amaral en el festival estaciones sonoras primavera 2024

Estaciones Sonoras Primavera 2024: Las luces del día siguiente

Crónicas

Estaciones Sonoras Primavera 2024. 10 y 11 de mayo, Patio del Antiguo Colegio de Cascante

Quien me conoce sabe que hay una frase de Quique González que me fascina hasta el punto de llevarla tatuada en el antebrazo. Es un verso de ‘Los conserjes de noche’, tan simple y a la vez tan profundo (si se le da un par de vueltas en la cabecita acompañado de unas cervezas), que dice «la breve intensidad de las primeras luces». No sé qué tendría el bueno de Quique en mente cuando lo escribió (y el par de veces que he podido intercambiar algunas frases con él he evitado preguntárselo, quiero seguir pensando que mi interpretación tiene sentido), pero para mí representa esos momentos de ilusión inicial cuando algo comienza. El temblor del descubrimiento y de las primeras veces, la sensación de que esos momentos fundacionales están inundados por un resplandor perfecto en el que todo encaja como un puzle de madera.

Nada se vive con tanta intensidad como la primera vez, y sé que soy un intensito pero todavía recuerdo perfectamente la película que fui a ver con mi primera novia del instituto en nuestra primera cita (y eso que era una porquería. La película, no ella, que era un encanto). Pero como leí una vez en una columna cuyo autor ya no recuerdo, el amor del cuento de hadas tiene su verdadera prueba de fuerza la primera vez que hay que decidir quién limpia el cuarto de baño. Las primeras luces son idílicas y perfectas, pero, ¿qué pasa el día después?

El año pasado fue mi primera visita el Estaciones Sonoras de Cascante y, como conté entonces, tuve la sensación de estar viviendo algo así como el principio de algo grande que con el tiempo lo sería aún más. Fue, claro, la intensidad de las luces iniciales de las que habla Quique. Un ambiente perfecto vivido por primera vez sumándose, en un cóctel demoledor, a un cartel que, para mí, personalmente, era insuperable (el propio Quique, de hecho, junto con Viva Suecia, Depedro… era como si los organizadores del festival me hubieran metido una sonda en el cerebro para saber milimétricamente con qué cartel podrían hacerme salivar).

Las pelis de Disney nunca nos cuentan qué sucede después de haberse comido todas las perdices del reino, pero aquí estoy yo para solventar esa duda, al menos en el caso del festival cascantino. Hace un año de la luna de miel del año pasado y, superada la resaca, tengo que confesar que mi primera intención era no acudir a la edición de este año. No soy periodista, voy a los conciertos y a los festivales que me apetecen sin ninguna obligación o compromiso, más que un cronista profesional soy un turista con chanclas y calcetines blancos visitando lugares pintorescos y apuntando las chorradas que se me ocurren en un cuaderno de anillas. Total, que si un cartel no me seduce, no veo por qué tengo que ir a un festival, y, claro, después de la  sonda cerebral del año pasado con tres o cuatro artistas acertando en el centro de la diana, mi sibaritismo insolente con un pedestal en el que apenas caben una decena de artistas veía la edición de este año con una cierta pereza: ninguno de los grupos confirmados me compensaba un finde fuera de casa.

Finalmente, me dejo convencer: voy con amigos, será divertido. Tómate la música como ruido de fondo y disfruta del finde como si fuera una verbena de pueblo en la que te da igual quién esté tocando.

Viernes en Estaciones Sonoras Primavera 2024

Lo que me encuentro el viernes al llegar ya no sorprende como el año anterior pero sigue siendo agradable: pintxos en El Lechugero antes de acudir al recinto del festival, poder cruzarte en el propio bar o por las calles con alguno de los artistas que vas a ver horas después, comprobar con una sonrisa que sigue resultando divertido y sorprendente presenciar un puñado de conciertos en el patio de un colegio, escuchar la misma sirena de fin de recreo que te trae recuerdos infantiles para marcar el inicio de cada concierto…

La Perra Blanco

La tarde se abre con La Perra Blanco. No soy muy fan del rock clásico, en el más profundo, sureño y bluesero de los sentidos pero, cómo decirlo… el trío liderado por Alba Blanco tiene tanta energía que si no te dejas llevar es que tienes menos sangre que un paquete de guisantes congelados. No es sólo ella, que aunque es bajita presenta en el escenario la misma potencia, carisma y presencia que un tótem de dos metros: los imprescindibles contrabajo y rodhes más un ocasional saxo que acompañan a la guitarra y la voz de Alba dan lugar a una propuesta que podría hacer agitarse hasta al cadáver del general Custer.

