The Wonderful Story of Henry Sugar (2023) - CineSpecular
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The Wonderful Story of Henry Sugar (2023)

Anderson sigue puliendo su estilo. Cada vez se hace más meta. Aquí nos quiere hacer pensar sobre la narrativa y para eso nos sitúa de frente a Roald Dahl. Será él quien nos cuente la historia que, a su vez, escuchó a otro. Y así, entre dimes y diretes, llegamos al relato primigenio, que da pie a todos los demás. Las capas narrativas no son accesorias, sino resortes que nos hacen reflexionar sobre el arte de contar. Así llegamos a Henry Sugar, quizás el prototipo de relato occidental. Pero, viéndole, podemos atisbar lo más profundo de la existencia humana: el sentido de la existencia. Todo, claro, aderezado con el estilo andersoniano.

Depurando un estilo

Es notoria la gramática visual que posee el director Wes Anderson, como se decía al analizar The French Dispatch (2021). No es tan obvio, sin embargo, el nivel de artificialidad que se va imponiendo en su estilo. Si antes se buscaba una puesta en escena perfecta, ahora se quiere recordar al espectador que está viendo una película. Y, por esto, toda perfección técnica aparece como impostada: se muestran los escenarios y los movimientos entre estos, los personajes se mueven e interactúan con otros haciéndonos entender que son actores interpretando un papel. Todo lleva a querer ahuyentar al espectador de la asimilación: la ficción no es la realidad, sólo una mímesis.

Se sigue abrazando lo kitch, aunque ahora, al ser todo pretendidamente artificial, el nivel de separación del público con la obra es mayor. La composición del plano y los movimientos de cámara se siguen moviendo en su universo, al igual que la paleta de colores y las simetrías. Pero, hay más secciones, más pausas, menos continuidad narrativa. Se tiene la sensación de ver, no ya una película, sino un conjunto de sketches. Están unidos temática y visualmente, pero su composición hace entender que son planos narrativos distintos. Si esto se hacía anteriormente con la resolución de aspecto, ahora se incluye también la coloración.

En este primer cortometraje, se encuentran cuatro niveles de narración. Mientras que en sus anteriores filmes las historias se interrelacionaban entre sí, aquí se esconden una debajo de otra, como un juego de matrioskas. Cada nivel sólo se comunica con el anterior y el posterior. Y cada profundización se vuelve cada vez más artificial. El primero era una casa con apariencia real, el segundo y el tercero son un conjunto de sets, el cuarto abraza directamente la animación.

El fuera de campo, siempre importante en su cine, ahora adquiere otra dimensión. Lo que no veamos, va a ser caracterizado por los personajes. Si no vemos un espectáculo, el protagonista –del relato– nos lo va a representar. Si no hay profundidad, el personaje va a simular que anda. Si el set es ficticio, vamos a abrazar la ficción con coches de cartón y paisajes proyectados, con bosques y cajas pintadas. Se está así valorando al actor como conductor de la historia.

Esta depuración lleva a reflexionar sobre la naturaleza del cine. La esencia de este arte se esconde bajo numerosas capas, que con los años se van haciendo cada vez más pobladas. Anderson quiere dar un paso atrás para recordarnos lo poco que hace falta para hacer una película y que ésta funcione. Un set, algunos personajes y, sobre todo, una buena historia. Aunque ya algunos directores hayan hecho esto, es Wes Anderson quien se recrea en el attrezzo y en el set, añadiendo su estilo propio.

Otro punto característico de este nuevo estilo es la dialogización del relato. Siempre los personajes de Anderson han sido apáticos. Sin embargo, a esta inexpresión se une la lectura del guion. No hay un truco que ocultar: vamos a ver a los actores leyendo el guion –el relato dahliano– a cámara, sin ninguna repercusión emocional en su rostro. Es, de nuevo, dar importancia mayúscula al relato sobre el resto. Sigue importando el cómo, pero éste se ha abajado para dar realce al qué. Es la forma entendida como servidora de la historia.

Apurando la metanarrativa

Anderson establece un diálogo con Roald Dahl, con su cuento. Pero el autor hace lo mismo con la historia, quien asegura que le fue contada por un compañero de Henry Sugar. Éste, a su vez, lee un libro que relata cómo un doctor indio conoció a un mago. El feriante, por su parte, le cuenta cómo aprendió a ver sin los ojos gracias a un maestro hindú. A esta sucesión de narrativas, claro, se une la nuestra –como espectadores– con el director de la película.

