

En esos días, Goya desconfiaba de la situación. Era funcionario en la Corte, por ser el más caracterizado pintor del rey. No debía, pues, moverse ni viajar sin pedir permiso a Palacio. Lo hizo, por motivos de salud (que no eran falsos) y el rey lo concedió sin inconveniente, manteniéndole la paga. Recién concluidas sus catorce ‘pinturas negras’, que aún siguen resultando pavorosas e inquietantes, regaló la Quinta del Sordo (como la llamaban) a su idolatrado nieto Mariano y se marchó a Burdeos, donde, sordo del todo, envejecido y, al final, maltrecho por una caída, había de morir un lustro más tarde.

Casi a la par, en mayo de 1824, Beethoven estrenó su Novena Sinfonía, cuya parte coral tiene hoy por himno la Unión Europea. El músico de Bonn tampoco moriría en su país, sino en Austria, un año antes que el pintor aragonés, igualmente sordo y físicamente mermado como él. También como él había sentido atracción por Bonaparte y sus propósitos iniciales, si bien, finalmente, lo repudió por su faceta de déspota. El español y el alemán fueron espíritus libres.

Goya no fio en la hermandad humana tanto como el músico, que dio alas a un férvido canto del inspirado Friedrich Schiller, diez años mayor que él, loando la Alegría y la Fraternidad universales. Un Goya ya sombrío soñaba gente hablando a palos como los que se daban los zaragozanos de aquel mismo entonces, cuando los generales se caían del caballo. Algo sí hemos mejorado.

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