«La Perra», con sus rastas enroscadas en un moño casi más alto que ella, se mueve como un diablo de Tasmania, se desgañita, toca una electroacústica sacada de un sótano de Nashville, despelleja a antiguos amigos entre canción y canción («esta canción la escribí para un colega, pero ya no somos amigos así que me la quedo para mí») y antes de que quieras darte cuenta te ha conquistado, te ha robado la cartera y llevas los zapatos del revés.

Tarque

Según cae la noche llega el turno de Carlos Tarque (o Tarque a secas) o, como le explican algunos de los asistentes a sus acompañantes más despistados (prometo que escuché esta frase varias veces según me movía entre el público): «el de M Clan«. Pero no, Tarque ya no es «el de M Clan». No es sólo que ahora se haga acompañar de una banda completamente distinta (y con unos mimbres estupendos… pregunta para el guitarrista Carlos Raya: ¿cómo puede colaborar con tantos artistas a la vez? ¿tiene un gemelo malvado, pero tan buen guitarrista como él, que le sustituye en la mitad de los bolos?), es que estéticamente, y por supuesto musicalmente, lo que ahora presenta el ex M Clan no tiene nada que ver con lo que ofrecía con la banda que le llevó a la fama.

Lo que antes era un rock fundamentalmente setentero («rock clásico» sería la palabra que cruza transversalmente el cartel de este año), con trajes ajustados, zapatos en punta, rizos y (once again) un órgano rodhes de fondo, es ahora un outfit completamente negro de camiseta sin mangas, chaleco gastado, muñequeras y vaqueros. La música acompaña a la nueva estética: lo que antes era setentero ahora es más áspero, más guitarrero, más urbanamente ochentero… ¿Funciona? Mmmm… si no tienes el carisma, el recorrido, la acidez y la magnitud de El Drogas (pienso en su monumental concierto del año pasado en el mismo escenario), canciones sobre pactos con el diablo y problemas con la policía mientras te matas a cervezas suenan un pelín trasnochadas, o quizá impostadas.

Aunque el principal problema es otra frase que también escucho aquí y allá: «¿No va a tocar ‘Carolina’ o ‘He visto una luz’?» Iván Ferreiro siempre deja caer una cuantas de Piratas, y Leiva hace lo propio con Pereza, pero Tarque quiere dejar obstinadamente claro que ya no es M Clan y no concede ni una brizna del pasado. Entre que deja a la mayoría del público (público ecléctico: es un festival, no un concierto propio) a medias en ese sentido y que su propuesta no acaba de encajar tal vez sea el concierto más frío de todo el fin de semana.

Los Zigarros

Hace años vi a Lou Reed y, tras casi dos horas de un concierto atiborrado de canciones semi desconocidas en la que a los asistentes más casuales sólo les (nos) sonaba ‘Perfect day’, ocuparon el escenario Echo and the Bunnymen. La canción más aplaudida de los británicos esa noche no fue ‘The Killing Moon’… sino la versión que se marcaron de ‘Walk on the Wild Side’. Dicho de otra forma: el público agradeció en diferido la canción que no llegó a interpretar Lou Reed… ¿Por qué cuento esta batallita? Porque Los Zigarros, el siguiente grupo en saltar al escenario de Cascante, son capaces de regalar todo lo que Tarque negó, todo lo que en su momento podría esperarse de M Clan, pero multiplicado por cincuenta.

