La cultura y el bien común
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28 de mayo de 2024

Varios libros como enriquecimiento del pensamiento

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El Debate de las Ideas

La cultura y el bien común

La cultura nos hace entender que, en mitad de las zozobras de la existencia, todos somos partícipes de una misma suerte

En fechas recientes, CEU-CEFAS celebró en Valencia un congreso bajo el lema 'Las fronteras del Bien Común'. Una de las mesas de debate estuvo dedicada a la reflexión sobre la cultura como Bien Común. Allí intervinieron Irene González, David Cerdá y Julio Llorente, una representación más que cualificada. Los organizadores del evento tuvieron la gentileza de invitarme, pero por cuestiones de trabajo me fue imposible acudir. Sin embargo, el tema me resulta tan sugerente que no me resisto a dedicarle unas líneas. Confío en que sepan disculparme la pretensión.
Para empezar, surge un escollo: la delimitación de la idea de cultura. Se trata de una noción susceptible de ser abordada desde distintos frentes. Hoy se habla de cultura a propósito de casi todo: cultura popular, alta cultura, cultura gastronómica, cultura democrática… Incluso existen casas de la cultura. El término ha estirado sus posibilidades semánticas hasta lo inverosímil. Urge, pues, que nos centremos un poco.
Desde un prisma clásico, nos habíamos acostumbrado a identificar cultura con erudición. Culta era la persona dotada de un saber libresco. Para adquirir cultura resultaba imprescindible consagrar una porción relevante del tiempo de la propia vida a la acumulación de conocimientos. No se trataba, sin embargo, del afán que embarga al especialista en una sola materia. El hombre culto asumía una vocación más amplia: anhelaba la gratificación que se deriva del puro deseo de conocer. La suya era una entrega desprovista de una compensación tangible en el orden de los beneficios materiales o el reconocimiento social. Antes que en cualquier otro ámbito, su devoción repercutía en una parcela íntima: aquélla en la que se experimenta, junto a un ensanchamiento de los límites del mundo, un enriquecimiento espiritual.
Este estereotipo del hombre culto, inmerso en una era donde todo lo valioso se somete al escarnio, fue sometido a un implacable proceso de deformación. El profesor chiflado, el sabio despistado o el estudiante empollón no son sino precedentes grotescos del aire burlón que hoy siguen difundiendo los medios. El hecho de que, a partir del éxito de esa veta de comicidad, una parte muy significativa de la juventud comenzase a hacer risueña ostentación de su ignorancia es una muestra inequívoca del tenor de la época. Era ya, sin duda, un trazo distintivo de la disolución de los tiempos. «Que el hombre vaya infinitamente más allá del hombre –escribiría Alain Finkielkraut–, que pueda tener una vocación espiritual, que no se quede reducido a sus funciones orgánicas, todo ello es una posibilidad que la risa tiene la intención de hacer desaparecer del mundo. La risa se encarniza con la trascendencia».
La tesitura creada a partir del nuevo estado de cosas tuvo algunas consecuencias sorprendentes. O no tanto. En primer lugar, se produjo el ascenso a los puestos de máxima responsabilidad social de una clase política caracterizada por unos niveles de ignorancia francamente desoladores. Fue esa misma clase dirigente la que, como correlato lógico de su penuria intelectual y de sus ansias de dominio, procedió a desmantelar los últimos puntales de un sistema educativo que, aunque ya deteriorado en todos sus niveles, todavía conservaba rasgos propios de una institución que hasta entonces había preservado su prestigio mediante la sabia disposición a armonizar su función como transmisora de conocimientos con la promoción social de las clases menos favorecidas.
Este proceso de corrosión conoció un impulso decisivo cuando, de un modo tan artero como interesado, quedaron situadas en un plano de igualdad las nociones de información y cultura. Se popularizó entonces el lema de que «todo está en Internet», con lo que en realidad se pretendía significar que había llegado el momento de abandonar el esfuerzo necesario para ser una persona culta y aplicarse al desarrollo de otro tipo de capacidades. Si la totalidad de los saberes del mundo se hallaba al alcance de un rápido garbeo por el universo de lo virtual, ¿para qué persistir en el empeño del estudio?
