«Si deseas la inmortalidad, niega la forma»

(Frank Herbert)

Mi primera medida en posesión de tal honor fue modificar la maltrecha estructura legal en la que se sustentaban el libre albedrío y el derecho consuetudinario en casa. Derogué la ley doméstica vigente por la que papá gozaba de plena libertad de movimiento en calzoncillos sudados, y en virtud de la cual el cenutrio de mi hermano se rascaba en presencia mía los grumos de mugre que le crecían entre los dedos de los pies y confeccionaba pelotillas con la pelusa que se acumulaba en su ombligo simiesco, amén de otras indecorosas guarrerías.

Relegué toda manifestación cerdista al estricto ámbito de la intimidad, concepto en el que no se incluía ninguna zona común del hogar, con excepción del cuarto de baño, siempre bajo pestillo. Quedaron vedadas las expulsiones de ventosidades y cualquier tipo de ruido al sorber la sopa o los espaguetis, así como las toses o los carraspeos malsonantes, las camisetas, pantalones o calcetines usados olvidados en el sofá, el exceso de sudoración, el hurgamiento en narices u orejas, los rascamientos en genitales, sobacos y nuca, el mal aliento, los pies sobre la mesa, el empleo de palillos de dientes y cortaúñas, y en general todo comportamiento, por acción u omisión, que a mí me produjera repugnancia o simplemente incomodidad. Con estas primeras disposiciones senté las bases fundamentales de mi gobierno, que arrancó con higiénicos nuevos aires y prometedores indicios de prosperidad.

Más tarde, en cuanto papá y mi hermano asimilaron tales cambios, pasé a ocuparme del tejido propiamente social. Promulgué varios decretos por los que el televisor del salón no podía permanecer encendido más de tres horas al día, –una de las cuales obligatoriamente estaría dedicada a sintonizar el Canal de Baile Latino–, las conversaciones sobre fútbol eran declaradas ilegales en todo el perímetro de la casa, se abolía el uso de la gomina, la colonia Agua Brava y la loción de afeitado Brummel, así como el de corbatas a rayas y el de gorras de béisbol cualesquiera.

También se prohibían las camas deshechas, los comentarios machistas y los pósteres no autorizados previamente, las caras raras, el consumo de café soluble y frutos secos y la cocina de todo tipo de fritangas. Mis dos súbditos aceptaron de buen grado todos estos edictos, en un compromiso de apoyo a la modernización de nuestro Estado, y si no adopté medidas más drásticas fue porque, pese a mi condición de monarca, mi naturaleza como persona siempre fue de carácter empático, solidario e incluso cándido.

Si mamá no hubiera muerto tres años atrás, su presencia y su involucración en la ordenación de nuestro reino habrían propiciado otra forma de gobierno más laxa, menos sometida al dictado de mis preceptos y más abierta al debate, tal vez una monarquía de tipo asambleario, participativa y colectivista. Pero mamá nos había dejado, estaba esperándome desde otro lugar, y mi padre y mi hermano eran el tipo de ciudadanos cuyo sentido de la articulación legal y de la sistematización de las relaciones sociales, a poco que se les otorgara algo de voz y voto, sucumbiría al libertinaje y al caos, a la adoración de falsos ídolos. Y eso una reina moribunda, con el futuro de su hogar como responsabilidad última, no puede permitirlo bajo ningún concepto.

Mi coronación no tuvo lugar en cuanto mamá murió, sino que, tras unos meses de transición, no sin cierta convulsión e intereses confrontados, después de unas pruebas de radiología y una punción lumbar, me fue diagnosticada una meningitis bacteriana. Se improvisó entonces una reunión de urgencia paterno-filial en la que las riendas de la potestad familiar pasaron a mis manos mediante mi nombramiento como Rosa I, Reina de la Casa, a título vitalicio y plenipotenciario. Desde entonces he dedicado las pocas fuerzas que me han ido quedando a hacer de mi familia y de mi casa un lugar mejor, y si en los primeros compases de mi andadura como jefa de Estado pareció que todo apuntaba hacia un brillante horizonte de progreso y bienestar, últimamente mis súbditos no están del todo contentos, y estoy segura de que si no inician ningún acto de sedición contra mi dignidad real es por el miedo que me tienen.

En este corto periodo de reinado, entre vómitos, fotofobia, somnolencia, rigideces en el cuello y protuberancias entre los huesos del cráneo, síntomas algunos de mi enfermedad y otros consecuencia del peso de mi corona, han cambiado por aquí muchas cosas. Papá y mi hermano no entienden que si mi último decreto publicado ha sido la obligación de sonreír constantemente en los espacios comunes de mi territorio, es porque no aguantaba por más tiempo ver cómo dos varones hechos y derechos, ciudadanos de mi reino, se echaban a llorar repentinamente y se venían abajo cada vez que me acercaban la comida a mi aposento o se ocupaban de mis reales cuidados, sin darme explicaciones satisfactorias. No resultaba serio que mis dos hombres, subalternos, sufragáneos, fámulos y soldados míos, lloraran como niñas en mi presencia.

Creo que tampoco les ha sentado muy bien la imposición de una nueva lengua y un nuevo uniforme. Si los obligo a vestir de rosa, aunque ellos se sientan ridículos, es porque el rosa, además de hacer honor a mi real nombre, es un color optimista, que produce buenas vibraciones, y si he implantado una nueva lengua en casa, el chino, es porque el chino es la lengua del futuro y me hubiera gustado aprenderla antes de morir. Qué más da si ellos no saben hablarla, con que la imiten fonéticamente mi reino adquiere aires de universalidad, y yo me doy por satisfecha.

A pesar de sus disimuladas reticencias, mis pobres vasallos, padre y hermano, sangre de mi sangre, están muy preocupados por la salud de su Reina. Son buenos súbditos, pero no son capaces de comprender a su Soberana. Ellos piensan que abuso de mi autoridad, pero en realidad las exigencias monárquicas desgastan el cuerpo y el espíritu mucho más que las labores plebeyas. Pronto me reuniré con mi Señora Madre, sin haber dejado descendencia, y aunque el descanso eterno en los libros de historia y en el imaginario popular promete ser una gran liberación, no sé aún a quién ceder mi trono y mi cetro, pues me aterra la idea de que estos dos pobres lacayos echen a perder los logros alcanzados por su Majestad Rosa I, Monarca Electa de mi Casa por la Gracia Meníngea.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convoca la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen una única obra.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024

Fallo: 22 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

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