Son tan buenos que no necesitan ninguna comparación para que su concierto llene el patio del colegio de energía y pies moviéndose, pero el contraste con todo lo que Tarque no ha sido un rato antes los agiganta aún más. Aquí sí que hay trajes coloridos y ajustados de amplias solapas, sí que hay botas brillantemente lustradas, sí que hay melenas rizadas a lo Disco Stu… pero lo más importante: en la banda de los hermanos Tormo hay rock sureño sólido y auto consciente, tan exquisitamente trabajado que parece asombrosamente simple. El frontman Ovidi Tormo alterna guitarra y piano eléctrico, las canciones más rítmicas y bailables se suceden frente a blues más pausados, pero lo que no se detiene en ningún momento es el empuje y la fluidez con la que todo se encadena. En algún momento casi me quedo con las ganas de que toquen ‘Carolina’.

Sexy Zebras

Noche del viernes, antes del habitual fin de fiesta protagonizado por DJs, la cierran los madrileños Sexy Zebras. Lo he confesado antes: mis gustos son dolorosamente incompletos, y pese a que Sexy Zebras llevan diez años subiendo en el escalafón del indie, generalmente no suelo tenerlos dentro de mis preferencias (insisto: no soy un periodista imparcial, soy el turista de los calcetines blancos, láncenme tomates). Si alguien me preguntara por sus canciones, apenas diría que tienen un par de himnos. Pero, por sacarle un lado bueno a la ignorancia, la capacidad de sorpresa y de aprendizaje se incrementa. Y es que según avanza su concierto, voy concediéndome yo mismo mentalmente: «vale, sí, ésta también es muy épica… y esta otra también recuerdo haberla bailado mucha veces… y qué noche tan divertida aquella en la que sonó aquella»…

He empezado el concierto con un poquito de escepticismo y cuando quiero darme cuenta he coreado la mayoría de las canciones, he bailado, me he divertido, he gritado, estoy sudando y exhausto y tengo las endorfinas por las nubes. Gracias ‘Jaleo’, gracias ‘O todos o ninguno’, gracias ‘Tonterías’ y (por encima de todo) ‘Nena’ y su «deja que pase lo que tenga que pasar» por salvarme de mi indolente ignorancia. Y no es lo único que tengo que agradecerle a los cebras: poder presenciar cómo en pocos instantes se organiza una piscina figurada en medio del público y ver cómo la recorren varios espectadores, a crawl, a braza, es algo que no tiene precio.

Sábado en Estaciones Sonoras Primavera 2024

El sábado se despierta musicalmente con un puñado de conciertos en la plaza acompañados de una paella solidaria, comenzando por Bewis de la Rosa.

Bewis de la Rosa

Recuerdo la primera vez que vi a Rodrigo Cuevas en concierto, en un teatro. Diría que el espectáculo duró más de dos horas, pero juraría que no se interpretaron más de diez o doce canciones. ¿Es porque eran muy largas? No: lo que sucedió es que lo que ofrecía Rodrigo era mucho más que un concierto: contaba anécdotas, bailaba encaramado en sus madreñas, hacía reír con su humor corrosivo y al rato siguiente llorar con la historia de Rambal, las canciones eran sólo «algo más» entre todo lo demás (como él mismo dijo: «Neno, si no quieres oírme hablar ponte el disco»). He vuelto a dejarme llevar contando una batallita, pero es que si Rodrigo Cuevas es ahora mismo el rey indiscutible del folklore actualizado versión asturiana deberían darle el título de reina (en este caso, versión manchega) a Bewis de la Rosa.

Su rap rural, como ocurría con las canciones en mi primer concierto de Rodrigo, parece que a veces pasan a segundo plano. Es muy loable su cuidada fusión recuperando tonadas populares manchegas… pero la diferencia entre escuchar sus canciones en Spotify y ver su actuación en directo es como leer en la Wikipedia que en el circo del sol dan piruetas y luego asistir a uno de los shows del circo canadiense. Lo de Bewis de la Rosa no es un concierto, es una performance con refajo y pañuelo en el pelo: su escenario emulando un tendal en el que se secan varias bragas con lemas feministas impresos, su explicación de cómo un cucharón puede llegar a ejemplificar el empoderamiento femenino, su desparpajo bebiendo de un botijo entre canción y canción… cómo no rendirse ante alguien capaz de organizar un pogo, pero ojo, no un pogo de los de siempre, sino un pogo manchego en el que los participantes (¡toda la plaza!) no se golpean a saltos entre sí… sino que bailan una jota alocada.