¿Por qué tantos niveles? Wes está preguntándose en la cinta sobre la esencia del cine y también sobre las historias y cómo éstas se cuentan. Los personajes sólo leen, porque se quiere que el nivel superior tenga siempre el texto fidedigno, que reflexione sobre él sin condicionamientos. Sin embargo, el cauce mismo impide esto, como bien anuncia la cinta. Conocemos los sucesos a través de lo que nos cuenta alguien. Esta persona reduce o exagera, recuerda u olvida, acalla o remarca: siempre hay una intención que condiciona nuestra manera de acercarnos al relato.

Dahl, por ejemplo, juega con nosotros. Al inicio se nos intenta convencer de la realidad de la historia. ¿Una prueba? Si esta historia fuera un relato de ficción, el personaje moriría en este momento, viendo cómo un coágulo subiría lentamente hasta su corazón. ¿Cómo muere el personaje? Justamente así, pero más adelante, cuando ha acabado su arco narrativo. No es ya un cuestionamiento sobre la historicidad del relato, sino una reflexión sobre la ficción, aplicando sus reglas conscientemente.

El director de la película, nos presenta al autor del cuento, para que nuestra interacción con lo narrado esté mediada por la intentio auctoris. Anderson aparenta desaparecer, como quizás también pretenda hacer Dahl, pero no pueden. Ellos nos cuentan la historia; son, en cierta medida, unos narradores fantasmas. Vemos el relato a través de sus elecciones: su gramática y su prosa prevalecen. Por eso, es interesante ver cómo ambos continuamente remarcan en el texto que se está diciendo exactamente lo que se dijo.

Este juego narrativo consigue hacer reflexionar sobre el arte de contar historias. Hace falta muy poco para narrar, pero hay que saber. Un personaje, un conflicto, una evolución, puntos de giro y un final. La película –como el relato– lo hace, y con muchos ejemplos, porque se cuentan muchas historias, con relatos dentro relatos. Todos funcionan y todos tienen esa vocación se reducirse a la mínima expresión. Además, cada lector saca conclusiones a su vida del relato que se le propone: Dahl de Henry, éste del mago, éste de Yogi. La palabra tiene en ellos un poder performativo.

Pensar sobre la narración nos ayuda a entrar más en ella, aunque de una manera nueva. La conciencia al recibir el relato nos hace pensar en las decisiones del autor. El tipo de narrador, por ejemplo, ayuda a ver a los personajes bajo la mirada que se ajusta a la intención del autor. El narrador aquí es una persona –el escritor– que pone por escrito lo que le ha sido dicho. Sólo conoce el interior del protagonista si éste, a su vez, lo ha transmitido a la persona que se lo comunica. Es un narrador testigo: se apropia del relato como algo externo, transmitiendo lo que piensa de éste.

Pero estamos ante una ficción literaria. Henry Sugar o Yogi no existieron. ¿Por qué contarlo así? La ambigüedad sobre la existencia de Henry permite no juzgar automáticamente la historia desde el inicio. Como tiene apariencia de realidad, el contacto con la fantasía se reduce al intentar buscar una razón natural. Como el escritor no la da, el lector/espectador puede suspender la inteligencia sobre el hecho, intentando buscar trazas de realidad más tarde. Es al final, cuando quizás haya detectado la irrealidad, cuando juzga a todo de mágico. Sin embargo, antes ha podido reflexionar sin estar condicionado a su juicio sobre el texto.

Y, ¿qué gana la película al contarlo de esta manera? Sorprende ver que hemos asistido a una lectura en voz alta del relato. Pero, de esta manera, Anderson nos pone delante del juego al que quiere invitarnos Dahl. El hecho fantástico es tan pequeño, que no sabemos si aceptarlo como realismo mágico o buscar razones para demostrar su posibilidad. Esa duda sobre la consistencia del hecho nos acompaña durante la cinta, cuando podemos empezar a pensar sobre lo que se narra.

Supurando la riqueza

Henry Sugar es un burgués. Tiene la vida resuelta. No necesita trabajar. Así, pasa sus días sin pena ni gloria, nadando en el placer que no le sacia.