La respuesta parece obvia salvo por el detalle de que parte de una premisa engañosa. La cultura no es sólo acaparamiento de datos. Si lo fuera, los argumentos para desterrar de los planes de estudio el cultivo de la memoria resultarían, a fecha de hoy, y dadas las fuentes de información disponibles, irrefutables. Pero pese a no consistir la cultura únicamente en un esfuerzo por acumular información, lo cierto es que sin una base de conocimientos bien estructurados no es posible ser una persona culta. Y ¿qué es una persona culta? En esencia, una persona que comprende el mundo, hasta el punto en que tal empeño es posible. Alguien capaz de integrar cada fenómeno aislado en una estructura de significado más profunda y unitaria. Frente al aluvión de sucesos que los medios de comunicación vierten a diario, la persona con cultura esgrime un criterio solvente. Sabe situar cada acontecimiento en el nivel de relevancia que le es propio. Estratifica los hechos. Rescata y enaltece lo valioso y procede a apartar de su atención lo superfluo. Detecta la mentira y se mantiene a distancia de las maquinaciones y el ruido de la propaganda.
Todo lo anterior es posible siempre y cuando uno sea dueño de un sustrato de conocimientos sólidos acerca de la configuración básica del mundo. No se trata de exhibir un saber enciclopédico. La cultura no es eso necesariamente. Es el desarrollo, a partir del poso de lo conocido, de una sensibilidad donde lo intelectual se fusiona con lo intuitivo y lo estético, y de esa simbiosis emerge una mirada esclarecida. Comporta, además, una cierta manera de situarse frente a la realidad, una actitud tan propensa a la gratitud como al deslumbramiento. En ese sentido, resulta indudable que la cultura ayuda a disfrutar más intensamente de la vida; de lo contrario, degenera en una pose esteticista que ensimisma al individuo y, al situarlo de manera artificial por encima de las inquietudes y preocupaciones de sus semejantes, mustia y reseca su alma. Por eso, una persona culta desea que también las demás lo sean; quiere que compartan una experiencia que a ella le ha deparado una vida más plena y que, por añadidura, y de un modo un tanto miserioso, le ha servido para ponerse a resguardo de buena parte de las formas de sometimiento que acechan en cualquiera de los recodos de la historia.
Al ayudarnos a recuperar un sentido de la continuidad histórica, la palabra cultura hace honor a su etimología. Quien se esfuerza en ser culto cultiva una tierra que, a la vez que es propia, forma parte de una herencia que viene de antiguo. Una herencia que llega hasta nosotros por pura gratuidad y que aguarda a ser fertilizada, enriquecida con nuestros aportes, compartida con el mayor número posible de nuestros coetáneos, para así fundar un dominio que sirva de espacio de fraternidad y reconocimiento mutuo.
La cultura no nos aísla, al contrario: nos pone en relación a unos con otros. Nos hace entender que, en mitad de las zozobras de la existencia, todos somos partícipes de una misma suerte. Y de ahí que sea –o debiera ser– el fundamento de una mirada compasiva. Aducir el ejemplo de hombres cultos que se han decantado por el mal obliga a una reflexión profunda acerca del misterio y la contradicción que tal fenómeno encierra. Pues la cultura es, ante todo, una forma de compañía y de gozo compartido en la búsqueda de la Belleza y el Bien. Del Bien Común. Hay una cita de Gustave Thibon en su formidable Los hombres de lo eterno (Rialp, 2024) que sintetiza el sentido último de lo que trato de expresar: «Donde nada puede echar verdaderas raíces en la memoria, nada puede dar verdaderos frutos en la voluntad». La cultura es el alimento del que nuestra voluntad y nuestro espíritu se nutren. Ella nos devuelve el sentido de pertenencia a un ámbito determinado, nos despierta del sopor estupefaciente al que nos aboca una realidad saturada de estímulos y nos inmuniza contra el veneno del sectarismo. De ahí el potencial subversivo que alberga. De ahí el furor con el que los poderes que aíslan y dividen siempre tratarán de socavarla.
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