El año pasado, en las mismas circunstancias, triunfó el Micromambo de Jairo Depedro: una propuesta que sea capaz de hacer plenamente partícipe al público, incluso al casual que pasa por allí, es lo que más encaja en la plaza de un pueblo mientras termina de prepararse la paella… tras ese éxito, los organizadores del Estaciones han buscado este año inteligentemente algo similar, y el alter ego de Beatriz del Monte lo ha conseguido de sobra: conectar con y divertir a centenares de personas que un ratito antes no habían escuchado nunca su nombre y que después de esa experiencia mirarán de una forma diferente el legado musical del folklore popular. El mérito de eso es insuperable.

La Vil Canalla

Tras un interludio animado por una DJ en el que suenan los himnos indies habituales, la sesión de mediodía se culmina con La Vil Canalla. Voy a repetirlo: la «palabra clave» de esta edición primaveral del Estaciones Sonoras es el «rock clásico», «rock sureño», «rock cincuentero» y todas sus variantes. Los miembros de la banda llegan al escenario montados en un par de Harleys y si con eso no ganan el premio a la entrada más molona que he visto en mi vida poco les falta. Después de habernos ganado con ese comienzo, llega lo esperable (que no es poco, si se ejecuta de una manera tan pulcra): contrabajo, guitarra electroacústica, batería, ritmo rápido y voz engolada, tupés, camisas almidonadas, zapatos de gamuza azul… En el escenario no están Buddy Holly ni Little Richard pero si cerramos los ojos casi podemos sentirnos en Nashville.

Jo & Swiss Knife

La sesión de tarde, ya en el patio del colegio, comienza de nuevo con una propuesta de rock en el más canónico sentido de la palabra, en este caso más enfocado al country, con Jo & Swiss Knife. Una vez más, siguiendo el hilo invisible que une todo este festival, tenemos los recurrentes contrabajo y guitarra electroacústica, pero el añadido de banjo y slider (y petos vaqueros) nos llevan de los salones encerados de baile de ciudad a los graneros del sur profundo. Durante unos minutos cae la lluvia pero la actuación no se detiene, y el calor y la pujanza que transmiten se agradece en una tarde que comienza con frío.

Cala Vento

El primer plato fuerte de la noche es Cala Vento. El dúo gerundense, con su pinta de niños buenos recién salidos de la facultad de ADE (en especial Aleix Turón, siempre con su camisa perfectamente planchada metida por dentro del pantalón y sus gafas de no haber roto nunca un plato) podrían haberse convertido en uno de esos dúos que cada generación se dedican a protagonizar las fotos que forran las carpetas de las quinceañeras (en el caso de que las quinceañeras sigan llevando carpetas al instituto), pero optaron por el camino difícil de no dejarse llevar por el pop tontorrón y ahí los tienes, ganando premios al mejor disco independiente del año.

Casi es sorprendente cómo sólo una guitarra y una batería (no bajo, no otros músicos de apoyo) son capaces de generar tanto ruido (en el mejor sentido de la palabra) y en algún momento estoy por pedirle a Joan Delgado que me dé el número de su entrenador personal porque no consigo entender cómo alguien puede estar durante hora y pico aporreando la batería y cantando a pleno pulmón sin que se le salgan los higadillos por la boca.

El fin de fiesta son dos canciones que ya son himnos, ‘Equilibrio’ y ‘Teletecho’, pero más allá de eso el colofón más entrañable es el momento en el que hacen subir al escenario a una niña que ha estado todo el concierto en primera fila, a hombros de su padre, con sus cascos amarillos protegiendo sus oídos y la silueta de cartón de una casa (el dibujo de la portada del premiado disco ‘Casa Linda’ en los brazos levantados, sin dejar de corear todas sus canciones. Dicen (permítanme que me ponga pomposos) que hay momentos que valen toda una vida. Pues bien, ver a esa niña saltando en el escenario desbordada por la emoción, abrazando a Joan y Aleix, regalándoles su casa de cartón, vale todo un festival. Incluso aunque hubiera actuado el Fary. Busquen el momento en Instagram y emociónense (al menos yo me emocioné, pero ya lo he dicho antes, soy un intensito).