Un día, encuentra un libro, en el que se relata cómo un hombre aprendió a ver sin necesidad de los ojos. Al leerlo, se despierta del sueño aristocrático. Después de mucho tiempo, tiene un proyecto que afrontar. Entonces, se encierra en su casa para estudiar y aplicar el método. Hace falta una vela. Se la ha de mirar a una distancia y un tiempo concretos, pensando fijamente en lo más querido. Si el libro contaba como ésta imagen había sido la del hermano muerto, Henry sólo puede pensar en sí mismo.

¿El truco? No distraerse. Cuanto más tiempo se pueda estar sin pensar en otra cosa, más posibilidades hay de aprender la habilidad. Con sorpresa, Henry ve que, a los meses, es capaz de ver una carta observando el dorso. Entonces, se propone reducir a segundos el proceso para aplicarlo al póker. Y lo consigue. Lo que el libro había estimado en lustros, décadas, él lo asimila en meses, largas semanas sólo en casa.

Ante su estupor, ve que funciona, que puede ganar todo el dinero que quiere apostando. No obstante, pierde la diversión: de ahora en adelante no tendrá el ímpetu ni la necesidad de jugar. No le hace falta el dinero y no experimenta el ansia que poblaba su alma con el azar. Aburrido de nuevo en su casa, sin misión ni labor concreta, decide por lo menos lanzar los billetes ganados desde su balcón.

Hace mucho que no estaba tan feliz: ¡veía tan contentos a quienes acumulaban el dinero donado! Cuando ha lanzado todos, viene un policía a recriminar su gesto. No se le acusa por delinquir, sino por estupidez. Éste le hace entender todo el bien que podría haber hecho del dinero despilfarrado, atentando contra el bien común. El policía se va, dejándolo sumido en sus reflexiones.

Es entonces cuando se le abre un inmenso panorama. Su vida, insulsa y sin dirección, tiene ahora una misión: conseguir dinero para darlo a los más necesitados. Antes, al tener un proyecto, sus días se habían cargado de ocupación. Sin embargo, su esfuerzo fue estéril ya que no estaba dirigido, como mostró la consecución del fin. La misión que se plantea ahora es mayor, más humana, por altruista. Ya no busca su propio placer, sino entregar su don para los demás. Es entonces cuando percibe que le faltan horas del día para llegar a lo que se ha propuesto: conseguir cuanto más dinero mejor.

Aplica su inteligencia y su imaginación para conseguir su fin. Para eso, hace un plan y pide ayuda. Necesitará de alguien que maneje el dinero, que conozca su identidad pero que no le traicione. Él cambiará continuamente de ciudad y de identidad para poder conseguir sumas razonables de dinero sin levantar sospechas. Se siente feliz al ver cuánto bien hace vivir su vocación, aquello para lo que ha sido llamado. Él la ha abrazado como único fin en su vida. Ésta orientará sus días cargándolos de sentido.

Después de su primera victoria el narrador nos propone un final para este personaje: muere viendo cómo la muerte sube por sus venas. Sin embargo, nos dice no, que sería demasiado traumático para nuestro protagonista. Pero, de hecho, unos minutos más tarde, nos dice que muere así. ¿Qué diferencia hay? En el primer caso, Henry caería en el desasosiego y la desesperanza más grande. En cambio, una vez cambiado de vida, acepta a la muerte con resignación.

¿Qué ha cambiado en Henry? Su vida, al estar dedicada por completo a los demás, tiene un fin, que se compenetra a la perfección con su destino: estaba llamado a encontrar ese libro, a adquirir esa habilidad, a desarrollarla en su afición. Ahora, cuando su hilo está a punto de ser cortado, abraza sin rencor a su Parca. Es feliz por haber sido útil y es feliz porque ha comprendido hasta el fondo que hay más felicidad en dar que en recibir.

Su legado deja estupefactos a quienes escuchan su historia. Hay redención, hay cambio, sí, pero hay mucha humanidad. El contable necesitaba contárselo a Dahl y éste necesitaba contárnoslo, al igual que nosotros lo haremos con otros. Henry no existió, pero hay muchos como él que nos han precedido. Roald, quizás, nos pregunta si queremos recorrer su camino. Porque esto es la literatura, aprender de las historias, aprehender la verdad que encierran.

  • Título original: The Wonderful Story of Henry Sugar
  • Año: 2023
  • Duración: 38 min.
  • País: Reino Unido
  • Dirección: Wes Anderson