Amaral

Hace meses leí una frase que me resultó muy divertida y que describe perfectamente lo que a veces opino del gafapastismo: «todos somos muy indies hasta que se forma una conga». La aplicación de esa frase a la actuación estrella de esta edición primaveral del Estaciones Sonoras sería algo así como «todos somos muy indies hasta que suena el ‘Sin ti no soy nada’ de Amaral«. El patio del colegio está a rebosar, gran parte de los asistentes de esta noche seguramente no sabrán que Deluxe y Xoel López son la misma persona como Superman y Clark Kent, ni tendrán una colección de pulseritas de colores de diferentes festivales en su casa porque Amaral es parte de (oh, dios mío, sacrilegio) ese mainstream, o mejor dicho, mistrin, que criticaba Eric Jiménez en aquel mítico vídeo (búsquenlo también en youtube, no para emocionarse esta vez, sino para reír, o llorar).

También recuerdo la vez en la que, escuchando Radio 3, Gustavo Iglesias casi pidió disculpas después de pinchar ‘El universo sobre mí’ de los zaragozanos que nos ocupan. Así que, como tengo mucha imaginación, dentro de mi cabeza veo a un público dividido entre los que han ido a ver a Amaral y se la pela que Vetusta Morla se separen porque básicamente no saben quiénes son, y los indies de pura cepa que van a presenciar el concierto «por obligación» con los brazos cruzados y una mirada de superioridad en los ojos… pero, claro, todos somos muy indies hasta que suena ‘Sin ti no soy nada’, la canción con la que Eva y Juan abren el concierto.

Mi imaginación me dice (o al menos quiero creerlo así) que ya en ese primer momento la mayoría de las fachadas posturetas se habrán derrumbado. Hay pocos grupos de los que te sepas todas las canciones de su concierto incluso aunque nunca hayas tenido un disco suyo porque las has oído mil veces por la radio (salvo cuando se lanzan a interpretar No sé qué hacer con mi vida, de su primer disco, que de ése sólo nos sabemos ‘Rosita’). Y desafío a cualquiera a que me demuestre que es capaz de escuchar ‘Marta, Sebas, Guille y los demás’ sin berrearla a gritos abrazado a sus amigos (Paco, Euge: ésta va por vuestro amigo Lolo). Palabras de recuerdo a las acampadas universitarias de apoyo a Palestina, perdón por no haber cantado ‘Teletecho’ junto a Cala Vento (canción en la que colaboraron), varias tandas de agradecimientos y recuerdos a lo largo de toda la noche… no se les puede pedir más, sean mistrin o lo que sean.

Más y más música

Voy a terminar la parte musical de esta crónica con una mención especial al DJ que pone el cierre a la noche y al festival, David van Bylen. Lo fácil en estas circunstancias es pinchar el ‘Club de fans de John Boy’ de Love of Lesbian, el ‘Amar el conflicto’ de Viva Suecia o el tema que se ha convertido, según palabras de mi amiga Marian, en «el Paquito Chocolatero de las sesiones indies», es decir, el ‘KITT y los coches del pasado’ de Ladilla Rusa… echarle valor, huir de lo sencillo, es coger todas esas canciones y hacer unos mash-up que se caga la perra, mezclando de una forma minuciosa, sonando a la vez, sin que chirríen, una canción de Vetusta Morla y una de Muse, por poner un ejemplo entre las decenas de mezclas inesperadas que pinchó David van Byulen. Y si a eso le añades que el amigo consigue que te parezca lo más natural del mundo que lo anterior se combine con el ‘Pedro’ de Raffaella (ejem, ejem…) o el ‘Sarà perché ti amo’ de Ricchi e Poveri, y si además le sumas que nuestro protagonista de vez en cuando deja los platos y se pasea por el escenario coreando las canciones con una sencillez y una pinta de buen tipo que tira para atrás, tienes el éxito garantizado.

Si yo fuera periodista y no un turista con chanclas (espero que haya quedado claro, pero las chanclas son metafóricas), esta crónica terminaría aquí. Pero yo no he venido aquí a hablar de música, o, al menos, no sólo de música, sino que he venido a explicar qué ocurre cuando se apaga la breve intensidad de las primeras luces. ¿Qué ha pasado tras mi mágica primera experiencia hace un año escuchando a los que son mis fetiches personales como Quique González o Viva Suecia, y haberlos cambiado por Sexy Zebras y Amaral? ¿Van a pedir el divorcio el príncipe y la princesa tras discutir sobre quién limpia el baño? Bueno, es que sucede una cosa, algo que ya descubrí el año pasado, y que este año se ha confirmado, con primeras luces o sin ellas. Y es que, como la pipa de Magritte, este festival no es un festival.

Da igual quién actúe. Da igual que sean Rafa Val y sus chicos o que sean Eva Amaral y Juan Aguirre (y su gorra). Yo no he venido por la música, y he acertado. Los pintxos en El Lechuguero, la implicación de todo el pueblo (con un free tour maravilloso la mañana del sábado en el que varios cascantinos te cuentan cómo hacían para ligar en los bailes de los años 60 o las vicisitudes de un chaval de 14 años recién alistado en la Cruz Roja a mediados del siglo pasado: «pues resulta que se había colgado uno»), el buen ambiente en el patio del colegio durante los conciertos en los que una desconocida se te acerca y te dice «tienes la cara de ser el tío más majo de todo el festival» (no sean mal pensados: te presenta a su marido poco después) o alguien a quien no has visto en tu vida te llama desde varios metros de distancia y cuando te acercas te dice «te he visto con cara de sed, ¿qué te pido?» (prometo que estos ejemplos y todo lo que viene después es verídico).

Es verdad que en cualquier festival la mezcla de música, endorfinas y entusiasmo provoca que la sociabilidad se dispare a niveles planetarios, y raro es el festival en el que uno/a no vuelve con un buen puñado de nuevos números de teléfono (o contactos de Instagram, para los jóvenes) en la mochila. La diferencia es que en Cascante no haces amigos: haces familia. Y no sólo en el recinto del festival, en el colegio: sucede en las plazas, en los bares tomando pintxos, por la calle cuando vuelves a cruzarte con el tipo que anoche se desgañitaba a tu lado. No vives el festival, vives el pueblo. El sentimiento de comunión y pertenencia es máximo. Este año he vuelto a encontrarme con gente a la que no veía desde hace un año y nos hemos abrazado como si nos hubiéramos despedido ayer (las chicas palentinas que el año pasado se cruzaron con Rafa Val este año han roto una ventana, y ahora ya sé qué fue ese estruendo que me despertó a las seis de la mañana, y también sé que el año que viene tendremos nuevas historias que compartir).

Termino con otra historieta que prometo por las greñas de Robert Smith que es verídica: domingo al mediodía, poco antes de volver a casa. El grupo que hemos acudido a Cascante apuramos los últimos pintxos y vermús en la terraza del recurrente Lechuguero. Mi amiga Marian (morena, flequillo) y yo (gorra tipo boina) compartimos confidencias en un par de sillas un poco más apartadas. Nos levantamos para pagar. Y en ese momento, al pasar al lado de una señora que tomaba su café un par de mesas más allá, nos dice tímidamente y con respeto: «me encantó vuestro concierto de ayer, tengo todos vuestros discos». Que te confundan con Juan Aguirre y Eva Amaral sólo puede suceder en Cascante, porque sólo ahí los artistas que has visto la noche anterior pueden estar tomándose unas cervezas en la mesa de al lado. Gracias, familia, por las luces. Nos vemos el año que viene.

Los ‘supuestos’ Eva Amaral y Juan Aguirre, abajo a la derecha.

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